Cuando Mayli se fue, Jade permaneció buen rato inmóvil. Miraba al niño que jugaba a sus pies y sentía el que se agitaba en su seno, y aunque estaba satisfecha de ambos, notábase envidiosa de aquella mujer tan alta y tan independiente. Guardaba en el pecho la bandera doblada.
«Si mi hombre y yo hubiésemos quedado en la tierra libre, ¿acaso no hubiésemos hecho grandes cosas? —pensó—. Pero él prefirió volver a esta esclavitud».
Y reflexionó en la vida de encierro que llevaba entre aquellas paredes, y en el poco tiempo que tenía para nada, fuera de trabajar en la casa y cuidar a su hijo.
«Todo lo que hago es estar aquí y hallarme embarazada», pensó Jade tristemente. Y dijérase que la bandera le abrasaba el pecho.
Cuando los otros vinieron a mediodía, ella les tenía caliente la comida, aprovechando bien las pobres vituallas, el escaso aceite y la no menos escasa sal de que ahora se disponía. A pesar de las grandes noticias comunicadas por Jade, Lao Er notó que una nube escondida ensombrecía el corazón de su esposa, y resolvió preguntarle, cuando estuviesen solos, cuál era aquella nube.
Por lo pronto, lo esencial eran las noticias, que todos, mientras comían, discutieron una vez y otra, procurando esclarecer el futuro. La bandera que Jade tenía fue admirada por la familia y causó gran júbilo, pero no se atrevieron a conservarla allí.
—Guárdala en el subterráneo —dijo Ling Tan a su hijo segundo—. Si la descubren moriremos todos en cualquier caso.
Lao Er bajó a esconderla y, cuando él subió, Ling Sao había dado en una cosa que no le agradaba.
—Al parecer, mi hijo tiene que ir a buscar a esa Mayli —murmuró con cierto enojo—. ¿Es eso propio de una nuera? Nunca he oído que un hombre vaya en busca de una mujer. Ella es quien debe ir en busca suya.
—Ten la certeza de que esa mujer no será nunca tu nuera —repuso Ling Tan, apartándose la escudilla de junto a la cara y masticando al hablar.
—¿Cómo puede una mujer ser esposa de mi hijo y no ser nuera mía? —replicó Ling Sao, reaccionando en seguida.
—Si se casa, ya lo verás —contestó él, llevándose otra vez a la barbilla la escudilla y comiendo las habichuelas y hierbas silvestres que componían la refacción.
—Entonces ella no es una mujer —expuso con calma Ling Sao—, y dudo de que dé nietos. Siempre he dicho que si se deja a una mujer correr libre sobre unos pies tan grandes como ésa tiene, y andar instruyéndose y todo eso, se acaba lo que hay en ella de mujer.
—Es lo bastante mujer para hacer que nuestro hijo jure tenerla á ella o a ninguna otra —adujo Ling Tan.
—¿Hay algún joven que sepa lo que quiere? —siguió, tenaz, Ling Sao—. Preferiría que tal mujer no hubiera venido nunca a nuestra puerta. Algún diablo la envió y retuvo a nuestro hijo aquí, cuando no debía. Nada bueno saldrá de eso.
—Déjate de augurios —repuso Ling Tan—. Estás ofendida porque no tienes a todas las mujeres de tus hijos metidas en un puño. Hay quienes luchan en la tierra libre y quienes resistimos aquí. Nuestro hijo es de los que corresponden a la tierra libre. Déjale ir adonde quiera, con tal de que pelee contra el enemigo.
Muchas palabras eran éstas para dichas de una vez por Ling Tan. Y cuando hablaba con gravedad nadie en su casa osaba replicarle.
—Hijo —dijo Ling Tan a Lao Er—, vete a ver a tu hermano menor y dale el mensaje de esa mujer. Explícale que yo no tengo medios de seguirla. No puedo abandonar la tierra por cosas de amor ni por nada. Pero él tiene pies y manos libres y puede ir adonde quiera. Más si va, que nos avise, y cuando llegue que no se pase años enteros sin darnos noticias suyas.
Lao Er asintió. Concluyeron de comer. El joven hubiera esperado con gusto que su mujer terminase de lavar los platos para preguntarle por qué tenía el aspecto triste, pero bien le constaba que no podía hacer tal cosa en pleno día sin que su madre quisiera averiguar el motivo. Sonrió, pues, a Jade a hurtadillas e inquirió si se sentía bien y si el niño estaba a punto de salir o no. Ella denegó con la cabeza y él dijo:
—No iré a avisar a mi hermano hasta mañana y hoy terminaré con mi padre el campo de trigo.
Ling Tan y su hijo trabajaban juntos en el campo. Los tiempos eran algo mejores para los labriegos en el sentido de que habían muerto muchos de ellos o huido a la tierra libre, y por tanto, el enemigo andaba escaso de vituallas y reclutaba menos gente para hacerla trabajar. No obstante, Ling Tan vigilaba siempre el camino y en cuanto veía enemigos lo decía a Lao Er, quien se iba a toda prisa a la casa, bajando a la cueva con su mujer e hijo hasta que no había peligro en subir. Porque ¿quién podía esperar sino males del enemigo?
La inexorabilidad del régimen de los invasores no disminuía. Sólo le permitían a Ling Tan reservarse menos de un tercio de las cosechas, y los impuestos eran exorbitantes. Y él maldecía en sí y en su ánima, porque le constaba que aquellas contribuciones ni siquiera iban a parar a los enemigos de gran autoridad, sino que quedaban entre las manos de gentes minúsculas. Todos se decían que jamás había habido gobernantes tan rapaces. El enemigo, por dinero, era capaz de todo. Quien quería comprar, vender o pasar mercancías de contrabando, podía hacerlo siempre que pusiese primero dinero bastante en manos del enemigo. Hasta los mismos fusiles extranjeros que usaban las guerrillas eran pasados de matute por enemigos que ejercían pequeños cargos y que, pensando sólo en su propia ganancia, eran traidores a los suyos. Si se daba dinero a las manos enemigas tendidas, era viable llevar armamento a las tierras libres, remontando el río.
Ling Tan sabía esto, como todos, y aquéllas eran cosas alentadoras. De momento los vencidos rechinaban los dientes, pero no dudaban de que un enemigo tan corrompido se desplomaría con facilidad algún día y sería arrojado al mar.
—No es nada —dijo Jade, volviendo la cabeza y dando a su marido, antes de que se durmiera, una taza de agua caliente. Porque rara vez había ahora té en la tetera y habían de sustituirlo con algo.
—Sí —repuso él, cogiéndole las muñecas y quitándole la tetera—. ¿Crees que eres capaz de ocultarme nada, aunque sólo sea que cambies tu modo de respirar?
—No debieras mirarme tanto —contestó Jade, esforzándose inútilmente en librarse.
—No te miro; lo sé sin mirarte —adujo él—. Lo siento en mi interior.
—He empezado a pensar hoy que no vivo mejor que cualquier campesina y que si nos hubiésemos quedado en la tierra libre hubiéramos podido hacer grandes cosas. Allí yo habría sido más útil… No yo: tú y yo.
—Todo eso viene de que has visto a aquella mujer extranjera.
—¿Tenemos ella o yo la culpa de que yo desee hacer algo más importante que estar encerrada entre cuatro paredes y criar niños? —preguntó Jade, acalorada, separándose de Lao Er sin que él se lo estorbase.
—¿Tan poco es para ti criar a mis hijos? —le replicó su esposo.
Ella no dijo nada y él calló también un rato, en primer término porque se sentía ofendido, y en segundo porque no sabía qué decir. Siempre tenía que empezar por organizar mentalmente sus sentimientos para expresarlos después en palabras. Y sus sentimientos ahora eran fuertes y tenaces y le contaba que Jade carecía de razón, pero ¿cómo decírselo de modo que lo reconociera? Jade parecía una mixtura de cosas grandes y chicas y a él le era menester cerciorarse de que tocaría con sus palabras el lado mejor de su mujer. Pero luchaba con su propia sencillez.
—¡Si yo fuese un hombre instruido…! —murmuró.
—Sabes lo suficiente —dijo ella con más gentileza.
Viendo que había empezado bien, Lao Er prosiguió con voz alta y procurando no apartarse de la verdad:
—Creo que lo que hacemos nosotros es más valeroso que pueda serlo nada. Es muy fácil irse a las tierras libres. ¡Con qué seguridad se vive allí! Resulta fácil reunir armas y hombres y atacar tal guarnición o cual otra. Es la manera más fácil de arriesgar la vida. Y hoy todo el que odie al enemigo tiene que arriesgarla. Después, viene la gloria… Haciendo lo que hace mi hermano menor, la gloria se adquiere con facilidad. Pero a nosotros, ¿quién nos glorifica? No podemos hacer más que resistir y vivir como hemos vivido siempre. Nuestro modo de guerrear es esto: soportar y no cejar por ningún sufrimiento. En esto no hay gloria.
Reflexionó un momento antes de añadir:
—Puede que algún día también esto se mire como glorioso. Aunque yo no lo sé. Pero ¿qué importa la gloria mientas conservemos la tierra?
—La tierra pertenece al enemigo mientras mande aquí —dijo ella, con tristeza.
—La tierra pertenece a quienes la cultivan —replicó él—. Si el enemigo enviara gente suya a sembrar y recolectar, entonces…, entonces lucharíamos.
Jade no respondió y él continuó hablando:
—Tú, al dar a luz hijos, agregas manos que retengan la tierra. ¿Hay quién pueda hacer eso no siendo las mujeres, como tú? Los hombres sabemos producir alimentos, pero ¿podemos dar a luz otros que nos sustituyan? No: eso lo hacéis vosotras y gracias a ello logrará nuestro pueblo persistir. ¿Persistiríamos nosotros si las mujeres no tuviesen hijos?
Ella permanecía muy quieta oyendo las palabras que él articulaba con fatiga, como si hubiese de forjarlas una a una.
—Cuando tengas un hijo más —siguió Lao Er—, contribuirás a conservar la tierra a través de él.
Lao Er no dijo más. No podía decir nada más, pues se encontraba tan fatigado como si hubiese librado una dura batalla. Y en realidad batalla había sido y batalla ganada. Porque Jade reconoció que su marido tenía razón.
Y, entretanto, ¿quién se ocupaba para nada del hijo mayor? Éste continuaba en los montes cumpliendo su simple tarea de montar trampas y coger uno o dos enemigos al mes, esto es, menos cantidad que antes. El enemigo se había vuelto ducho en cuestión de trampas y Lao Ta tenía que devanarse los sesos para inventarlas nuevas. A su modo era valiente, porque se acercaba a la ciudad cada vez más, poniendo sus trampas tan próximas que a veces no eran enemigos lo que en ellas caían. Pero si hallaba en el fondo de sus pozos, por la mañana, un honrado y maldiciente labrador, mendigo o buhonero, en seguida lo libraba. Y ellos le concedían su perdón cuando sabían por qué había montado la trampa.
Cuando el hermano segundo llegó con las noticias de lo dicho por la extranjera, el hermano menor empezó, con gran tumulto, a preparar su viaje a la tierra libre. Entre sus hombres todo el que no tenía una carga familiar pesada en exceso estaba pronto a seguirle. Lao San, llamando a su hermano también, le dijo con mucha prosopopeya:
—¿Irás conmigo, hermano, a la tierra libre? En ese caso di a mis padres que yo he dicho que vengas y que me ocuparé de que nada malo te ocurra.
A Lao Ta no le complujo aquella manera de hablarle. Lao San no le había llamado hermano mayor, como debía; y ¿cómo esperaba que él, superior por su edad, fuese a sus órdenes? Lao Ta no quería tener que ver nada con aquella mujer ni con lo que su hermano hiciera.
—Puesto que mi mayor habilidad está en tender trampas —repuso—, ¿de qué valdría que fuese adónde no hay enemigos?
El hermano menor arrugó, airado, el entrecejo.
—¿Quieres decirme que yo me voy allí porque no hay enemigos?
—He oído —sonrió Lao Ta— que vas porque una mujer te llama. Si es enemiga o no, no lo sé.
—¿Iría allá a la tierra libre si lo fuera? —preguntó Lao San ásperamente.
Lao Er había hablado de lo de la bandera, si bien Ling Sao no permitió que su hijo segundo se la llevase, por si le registraban en el camino, como podía ser. Pero esa bandera era para Lao San una prueba de amor.
—¿Qué puedo saber sobre una extranjera yo, que soy hombre necio? —respondió Lao Ta.
Y repeliendo de esta guisa a su hermano, volvió a sus ocupaciones antes que Lao San hablase más.
«Nadie se preocupa de que yo viva o muera», reflexionaba. Y le parecía que la parte buena de su vida había acabado y pensaba en sus hijos muertos y en lo buena esposa que Orquídea fuera para él, mostrándose siempre solícita, amable y cálida. Sin tal mujer se sentía muy infeliz.
Con estas reflexiones, anhelaba un cambio en su vida, pero ¿dónde hallar una mujer como Orquídea?
«De todos modos —se decía—, no pediré a mis padres que me ayuden. Ya que no se ocupan de hacer su deber conmigo, ¿voy a rebajarme yo rogándoles que lo hagan?».
Sin saberlo, estaba ya en realidad buscando una mujer que le diese hijos y con quien pudiera empezar una vida nueva. Mas ¿dónde hallar en la comarca una mujer? No había más que viejas, enfermas, cortesanas y las atropelladas por el enemigo. Y éstas no las quería.
Empero, un día encontró una mujer. Cierto que nunca hubiera pensado antes en una así, pero cuando un hombre está completamente decidido a casarse, carga con cualquiera, con tal de que sea limpia y honrada. Y la encontró del siguiente modo. Había cavado un hoyo de trampa en un camino donde nunca montara celada alguna, colocando encima tablas tan diestramente puestas que podían sostener piedras, y, sin embargo, cedían tan pronto como alguien las pisaba.
Al día siguiente, halló en el hoyo a una mujer llorosa, que llevaba allí toda la noche sin que oyesen sus gritos, puesto que nadie pasaba por el camino. Mirando a la pálida claridad de la aurora, Lao Ta vio que no se trataba de un enemigo.
—Yo te subiré —dijo, saltando al pozo para ayudarla a salir.
La mujer no era joven ya, pero tenía la cara dulce, la boca infantil y los ojos enrojecidos por el llanto.
—Estoy tan asustada que no puedo ni respirar —se quejó.
—Ha sido una mala fortuna que pasases por aquí —repuso él—. ¿Cómo iba yo a saberlo?
—¿Puedes decirme dónde estoy? Soy de otra región, mi esposo fue muerto por el enemigo, y antes de morir me había mandado que, de ocurrirle algo, fuese a su aldea y buscase a sus padres, por si querían mantenerme.
Y nombró una aldea de la que Lao Ta no oyera hablar nunca.
—Creo que andas muy extraviada —repuso Lao Ta—. Nunca he oído mencionar ese nombre.
Ella, llorando de nuevo, exclamó:
—¿Y cómo podré continuar? He gastado mi dinero, y ahora ¿qué haré? ¿Y si caigo en manos de los enemigos? Me han contado que son muy malos con las mujeres.
Le miró, dolorida, y añadió:
—Veo en tu cara que eres hombre bueno.
—¿Tienes algo que comer?
Ella repuso que no y él, llevándola a la posada más próxima después de volver a montar la trampa, compró algunas vituallas para la mujer. Mientras ella comía, Lao Ta reflexionaba. No se sentaba a su lado, porque habría sido humillación para él y descortesía para ella, pero la mirada con el rabillo del ojo, diciéndose: «¿No parece que el cielo me la envía, puesto que cayó en mi trampa?».
Y cuando la mujer acabó de comer, él le dijo que le siguiera. Reuniendo todo su valor —y no hubiera sido capaz de lo que hizo de no oír alabar tanto por la mujer su bondad y de no ver a la infeliz viuda tan apenada—, habló así:
—La casa de mi padre está a una jornada de marcha y mi madre es mujer buena. Déjame que te lleve allí.
—¿Cómo rechazar lo que me dice el hombre en cuyas manos me ha puesto el cielo?
Y, sin más pláticas, él emprendió la marcha, seguido por la mujer, que iba cargada con sus cosas envueltas en un tosco paño.
Durante muchas millas Lao Ta no habló, y ella tampoco, aunque se oían sus pisadas a espaldas del joven. El cual pensaba: «Si hay ocasión volveré a hablar a esta desconocida antes de llegar a casa de mi madre. Necesito dar razón de por qué llevo conmigo a un mujer».
Y así, cuando avistaron la aldea, él, armándose otra vez de todo su valor, dijo a la viuda, sintiendo la boca seca a hablar de sí mismo:
—He perdido a mi mujer y a mis dos hijos. Tú has perdido a tu marido. ¿No somos dos partes sueltas? Y si nos uniéramos, ¿no seríamos un todo?
A la sazón estaba la mujer tan rendida y tan afanosa de hallar un hogar, que no hubiera rechazado a hombre alguno, y respondió:
—Si tú quieres tomarme…
Lao Ta asintió y siguió, sin otras palabras, hasta que llegaron a casa de su padre.
Entraron en el peor de los momentos. Temprano de mañana había empezado Jade a sentir los dolores del parto, y ello se había prolongado todo el día, sin que el niño naciese. Ling Sao estaba desconcertada, y Lao Er frenético. Todas las mujeres de la aldea, reunidas en la casa, daban su parecer y ayuda. Pero el niño no nacía y Jade comenzaba a desalentarse.
—Es un niño demasiado grande —murmuraba, sintiendo en su alma el temor de no poder ponerlo en el mundo.
De modo que cuando apareció Lao Ta con una desconocida, Ling Sao tenía poco tiempo para escuchar lo que él le deseaba decir. Ling Sao se sentía muy malhumorada por aquel día de prueba y por lo que podía suceder después; mas Lao Ta, harto ingenuo para pensar más que en sí mismo, dijo tan pronto como vio a su madre:
—Ésta es tu nueva nuera, madre.
—¡No me hables de nueras! —exclamó Ling Sao.
La recién llegada había vivido lo bastante para saber lo que le convenía y lo que no, y tan pronto como entró en la aldea la halló a su gusto. Luego, vio que las tierras del padre de su salvador eran buenas y buena la casa. ¿Podía ella, a su edad, aspirar a cosa mejor? La suerte la había arrojado en aquella trampa y debía aprovecharla lo mejor posible y agradecer la oportunidad que le brindaba un hombre tan fuerte, aun cuando fuese, por lo menos, diez años más joven que ella; procuraría, pues, no perderlo. Así, aunque estaba rendida, habló, y luego de poner su paquete en el suelo y de alisarse el cabello, dijo con voz suave y placentera:
—Sé que soy demasiado atrevida y conozco lo poco que valgo, pero, no obstante, a veces he ayudado a mujeres a dar a luz y acaso pueda ser útil aquí. ¿Por qué, si no, me envía el cielo a una casa donde no he estado nunca, y por qué me hizo seguir un camino extraviado, alejándome muchas millas de dónde creía estar, y por qué, en fin, caí en la trampa de su hijo, de la que no hubiera salido si él no me ayudara?
—Ven conmigo —repuso Ling Sao sin entender nada, excepto lo que le interesaba.
Cogiendo de la muñeca a la mujer llevóla junto al lecho de Jade y dijo a ésta:
—Aquí te envía el cielo a alguien que te ayudará, hija. Anímate, y animémonos todos.
La mujer se arremangó, sonrió a Jade, le alzó las ropas y empezó a frotar sus riñones y su vientre. Fuera que el ver una cara nueva alentase a Jade, o que el frotamiento la aliviara, en resumen se sintió mejor e hizo nuevos esfuerzos. La mujer, muy pacientemente, decía a Jade palabras de estímulo, sin dejar de trabajar por su parte. Todos esperaban el desenlace.
—El niño se ha movido un poco —murmuró Jade al fin.
Y cayó en un nuevo acceso de dolores. La mujer introdujo la mano en el cuerpo de Jade y gritó:
—¡Ya toco la cabeza de un niño! Es varón.
La mujer, mirando a Jade, exclamó:
—¡Hay otro niño más!
Y, volviendo a sus afanes, en pocos minutos salió el segundo niño, a la par que Jade sufría una gran hemorragia.
—¡Cielos clementes! —dijo Ling Sao, corriendo hacia el otro pequeño.
Eran ambos tan recios que chillaban como si hubieran nacido una semana antes.
¿Quién podía, después de aquello, dudar de que la mujer había sido enviada por el cielo?
—Come, descansa, tranquilízate y estáte segura de que te agradeceré esto como tú quieras —le manifestó Ling Sao.
Pero, entretanto, pensaba: «Esa mujer desconocida es demasiado vieja para mi hijo. Sin embargo, ¿cómo puedo rechazarla ahora? ¿Y cómo me irá con una nuera de tantos años?».
Lao Er salió con la escudilla de azúcar y agua y Ling Sao llamó a su marido para preguntarle si debía tratar a la desconocida como nuera o como persona ajena. Pero Lao Ta ya había expuesto a su padre sus deseos, y Ling Tan estaba acorde con ellos.
—¡Qué jugadas nos gasta el cielo en estos tiempos! —exclamó Ling Sao, atizando el fuego donde iba a preparar comida para la mujer—. Te juro que nunca pensé que mis hijos se casarían con esposas llovidas del aire. No, estos tiempos no son lo que debieran.
—A pesar de eso, ¿cómo podemos negarnos a lo que quiere nuestro hijo? —contestó Ling Tan.
Ling Sao comprendió que su esposo accedía y sólo puso un obstáculo más.
—Si es demasiado vieja para tener hijos, el nuestro no debe tomarla por consorte. ¿De qué sirve en una casa una mujer incapaz de tener hijos?
—Hoy nos ha sido muy útil —adujo él.
—Pero no todos los días serán hoy. Pocos días como éste se presentan en toda la vida.
Y Ling Sao, obstinada, llevó de comer a la mujer, y con cortesía, como a persona ajena, le preguntó su edad. La mujer repuso con cierta tristeza:
—Sé muy bien que soy vieja en demasía. Tengo treinta y seis años.
—¿Tienes hijos?
—Los he tenido, porque para eso me asiste mucha facilidad, pero los perdí a todos, que eran cinco, en un ataque de los barcos voladores. Sólo quedamos mi marido y yo, y luego él murió en una batalla, cuando le alistaron en el ejército. Era picapedrero, y por su oficio tenía que estar en la calle y no escondido en casa, como hacen algunos. Se dio orden de que nuestro distrito mandara mil hombres al ejército de la tierra libre, que es donde vivíamos, y en seguida escogieron a mi marido, porque era fuerte y recio de piernas, de tanto andar con pesos al hombro. No vino a casa en muchos días y temí que hubiera caído prisionero. Luego me avisó de dónde estaba y fui a un lugar cercano. Pero no pude verle, porque ya antes de llegar tuve noticias de que había muerto.
—¡Qué cosa tan triste! —respondió Ling Sao.
Y en aquel momento de compasión accedió a la voluntad de su hijo y aceptó lo que el cielo les enviaba.