Marshall se despertó al oír unos golpes en la puerta del pequeño compartimiento donde dormía (el antiguo alojamiento de un brigada). Rodó, desorientado. Volvió a rodar y se cayó de la estrecha cama.
—¿Sí? —graznó.
—Vístete, cariño. —Era la voz de Penny Barbour—. Y date prisa, no vayas a perdértelo.
Marshall se incorporó y, después de frotarse los ojos, miró su reloj de pulsera a través de las legañas. Casi eran las seis. Había tenido una noche agitada, como siempre. Había logrado dormirse hacía tan solo dos horas. Se levantó, se vistió rápidamente en el aire caliente y seco de la base y salió al pasillo. Barbour se estaba impacientando.
—Vamos —dijo.
—¿Qué ocurre?
—Ya lo verás.
Le llevó por los pasillos llenos de eco y luego hacia la entrada de la base por la escalera central. Después de abrigarse en la sala de aclimatación, donde Marshall observó que la temperatura había subido bastante desde la hora en la que se había acostado, cruzaron la zona de almacenamiento temporal y salieron.
Marshall se paró, parpadeando de cansancio en la oscuridad previa al alba. A pesar de la hora, había un enorme ajetreo. Oyó martillazos, gritos y el zumbido de un taladro mecánico. También se oía otro ruido de fondo, algo que le resultaba familiar pero que no acababa de reconocer. Barbour le llevó por los anejos y se paró a poca distancia de la cámara, donde se había formado un pequeño grupo de curiosos. Sonrió ligeramente mientras señalaba al otro lado de la cerca.
Marshall escudriñó la penumbra. Al principio no distinguió apenas nada. Después vio cómo se formaba a lo lejos dos puntos de luz, que crecieron ante su vista: eran unas manchas amarillas de aspecto amenazador que despertaron el recuerdo inquietante de los dos ojos que le habían mirado a través del hielo. Mientras las luces seguían acercándose, aparecieron otras más pequeñas. También aumentó el rumor de fondo que había percibido antes. Finalmente lo reconoció: un motor diésel, grande.
—Pero ¿qué diablos…? —empezó a decir.
Un enorme camión de dieciocho ruedas se acercaba por la nieve; fue creciendo más y más, hasta que se paró en la zona iluminada, al lado de la cerca, con el motor en punto muerto. Llevaba unas cadenas muy grandes en los neumáticos y la cabina estaba cubierta de escarcha. Sobre el parabrisas había una gruesa capa de niebla helada. Los faros y la reja (con una lona encima) casi no se veían a causa de una capa muy compacta de nieve.
Barbour clavó un codo en las costillas de Marshall, riéndose entre dientes.
—Un camión articulado. No se ve cada día uno de estos en la Zona.
Marshall se lo quedó mirando, perplejo.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? Estamos a doscientos cincuenta kilómetros de la carretera más cercana.
—Él mismo ha abierto una carretera.
Miró a Barbour.
—Yo he hecho la misma pregunta y me la han contestado aquellos tipos de allá, los mismos que me han avisado de que venía este trasto. —Señaló al grupo de curiosos—. Parece que el conductor es lo que se llama un camionero sobre hielo. Es gente que suele circular por la «carretera de invierno», una que solo existe durante los meses más fríos: una línea recta por encima de los lagos helados. Una carretera de hielo temporal para llevar provisiones y material a campamentos y comunidades sin una vía de acceso normal.
—¿Sobre… lagos helados?
—No parece un trabajo para pusilánimes, ¿verdad?
—Vaya por Dios —murmuró Marshall.
Parecía tan anacrónico ver un tráiler en plena Zona Federal de Fauna y Flora que casi no se lo creía.
—Normalmente circulan entre Yellowknife y Port Radium —dijo Barbour—. Este ha sido un viaje especial.
—¿Por qué? ¿Qué era tan importante para que no pudieran traerlo en avión?
—Eso.
Barbour señaló el remolque, detrás de la cabina.
Hasta entonces Marshall solo se había fijado en la cabina del camión, pero al echar un vistazo a lo que transportaba vio que no era el habitual contenedor en forma de caja, sino algo más parecido a una caravana Airstream, pero mucho mayor. Justo entonces empezó a despuntar el sol en el horizonte y en el remolque se reflejó la luz naciente. En cierto sentido tenía un perverso parecido con los submarinos que había visto a menudo atracados en el Támesis cuando cruzaba New London para ir a Danbury, a casa de sus padres. Sus flancos cubiertos de metal se curvaban al llegar al techo, sobre el cual, a su vez, había un pequeño bosque de antenas; algunas convencionales y otras parabólicas. Las ventanas eran grandes, con unas cortinas de aspecto caro que estaban corridas. En la parte superior de la pared trasera había un pequeño balcón con unas tumbonas plegables, un detalle francamente estrambótico en aquel entorno hostil.
Con otro rugido del motor y un traqueteo de cadenas, el tráiler se puso de nuevo en marcha. Dos peones robustos, con chaquetas de cuero, se separaron del grupo de mirones y corrieron hacia la verja de seguridad para abrirla completamente. Con una sucesión de pitidos ensordecedores, el camión dio marcha atrás para meter todo el vehículo en el recinto. Los peones lo ayudaron a introducir toda la plataforma en la zona vallada. Entonces disminuyeron las revoluciones del motor diésel, el conductor puso punto muerto y apagó el motor. Tras un siseo de frenos de aire, el vehículo tembló y quedó en silencio. Se abrió la puerta de la cabina; un hombre joven, de constitución delgada, piel muy bronceada y vestido con una camisa hawaiana francamente hortera, saltó al suelo y empezó a desacoplar el remolque. A continuación se abrió la puerta del copiloto y salió otra figura, que bajó con mucho más cuidado; era un hombre rubio, alto, de unos cuarenta y cinco años, con la barba recortada. Parecía aliviado de pisar el permafrost. Cogió un talego grande y un maletín de ordenador portátil de la cabina del camión, se los colgó del hombro y empezó a caminar muy tieso hacia la base. Al pasar a su lado saludó a Marshall y a Barbour con la cabeza.
—Se le ve un poco mareado, al pobre —dijo Barbour, socarrona.
Después apareció otro peón, que desenrolló una gran bobina de cable eléctrico naranja y empezó a conectarlo a un panel lateral del camión.
Marshall lo señaló con la cabeza.
—¿Para qué crees que será eso?
—Para su alteza —contestó Barbour.
—¿Quién?
Apenas hizo la pregunta, Marshall escuchó otro sonido: el zumbido de un helicóptero que se acercaba. Cuando lo oyó más claramente, se dio cuenta de que no era un ruido agudo y hueco como el de los aparatos que habían estado transportando material a la base en los últimos días, sino algo más suave, grave y potente.
Entendió la razón en cuanto vio aparecer el helicóptero a poca altura sobre el horizonte, que empezaba a clarear. No era un humilde transporte, sino un Sikorsky S76C++, lo último en helicópteros de lujo. Y también adivinó enseguida quién debía de ser «su alteza».
El Sikorsky se acercó a gran velocidad y, tras sobrevolar un momento la base, se posó en el permafrost a una distancia alarmantemente corta de la entrada de la cerca, levantando nubes de hielo y bolitas de nieve que se clavaban en la piel. Los curiosos se dispersaron corriendo, tapándose la cara y buscando refugio detrás de los anejos. Cuando se apagó el zumbido de los motores del turboeje y amainó la tempestad de hielo, se abrió una escotilla en la panza del helicóptero y salió una mujer delgadísima vestida con una gabardina Burberry. Se paró al pie de la escalera y miró con una expresión inescrutable los anejos. Después abrió un paraguas, que recibió de lleno la corriente de aire de las hélices, y volvió a subir al aparato. Seguidamente apareció otra silueta (esta llevaba lo que a Marshall le pareció un abrigo de armiño) y ambas bajaron juntas. Marshall estiró el cuello para ver la cara de la segunda mujer, pero la de la gabardina la protegía de la corriente de aire con tanta habilidad que solo se veía el borde del abrigo de pieles, un destello de unas piernas bonitas y un brillo de tacones negros pisando por el permafrost.
Después la escalerilla se replegó, se cerró la escotilla, aumentó el zumbido de las turbohélices y el Sikorsky se elevó en el aire, azotándolo con los rotores. Mientras el aparato subía a gran velocidad y aceleraba progresivamente, Barbour hizo oír una risa burlona.
En ese instante Marshall se dio cuenta de que Ekberg estaba cerca, presenciando el aterrizaje. Fue al encuentro de las recién llegadas.
—Señorita Davis —oyó Marshall que decía—, soy Kari Ekberg, la productora de campo. Hablé con usted en Nueva York. Solo quería decirle que estaré encantada de poder ayudarla en todo lo que necesite para tratar de que su estancia aquí resulte lo más satisfactoria posible…
Sin embargo, ninguna de las dos mujeres, ni la de la gabardina ni la de las pieles, dio señas de haberla oído. Pasaron de largo, subieron por la escalerilla metálica de la reluciente caravana, entraron y cerraron dando un portazo.