Aquel día, Ling Tan, sentado en el banco de junto a la puerta, recomponía el yugo del búfalo. El animal, a la sazón, habíase convertido poco menos que en el hijo de Ling Tan, por las muchas veces que el viejo lo había salvado. Con frecuencia, el búfalo había sido destinado por el enemigo a matadero, pero siempre Ling Tan lo evitaba señalando la mucha flacura de la bestia, los huesos que le sobresalían de la piel y las heridas de sus lomos. En secreto, Ling Tan ponía cal en las mataduras para que no se cerrasen, y a hacerlo pedía perdón al búfalo, diciendo junto a su peluda oreja: «Es para salvarte la vida». Y el anima gemía, pero no se rebelaba.
Aquella mañana, mientras Ling Tan araba, se le rompió el yugo y por eso lo estaba componiendo. Se sentía rendido, a causa de lo poco que había dormido por la noche. Seis o siete días antes había llegado el hijo mayor con noticias de que se iba a atacar y destruir la guarnición puesta por el enemigo en el poblado próximo, al pie de las montañas. Tres veces se había atacado el lugar; y cada vez el enemigo reforzaba la guarnición, por lo que el éxito ahora era problemático.
Los guerrilleros habían vencido y en aquel momento los hijos de Ling Tan dormían en la casa, muy fatigados. El menor tenía en el brazo una ligera herida que le obligaba a llevarlo en cabestrillo.
Ling Tan, a pesar de su aspecto de pacifico labrador, estaba desazonado y miraba con atención a cuantos se acercaban por el camino. Temía que sus hijos fuesen descubiertos, tanto más cuanto que el testarudo hijo menor descansaba en una de las habitaciones de la casa, no en la cueva, donde se quejaba de falta de aire. Si alguien llegaba, el joven podía ser visto mientras se dirigía a la cocina para ganar la entrada secreta. Mas las palabras de su padre no tenían ahora efecto alguno sobre Lao San.
«¿Qué haré con él si esta guerra concluye alguna vez? —se preguntaba Ling Tan, frunciendo el ceño mientras trabajaba—. ¿De qué puede valer mi hijo menor en casa en tiempos de paz, cuando no haya necesidad de semejantes héroes?». Y no acertaba con la respuesta.
En aquel momento, vio, examinando el camino, a Wu Lien y su mujer, que llegaban con sus hijos. Al divisar a Ling Tan se apearon del coche de caballos en que venían y empezaron a acercarse a pie. Wu Lien ocupaba tal posición ya, que no temía a sus escoltadores, a los que mandó esperarle en el coche. Cuando la familia se aproximó a Ling Tan vio que venía con ellos una joven desconocida, alta y de aspecto tan extranjero que el viejo la tomó por una mujer enemiga. No se sintió nada complacido.
Sin levantarse ni suspender su trabajo, preguntó:
—¿Habéis venido?
—Sí —dijo Wu Lien—, y esperamos que todos estéis bien.
—Lo bien que se puede estar en estos tiempos —gruño Ling Tan, que por un lado no quería mostrarse amistoso con Wu Lien y por otro comprendía la locura de acreditarle hostilidad.
—Aquí estamos nosotros y los niños, padre —habló la hija—. Ésta es una mujer que está de visita con nuestros superiores y que quiere ver la tumba de su madre en el cementerio mahometano.
Ling Tan, comprendiendo que no se trataba de una mujer enemiga, se levantó y dijo a Mayli:
—Creí que era usted enemiga, por su apariencia de extranjera, pero si es usted musulmana, ya comprendo su aspecto.
Ella, sonriendo, respondió, cortés:
—Siento molestar.
—Ninguna molestia —repuso él, aunque le preocupaba que sus hijos estuviesen ocultos en la casa. Y reflexionó que entraba muy en el carácter de Wu Lien el presentarse aquel día precisamente. ¿No estaría informado de algo?
Ling Tan meditó en el modo de entrar rápidamente en la casa y advertir a sus hijos. Y lo hubiera hecho, pero había una desconocida, y ¿cómo proceder sin cortesía? Porque obvio era que aquella mujer pertenecía a una clase de gran posición.
Mientras titubeaba y pensaba, se espantó viendo que su hijo tercero salía de la puerta, soltándose los calzones, como todo hombre limpio que no quiere hacer aguas dentro de su casa.
—¡Refrénate! —gritó Ling Tan—. Hay una mujer extranjera aquí.
El hijo estaba fuera ya y su aspecto de vergüenza fue tal y el desconcierto de Ling Tan tan grande, que Mayli rió como ninguna mujer menos libre que ella hubiera osado hacerlo. De manera que cuando el hijo menor de Ling Tan puso los ojos por primera vez en la joven, ella estaba riendo y el sol la iluminaba, haciendo brillar su negro cabello, sus mejillas sonrosadas, sus labios rojos, sus blancos dientes y toda su cabeza, echada hacia atrás en su risa. Lao San se sintió herido como si una espada le hubiese cruzado el corazón. ¡Y qué avergonzado se sentía! Bajó la cabeza, puso gesto de niño enfadado y penetró de nuevo en la casa.
—¿No es ése mi hermano menor? —preguntó la esposa de Wu Lien.
Y entonces Ling Tan hizo lo que nunca hubiera creído hacer. Cayó de rodillas ante Wu Lien y humilló su frente en el polvo. Y fue así porque conoció que todos tenían sus vidas en manos de su yerno, y Wu Lien comprendió aquella actitud. Se apresuró a levantar a Ling Tan y, mirando a su mujer, dijo:
—Yo no veo a nadie.
Con esto Ling Tan entendió que Wu Lien no les delataría, y en el acto sus sentimientos hacia él se mudaron, y manifestó:
—Jamás volveré a juzgar a nadie. Que juzguen los cielos.
Osó, pues, invitar a los visitantes a entrar en la casa y mandó a su mujer que preparara té.
Mayli vio reunida aquella familia de que Pansiao le hablara y pudo distinguir a cada uno de ellos. Les miraba y escuchaba, sonriente y silenciosa, simpatizando con todos y más que con nadie con Jade, porque ésta no era tímida.
Jade estaba embarazada otra vez. Ninguno de los dos escondidos salió.
Pero Ling Tan, cerrando la puerta, dijo a su hijo segundo:
—Manda a tus hermanos que vengan. Aquí no hay más que amigos.
Salió el hijo mayor, y Mayli vio que era hombre apocado, quieto y feo de rostro. Pero el hijo menor no quiso aparecer. Estaba encerrado en el cuarto donde había dormido y se maldecía por haber sido lo bastante necio y zafio para salir como cualquier hombre vulgar que despierta sintiendo una necesidad urgente. Solía considerarse superior a todos los que conocía y he aquí que aquella mujer le había afrentado riéndose de él. Sentado en su lecho arrugaba las cejas y se mordía los encarnados labios. Cuando su segundo hermano le llamó, Lao San asió la almohada de madera del lecho y se la tiró a la cabeza. El otro se salvó agachándose. Volvió y dijo a su padre, riendo:
—Mi hermano menor se niega a salir.
—¿Cómo que se niega? —exclamó la madre—. ¿De manera que no he tenido a mis hijos juntos hace meses y meses y ahora no quiere aparecer?
Saltó de su asiento, fue en busca de su hijo, lo cogió por una oreja y lo sacó. Él protestaba y se debatía, pero como siempre, obedecía a su madre más que a su padre. No obstante, se cogió con la mano al quicio de la puerta.
—¡Suéltame! —dijo—. No soy un niño.
—¡Anda, cabezota! —rió ella.
Lao San ya estaba en el patio y por decoro de su sangre no pudo dejar de mirar a Mayli, que le miró a su vez.
«Nunca he visto mujer como ésta», pensó él.
«Es igual que como Pansiao lo describió», pensó ella.
—Debo irme ya —dijo Mayli a Wu Lien.
Wu Lien se levantó. Mayli y Lao San dejaron de mirarse.
—Espérame aquí, madre de mis hijos, y estáte preparada para cuando vuelva.
Ella se levantó. Mayli hizo lo mismo y con una sonrisa se despidió de todos. Los demás las vieron envolverse en su manto y, por cortesía, se pusieron en pie. Ling Tan y Ling Sao la acompañaron hasta la puerta.
Cuando Ling Tan volvió a su asiento, notó que su hijo menor deseaba hablarle. Lao San, en efecto, hizo un signo en dirección al cuarto interior y penetró en él. Ling Tan, le siguió, con su escudilla de té en la mano. Lao San se sentó en el lecho —pues era allí donde había dormido—, apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia su padre. Ling Tan se acomodó en una banqueta.
—¿Qué quieres? —inquirió, viendo a su hijo tan encendido, ceñudo y acalorado.
—Esa mujer —masculló Lao San.
—¿Qué mujer?
—La del manto —repuso Lao San, señalando con la mano la puerta.
—¿Qué hay de esa mujer? —preguntó Ling Tan, seguro de que su hijo diría que era una espía y no debía haber sido dejada entrar.
También Ling Tan pensaba esto, pero la bondad de su yerno le había hecho olvidar toda prudencia.
—Quiero que me cases con ella —dijo Lao San.
Ling Tan era el más ahorrativo y económico de los hombres, y en su casa constituía motivo de desolación el que se rompiese el más pequeño plato. Mas al oír aquello, fue tal su sorpresa que abrió la mano y su buena escudilla de té, que heredara de su padre, se hizo mil pedazos en el suelo.
En su enojo, culpó a su hijo:
—¡Mira! —exclamó, inclinándose a recoger los fragmentos.
Pero eran tan pequeños y tantos, que ni el mejor componedor hubiera podido pegarlos. Ling Tan gritó:
—¡Cabezota! —gritó—. ¡Calabaza!
Ling Sao acudió oyendo el ruido y se unió a los lamentos de su marido al ver rota la escudilla. Ling Tan gritó:
—¿Ves? ¡Este animal de hijo tuyo!
—¿Qué hay de mi hijo? —preguntó ella, pronta a dar la razón al hijo contra el padre, como siempre había hecho.
Sólo cuando era una hija la delincuente podía esperar Ling Tan que su mujer se volviese contra ella.
—Él me ha hecho esto —dijo Ling Tan.
—¿Y qué vale un cacharro? —repuso Ling Sao.
—No se trata de un cacharro, sino de que este hijo tuyo aspira a coger el sol y la luna. Olvidando que es un hombre y un mozalbete, se imagina el creador del cielo y la tierra.
—Y tú eres un calabacín —replicó ella—. Hasta un pato graznando dice cosas más sensatas que tú. ¿De quiénes el hijo él si no lo es tuyo?
El hijo mayor y la hija entraron a aplacar a sus airados padres. La hija dijo:
—Puesto que sólo tú sabes el motivo de tu cólera, padre, callaremos hasta que nos lo expliques.
Esperaron a que se apaciguase y la hija le llevó té mientras el hijo mayor le encendía la pipa. El menor permanecía sentado y mudo.
Al fin, Ling Tan se recobró y declaró, expulsando una bocanada de humo:
—Este bestia que es hijo mío y que siempre andaba hablando de no casarse, me ha dicho: «Quiero que me cases con ella».
Ling Sao, pasmada y jubilosa (porque hablar de casamiento era perfume para sus narices y alimento para su estómago, y sobre todo si se trataba de casar a su hijo menor), preguntó:
—¿Con quién?
—¡Con quién! —repitió Ling Tan—. ¡Con esa extranjera del manto!
Todos quedaron atónitos. Nadie habló. Lao San paseó la mirada de un rostro a otro y cuanto más los miraba más enojado se ponía. Se incorporó de un salto y alzó la cabeza.
—Ninguno de vosotros sabéis quién soy —dijo—. Para vosotros sigo siendo un niño. ¡Pues no lo soy! Madre, he olvidado que me has alimentado a tus pechos. Padre, yo no como tu pan. Y los demás, ¿que sois? No tengo hermanos, hermanas, ni parientes. ¡Juro no volver a esta casa!
Se dirigió a grandes pasos hacia la puerta, pero su madre le asió por el chaquetón, sujetándole con sus manos fuertes.
—¿Adónde vas y qué haces? —gritó.
Él hizo un movimiento para desprenderse, mas tan fuerte era la mano de su madre que la prenda se rasgó y Lao San salió con el chaquetón rajado colgándole del hombro.
—¡Déjame, por lo menos, que te lo cosa! —exclamó Ling Sao.
Él no se detuvo.
—Cuando me deis lo que he dicho, volveré —declaró, volviendo la cabeza al hablar.
Cruzó la puerta y dando zancadas se alejó en pleno día, con todos los riesgos inherentes. Los demás de la familia, saliendo, le vieron alejarse velozmente hacia la sierra.
Ling Tan entró, hundió la cabeza entre las manos y dijo:
—¿Es posible que hayas llevado en el vientre una cosa así?
—¿Es posible que tú me hayas engendrado una cosa así? —replicó su mujer.
—No es hijo nuestro —murmuró él, agobiado—. Es hijo de los tiempos. ¿Qué haremos con él cuando estos tiempos pasen?
Quiso tranquilizarse exhalando grandes gemidos, pero no se calmaba, porque bien sabía él que su deber de padre era casar a su hijo, deber que tenía también con las generaciones anteriores y subsiguientes. Mas ¿cómo conseguir semejante casamiento? Mirase a donde mirase no veía modo de efectuar un enlace tal. ¿Cómo él, un labrador, y su hijo, hijo de labrador, podían hacer propuestas a una mujer así? Ling Tan no tenía cara ni corazón para emprender cosa tan desaforada.
Ling Sao, en cambio, creía que sus hijos merecían cualquier mujer, y tras un rato de reflexión hizo signo a su hija de que fuera a la cocina, y allí le dijo:
—Estás enterada de todo y puedes echarnos una mano. Procura averiguar primero si esa mujer es casada, y si no lo es… Bien, un hombre es un hombre, y mucho tendrá ella que buscar para encontrar otro de la presencia de mi hijo.
—Es una mujer muy instruida —repuso la hija, dudosa.
—¿De qué sirve la instrucción en la cama —preguntó Ling Sao—, ni para qué hace falta ahí escribir ni leer?
Su hija se ruborizó, porque la larga residencia en la ciudad la había hecho más delicada que su madre. Así es que no respondió con risas ni con palabras.
—Hablaré con el padre de mis hijos —declaró.
Ling Sao, con gravedad, se inclinó hacia ella, cuchicheando:
—Arregla esto para tu hermano, hija, y olvidaré mis enojos contra tu marido y contra ti. Pase lo que pase el día de mañana, siempre diré que cumpliste tu deber con tus padres, si haces esto.
—Haré lo que pueda —replicó su hija, aún dudosa.
Así quedó la cosa y Ling Sao explicó a su esposo lo que había hecho. Ling Tan movió la cabeza, muy abatido.
—Haced vosotros lo que podáis, porque esto rebasa la capacidad de un hombre. Yo sé, mujer, que tú, por casar, serías capaz de casar a un águila con una corneja, pero éstos dos son un tigre y un águila, y la una vuela por el cielo y el otro anda por la tierra.
—Deja esto en mis manos —repuso ella, tenaz.
Él, suspirando, lo hizo así.
Lao San no había andado tan en derechura como fingía. Sabiendo que su familia saldría a verle alejarse, había tomado el camino de las montañas, pero cuando estuvo a distancia torció hacia el Oeste y se dirigió al cementerio mahometano. Ya cerca, se arrastró entre las altas hierbas sin ruido, al modo que los guerrilleros habían aprendido de los tigres de las montañas, y miró entre las marañas de vegetación. Divisó a la mujer a quien amaba tanto y tan de improviso. Ella, envuelta en su manto, con la cabeza inclinada, se hallaba junto a la tumba de su madre, pero no arrodillada, como advirtió el joven con gran placer.
«Es muy alta», pensó, satisfecho. Le agradaban la aquilina belleza del rostro de Mayli, la suavidad ambarina de su piel y aquellas largas manos que sostenían los pliegues del manto.
Permaneció mirándola. Ni una sola vez alzó ella la cabeza ni le vio. Y esto también satisfizo a Lao San. Su extrema juventud le hacía pensar «Prefiero que no me vea hasta que yo tenga mejor traza, y lleve mis ropas nuevas, la espada al cinto y los cabellos cortados y ungidos».
Y allí estuvo, llenos de la mujer sus ojos y su ánimo, hasta que Mayli volvió con Wu Lien a casa de Ling Tan. El muchacho la contempló hasta perderla de vista y luego se alejó por entre las hierbas, hacia los montes.
Lao Er y Jade no asistieron a lo ocurrido porque cuando Wu Lien partió, Jade, tirando de la manga de su marido, le persuadió de que bajasen a la cueva. Allí le miró con la faz radiante de triunfo.
—¿Ves? —preguntó.
—¿El qué? —inquirió él, tan ajeno a lo que Jade le indicaba como a la lluvia que cayera hacía cien años.
—¡Si es ella!
—¿Qué ella?
—¡Oh, calabaza! —exclamó ella—. ¡Oh, barro que pisan mis pies! ¿Por qué el cielo hará que hasta los mejores sean unos tontos? Ella es la diosa, la diosa de tu hermano.
Lao Er quedó boquiabierto, y dijo:
—Esa mujer es muy elevada y no se dignará mirar a los que somos tan bajos. Y además, ¿qué relación tendrá con el enemigo?
—Sí —repuso Jade con gravedad—. No eres lo bobo que yo creía. Eso no se me había ocurrido.
Su mente femenil rastreó el campo de las posibilidades como un sabueso.
—No creo que se preocupe del enemigo. Además, a una mujer no le importa quién mande y gobierne si tiene a su lado al hombre que le gusta.
—Él no está a su lado, sino muy lejos de ella. ¿Y le parecerá bien esa mujer si sabe que vive con el enemigo? En eso los hombres no son como las mujeres.
—Y en eso te engañas tú. Los hombres piensan que las mujeres valen tan poco y ellos tanto, que se les da una higa lo que sus mujeres sean.
—¿Vamos a reñir tú y yo por todo eso de los hombres y las mujeres? —rió él.
—No, pero es cosa importante —repuso ella, sin herir.
—¿Es importante que no podamos ponernos de acuerdo sobre una mujer desconocida que se parece a la diosa de un templo?
Subieron de nuevo y él sostuvo con precaución la escalera mientras Jade ascendía, porque esperaban su segundo hijo de un momento a otro. Entretanto, Lao San se había ido, y así supieron que, mientras ellos discutían, arriba había ocurrido lo que ellos juzgaban irrealizable.
—¿Cómo casarlos? —preguntó Jade.
Nadie podía contestar a eso.
Ya en el palacio del testaferro, Mayli se fue a sus habitaciones, se quitó el manto, lo dobló cuidadosamente, se lavó, se peinó, se sentó a una mesita y se contempló en un espejo. Su recio corazón sentía una insólita ternura. Había visitado la tumba de su madre y su ánimo rebosaba cosas que no debía rebosar y que, sin embargo, allí estaban presentes. Mientras se hallaba aquella mañana ante la tumba de quien le había dado el ser, entre las hierbas estivales, Mayli había pensado en un rostro hermoso, lo bastante tenaz para no prometer en aquel hombre un buen marido, y a la par tan agradable que ella celebraba sentir lo que sentía.
En su corazón suavizado habíase impreso el semblante de un hombre joven. Fuese ignorante o no, era valiente, hermoso y lleno de energía. ¿No bastaban estas tres cosas? Nunca había visto ella tantas cualidades en un hombre. Pero ¿cómo podían Mayli convertirse en parte de aquella familia? La casa de Ling Tan era más extraña para ella que la de cualquier extranjero. Jamás había penetrado en su vida en otra semejante, y sin duda le sería imposible vivir en ella.
«Habríamos de irnos —pensaba—. Él tendría que renunciar a todo y consagrarse sólo a mí, y yo también renunciar a todo y consagrarme sólo a él. Entonces seríamos iguales y tendríamos nuestro mundo propio».
«Iremos a la tierra libre o adonde queramos —siguió diciéndose—. ¿Por qué no hemos de unir nuestras respectivas capacidades? Yo le enseñaré lo que sé y él me enseñará lo que sabe. ¡Estoy harta de los hombres suaves y cultos! ¡Y qué fuertes tiene las manos ese mozo! Estaba herido en un combate victorioso…».
Recordaba todos los detalles de su faz, su modo orgulloso de moverse. Sólo le disgustaba a Mayli la familia de que él procedía. Eran gentes demasiado humildes para aquel muchacho.
«Debe abandonarlos —se dijo—. Hombres así nacen por casualidad en familias bajas y no pertenecen a nadie».
Bajó a cenar. Su anfitrión la encontró muy silenciosa.
Él, por su parte, había tenido una muy dura mañana, porque los jefes enemigos le habían hablado con rudeza.
¿La he enojado? —preguntó a la joven—. Le ruego que no se enfade. Necesito consuelo. Me han mandado que aprese al jefe de los que destrozaron esa guarnición ayer. Pero ¿cómo voy a hacerlo?
—No podrá usted —dijo ella con calma, mientras veía dentro de sí la faz atrevida de Lao San.
El cielo ejecuta sus fines por vías singulares. Mientras Ling Tan y su mujer no conciliaban el sueño; mientras Jade y Lao Er no veían modo de traer su diosa a la tierra; mientras Wu Lien, oyendo lo que le decía su mujer, movía la cabeza, tachándolo de irrealizable y afirmando que Lao San debía estar beodo cuando se le ocurrió aquello, y que sería prudente olvidarlo todo, Mayli, sola y no decidiendo nada por sí, sino impelida por la voluntad del cielo, resolvía volver a casa de Ling Tan.
Al segundo día, por la tarde, salió de la casa del testaferro, con su resolución habitual, y tan fríamente como si no hubiese en torno las ruinas causadas por el enemigo. Aunque no veía en los contornos nada que pudiera amedrentar a una joven, alquiló uno de los coches de caballos que todavía quedaban (y que eran pocos, porque los animales de tiro habían sido llevados al matadero), y dijo al conductor adónde quería ir.
Aquel día Jade no trabajaba, dado que estaba ya muy torpe para poder moverse con facilidad. Asombrábale el tamaño que debía tener el hijo que llevaba en el vientre. Se hallaba en el patio, teniendo en brazos a su primer hijo, de dos años entonces, cuando oyó una fuerte llamada en la puerta. Escuchó y se repitió el ruido. No era el que producían los enemigos cuando golpeaban con las culatas. Ling Sao estaba en el campo con Ling Tan, y Lao Er se había ido a averiguar, por encargo de su padre, si el hermano menor había llegado o no a las montañas; Jade, pues, se encontraba sola con su hijo. Por ello preguntó, fingiendo una voz cascada:
—¿Quién es?
—Yo —dijo Mayli, como si creyera que todos habían de conocerla.
Pero Jade la conoció en efecto, y abrió.
—¡Oh! —exclamó. Y se apresuró a añadir, por cortesía—: Soy una rústica, ya lo veo… Como no la esperaba…
—¿Por qué había de esperarme? —repuso Mayli.
Entró y se sentó mientras Jade cerraba y atrancaba la puerta. Mayli parecía tan serena y natural que nadie hubiera adivinado lo mucho que se le agitaba el corazón en el pecho. Jade, desde luego, no lo adivinó. No obstante, dijo a su esposo después:
—Me di cuenta de que aquél no era un día corriente. Tuve la impresión de ir siendo llevada por un camino que debía conducirme hacia algún destino.
Sin embargo, quien hubiese visto a las dos juntas las hubiera creído dos mujeres hablando de cosas sin importancia. Jade sirvió té y tomó en brazos a su tímido hijo, y Mayli elogió al niño, bebió té y explicó tras unas cuantas trivialidades:
—Cuando estuve aquí hace dos días no pude hablar con toda franqueza. Pero he vuelto para decirles que conozco a Pansiao, la hermana del marido de usted, y que he sido profesora suya durante algún tiempo.
Aquellas noticias parecían casi increíbles a Jade. Mayli detalló lo ocurrido y Jade, oyéndolo, vio que las cosas habían pasado por vías naturales, si bien parecían dispuestas por el cielo.
—Al entrar aquí —dijo Mayli, mirando a su alrededor—, me parecía conocerlo y a todo. Pansiao me lo describió muy bien. Me tomó cariño, no sé por qué, y yo me alegraba de oírla hablar, a causa de que he vivido en tierras extranjeras y lejanas y ella me contaba cómo era la mía.
—¿Le habló de todos nosotros? —preguntó Jade, procurando acercarse con destreza hacia su objetivo, como un gato se acerca a un ratón.
—De todos, y por eso cuando vine ya les conocía por sus nombres.
Jade empezó a afanarse con su niño, alzándolo en su regazo, alisándole el cabello, fingiendo ver una mota de polvo en el rabillo de sus ojos…
—¿Le enseñó una carta que yo le escribí? —interrogó, al cabo, mirando a la cara de Mayli, que no volvió la cabeza.
—Vi esa carta —dijo la interpelada con voz clara.
—Lao San se ha enamorado de usted en cuanto la vio —expuso Jade.
—Hay hombres así —contestó Mayli, esforzándose en sonreír y asombrándose de lo rígidos que sentía los labios.
—Lao San no es como los otros —afirmó Jade, posando el niño en el suelo—. El cielo me impele a hablar. ¿Qué debo decir a ese cuñado mío?
Y las dos se sintieron cual arrastradas por la cresta de una ola. Mayli examinó los ojos alargados de Jade y pensó que eran muy bellos, y Jade contempló los negros de Mayli, y se dijo que eran muy decididos y muy claros; y ambas se admiraron una a la otra de un modo de que son incapaces las mujeres de poco valer.
—¡Qué alta es usted! —dijo Jade—. Es más alta que yo.
—Sí, soy alta también —sonrió Mayli.
—A Lao San le gustan las mujeres altas —aseguró Jade, alargando la mano y tocando la mano de Mayli con las puntas de los dedos—. ¿Qué debo decirle? —insistió con mucha suavidad.
Conmovida por aquel contacto recio y blando a la vez, Mayli habló con toda franqueza. Luego se llevó las mano a pecho y sacó una piececilla de doblada seda, que desplegó al viento.
—¡Oh! —murmuró Jade—. ¡La bandera libre! ¡Qué atrevida es usted!
Mayli puso la seda en manos de Jade.
—Diga a Lao San que me voy a Kumming, en la tierra libre —le encomendó.