18

Hasta entonces Marshall nunca había pasado del umbral de la espaciosa suite de Conti, pero cuando el director le indicó con gestos que entrase entendió enseguida la razón de que no se hubiera adueñado solo de la vivienda del comandante, sino también de la del subcomandante. Las habitaciones del Nivel C, laberínticas pero espartanas, se habían convertido en un salón enorme y opulento. Los sofás de piel, las banquetas de terciopelo y las otomanas de felpa se alternaban sobre las caras alfombras persas. Las tristes paredes de metal estaban camufladas mediante cortinajes y cuadros posmodernos con marcos discretos. El protagonismo recaía en una gigantesca pantalla LCD de cien pulgadas, situada al fondo, detrás de varias hileras de sillas que tapaban la base; un cine privado para ver copias de trabajo, películas y (Marshall estaba seguro de ello) los Grandes Éxitos de Emilio Conti.

El director estuvo amable, incluso parecía de buen humor; el único indicio de que llevara treinta y seis horas sin dormir eran las manchas de un negro azulado de debajo de los ojos.

—Buenos días, doctor Marshall —dijo, sonriendo—. Buenos días. Adelante, por favor. Las siete y media. Perfecto. Siempre agradezco la puntualidad. —Estaba viendo algo en la pantalla gigante, algo en blanco y negro y con un poco de grano, pero lo apagó enseguida con un mando a distancia—. Siéntese, por favor.

Acompañó a Marshall a través de la sala. Al otro lado de una puerta abierta se veía una mesita de reuniones, rodeada de sillas de oficina ergonómicas. En el rincón del fondo había una movióla con tiras de película colgando de las bobinas. Mientras la miraba fijamente, Marshall se preguntó si aquel anacronismo formaba parte del trabajo de Conti o era una pose de director.

Conti tomó asiento frente a la pantalla y le invitó por señas a hacer lo mismo.

—¿Qué le parece mi salita de proyección? —preguntó sin dejar de sonreír.

—Vi cómo la traían en avión —dijo Marshall, señalando la pantalla con la cabeza—. Supuse que era alguna herramienta imprescindible para hacer documentales.

—Y es imprescindible, desde luego —respondió Conti—. No solo para montar mi película, sino para conservar la cordura. —Movió las manos, señalando dos estanterías llenas de DVD, una a cada lado de la pantalla—. ¿Ve todo aquello? Es mi biblioteca de referencia. Las mejores películas que se han hecho: las más bonitas, las más innovadoras, las que más hacen pensar… El acorazado Potemkin, Intolerancia, Rasbomon, Perdición, La aventura, El séptimo sello… Están todas. Nunca viajo sin ellas.

Pero son algo más que un simple consuelo, doctor Marshall; son mi oráculo, mi templo deifico. Hay quien busca inspiración en la Biblia, y otros en el I Ching. Yo tengo esto. Y nunca me falla. Esta misma, por ejemplo.

Conti reanudó la película pulsando de nuevo en el mando a distancia.

El eterno rictus de preocupación de Víctor Mature llenó toda la pantalla.

El beso de la muerte. ¿La conoce?

Marshall sacudió la cabeza.

Conti bajó el volumen hasta que casi no se oía.

—Una obra maestra de 1947 olvidada. Esta película consagró a Henry Hathaway; aunque seguro que ya conoce a Hathaway: La casa de la calle 92, 13 Rue Madeleine… El caso es que al protagonista de la película, Nick Bianco… —Conti señaló a Mature, cuyo semblante exagerado ahora aparecía enmarcado tras los barrotes de una cárcel—. Le mandan a Sing Sing por un delito leve, pero su abogado, que no tiene escrúpulos, le engaña. Para obtener la libertad condicional, hace un pacto con el fiscal: acepta delatar a un asesino psicópata que se llama Tommy Udo.

—Parece interesante.

—Se queda usted corto. Aparte de ser una excelente película, es exactamente la solución de mi problema.

Marshall frunció el ceño.

—Me he perdido.

—Cuando descubrimos que el felino no estaba, casi me dio un ataque de pánico. Tenía miedo de que estuviera en peligro mi documental, e incluso toda mi carrera. Puede imaginar lo que sentí. Tenía que ser mi non plus ultra, lo que me elevara a la altura de Eisenstein.

«¿Por un documental en hora de máxima audiencia?», pensó Marshall. Decidió callárselo.

—Me he pasado la mitad de la noche dando vueltas, preocupándome y discurriendo qué hacer. Luego he recurrido a esto. —Señaló las estanterías—. Y como siempre, me han dado la respuesta que necesitaba.

Marshall siguió escuchando, mientras Conti movía otra vez la cabeza en dirección a la pantalla.

—Resulta que El beso de la muerte es lo que se llama un «docunoir», un híbrido de documental y cine negro. Un concepto muy interesante. Muy revolucionario.

Cuando Conti se volvió hacia Marshall, la luz de la pantalla dibujó un claroscuro en el contorno de su cara.

—Ayer, en caliente, estaba seguro de que había sido un robo. Pero he tenido tiempo de pensar y ya no me lo parece. Ahora estoy convencido de que ha sido un sabotaje.

—¿Un sabotaje?

Conti asintió.

—Por muy valioso que sea el felino, la logística necesaria para sacarlo de la base, para hacerlo desaparecer, no cuadra. —Empezó a enumerar con las puntas de los dedos—. Los ladrones (que tienen que ser como mínimo dos porque el activo pesa demasiado para una sola persona) necesitarían algún tipo de transporte. Sería imposible esconderlo. Y si alguien se fuera antes de tiempo, lo sabríamos.

—¿Y Carradine, el camionero? No solo tiene un medio de transporte, sino que ha sido de los últimos en llegar.

—Han registrado a fondo su cabina y puede responder de todos sus movimientos. Como le decía, robar el felino sería de una dificultad insuperable. En cambio, si lo único que se quisiera fuese parar el documental y que el rodaje se fuera… —Se encogió de hombros—. Bastaría con tirar el cadáver por algún barranco y no se enteraría nadie.

—¿Quién podría querer hacer algo así? —preguntó Marshall.

Conti le miró.

—Usted.

Marshall se quedó sorprendido.

—¿Yo?

—Bueno, ustedes, los científicos. Podría ser usted en concreto, pero, bien pensado, creo que la opción más evidente es el doctor Sully. Parece bastante disgustado porque no le haya convertido en una de las estrellas de Rescatando al tigre.

Marshall sacudió la cabeza.

—Eso es absurdo. El documental tenía que emitirse ayer. Hoy ustedes ya se habrían ido. ¿Qué falta hacía un sabotaje?

—Sí, es verdad, yo me habría ido hoy, pero la posproducción de un rodaje, aunque no hubiera problemas, llevaría varios días más, y no digamos desmontar los escenarios y llevarse el material. Cuando entregué a Sully una previsión de fechas, no pareció muy contento que digamos. —Conti miró inquisitivamente a Marshall. Ya no sonreía—. Sully parece un hombre impulsivo. Usted no. Por eso acudo a usted. A pesar de nuestro encontronazo del otro día, le tengo por una persona razonable. Se da cuenta de lo que está en juego, tal vez más que sus colegas. Así que… ¿dónde diablos está el felino?

Marshall le aguantó la mirada. A pesar de la expresión estudiada del director, era obvio que estaba buscando desesperadamente una manera de salvar la situación, fuera cual fuese.

—¿Y Logan? —preguntó Marshall, recordando la conversación de la tarde anterior en la sala de mapas—. Se presentó aquí de repente y nadie sabe qué quiere. Me han dicho que es profesor en Yale, profesor de historia. ¿No le parece raro y muy sospechoso?

—Sí que es raro; en realidad lo es tanto que tengo que descartarle como sospechoso. Es demasiado obvio. Además, ya se lo he dicho: yo no apuesto por un robo, sino por un sabotaje. Y el doctor Logan no tiene ningún motivo para sabotear mi documental. Así que, ¿dónde está el felino? Seguro que Sully se lo ha dicho. ¿Se puede recuperar?

—A mí Sully no me ha dicho nada. Sigue usted una pista falsa. Debería buscar en su propio equipo.

Conti le miró con atención, mientras su expresión se diluía lentamente en algo muy parecido a la pena.

—Eso es trabajo de Wolff. —Suspiró—. Lo he pensado mucho y puedo hacerlo de dos maneras. Si encontramos el felino, puedo rodar la película que tenía prevista. Con mi habilidad, hasta sacaría ventaja de este retraso; le daría más emoción al asunto y conseguiría más audiencia. Todos ganan. La otra opción sería convertirlo en una novela policíaca.

Señaló la pantalla con el pulgar.

—Siempre he querido hacer una película de cine negro y ahora podría hacerla, con la diferencia de que la historia sería verídica. Una historia colosal, documentada a medida que se desarrolla en tiempo real: el sabotaje, la investigación, el triunfo final de la justicia… Sería una historia inmortal, doctor Marshall. Imagínese la publicidad para los personajes, positiva o negativa. Solo me falta el casting. Tengo que encontrar al protagonista… y al malo.

En la pantalla gigante Víctor Mature estaba cruzando una calle muy transitada, con el perfil de la ciudad como telón de fondo.

—Fíjese —dijo Conti—: un hombre cualquiera atrapado en algo que le supera. ¿Le recuerda a alguien?

Marshall no contestó.

Conti volvió a cambiar de postura.

—¿Qué me dice, doctor Marshall? ¿Actuará como Dios manda, se pondrá del lado de la poli y delatará al malo? ¿O hará algo… mucho más tonto?

Cuando Mature salió del encuadre, la cámara enfocó a otro personaje escondido en un callejón oscuro: pálido, delgado, vestido de negro, con corbata blanca y unos ojos extrañamente vacíos. Tommy Udo. Salió de su escondrijo, miró con cuidado a su alrededor y desapareció por la entrada de un edificio.

—Siempre me ha encantado Richard Widmark en este papel —dijo Conti—. Es tan bueno haciendo de psicópata… Sus gestos, su risa nerviosa de hiena… Genial.

El asesino subía con sigilo por una escalera estrecha.

—Esperaba darle a usted el papel de Mature —dijo Conti—, pero ya no estoy tan seguro. Empieza a parecerse un poco más a Widmark.

El asesino había entrado en un apartamento y estaba frente a una anciana en silla de ruedas, aterrorizada.

—Es la madre de Nick Bianco —explicó Conti.

La cámara observaba con desapego monocromático cómo el hombre interrogaba y zarandeaba a la mujer. Ahora Widmark sonreía, con una sonrisa extraña, torcida, mientras cogía los mangos de la silla de ruedas y la sacaba al rellano del apartamento de mala muerte.

—Fíjese —dijo Conti—. Un momento imperecedero del cine.

Widmark (que seguía sonriendo como una calavera burlona con traje negro) colocaba la silla de ruedas al borde de la escalera. Una pausa brevísima. Después, con un empujón tan brusco como repentino, lanzaba la silla y a su ocupante a un viaje sin retorno hacia la perdición.

Conti paró la imagen de la cara convulsa de Widmark.

—Dentro de seis horas me llamarán de la cadena. Le doy cuatro para decidirse.

Marshall se levantó en silencio.

—Y no lo olvide, doctor Marshall: le daré un papel u otro.