Capítulo XVII

Durante varios días procuró eludir a Pansiao. Si hallaba sobre si la mirada atenta de la joven, le sonreía y volvía la cabeza. Aquellos ojos ansiosos pedían un imposible.

Y, sin embargo, había fuerzas actuando en pro de tal imposible. Una de ellas era el agreste poder de las montañas, que Mayli sentía obrar progresivamente sobre ella, exhortándola a abandonar la fácil rutina de lo días.

«Jamás imaginé verme hecha maestra de escuela y cantando himnos», meditaba con ira.

Pero ¿qué había aspirado ser? Se lo preguntaba sin cesar. ¿Qué podía hacer una mujer sola? Su mente trabajaba. ¿Y si llamase al piloto que había traído y le dijera que la llevase…, a cualquier otro sitio?

Mas ¿adónde? La familia de su madre estaba dispersa y la ciudad en manos del enemigo. Nada podía hacer ella sola. Debía unirse a alguien. ¿A quién? Quizá a un ejército… En el Noroeste había ejércitos donde luchaban mujeres al lado de los hombres. Pero su orgullo le impedía pelear como una de tantas. Necesitaba un puesto de poder o donde cupiese crear poder. Pensó en cierta mujer, conocida de todo el mundo, una mujer de su raza, educada en el extranjero como ella… Aquella mujer, bella, rica y voluntariosa, se había casado con un señor de la guerra, tal como Mayli imaginaba al hermano de Pansiao. Y la mujer había modelado al hombre fuerte e ignorante, convirtiéndolo en un gobernante afamado en toda la tierra. ¿No podía Mayli hacer lo mismo?

«Tendré que decir algo —pensaba la directora, día tras día, contemplando a Mayli a través de sus lentes—. Esa moza tiene la traza de estar convirtiéndose en una fiera. ¡Dame un modo de librarme de ella, Señor!».

Sola en su cuarto por la noche, Mayli hizo funcionar la radio. Todas las madrugadas, de dos a tres, sonaba la voz que hablaba en el corazón del país, refiriéndose a victorias y a pérdidas animosamente soportadas. En aquellos días, que eran como una jaula para la joven, ella sólo vivía de aguardar la noche. Luego de oír la voz, retornaba a las montañas, abra la ventana por frío que hiciese, y miraba las cumbres que operaban sobre ella.

«Tengo que marcharme de aquí, se decía».

Fue la directora misma quien la libertó.

—Dios me dio fuerzas para ello —decía la señorita Freem a las otras profesoras cuando la cosa quedó concluida—. Llevaba semanas orando a Dios para que me librase de esa carga. Pero no veía modo de hacerlo. Al fin un día oí a esa mujer con mis propios oídos. Estaba instigando a mis queridas niñas, confiadas a mi custodia y cuidado, a que huyesen. Entré en su clase, donde creía que se hallaba explicando Historia americana, y la oí decir «Es vergonzoso estar en estas cuevas estudiando lo que han hecho otras naciones. Debemos irnos todas y pelear en nuestra guerra. Si yo me voy, ¿quiénes de vosotras me acompañarán?». Entonces, Dios me dio fuerzas. Abrí la puerta y dije: «Señorita Wei, doy por anulado su contrato».

Las dóciles maestras murmuraron, horrorizadas. Casi todas eran antiguas discípulas de la señorita Freem y comprendían sus sentimientos.

Mayli, enterada después de que la señorita Freem se había considerado ayudada por Dios, rió y dijo: «¿A que no sabe ella para qué la usó Dios? ¡Para darme libertad!».

Despectivamente, pidió a la directora todo su salario y por un mensajero de las montañas envió un telegrama a la ciudad más cercana. El telegrama llamaba al piloto del avión. Y Mayli partió sin despedirse de Pansiao siquiera.

Cuando Pansiao supo que su diosa había partido, lloró larga y secretamente. ¿Dónde estaría la diosa? ¿La habría alejado ella misma con su insistencia en que se casase con un ser humano como su hermano Lao San? ¡Quien sabía! Y las dudas de la jovencita quedaron sin respuesta.

Mayli se acomodó en el angosto y pequeño asiento del avión.

—Volvamos a la costa —dijo al piloto.

Le había encontrado un pueblecito a pie de la sierra. Él esperaba ya cuando la silla en que viajaba la joven se detuvo ante la puerta de la posada.

El piloto se había adelantado sonriente, alto temeroso, la gorra en la cabeza, más estropeado su uniforme azul de lo que estuviera la vez anterior. No le había sorprendido, días atrás, recibir aviso de que fuese. Nunca creyó que semejante mujer pasara largo tiempo en las montañas.

—De aquí a media hora estaré lista —anunció ella por todo saludo.

Entró en la posada, dijo al posadero que aquél era el alojamiento más sucio de los dos hemisferios, comió un cuezo de habichuelas, salió envuelta en su abrigo de piel y subió al aeroplano. Se volvió en el asiento a mirar por última vez las montañas mientras el aparato ascendía. Luego dirigió la cara hacia el lado del mar y acordó lo que haría. Sin decir sus propósitos a Pansiao, se había informado de todo lo concerniente a la casa y padres de la niña, no contestando más que con risas a sus tímidas preguntas. A cualquier otro, Mayli le hubiera dicho que era necedad incluso el pensar en un hombre ignorante y a quien no conocía. Empero, lo que le dijera Pansiao influía en sus pensamientos y su imaginación. Con el mundo ante ella, libre como una nube, con tal independencia como no gozara nunca, Mayli reflexionaba. El piloto que iba a su lado no era nada para ella, sino mera parte del avión. No le habló una sola vez. Si él la miraba, veía el rostro de su pasajera alzado al cielo, inmóvil.

En aquella libertad que tenía, la mente de Mayli iba fraguando un plan. Vería si aquel hermano era tan hermoso como Pansiao había dicho. Con femenil astucia, Pansiao había insistido una vez y otra en la hermosura del joven. «Es mucho más alto que usted —afirmaba—, y tiene los ojos alargados, las pupilas tan negras y las órbitas tan blancas que parece un dios». Tales habían sido verdaderamente las palabras de la mocita.

Mayli era una de esas mujeres que nunca encuentran un hombre al que juzguen igual suyo. Despreciaba a los hombres, pero era apasionada y desde los trece años venía pensando en hallar un varón que no le inspirara mofa, como se la inspiraban todos, y ahora el analfabetismo de aquel mozo empezaba incluso a darle más mérito ante ella. Si tales cosas hacía sin instrucción, ¿qué no haría si la tuviese? Le imaginaba como una especie de dragón, como una propiedad suya, más fuerte que ella, y, sin embargo, indómito e indomeñable, y no obstante modelado por ella en cierto modo. Sería grato ejercer poder sobre un macho rudo y poderoso, tal como no se hallaban en los palacios, las ciudades y los centros del gobierno, donde se reúnen siempre hombres suaves.

Durante todo el día, mientras volaban altos en el aire, Mayli planeó los medios de aproximarse a aquel hombre y saber si era como los que soñaba y no hallaba nunca.

La cosa no parecía difícil, antes sencilla y clara si ella se lo proponía. Pansiao le había dicho que su cuñado trabajaba para el enemigo y se llamaba Wu Lien. Desde la costa, Mayli escribiría al jefe testaferro nombrado por el enemigo, pidiéndole autorización y salvoconducto para visitar la tumba de la madre de la joven. El testaferro era antiguo amigo de su padre y ella le había conocido cuando el país era libre y sin testaferros. Aquel hombre, siempre un rebelde, y no por fuerza sino por debilidad, ya que nunca estaba contento con lo que recibía, había tenido diferencias con el Gobierno anterior y sido enviado al destierro, si bien a un destierro no carente de ciertos honores, porque la riqueza e influencia de su familia le valían de mucho. Mayli le había visto a veces en casa de su padre, pues el exiliado siempre andaba con quejas secretas de lo que pasaba en China, y nunca dejaba de intrigar en el extranjero cerca de cuantos creía poderosos. El padre de Mayli no le acogía mal, porque ambos habían nacido en la misma ciudad y sido compañeros de colegio. Al vencer el enemigo, ¿qué mejor testaferro podía elegir que aquel descontento perpetuo?

Pero él seguramente estada deseoso de poder justificar su actitud ante sus amigos, y si Mayli le escribía pidiéndole salvaguardia para visitar la tumba de su madre, él accedería y aun la instaría a alojarse en su hogar, y para hacer ver a los enemigos que tenía buenos conocimientos y que la hija de un hombre respetado iba a ponerse bajo su protección. No ignoraba Mayli lo mucho que se enojaría su padre, mas ¿no estaba acostumbrada a hacer lo que quería, le gustase a él o no?

El plan se tornaba cada vez más claro. Una vez en casa del testaferro, ella encontraría con facilidad a Wu Lien e iría al campo a visitar la tumba de su madre. Sabía por Pansiao cuál era y dónde estaba la aldea de Ling Tan. Vería aquella casa y acaso al hermano de la niña. Todo era sencillo y todo se haría sin decirlo a nadie. De hallar un hombre como Pansiao le prometiera, ¿quién sabía lo que pudiera ocurrir? Y si el hombre no valía nada, todo quedaba descartado y aquélla había sido una aventura y una satisfacción. Por su parte, Mayli no asumía compromiso alguno.

Pasaron la noche en una pequeña ciudad cercana a la línea divisoria de las dos zonas, durmiendo en una posada sucia como todas y rica en chinches Mayli se enojó por ello y se lo dijo al posadero a la siguiente mañana. El hombre sonrió, pero la posadera, menos amable, maldijo a la alta moza de traza extranjera, y la interpeló:

—No lo siento por usted, sino por las chinches. Si le han picado y bebido su negra sangre, de fijo que se envenenan. ¿Ha oído usted hablar de que haya personas honradas que no tengan chinches y piojos? Cuando esos animalitos salen de una casa, se va la suerte con ellos.

—Es usted una necia ignorante —repuso Mayli—, y donde haya mujeres como usted hace bien en ir el enemigo. ¿De qué le sirve a nuestro país tener estantiguas como usted?

Al fin el piloto la convenció de irse, mientras el posadero tapaba la boca de su esposa, y de este modo los dos hombres separaron a las dos enfurecidas mujeres El piloto se apresuró aquel día cuanto pudo para desembarazarse pronto de su pasajera, dejándola en la costa.

Mayli, como se propusiera, telegrafió al testaferro. Según esperaba, llegó respuesta a las pocas horas. El testaferro decía que había reservado a Mayli asiento especial en el tren y que enviaría su propio coche a buscarla. Le otorgaba desde luego su protección. Firmaba francamente como jefe supremo del país. Ella sonrió recordando el rostro fofo de aquel hombre.

Pasaron dos días sin que Mayli pareciese, en donde estaba, otra cosa que una joven apuesta y orgullosa, abundante de dinero. Iba y venía sola, compraba ropas y perlas y, si veía algo desagradable en aquella ciudad costera, no decía nada a los extranjeros con quienes hablaba. Había ruinas en muchos sitios, se veían muchos menesterosos y gentes sin hogar, y estos infelices no sólo eran chinos, sino de otros países también. Se hallaban caras de blancos, hambrientos, de desesperados y exiliados judíos que iban a buscar cobijo en aquel triste lugar. Medio mundo estaba arruinado y sin casa. Pero esta grande y rica ciudad había pertenecido a China y no tenía por qué haber sido ocupada. Sola, sin conocer a nadie y negándose a corresponder a las miradas amistosas de quienes parecían deseosos de saber quién era, Mayli meditaba en lo que veía, sintiendo crecer la rabia de su corazón contra el enemigo.

—Me siento muy solo —dijo el testaferro.

Y Mayli se preguntó si se inclinaría más hacia ella y quizá hasta le tocaría la mano. Desde que él la viera la última vez, Mayli se había convertido en una mujer. Con una mirada hizo comprender al hombre que debía prescindir de familiaridades. Él se recostó en su asiento y depositó la taza en la mano.

—Naturalmente que está solo —respondió ella con cama—. Lo que ha hecho le ha aislado.

Hablaban en inglés, que los dos conocían igualmente bien.

La faz floja y no fea del hombre buscó la aprobación de Mayli.

—Pero usted me comprende, ¿verdad? No soy un traidor, sino un realista. Si reconocemos la verdad de que el enemigo ha ocupado la mitad de nuestro país veremos que la sola esperanza para el futuro está en colaborar con los vencedores. Además, obro de un modo típicamente chino. A lo largo de toda la historia hemos aparentado ceder, mas al cabo nuestros vencedores han perecido y hemos gobernado nosotros.

—Entonces éramos más fuertes que nuestros vencedores —dijo ella—. ¿Lo somos ahora?

Y no agregó que, cuando había comido con los altos jefes enemigos, había quedado horrorizada por la expresión de sombría y concertada fuerza de sus rostros, expresión harto distinta de la blanca y conciliadora del testaferro.

Éste no contestó. Alguien había entrado en el cuarto y el testaferro se volvió con súbito enojo, porque había ordenado que nadie le interrumpiera mientras departía con su invitada. Pero viendo quién entraba se calmó.

—¡Hola, Wu Lien! —Y dijo a Mayli—: Es mi secretario, un hombre muy fiel y que me comprende.

Todo se facilitaba —pensó Mayli—, puesto que aquel cuñado de Pansiao ocupaba tal cargo entre los enemigos.

Wu Lien se inclinó, sin mirar a la cara de la hermosa joven. Su padre, acostumbrado a vender géneros a las damas ricas, le había enseñado a tratarlas cortésmente. Luego expuso a su jefe:

—Señor, siento molestarle, pero hay malas noticias.

El testaferro salió y Mayli quedó sola. No tardó el hombre en volver, conturbada la faz.

—Excúseme —dijo—, pero ha ocurrido una cosa tremenda. Ha bajado de la sierra una partida de guerrilleros y ha exterminado a la guarnición que había al pie de los montes. No ha quedado ni un soldado.

—¿Y tiene usted que disculparse por ello?

—Es natural. Y sabe que yo no tengo la culpa del salvajismo de mis compatriotas, pero pago las consecuencias.

Se volvió a Wu Lien, que le seguía, y mandó, deseoso de librarse de su invitada:

—Lleve a esta señorita al dormitorio de respeto.

Wu Lien, inclinándose, esperó que Mayli le siguiera.

—Buenas noches —dijo el testaferro a Mayli—. Mañana procuraremos ofrecerle alguna diversión.

Ya sola, Mayli preguntó a Wu Lien:

—¿Me será posible pasear por la ciudad mañana?

—Con escolta, sí.

—¿Y por los alrededores?

—Con escolta, sí —repitió Wu Lien.

—¿Son necesarios soldados? —dijo ella.

La faz de Wu aparecía inexpresiva como una piedra. Mayli añadió:

—Comprenda que me es duro que me acompañen soldados enemigos. En esta ciudad nacimos mi madre y yo.

La faz de él seguía inmutable. Mayli insistió:

—Quisiera visitar la tumba de mi madre.

Sin duda el hombre comprendería que ello era cosa necesaria. Wu Lien asintió:

—Procuraré acompañarla yo mismo —dijo— y dejaremos a la escolta a distancia.

Mayli no había mentido. Sabía que su madre estaba enterrada en el lugar reservado a las de su religión, aunque ignoraba dónde. Sin embargo, si oía mencionar la aldea en la que el cementerio musulmán se encontraba, era probable que ella recordase el nombre.

—¿Cómo puedo agradecerle…? —empezó.

Se separaron, porque estaban a la puerta del aposento de Mayli. Eran estancias ricas y cómodas y a ella le agradaron, aunque fuesen del enemigo. Durmió bien.

Cuando una tiene un plan, ¿no es fácil seguirlo? Mayli salió de su alcoba al siguiente día, y su anfitrión, haciéndose cargo del deseo de la joven respecto a visitar la tumba materna, llamó a Wu Lien para ver de averiguar el lugar de entierro de los musulmanes. Wu Lien repuso:

—Llamemos a mi mujer, que conoce los contornos, en los cuales aún vive su familia. Ella sabe mejor que yo los nombres de las aldeas.

Entró la esposa de Wu Lien y en el acto Mayli la reconoció como hermana de Pansiao, porque ambas se parecían, aunque el rostro de la mayor era más estúpido y menos lindo que el de la jovencita. La mujer de Wu Lien meditó un rato y dijo:

—Ese cementerio debe de estar a occidente de la aldea de mi padre, porque por esa parte no hay otro lugar donde se sepulte a los musulmanes.

Se volvió a su marido, añadiendo:

—¿Por qué no te acompaño con los niños? Así, mientras tu vas con esa mujer, yo podré ir a ver a mis padres.

Con esta sencillez se hicieron las cosas, por designio del cielo.