Capítulo XVI

En su estancia de la cueva, Pansiao examinaba la carta de Jade.

Leía con dificultad, mas ello le resultaba tan nuevo, que seguía experimentando orgullo en todas sus lecturas. A dos mil millas de allí, Jade había escrito la misiva, que llegaba por aire, mar y tierra, pasando por muchas manos. Y era un milagro que esto ocurriese en medio de fuegos, inundaciones y guerras. Cuando la carta llegó a Pansiao había vuelto el invierno y en las cuevas hacia frío. El agua, filtrándose por las rocas, se hubiera helado de no estar encendida la hoguera en el suelo pedregoso de la gruta. Un agujero en el techo de roca daba salida al humo, pero cuando se abría la puerta el aire desviaba el humo del orificio y, en consecuencia, todo el lugar tenía un olor humoso. Pero Pansiao no lo notaba. En la cocina de su casa, el viento del Noroeste, frecuentemente en invierno, hacia volver hacia abajo los humos de la chimenea. Esto sucedía desde tiempos de los antepasados de la familia y ésta, sabedora de que los vientos los envía el cielo, soportaba el humo.

Pansiao, cuando hubo leído, plegó cuidadosamente la carta. El papel era frágil y delgado, pero escaseaba tanto que nadie hubiera pensado en tirar un solo pliego. Y éste ¡qué obligación tan pesada imponía a la joven!

«¿Cómo puedo encontrar una mujer para un hermano…, y precisamente para ése?», pensaba.

Porque Pansiao era la única de la familia que sabía distinguir las diferencias internas entre los diversos miembros de la casa, y eso lo entendía mejor que su propia madre. Durante largos días pasados ante el telar, ¿en qué iba a pensar sino en su casa, que era el único lugar que conocía? En consecuencia, reflexionaba minuciosamente en todos sus deudos, y en particular en sus hermanos, porque siempre había lamentado nacer hija y no hijo. Desde muy niña había podido observar que las puertas de una casa, incluso las de Ling Tan, estaban abiertas a los hombres, y las paredes cerradas en torno a las mujeres. Ahora se hallaba libre a causa de los azares de la guerra, y era la única de la familia que vivía en tierra no ocupada e incluso lejos del alcance de los barcos voladores enemigos. ¿Alguna de sus compañeras hubiera deseado acaso perder tal libertad?

Puso la carta en su pecho y se volvió. Había en la cueva otras doce muchachas que allí tenían sus lechos. A aquella hora cada una podía hacer lo que gustaba, y unas leían, hablaban otras, feas y bonitas, cuidadosas y descuidadas, altas y bajas, y en ninguna veía Pansiao una adecuada mujer para su hermano. Empero eran ésas las que conocía, y si no podía elegir entre ellas, ¿cómo elegida entre las otras cien a quienes no trataba más que en las horas de clase o cuando comían juntas en la sala central? ¡Pesada tarea le encomendaba su padre! ¡Una diosa! Ella no había visto diosas aquí.

Sonó un tañido entre las rocas y todas las alumnas, en desorden, gritando, riendo y empujándose fueron a la cueva en que sus profesores las esperaban.

Allí se reunían las ciento doce alumnas. No había asientos y todas se acomodaban en tierra, sobre montones de paja, como los sacerdotes budistas hacen para librar sus piernas de frío de las baldosas en que oran. Pansiao, mirando las caras de las muchachas, no vio ninguna diosa. Y aquel día no atendió las lecciones de la profesora.

Durante varios días, hiciera lo que hiciera, siempre pensaba en el encargo recibido. No se atrevía a escribir negándose a obedecer a su padre, ni a decir que obedecería Tras mucha perplejidad y duda, acordó que antes de reflexionar sobre la muchacha debía reflexionar sobre su hermano, evocando cuanto conocía de él. Y cuando sus memorias se hubieran concentrado de modo que le pareciese verle ante ella vivo, ella mirada a las alumnas para hallar la que se parecía más a Lao San.

Por tanto, en sus horas libres, y a veces incluso en clase, recordaba el esbelto mocito que fuera su hermano. Sabía de él cosas que desconocían los demás de la casa porque, siendo la única menor que Lao San en la familia, él había descargado en ella pequeñas venganzas y secretas crueldades Cuando ambos eran niños. Si Ling Tan reprendía a su hijo pequeño y éste, como hijo, no replicaba, Pansiao procuraba alejarse de él para evitar que luego le oprimiese con los dedos la blanca piel de los sobacos, acercándole su hermano el rostro y haciéndola quejarse y preguntarle: «¿Qué te he hecho?». A lo cual no contestaba nunca.

«Claro que entonces era un niño —reflexionó Pansiao, en la bondad de su corazón—. Pero no cabe tener una mujer demasiado modosa, como yo. A mi no me gustaría un marido así».

Otras veces él caía en sombríos silencios, sin que los mayores lo notasen, porque es natural que los pequeños callen. Ella le hablaba entonces, de hermano a hermano, y si él no le contestaba o le escupía y ella preguntaba: «¿Por qué estás enfadado?», él no respondía jamás. Y Pansiao se decía para sus adentros: «Su mujer ha de ser alegre y no como yo, que si veo a alguien triste cerca de mi entristezco en seguida».

Pero otras veces, Lao San era amable y bueno y empleaba medio día en hacer a su hermana una flauta con una rama de sauce, separando delicadamente la corteza y la madera y modelando tan bien la boca del instrumento que a ella no le costaba trabajo tocar una tonada. El muchacho lo hacía sin esperar recompensa, sólo por agradar a su hermana. Estos días los dos hablaban como nunca hablaban con nadie, ya que eran los más próximos en edad. En aquellas pláticas se había informado ella del ansia que tenía su hermano de abandonar la casa paterna e ir a ver los sitios que no conocía.

—¿Qué harías en lugares extraños? —preguntaba ella—. ¿Dónde dormirías por la noche y quién te daría de comer?

—Me es igual dormir en cualquier parte —contestó el muchacho—, y la comida puedo pedirla o robarla.

—¡Robarla! ¿Serías capaz de hacerlo?

—Si quisiera, sí.

Más aún ahora Pansiao no sabía juzgar si él hablaba así por jactancia o impelido por su naturaleza.

«Su mujer —pensaba la joven— ha de ser tan lista que sepa cuándo él miente o no. Y no lo sabría nunca».

Y había de ser bella también la que escogiese, porque todos saben que es malo que el hombre tenga más hermosura que la mujer, y a más hermosura del marido mayor hermosura ha de tener la esposa.

Reflexionando así, ¿obraba como si amase o como si aborreciera a su hermano? Las dos cosas quizá, porque él era a la vez amable y aborrecible. Quizá cualquier mujer que se buscara se encontrase en el mismo caso, y sería menester que en ella se contrapesasen bien el amor y el odio, para que el uno no matase al otro.

Hasta aquí llegaba Pansiao en sus meditaciones y casi iba alcanzando la conclusión de que la mujer buscada debía ser más fuerte que su hermano, o de lo contrario sobrevendría algún mal.

Pero era obvio que entre las ciento doce alumnas no había ninguna como se necesitaba.

Y, sin embargo, se acercaba entonces a las montañas una mujer de quien Pansiao no había oído hablar nunca. Venía aquella mujer procedente de un país extranjero, sito a muchos miles de millas de distancia, y regresaba a su tierra natal, de la que no se acordaba en lo más mínimo. Años atrás su padre se la había llevado de allí, y sola con él —porque su madre había muerto— alcanzó la pubertad. Ahora contaba diecinueve años y había disputado con su padre, hasta tanto como él podía entregarse a una disputa. Él no deseaba que su hija abandonase el colegio y el hogar del extranjero en que tantos años habían vivido los dos en seguridad, para retomar en momentos difíciles a la patria de que vinieran años antes.

No sentía aquel hombre ningún deseo de volver a su país, porque éste para él se unía al recuerdo de su bella esposa, muerta en su primer parto. Ella descendía de una familia musulmana, y la mezcla de sangre árabe le había dado arqueamiento a las cejas, delicadeza a la nariz, un oscuro brillo a los ojos y una estatura superior a la usual en las mujeres. Él la había amado precisamente por todo aquello, y en un instante la había perdido, quedando solo con una niñita pequeña y llorona. El viudo llamó a la niña Mayli, como su madre, y aceptó en el extranjero un puesto que venía rehusando dos años seguidos a causa de que su mujer se negaba a abandonar su provincia natal. Pero ya nunca dejaría la joven la ciudad en que había nacido, porque yacía enterrada, fuera de los muros, con sus antepasados; y él deseaba huir y no retornar. Llevaba, pues, en el extranjero tanto tiempo que ya esperaba morir allí. Sólo sus huesos serían enviados a la patria, para reposar junto a los de su mujer.

—No puedo vivir contenta aquí, sabiéndome segura, mientas la gente del océano oriental está conquistando nuestro país —había dicho Mayli a su padre—. Hablaba mal su idioma, pero desde hacía poco había resuelto acostumbrarse a hablarlo bien. Su padre comprendió que ello era uno de los muchos signos del propósito que la joven tenía de volver a su patria. También vio que dejaba de usar los vestidos extranjeros a que estaba acostumbrada, para ponerse los trajes estrechos y largos de las chinas modernas. El padre no decía nada ante aquellos cambios, mas no dejaba de verlos.

Una mañana, mientras terminaba el desayuno, en un momento en que no había sirvientes en la estancia, él, antes de contestar a su hija, hundió sus dedos delicados en un recipiente de plata.

—No sé lo que te figuras que vas a hacer si vuelves a China —dijo al fin, en inglés—. Los nuestros necesitan hombres, ingenieros y técnicos militares, pero no una mujer que aún no ha concluido su instrucción.

La joven, pensaba, era como su madre, y, sin embargo, había algo en ella —acaso por su residencia en el extranjero— que le hacia distinta del todo a la que, enterrada tanto tiempo atrás, seguía perviviendo en él al punto de que siempre le había hecho rechazar la idea de casarse y tener hijos. Ello, por otra parte, no era tan necesario en el extranjero como lo hubiese sido en la propia China.

—Ya encontraré algo que hacer —afirmó Mayli.

Sus grandes ojos negros relampaguearon de un modo que él conocía harto bien para que osase replicar. Discutir con ella habría sido esfuerzo inútil y él había desistido de hacerlo desde que la joven cumplió los catorce años. A partir de entonces ella había hecho literalmente lo que quería. Había veces en que Wei Mingying, primer secretario de la Embajada china en aquella ciudad extranjera, pasaba insomne la mitad de la noche, pensando en la imposibilidad de hacer de su hija una mujer casadera. Hasta cuando él podía observar, no había en ella ninguna condición de esposa. Wei se estremecía al pensar en un futuro yerno dirigiéndole algún día amargos reproches.

«Juro que no he podido evitarlo —imaginaba decir a aquel hombre—. Hice cuanto pude, pero ella, desde muy pronto, lo convirtió en imposible. Y no podía perder mi vida en un forcejeo estéril. Además, necesitaba ganar para ella y para su educación y no me quedaba tiempo para más».

Pero ningún yerno había aparecido aún. Mayli tenía enamorados, mas los rechazaba, y a esto el padre no tenía nada que objetar.

—Ya veo que quieres irte —suspiró Wei, antes de añadir, apelando a su última arma—: ¿Y me dejarás solo en un país extranjero?

Mayli rió harto estrepitosamente para ser una muchacha china. Habló, levantándose.

—Tuya es la culpa, papá. ¿No hay al menos tres señoras anhelosas de consolarte?

No podía recordar a su madre, y no ahorraba aquellas bromas a su progenitor. Él era un hombre muy apuesto, y su natural cortesía le llevaba a menudo más allá de lo que imaginaba. En la joven, cierta malicia ingénita se alegraba del fracaso de aquellas damas, engañadas tan inocentemente.

—Al menos dime cuándo te vas —se apresuró Wei a añadir. ¡Su hija sabía siempre más cosas de las que fueran menester!

Sólo era cuestión de semanas el que ella emprendiese el viaje por mar. No había existido dificultad alguna en encontrar el pasaje cuando la Embajada china supo que la muchacha lo deseaba. El padre sólo había ocultado a Mayli una cosa: que él no había permitido que se ofreciese cargo alguno a su hija en una zona de peligro. A ser posible, deseaba que la nombrasen profesora de una misión, para que viviese rodeada de medios rígidos y a la antigua. Por fortuna existía una escuela de muchachas en las altas sierras interiores del oeste de China, y a Mayli ir allí le había parecido muy romántico. Respecto a capacidad, se juzgaba apta para enseñar lo que fuera.

De este modo llegó una clara mañana a la escuela en que estaba Pansiao. El pequeño y desvencijado avión que la condujera aparecía cubierto de carámbanos de hielo. Merced a los arreglos hechos por su padre en la lejana ciudad extranjera, había sido viable conseguir aquel avión. A ella no le pareció más que muy natural que, al desembarcar del navío, el piloto del aeroplano estuviera esperándola. Mientras la conducía desde el aeródromo a la escuela de las montañas, el aviador indicó a la joven que tenía órdenes de volver a llevarla al punto de desembarco cuando quisiera, y le dio la dirección secreta en que podía buscarle.

—No volveré —rió ella.

—No obstante, quédese con la dirección y así yo habré cumplido con mi deber —dijo, presuroso, el piloto.

Le amedrentaba aquella mujer alta y antojadiza, siempre muy segura de lo que quería y de lo que no, y deseaba librarse de ella cuanto antes. Si, por ejemplo, se hubiera encaprichado de guiar el avión, ¿qué podía él haber hecho? Pero Mayli no se lo propuso. Permaneció inmóvil y silenciosa, agitado por el viento del Oeste su corto cabello negro. A mediodía, sacó un paquete y comió pan, carne y frutas en abundancia, sin ofrecer al piloto, que hubo de atenerse a su pescado y su arroz frío.

Sin embargo, al separarse ella abrió un bolso de piel extranjera que llevaba y entregó al hombre una cantidad de dinero tres veces mayor de la que había esperado. El piloto simpatizó, pues, más con la mujer que cuanto simpatizara hasta entonces. Se inclinó y bajó las montañas a pie, como las había subido, si bien Mayli fue transportada en una montañesca silla de bambú. Y el aviador se alejó, creyendo no volver a ver a su pasajera.

Mayli estaba encantada con la estancia que le dieron en las cuevas y que tenía una ventana al Mediodía. Las aberturas de las cuevas estaban cubiertas de tablas, formando puertas y ventanas. Desde la de Mayli se dominaba una perspectiva agreste sobre toda ponderación. Áridas montañas se sucedían como grandes oleadas de solemne música, grandiosas en su silencio.

Ante la ventana, abierta a pesar del frío mordiente, Mayli, abriendo los brazos, hizo un ademán que parecía falso y no lo era.

—¡Mío! —murmuró—. ¡Todo mío! He vuelto a vosotras, montañas de mi patria.

Luego recordó que sentía hambre y que la criada que la había llevado a la alcoba no olvidó indicarle que las clases acababan dentro de pocos minutos. Mayli debía visitar a la directora extranjera del colegio antes de comer. Se miró en un espejito de metal que había en la mesa. Se peinó el cabello, negro y recio, se pasó por la cara una toalla húmeda y se dio algo de polvos y carmín. Se puso en los labios la sombra de colorete que le convenía. No se tocó el vestido que era de oscura lana extranjera y el de más abrigo que tenía.

Por un tortuoso pasillo fue al lugar donde le manifestara la sirvienta que estaba la dirección. Abrió resueltamente la puerta y entró. A la mesa se sentaba una mujer corpulenta, insólitamente fea, de traza severa, pero no antipática.

—¿Es usted la señorita Freem?

Ésta, creyendo que la interpelaba una extranjera, alzó la vista, atónita. Freem era la única blanca que había en cientos de millas a la redonda, y ninguna de sus alumnas era capaz de hablar más de cuatro palabras en lengua ajena. Pero en cuanto la directora miró, comprendió con quién se las había.

«No me agrada esta mujer», pensó Mayli.

«Si no ando con cuidado, tendré complicaciones con esta moza de aspecto tan atrevido», reflexionó la directora.

Y así comenzaron su vida juntas.

En la estancia donde comían las alumnas, Pansiao, mirando a la nueva profesora, sintió instantáneo cariño hacia ella. La nueva maestra había entrado con la directora (a quien jamás Pansiao osara dirigir la palabra) y le hablaba con toda naturalidad. La muchacha, absorta, la miró.

Corría un cuchicheo entre las discípulas: «Es la profesora nueva». Todas se levantaron, como siempre que entraba la directora, sin sentarse hasta que ella lo hacía. Pero Pansiao, al levantarse, lo hizo pensando sobre todo en la maestra nueva. Todas contemplaban su color, su estatura, su naturalidad, sus rápidos movimientos de extranjera, el extranjero género de su vestido. Sin embargo, era de las suyas, porque tenía el cabello negro y la piel del mismo color que las chinas, aunque más claro. Pansiao quedó deslumbrada por la belleza de aquella mujer. Bajo la mesa de tabla enlazó sus manos, roídas de sabañones. Dentro de su corazón nacía un afecto dulce y cálido hacia la recién llegada.

Pensó con la simplicidad de que sólo era capaz un ser tan sencillo como ella: «El cielo me envía una esposa para mi hermano».

Al levantarse por las mañanas, Mayli miraba desde su ventana el país quebrado y agreste, de montañas que se extendían hasta perderse de vista. No había más huellas de hombres que un poblado en el valle, poblado que la mucha distancia hacía parecer, por lo pequeño, propio para ser contenido en una mano.

Tras mirar aquella amplitud, Mayli volvía a pensar en la trama de su vida, tan minuciosamente distribuida, tan huera de trascendencia real, y la miraba como si fuese una telaraña que la envolviera y ella sintiese deseo de desgarrar. Se decía, con ira: «He aquí que, en estos tiempos tan grandes para nuestro país, se enseña a las mujeres, exactamente lo mismo que si vivieran en alguna población provinciana de América». La impaciencia, pues, se había convertido para ella en cosa continua.

Una mañana, al llegar a la clase temprano, halló a Pansiao inclinada sobre un libro. La muchacha, murmurando para si, tenía contraído el rostro en la tensión del estudio.

—¿Qué estudias, niña? —preguntó Mayli con indiferencia.

No había aprendido aún a discernir bien los rostros, y juzgó que aquélla debía de ser una de las alumnas más jóvenes.

Pansiao, adrede, había ido temprano a clase. Si llegaba pronto era la primera en ver a la adorada profesora que le enseñaba el misterio de los números. Pero no osaba esperar la fortuna de hallarse sola con ella. Mirando sobre ella aquella faz hermosa, y oyendo la pregunta, Pansiao no acertó a contestar. Se limitó a enseñar el libro en que la directora le hacía aprender inglés.

—¡El viaje de Paul Revere! —exclamó Mayli con desdén—. Parece mentira… Pues si: ¡eso es! ¿Y tienes que aprenderte esto de memoria?

Pansiao asintió.

—Es muy difícil…

Y quedó confusa viendo que su querida maestra arrojaba el tomo al suelo.

—¡Qué locura! ¡Qué necedad! —gritó Mayli—. ¡Libros ñoños mientras nuestros guerrilleros luchan como héroes!

Sin entender las fieras exclamaciones inglesas de su profesora, Pansiao se inclinó a recoger el libro. Pero Mayli se lo impidió, pisoteando el tomo con sus pies no en exceso pequeños. Al fin, alzándolo, salió con él del cuarto, a grandes zancadas.

«La he enfadado —pensó Pansiao, temblorosa, sintiendo el corazón encogido y los ojos a punto de llorar—. La he enfadado, y es la cosa que lamento más que nada…», acabó disgustadísima de su ignorancia.

Mayli irrumpió en la oficina de la directora, sin ocuparse de que ésta leía entonces su pasaje matinal de la Biblia. La joven puso encima de la Biblia el volumen que quitara a Pansiao. El suelo de las cuevas estaba húmedo y la huella del pie de Mayli se advertía aún sobre la cubierta. La señorita Freem, echándose hacia atrás, miró a la joven. En un mes había discutido diez veces con ella. Ambas eran francas y sostenían con vigor opuestos puntos de vista sobre todas las cosas.

—Mire —dijo Mayli, sin el menor respeto para la autoridad de la otra—. He encontrado a una alumna aprendiéndose esto de memoria.

Afirmándose los lentes, la señorita Freem examinó el libro.

—Es la lección de inglés correspondiente a hoy —contestó—. Llevan ya quince días aprendiéndola y hoy la concluirán.

_¿Y por qué se les dan lecciones tan estúpidas? —preguntó Mayli—. En estos tiempos, con una guerra infinitamente mayor que nunca se haya visto, peleando como estamos por la libertad, ¿de qué sirve a una joven china aprender de memoria El viaje de Paul Revere?

La señorita Freem se sintió sorprendida y algo amedrentada. Había veces en que dudaba de que aquella mujer tuviera los sentidos cabales.

—Está en el programa —dijo con firmeza.

Mayli rompió a reír. Luego pensó que debía mostrarse sensata.

—Señorita —empezó—, ¿cree usted que necesitamos programas de escuela graduada americana en estos momentos? ¡Piense dónde estamos, señorita Freem! Dos mil millas dentro de China y en cuevas para escondernos de los invasores. Tenemos un puñado de muchachas chinas a las que educamos aquí no sé para qué, pero desde luego no para esto.

Rasgó el libro en pedazos y lo arrojó a la papelera.

La señorita Freem no se movió. Su padre le había enseñado desde la niñez a no perder la calma, diciéndole: «Anda con ojo, Elena, porque si te encolerizas con facilidad algún día matarás a alguien. Procura que Dios te libre de pecado».

Desde entonces la señorita Freem había sentido siempre temor, porque le constaba que su padre decía la verdad. A diario, pues, pedía a Dios que la librase de encolerizarse. Por ello tenía siempre en la mesa la misma Biblia que su progenitor le diera. Si sentía que la ira acudía a su cerebro, la directora ponía la mano encima de la Biblia. Lo mismo hizo ahora, aferrándose a las páginas en busca de auxilio. Cuando le pareció estar en condiciones de hablar, dijo con voz ronca y reprimida:

—Soy la directora de esta escuela y yo decido lo que las alumnas deben estudiar.

«Soy una necia», pensó Mayli. Se sentó frente a la directora y acercó mucho a ella su rostro bello e impetuoso. No sabía que nada asustaba y repelía tanto a la señorita Freem como un rostro hermoso cual el de la joven.

—Sólo decía… —empezó—. No pretendo discutirle sus atribuciones. Pero nosotros estamos luchando por la independencia, como su país luchó a su tiempo por la suya. Debemos enseñar a las muchachas los poemas y las canciones chinas y no hacerles cantar siempre himnos. Debemos entonar nuestras canciones, nuestras nuevas canciones.

Extendió su brazo, largo y fuerte, hacia la ventana, tras la que se veían escarpados montes.

—Comprenda el efecto que me hace venir en medio de esto y cantar…, ¿cantar qué? Cosas como Ven a mi, Señor, o Desde los glaciales montes groenlandeses… ¿No me entiende? —y rió.

La directora se incorporó para apartarse de aquel rostro enérgico, hermoso en demasía, lleno además de pasión, que era lo que más espantaba a la señorita. Freem. Dijo con solemnidad:

—Yo miro este sitio como un refugio que nos ha dado Dios.

—No necesitamos refugios —exclamó Mayli—. Estamos en plena guerra.

Se levantó también. Callaron. Se había elevado entre ambas una barrera. Mayli salió del cuarto y la directora recogió de la papelera el rasgado libro. Los libros eran valiosos ahora y cabía arreglar aquél.

Mayli, furiosa, regresaba, con fuertes pisadas, a la clase. «No puedo quedarme aquí y no me quedaré», murmuraba.

Olvidando que había una muchacha en el aula, entró allí, airada y rezongando. Luego divisó a la alumna sentada exactamente donde la había dejado, con el rostro pálido y medrosos los ojos.

—¿Qué te pasa? —preguntó Mayli.

—He hecho que se ofendiese usted —cuchicheó Pansiao, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Yo que hubiera muerto por no verla enfadarse conmigo!

Su adoración brillaba en ella como una luz, a través de sus lágrimas. Alargando una tímida mano, tocó el borde de la ropa de Mayli.

—¿Cómo te han dejado venir de tu casa, si eres una niña? —preguntó Mayli.

—Tengo casi dieciséis años, y eso no es ser una niña —respondió Pansiao—. He pasado tres años trabajando en el telar. Después vino el enemigo y mi padre me envió a este sitio.

Luego, con sencillez, narró a Mayli la historia de su familia de la aldea, sin omitir el caso de su cuñado Wu Lien, que se había pasado al enemigo y vivía en una rica mansión de la ciudad donde cometieron los invasores tantos males. Antes de que concluyese entraron otras muchachas y Mayli dijo:

—Quiero enterarme bien de eso, porque mi madre era de aquella ciudad. Esta noche ven a mi cuarto antes de acostarte, niña.

Pansiao, extática, asintió. Pasó el día como en medio de una niebla. Una o dos veces Mayli le sonrió. Entonces a Pansiao, sin que lo notase, se le cortaba la respiración y faltábale poco para desvanecerse.

«¿Es posible que esa niña haya sufrido tanto?», reflexionaba Mayli.

Todo el día recordó las palabras de Pansiao. Olvidó su pelea con la directora y le habló agradablemente. La directora pensó que Dios había oído sus plegarias y hecho cambiar a Mayli de pensamiento, y, amante como era de la paz, se congratuló. En cuanto Dios le señalase lo que convenía, pondríalo en práctica. «¡Dios, Señor! —rogó por la noche—. ¡Líbrame de esa muchacha!».

Mayli esperaba con interés a su visitante. Leía siempre cuantos periódicos podía, escuchaba por la noche la radio que había traído burlando las prohibiciones merced a su pasaporte diplomático, y aun así parecíale que Pansiao le había contado cosas de que ella no tenía idea.

Oyó una delicada tos en la puerta y dijo: «Pasa». Se abrió la puerta y Mayli, viendo a Pansiao, sonrió y la acogió con cordialidad.

—Siéntate aquí —le mandó acercando un escabel al fuego de carbón vegetal—. Hace frío, voy a darte un caramelo que he traído de fuera y que reservaba para alguna ocasión. La ocasión es ésta.

Pansiao se halló sentada en un escabel tapizado, junto a un fuego tal como no viera nunca, y sintió en su mano un caramelo cuadrado, que parecía de azúcar moreno.

—Es bueno —dijo Mayli—. Se hace con el jugo de un árbol extranjero.

Pansiao lo probó, lamiéndolo con la punta de la lengua y Mayli rió.

—Tu lengua es como la de un gatito —dijo.

Pansiao rió también. La voz de Mayli le sonaba como si viniese de muy lejos. Ofuscada de dicha, ebria de afecto, casi creía ver una aureola en torno a la cabeza de Mayli.

—Parece usted como Kwan-Yin —murmuró.

—¿Yo? No me conoces —exclamó Mayli, abriendo mucho sus grandes ojos—. ¡Lo que se reiría mi padre si te oyera! ¿No sabes que tengo muy mal carácter, niña?

—No puedo creerlo —susurró Pansiao.

Había olvidado el caramelo que tenía en la mano y miraba la hermosa cara de su profesora, enrojecida a la claridad del fuego.

Débilmente, sintiéndose fortalecida por su cariño, murmuró:

—Le suplico…, le suplico que se case con mi hermano.

De cuantas cosas pudiera esperar Mayli oír a la niña, aquélla era la última. Miró, boquiabierta, a Pansiao.

—¿Es posible que sea verdad lo que he entendido? —preguntó.

Pansiao, soltando el caramelo, cayó de rodillas.

—Con mi tercer hermano —dijo—. Es capitán de guerrilleros. Anda buscando una mujer como usted. Mi padre me ha escrito mandándome que le busque una mujer que le convenga porque en donde está el enemigo no las hay. Pero tampoco encontré ninguna aquí, porque ninguna es propia para mi hermano…, no siendo usted.

Y, temblorosa ante su propio atrevimiento, sacó del pecho la carta de Jade, que había traído en la esperanza de que las palabras escritas conseguirían lo que las habladas no.

Todavía incrédula, Mayli leyó la carta, mientras Pansiao, levantándose y sacudiéndose el polvo de las rodillas, se aplicaba a su caramelo y miraba a Mayli. En la boca roja y carnosa y en las rectas pestañas negras de la profesora se leyó primero risa, luego sorpresa, más tarde seriedad.

Alzó aquellas pestañas después de concluir la lectura. Plegó la carta y la devolvió, en silencio, a Pansiao.

«¿Es posible que esto suceda? —pensaba—. ¿Sería creíble si no lo hubiera visto? ¿Y qué contestaré a la niña?».

Pansiao, dejando de chupar el caramelo, esperó.

—Es una buena carta —dijo Mayli—, clara de escritura y sencilla de estilo. ¿Escribe lo mismo tu hermano?

—No sabe leer ni escribir.

—Pues ya comprenderás lo difícil que es que yo me case con un hombre que no sabe leer ni escribir, niña.

—Es muy listo —alegó Pansiao—, y no ha aprendido porque no creía que sirviera para nada. En nuestra aldea nadie sabe leer ni escribir, no siendo un primo nuestro, que es un tonto.

Miró con ansiedad el rostro de Mayli.

—Si usted quisiera, él aprendería. Y si usted le enseñara aprendería muy rápidamente.

—¿Cómo voy a casarme con un hombre al que no conozco? —opuso suavemente Mayli.

—¿Acaso alguna mujer conoce al hombre con quién se casa? —dijo, pasmada, Pansiao.

«Este mundo es muy distinto —pensó Mayli—, y, sin embargo, es el mío. De vivir yo siempre en él, habría contestado igual».

—Háblame de tu hermano —ordenó en voz alta.

Lo que la niña le decía era absurdo y risible, pero al cabo éste era su mundo y su país.

Pansiao le contó cuanto recordaba de su tercer hermano desde la niñez y, honradamente, habló también de su mal carácter y sus crueldades. Mayli rió. Luego Pansiao contó las hazañas de su hermano y Mayli atendió con gravedad. Tanto tiempo pasó antes de que Pansiao concluyera, que los rojos carbones se habían troncado ya en blandas y grises cenizas y la mitad de la noche había pasado sin que las dos jóvenes lo notaran. Estaban muy lejos de allí, viviendo cada una a su modo su propia vida y viendo a un mozo antojadizo y fuerte, ignorante, pero sumamente poderoso.

—Así es mi hermano —dijo Pansiao, al fin.

—Lo has descrito muy bien —contesto Mayli.

Advirtiendo que Pansiao la miraba esperando respuesta, movió la cabeza.

—Querida niña —dijo—, todo esto me parece muy extraño y como sacado de un libro. Ahora vete a acostarte. Pudiera verte la señorita Freem y se indignaría mucho si supiera que habías estado aquí.

Rozó la mejilla de la muchacha, la condujo a la puerta y vio que Pansiao seguía pidiéndole con los ojos lo que le habían prohibido decir con palabras.

—Buenas noches —se despidió Mayli—. Hoy soñaré muchas cosas.

Cuando Pansiao salió, todo pareció cambiado para Mayli. Hasta entonces aquel cuarto había sido como una parte del país de donde venía. Tenía aspecto extranjero, con un cojín aquí, una fotografía allá, un cuadrito sin marco acullá. Pero ahora dejaba de ser su cuarto para convertirse en una gruta monstruosa del país no ocupado. Cual potente sombra y fuerte fantasma, estaba allí un joven capitán guerrillero y ella no podía alejarlo. Se sentó junto a las cenizas de la lumbre y pensó en él y en todo lo que la rodeaba.

«Es lastimoso —se dijo— que un hombre así no tenga esperanza alguna de llegar a nada. ¿Sería más valiente si supiera leer? ¿Más audaz contra el enemigo?».

Recordando lo de la mañana rió y se dijo: «Quizá Paul Revere fuera también un hombre ignorante».

Se levantó, pareció sacudirse el encanto de aquel hombre al que no había visto nunca.

«¡Fuera romanticismos!», pensó.

Así decidida, fue a la ventana, la abrió y pasó largo rato ante ella. La luna, muy alta, derramaba luz sobre los estériles picos que, grises y torvos, sin un árbol, proyectaban unos sobre otros sus sombras negras. Era un paisaje incomparable en su grandeza, pero exigía mucho ánimo mirarlo sin sentir pavor. Mayli no temía. Contempló los montes, inmóvil, cerca de una hora.

«No pensemos tonterías», se dijo, yéndose al lecho.