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No contento con quedarse con la habitación del comandante de la base, Conti también se había agenciado la del subcomandante (tres niveles más abajo, en el C) como suite privada. Pareció irritado de que le molestara la delegación de científicos, irritación que aumentó visiblemente cuando le explicaron por qué iban a verle.

—Ni hablar —dijo en la puerta—. La cámara está climatizada. Se mantiene helada a una temperatura muy concreta.

—No derretiremos el hielo —dijo Sully.

—Además, la temperatura exterior está muy por debajo de la de congelación —añadió Marshall—. ¿O no se había fijado?

—Nadie puede ver el animal —replicó Conti—. Son las normas establecidas.

—Nosotros ya lo hemos visto —dijo Barbour—. ¿Se acuerda?

—Da igual. No se puede y punto.

A Marshall le extrañó que el productor se mostrara tan posesivo.

—No pretendemos robárselo; solo queremos verlo más de cerca.

Conti puso los ojos en blanco.

—La cámara tiene que permanecer cerrada. Blackpool ha dado órdenes muy estrictas sobre ello. Para la campaña de publicidad es primordial que no se abra.

—Publicidad —repitió Marshall—. ¿Acaso titularán su documental Rescatando al tigre? Menudo ridículo harán usted y sus patrocinadores si abren la cámara en hora de máxima audiencia y se encuentran con un oso muerto en el suelo.

Conti tardó un poco en contestar. Miró uno por uno a los científicos, mientras en su rostro se fijaba una expresión ceñuda. Finalmente suspiró.

—De acuerdo, pero solo ustedes cuatro. Y sin cámaras ni ningún tipo de aparato. Les cachearán antes de entrar y les observarán atentamente mientras estén dentro. Tampoco podrán explicar a nadie lo que hayan visto. Les recuerdo que ya han firmado acuerdos de confidencialidad, con penalizaciones considerables.

—Lo entendemos —dijo Sully.

Conti asintió con la cabeza.

—Cinco minutos.

Aún hacía más frío que antes (casi veintiséis bajo cero) y en la negrura del cielo las estrellas tenían un brillo acerado. La cámara climatizada estaba a poca distancia de la cerca, aislada en el centro de un círculo de focos altos de vapor de sodio. Era una construcción ancha y baja, separada un metro más o menos del suelo por bloques macizos de hormigón. Estaba conectada al generador por gruesos manojos de cables eléctricos. También tenía un generador auxiliar en la parte trasera, para relevar rápidamente al principal en caso de que hubiera algún fallo en los motores diésel. «No creo que haga mucha falta», pensó Marshall, cruzando los brazos contra el frío ártico.

El pequeño grupo se paró delante de los escalones de la entrada de la cámara. Marshall se fijó en que en la pared delantera había bisagras en el borde izquierdo: se abría entera, como la puerta de una cámara acorazada de banco. En el lado derecho había tres candados muy grandes, probablemente para impresionar, y en el centro una rueda enorme. Junto a ella, dentro de una jaula metálica muy resistente y con su propio candado, había un cuadro de contadores e interruptores que controlaba la temperatura del interior.

Uno de los técnicos de Conti, un chico joven que se llamaba Hulce, se acercó desde los edificios anejos haciendo crujir el permafrost con sus pesadas botas. Al registrar los bolsillos de los científicos encontró una cámara digital en el de Faraday.

—Siempre la lleva encima —dijo Sully—. Creo que se la cosieron al nacer, en el quirófano.

Hulce confiscó la cámara e hizo una señal con la cabeza a Conti.

—Dense la vuelta, por favor —dijo el productor.

Marshall obedeció. Oyó cómo giraba la rueda de la cámara y se abría una pesada cerradura, con un ruido metálico seguido por los tres nítidos clics de los candados al abrirse.

—Ya pueden volverse otra vez —dijo Conti.

Al hacerlo, Marshall vio que Hulce entreabría la pared delantera de la cámara. Salió un grueso haz de intensa luz amarilla. Conti les indicó que entraran.

Marshall siguió a Sully, Faraday y Barbour por los escalones hacia el interior de la cámara. Los últimos fueron Conti y el técnico, que cerró la puerta. Apenas había espacio, ya que el bloque de hielo lo acaparaba casi todo. Aparte del bloque, solo había un panel de luces en el techo, tan brillantes que cegaban, y un calefactor portátil en la pared del fondo. Marshall ya sabía que eso era lo que encenderían cuando llegara el momento de descongelar el animal muerto y mostrárselo al mundo.

El suelo parecía demasiado blando para ser de acero. Al mirar hacia abajo, se llevó la sorpresa de que todo, excepto dos vigas de acero separadas por algo más de un metro, era de madera pintada de color plata para que pareciera metal. Estaba lleno de pequeños agujeros de taladro, por donde seguramente se escurriría el agua una vez iniciada la fusión. Sacudió la cabeza: otro invento de Hollywood, como los candados superfluos. Puesto que las cámaras no enfocarían en ningún momento el suelo, no había sido necesario gastarse dinero en acero, aparte del de las dos vigas de refuerzo.

Conti hizo un gesto con la cabeza al técnico para que quitara la lona. Después se volvió hacia los científicos.

—No lo olviden. Cinco minutos.

A Hulce le costó un poco deslizar el pesado hule por encima del bloque de hielo y dejarlo caer por detrás. Marshall se quedó inmediatamente sin aliento; la sorpresa hizo que casi perdiera el equilibrio.

—Dios santo —murmuró Sully con voz ahogada.

Los lados del bloque seguían siendo rugosos y opacos, pero el hule aislante debía de haber rozado la cara superior del hielo al bajar de la montaña, porque ahora estaba pulida y parecía de cristal. Era el lado orientado hacia la puerta de la cámara. Desde dentro del hielo, los enormes ojos negros y amarillos miraban implacables a Marshall. Sin embargo, no era eso lo que le había impresionado tanto.

De niño tenía una pesadilla recurrente: se despertaba en la cama, en casa; inexplicablemente, no estaban ni sus padres ni su hermana mayor. Era tarde. Se había ido la luz. Todas las ventanas estaban abiertas a la noche. La casa estaba llena de niebla. Entonces él se quitaba la manta de encima y se levantaba; siempre igual, en cada nuevo sueño, aunque ya supiera lo que ocurriría. Todo lo que sentía era de una concreción tan dolorosa cuanto inolvidable: el frío de la niebla en la cara, la madera dura y lisa de los tablones en sus pies… Salía del dormitorio e iba hacia la escalera. En el rellano de abajo flotaba un vapor gris. Se paraba a medio camino. Una bestia aterradora se aproximaba subiendo los escalones: enorme, felina, con los ojos como brasas, los colmillos afilados y unas zarpas muy gruesas, con unas garras cruelmente erizadas. Él se quedaba petrificado de miedo. El animal salía muy despacio de la niebla: una melena lacia, grasienta; unos hombros cubiertos de músculos en movimiento. Se acercaba mirándole, sin parpadear, a la vez que de su pecho brotaba un sonido muy profundo. Lo sentía más que lo oía; era un rugido inefable, primigenio, de odio, hambre, deseo… En ese momento, se le pasaba la parálisis, se giraba y corría gritando hacia su habitación, mientras el peso del animal hacía temblar toda la escalera, su cuerpo macizo se acercaba más y más, y notaba su aliento hediondo en la nuca…

Sacudió la cabeza y se pasó una mano por los ojos. A pesar del frío ártico de la cámara, en sus brazos y piernas sentía un calor asfixiante y opresivo.

Aquella forma muerta del hielo se ajustaba con exactitud al animal de la pesadilla, tanto por su tamaño como por su aspecto. Incluso la opacidad del gran bloque recordaba la niebla del sueño. Tragó saliva mientras lo contemplaba. Solo se veía la mitad superior de la cabeza y las patas delanteras (surgiendo de un remolino de barro congelado), pero bastó para convencerle al instante de que no era un tigre de dientes de sable.

Se volvió hacia los demás. Todos miraban fijamente el hielo; en sus caras se reflejaba sorpresa, incredulidad y (en el caso de Hulce, el técnico) algo muy parecido al miedo en estado puro. Incluso Conti sacudía la cabeza, como si no supiera qué decir.

—Necesitaremos un objetivo más grande —murmuró.

—¡Dios santo, menudo bicho! —exclamó Barbour.

—Pero ¿qué es? —preguntó Sully.

—Puedo decirte lo que no es —aseguró Faraday—. No es un esmilodonte, ni tampoco un mamut.

Marshall hizo un esfuerzo por apartar sus miedos infantiles y examinar el cadáver de la manera más clínica posible.

—Tiene pelo en las patas —dijo—. Pelo. Y son demasiado musculosas. Las garras son demasiado largas.

—¿Demasiado largas para qué? —preguntó Conti.

—Para todo.

Marshall se encogió de hombros, renunciando a la ficción del distanciamiento científico, y miró a sus colegas preguntándose si pensaban lo mismo que él. Aunque pudieran ver solo un poco del animal, no se parecía absolutamente a nada, ni del pasado ni del presente.

Nadie dijo nada durante un buen rato. Finalmente Sully rompió el silencio.

—Así, ¿qué os parece? —preguntó—. ¿Estamos ante una forma de vida desconocida hasta ahora en el registro fósil?

—Tal vez, pero, sea lo que sea, creo que es de vital importancia para el registro fósil —dijo Faraday.

Marshall frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero a la teoría de la turbulencia evolutiva. —Faraday carraspeó—. Es algo que de vez en cuando sale a colación en biología. Según esta teoría, cuando las poblaciones animales crecen demasiado para que la ecosfera pueda mantenerlas, o cuando determinada especie se acomoda demasiado y pierde vigor evolutivo, aparece un nuevo animal que frena el crecimiento de la población e impone nuevos cambios.

—Una máquina de matar —dijo Barbour, lanzando una mirada al bloque de hielo.

—Exacto. Lo que ocurre es que, si la máquina de matar es demasiado eficiente y acaba despoblando su entorno, pierde su fuente de alimentación y al final ataca a los de su especie.

—Estás hablando del efecto Calisto —dijo Marshall—. La teoría alternativa sobre la extinción de los dinosaurios.

Faraday asintió con la cabeza; en sus gafas se reflejaba la brillante luz.

—Su principal defensor era Frock, del Museo de Historia Natural de Nueva York —dijo Marshall—, pero desde que desapareció creo que no ha vuelto a proponerla nadie más.

—Quizá su nuevo defensor sea nuestro amigo Wright —dijo Barbour, con una sonrisa lúgubre.

—Me parece muy discutible —objetó Sully—. En todo caso, aunque tuvieras razón, este animal muerto ya no es un peligro para nadie, y menos para toda una especie.

Conti salió de su mutismo. Ya no ponía cara de susto; había recuperado su expresión habitual, distante y algo despectiva.

—No sé por qué se ponen tan nerviosos —dijo—. Solo se le ven la cabeza, los hombros… y una zarpa.

Ecce signum —contestó Marshall, señalando el hielo con el pulgar.

—No tardaremos en averiguarlo —repuso Conti—. De momento sigue siendo un tigre, y a ustedes se les han acabado los cinco minutos. —Se volvió hacia el técnico—. Señor Hulce, devuélvale la cámara al doctor Faraday; después, tápelo todo y compruebe que quede bien cerrado. Yo acompañaré a la base a nuestros amigos.