De este modo volvió a llenarse la casa de Ling Tan y la vida en ella prosiguió, aunque el yugo del enemigo era tan implacable como siempre, sin que hubiese asomos de que aminorara. Ling Tan sobrellevaba, como los demás, cruelísimos impuestos e insaciables codicias. Para colmo, había que reñir una batalla más: la del opio. En ésta el enemigo llevaba ventaja. El opio entonces se vendía en la ciudad a veintiún dólares de plata cada onza, y un dólar diario bastaba para adquirir la cantidad necesaria a un hombre. Muchos preferían comprar opio a comprar vituallas. Se expendían abiertamente en las calles pipas y lámparas de opio, cosa no vista desde los tiempos antiguos, y el enemigo ponía contribuciones sobre cada lámpara y cada pipa, y prosperaba con la debilidad de los desesperados. No obstante, el opio estaba vedado a los enemigos. Había pocas tiendas de sedas y telas, porque el enemigo cargaba con todas aquellas mercancías y tenían en su poder las fábricas de seda. Y le pertenecían la harina, la pesca, el cemento y el arroz.
Ling Tan, muchos días, reflexionaba con amargura viendo cómo se robaba a sus compatriotas, y cómo el enemigo se llevaba a su país cuanto había en establecimientos y casas. Se decía: «La tierra es lo único que no pueden llevarse a ese maldito país suyo».
No obstante, como si la misma tierra se rebelara, las cosechas empezaron a ser la mitad de lo que habían sido.
Y Ling Tan pensó: «El enemigo hace la guerra sin declararla. Ahora declara la paz y no puede hacerla».
En ocasiones se le revolvían las entrañas, no podía pasar bocado y no le animaba nada, ni las exhortaciones de su mujer, ni el ver a sus nietos, ni ninguna otra cosa.
—Si un día vuelvo a ver a un enemigo en mi tierra, no podré contenerme más —dijo un día a su mujer.
Y ella no le consoló, comprendiendo que era inútil todo consuelo. Él volvió a decir:
—¡Si hubiese una atisbo de esperanza! ¡Si yo viese una posibilidad de que algún día pudiéramos rechazar al enemigo hasta el mar! Pero no nos cabe hacer más que resistir. ¿Y es posible vencer sólo resistiendo?
A fines de aquel verano vinieron días más tétricos que todos, y empezaron con el cumpleaños de Ling Tan. Antaño tal día era de fiesta en la aldea, porque Ling Tan convidaba a sus amigos y hacía un gran banquete. Año tras año había esperado cumplir los sesenta, ya que el sexagésimo aniversario es el mejor de un hombre, supuesto que sea honrado y tenga hijos. De haber sido favorables los tiempos, toda su familia se hubiera reunido en torno a él, con mucho regocijo. Y él hubiera vestido ropas nuevas y recibido regalos, y hubiera distribuido dinero a todos los de su casa y no hubiese habido más que alborozo y buena disposición de ánimo.
Mas ¿cómo podía, suceder eso ahora? El hijo menor estaba lejos, en la tierra libre, y el mayor iba y venía de las montañas. Llegaba el cumpleaños y no había un pedazo de carne en la casa ni dinero para adquirirlo.
«Ni siquiera me alegro en mi tierra —pensó un día, viendo medrar el arroz—. Si la cosecha es abundante, malo, porque va a alimentar al enemigo. Y si es escasa, me parece que la tierra está enojada conmigo porque no he trabajado bien. Ningún hombre puede encontrar placer en nada, mientras el enemigo esté sobre él, hincándole las uñas como una fiera maligna».
Una vez dijo a su segundo hijo:
¡Ah, si al menos se columbrara alguna esperanza en el cielo! ¡Si viésemos la posibilidad, siquiera fuera tamaña como la palma de la mano, de que alguien viniera en nuestra ayuda! Pero en todo el mundo cada uno sólo se ocupa de sí mismo.
No había ayuda alguna. La esperanza, poco a poco, se alejó de Ling Tan según se acercaba el otoño del quinto año de guerra.
—Todos los hombres son malos —decía Ling Tan a su hijo—. Ya no hay bajo el cielo quien piense en lo que es bueno o malo. Y cuando esto sucede, todos hemos de perecer.
Perdió el apetito, trabajaba menos y ya no hallaba en la siembra y la recolección el antiguo placer que le había mantenido ágil y joven a pesar de sus años.
Entonces, Ling Sao se asustó, porque Ling Tan era para ella más que todos los otros de la casa. Y, llamando a la cocina a su segundo hijo, le manifestó:
—Has de pensar en un modo de devolver la esperanza a tu padre, que es un hombre que nunca la ha perdido hasta ahora.
—Pides una cosa difícil, madre —respondió Lao Er con tristeza—. ¿Dónde puede encontrarse esperanza hoy? ¿Puedo comprarla en algún sitio o recogerla del suelo como quién recoge una joya caída? La esperanza ha de venir de lo que tenemos en realidad, y, si no, no es esperanza, sino un sueño.
—Entonces, da por acabada la vida de tu padre —dijo Ling Sao, llorando—. Nuestra larga batalla se habrá perdido. Ahora los enemigos nos vencerán.
Y, encerrándose en su aposento, dio rienda suelta a su llanto.
Lao Er ponderó aquello con gravedad y resolvió ver si había manera de hallar algo bueno que decir a su padre. Mas ¿dónde podía hallarse nada que fuera bueno?
Pensando y pensando, Lao Er se acordó del viejo primo tercero, a quien hacía muchos meses que olvidara. Sabía que estaba vivo porque, de vez en cuando, y a pesar del enemigo, corría de boca en boca a oídos alguna noticia, si bien tan desvirtuada y trastocada que al llegar a las aldeas ya no se parecía en nada a lo que fuera en su origen. Y Lao Er se dijo: «Iré a ver si ese viejo cabezota tiene alguna buena nueva que dar. Y además pediré a mi padre que vaya conmigo, para que, si hay algo bueno que oír, él lo oiga también y comprenda que no son cosas vacías que le cuento con el fin de confortarle».
Llegó el cumpleaños de Ling Tan y todo el festín se redujo a un pescado cogido a escondidas y guardado hasta que lo comieron a puerta cerrada. Y después Lao Er dijo a su padre:
—¿Por qué no nos tomamos una diversión de unas pocas horas, yendo a la ciudad y a esa casa de té dónde nuestro primo da noticias? Así nos enteraremos de lo que haya.
Al principio, Ling Tan no accedía, porque se sentía muy fatigado y seguro de no oír nada bueno, pero, viendo el interés de su hijo, modificó las palabras que iba a pronunciar, y repuso:
—Aunque no tengo ganas de ir, puesto que tú lo deseas ya que éste es mi cumpleaños, iremos.
Y de esta manera Ling Tan y su hijo volvieron a mezclarse una vez más con los oyentes de la casa de té. Todo pasó lo mismo que en la otra ocasión, y también del mismo modo penetraron en el cuarto interior. Al poco rato apareció el viejo primo, más delgado, seco y soñoliento que nunca, al punto de que Ling Tan hubiera hallado difícil reconocer a su pariente en aquel anciano fumador de opio, de no haberle visto allí tiempo atrás. Pero el primo conservaba bastante lucidez para cumplir lo que hacía a diario, porque su opio dependía de ello. En todo caso era obvio que dentro de poco el buen hombre dejaría de necesitar opio y toda otra cosa.
El viejo, al entrar, se acomodó en su asiento y habló, con voz tan baja, que todos habían de esforzarse para oírle.
—Ayer os hablé de la reunión entre los dos grandes hombres blancos. Ya se ha celebrado la reunión, en el mar, y uno de los hombres blancos viene del país de Mei y el otro del país de Ying. Los dos han estado juntos considerable tiempo, y hoy el hombre de Ying ha hablado.
«Duras son las tribulaciones que padecen los vencidos, y hemos de darles esperanza. Hemos de ofrecerles la convicción de que sus sufrimientos y resistencia no serán vanos. Puede el túnel ser largo y tenebroso, pero al final está la luz».
En aquel cuarto antiguo y oscuro, sucio por los años y ahora, además, por la ruina, resonaban, alentadoras, tales palabras, y Ling Tan las oyó. Y las frases caían en su corazón ávido como caen las simientes en una ansiosa tierra en barbecho.
—¿Quién ha dicho eso? —exclamó—. Decidme quién es, porque ayer no estuve aquí.
El primo no tuvo precisión de responder. Todos, ansiosos de explicarse, se apresuraron a contar cuanto sabían. Y llenos de esperanzas y de dudas a causa de la larga dilación, manifestaron a Ling Tan que el hombre que había hablado lo hacía en nombre de los pueblos Mei y Ying. Ling Tan, escuchando a todos, bebía cada una de sus palabras, y éstas arraigaban como semillas en su corazón.
—Pues si esos pueblos están contra el enemigo —dijo—, ¿acaso no están a nuestro lado?
—¿Acaso no lo están? —corearon otros hombres, alborozados.
Y entonces el prolongado desánimo y la prolongada fatiga hicieron acudir lágrimas a los ojos de Ling Tan. En todos aquellos años de amargura no había llorado. Había visto la ruina de su casa y de su aldea, y descubierto muerte por doquier, y siempre sin llorar. En cambio, las primeras buenas noticias que oía en todo aquel tiempo le hacían prorrumpir en llanto. Reflexionó en lo extraño que ello era y dijo a Lao Er:
—Vámonos.
Su hijo le siguió. Ambos salieron de la ciudad sin que Ling Tan hablase nada.
Pronto se hallaron a buena distancia. El antiguo camino empedrado corría, angosto y tortuoso, a lo largo del valle. Las montañas se perfilaban, sombrías, sobre el cielo. No había luna aquella noche.
En todo este rato, Lao Er se había sentido incrédulo, y en el fondo ansiaba decir a su padre: «Más vale que no contemos con ayuda segura de ningún sitio. ¿Hay hombres capaces de ayudar por nada?». Pero esperaba que el viejo hablase.
No obstante, persistía el silencio, y el mismo Lao Er continuaba callado. Al fin pensó que debía dejar a su padre alguna esperanza, reflexionando: «Yo soy joven y no necesito esperanzas para poder vivir».
Y así, sintiendo el corazón amargado y frío dentro de su pecho, Lao Er anduvo detrás de su padre hasta que le vio alzar la vista a las estrellas y levantar la mano en la oscuridad, como tanteando el viento.
—¿No parece que hay promesa de lluvia? —preguntó Ling Tan de pronto, aludiendo a la extrema sequía que hacia tiempo reinaba.
—Sólo una promesa —dijo Lao Er.
F I N