Era difícil saber si todos —los guerrilleros, los viejos y los jóvenes— se hubieran mantenido año tras año firmes contra el enemigo. Pero, en cualquier caso, ahora que sabían que la lucha era mundial, se hallaban dispuestos a no ceder. No podían empeñar grandes batallas, sus actividades eran minúsculas y no cabía comparar el número de los enemigos que mataban con el de los que quedaban vivos. Pero aun así algo hacían, porque se adiestraban a vivir resistiendo, lo que vale más que morir resistiendo.
A menudo el alma de Ling Tan se sentía abrumada bajo la dificultad de los tiempos y bajo la maldad del enemigo, que no cejaba en su codicia y opresión. Tal opresión era la propia de esos hombres malos y ruines que sólo piensan en sí mismos y aplican el diminuto poder que tienen a enriquecerse y a esto sólo. Cuando llegó la cosecha de aquel año, Ling Tan hubo de dar el arroz al precio fijado, mientras el enemigo lo revendía con gran provecho.
De nuevo Ling Tan volvió a hacer matanza y comer su carne en secreto, pero sus cerdos fueron descubiertos dos veces, y en una con la mala fortuna de que la cerda acababa de parir y los enemigos cargaron con todo, sin que Ling Tan osara levantar la voz contra los hombrecillos que se llevaban sus animales. Tenazmente se procuró otro cerdo para sí. Luego había muchas contribuciones: sobre la tierra y el opio, sobre las semillas y la cosecha y sobre todo lo que se vendía. Ling Tan, recordando los impuestos antiguos, se maravillaba de que le hubieran parecido excesivos. Y unido a todo esto se hallaba el sentimiento constante de que quienes tiranizaban el país eran hombres sin derecho a estar en él. Incluso los bandidos parecían menos odiosos que los «diablos», porque al cabo no eran extranjeros.
A todas las calamidades, en efecto, se añadía la de aquellos desalmados que, manteniéndose lejos del enemigo, robaban y saqueaban cuanto podían. En ocasiones bajaban de noche a despojar a quienes se rumoreaba que tenían más que los otros, de modo que todo hombre honrado había de ocultar sus bienes al enemigo y contra los bandoleros.
Jade estaba embarazada por segunda vez, y Lao Er seguía haciendo de enlace entre el monte y la ciudad. Corría el riesgo de la vida, pero no había otro remedio, y todas las noches de aquel año, cuando Jade se despedía de él, no ignoraba que acaso lo veía por vez postrera. Mas ninguno de los dos lo decía.
—Sobre todo, no te expongas —le encarecía ella.
—No —prometía él.
Y los dos sabían que era falso. Porque, de no exponerse, no podría haber realizado su misión.
Lo que hacía Lao Er era relacionar los guerrilleros de los montes con quienes lo eran en la ciudad y contornos, aunque no abandonaran su trabajo de labriegos. De este modo parecían hacer planes de acuerdo. Siempre traía noticias y todo dependía de él. Era hábil en filtrarse entre el enemigo, ya como vendedor, pordiosero o anciano, disfraces que Jade le preparaba en casa. En las montañas veía a sus hermanos con frecuencia y servía de mediador entre ellos y la casa, procurando reconciliarlos.
Porque entre Ling Tan y sus hijos, los de los montes, había surgido una diferencia cuando él resolvió no matar a hombre alguno, aunque fuera enemigo.
—¿Qué pasaría si los demás hiciésemos igual? —dijo el hijo menor a Lao Er—. ¿Vamos a dejar que el enemigo mate y nosotros no? Me parece a mi que el padre se va volviendo viejo e inútil.
Ahora el hijo menor llevaba un uniforme como el de los soldados y no pensaba más que en la guerra y la muerte. En cambio, no sabía leer, y consideraba malos los libros y mala la cultura, y todo malo excepto el vigor de su brazo cuando empuñaba un fusil o una espada. Por entonces vivía en un templo de las montañas, el cual había convertido en fortaleza, y, con doscientos cincuenta jóvenes a los que mandaba hacía salidas contra pequeñas guarniciones enemigas y contra partidas de soldados que patrullaban o forrajeaban. Tal red de espías tenía el joven en toda la comarca que sabía pronto y cuándo se hallaba un grupo enemigo cerca de él, y en sabiéndolo, nada había capaz de hacerle estarse quieto.
Nada quedaba del esbelto muchacho a quien atropellaran los enemigos. Se había hecho aún más ato que entonces, había ganado carnes, huesos y músculos, tenía la piel bronceada y sus ojos brillaban siempre fieros e inquietos como los de un tigre. Si no tenía veinte mujeres era porque no quería. Las que él y los suyos rescataban a veces, y las que le invitaban a comer y estar en sus casas, y en suma, toda mujer de los alrededores, no le dejaban pasar nunca sin hacerle alguna seña. Las mujeres virtuosas lo efectuaban sin saberlo, y las desvergonzadas, a sabiendas.
Lo sufrido por aquel muchacho había retrasado su desarrollo viril, pero era, en fin, un hombre, y ahora, con sus diecinueve años, sentía los naturales deseos. Pero tantas mujeres le invitaban que las miraba con desprecio, y si bien de vez en cuando dormía con alguna, a ninguna consideraba digna de él. En su ánimo había hecho una imagen de cómo debía ser la mujer a la que no tuviese por mera compañera de lecho; pero ¿cómo encontrarla?
Había días en que su necesidad de mujer le tornaba intratable. Entonces, sus soldados le temían, y él sólo se tranquilizaba cuando surgía ocasión de un ataque. Entonces, si tenía suerte y mataba unos cuantos enemigos, recuperaba su jovialidad. Pero ello no siempre ocurría, y cuando pasaban días y días sin combatir, aquel mozo tenía un humor negro.
El undécimo mes de aquel año, Lao Er llegó a los montes a llevar noticias oídas de fuera, y el joven ayudante de su hermano le hizo seña de que pasase a una estancia del templo. El local estaba consagrado a Kwan-Yin, diosa de la Merced, sólo adorada por las mujeres, y en consecuencia solía hallarse vacío, porque pocas mujeres iban a la sazón a adorar. Al pie de la imagen de la diosa el ayudante dijo a Lao Er que el mal carácter del capitán les hacía sufrir.
—Por mi no me importaría —afirmaba el joven—, porque sé que tu hermano es malo de carácter, y no de corazón, y sé sortear sus arrebatos. Si levanta el pie, doy un salto; y si se inclina a coger una piedra, me encorvo.
—¿Hasta eso llega su mal genio?
—A veces, si, y se lo perdonamos, porque sabemos que lo que necesita es una mujer. Y la compañía me ha comisionado para pedirte que tu padre busque a nuestro jefe una buena mujer, con la que él se hará hombre completo y todos viviremos a gusto.
Lao Er, conteniendo la risa con trabajo, prometió acceder a lo pedido. Pero añadió:
—No tengo idea de qué clase de mujer pueda convenir a mi hermano.
—No es fácil elegir mujer para un hombre así —dijo el joven, con gravedad—. Ha de ser recia de cuerpo, que, sin ser como el suyo, lo soporte. Cuando él se arrebate, ella ha de estar serena, y cuando él se ensombrezca, ella debe estar radiante, y cuando él se ponga caprichoso ella ha de mostrar razón.
—Pocas mujeres hay tan prudentes —dijo Lao Er, acordándose de Jade y reflexionando que ni siquiera ella lo era tanto.
—Ya lo sé —contestó el otro, contrariado.
Ambos callaron un momento, ponderando las dificultades del caso, y luego el joven agregó:
—Por raro que parezca, el capitán viene aquí a veces y mira a esta diosa con el ceño fruncido.
—¿Si?
—Le hemos visto hacerlo y eso es lo que primero nos ha hecho barruntar que necesita una mujer.
—Hablaré con mi padre —dijo Lao Er—, le explicaré lo que me has hablado y veremos lo que nos reserva el porvenir.
El hombre, inclinándose, dejó solo a Lao Er. Éste se acerco a la diosa y la miró con fijeza por primera vez en su vida. No era frecuentador de templos, ni su padre tampoco, porque los hombres deben dejar esas cosas a las mujeres. Ling Sao andaba tan ocupada que no podía ir a los templos más de una vez al año, ni necesitaba ir como otras, puesto que tenía hijos en abundancia. En resumen, Lao Er no había ido a los templos muchas veces, ni siquiera de niño, ni, de ir, había adorado a las diosas que dan hijos, sino al dios que enriquece y fertiliza la tierra.
Se hallaba solo frente a la diosa Los pies menudos de la imagen se apoyaban en un dragón replegado sobre sí mismo, y la arcilla, los dorados y las pinturas daban a la estatua una belleza que la hacía parecer casi un ser viviente. Aquel antiguo constructor de ídolos, como hombre que era, había puesto en la diosa algo de eso que hace que las mujeres atraigan a los hombres. Ello se advertía en la curva suave de sus labios altivos; en sus ojos alargados y prometedores; en la rotundidad de sus formas, veladas por las ropas, pero no escondidas; en el pecho, cubierto, pero bien perfilado. Cuanto más miraba a la diosa, más creía mirar a una mujer.
En aquel momento sobrevino su hermano menor, que dijo con impaciencia:
—Te he buscado por todas partes y sólo por casualidad me ha dicho mi ayudante que estabas aquí. ¿Qué haces?
Lao Er, con un movimiento de barbilla, señaló a la diosa.
—Nunca la había visto tan de cerca —explicó.
—¡Arcilla! —exclamó su hermano—. Arcilla pintada como todas las mujeres.
Y miró a la diosa con juvenil desdén.
—Hay algo más en esta imagen —repuso Lao Er, queriendo, astutamente, hacer hablar a su hermano—. El hombre que hizo esta imagen debía de amarla.
El hermano contempló la estatua más de cerca, con el entrecejo arrugado, y dijo:
—No hay mujeres así.
—¿Has visto a todas las del mundo? —sonrió Lao Er.
—Nunca has visto una como ésta.
—Y si la hubiese, ¿te gustaría para esposa? —inquirió Lao Er, riendo—. Hagamos una apuesta: ¿a que si aparece una mujer así te casas con ella?
Examinando a su hermano le vio con una expresión tan conmovida, a pesar del intento del joven de mostrarse despectivo y enojado, que Lao Er rompió en carcajadas.
—No deseo mujer —dijo Lao San—. ¿Qué haría con ella cuando yo tuviese que salir a luchar?
—Dejarla en su casa —repuso Lao Er.
—Sí, y oírla llorar, y rogarme que no me fuera.
—Esta diosa no lloraría.
—No me gustan las bromas —se aclaró Lao San.
—Espera y verás si es broma —dijo el hermano mayor.
Y, comprendiendo que habían hablado bastante de aquello, salió con Lao San del cuarto y ya no trataron más que de la guerra.
A la noche siguiente, en casa, contó a su padre lo que dijera el ayudante de Lao San. Ling Sao y Jade, allí presentes, lo oyeron todo, y Ling Tan respondió:
—Tú lo tomas a broma, pero aquí hay algo grave.
Y les explicó lo conturbado que se sentía viendo que su hijo menor había aprendido a amar la muerte y la guerra y sabiendo que hombres así nunca dejan que haya paz en el mundo, porque la guerra brota de ellos como brotan las chispas de una mecha escondida.
—Tan afligido me siento —al adió, mirando a su alrededor—, que he reflexionado conmigo mismo y pensado que no me disgustaré si algún día me refieren la muerte de mi hijo menor, porque hombres tales deben morir como ellos hacen morir a prójimo. He visto otros como ése, hijo mío, y ninguno era buen esposo ni buen padre.
Marcó una pausa y acabó:
—No obstante, es mi hijo y no lo olvido.
—¿De qué modo encontraremos una mujer como Kwan-Yin, que es una diosa? —dijo Ling Sao, la cual, por estar su hijo menor tan lejos de cuanto ella conocía y comprendía, no se hallaba sorprendida, sino acongojada—. Nunca he hallado mujeres que sean como diosas.
—Sin duda ninguna lo es —intervino Jade—. Pero si encontramos una que a él se lo parezca, servirá igual.
Y rió, mirando a su marido, que correspondió con una sonrisa. La madre no rió, porque era cosa grave la elección de esposa para sus hijos.
—Cualquier mujer escasea bastante ahora —señaló—. Por aquí cerca no conozco jóvenes que no hayan sido atropelladas por el enemigo. Mi hijo no querría una de éstas por barata que costase.
—No —dijo enérgicamente Ling Tan.
—Pues entonces busquémosle una en la tierra libre —indicó Jade.
La idea era buena, pero ¿cómo ponerla en práctica?
Hacía muchos meses —cerca de un año— que no tenían noticias de Pansiao. Ling Sao se irritaba viendo que no podía ir a casarla o a traerla al hogar. Una vez había dicho:
—Bien está que viva allí en seguridad, pero ¿y luego? No siempre va a estar metida en una cueva aprendiendo a leer y escribir. Tendrá que comprometerse y hacer su vida de mujer.
—Conténtate por ahora con que esté fuera del alcance del enemigo —repuso Ling Tan, advirtiendo la causa del enojo de su mujer—. ¿Has olvidado a Orquídea?
Con esto Ling Sao calló, pero añoraba a su hija y ansiaba ver el modo de casarla bien, aun a distancia. Incluso estudiaba la forma de escribir una carta a alguien, para ver si Pansiao podía casarse en la tierra libre, porque, si una mujer no se casa, ¿para qué quiere vivir?
A la sazón, siempre con aquel pensamiento de casar a sus hijos —lo cual ella sabía ser su obligación y cosa sin la que no podría vivir tranquila—, Ling Sao se acordó de pronto de su hija y dijo:
—Podríamos escribir a Pansiao y ver lo que puede encontrar para su hermano en la tierra libre. Ella conoce a su hermano y la escuela está llena de mozas. ¿Qué más se puede pedir? Ella pensaría en el matrimonio al hablar de su hermano, y así iría preparándose para cuando pudiéramos arreglar lo suyo.
Los demás, de momento, sólo recordaban a Pansiao como una niña, plácida, sentada al telar. ¿Cabía encargarle cosa de tal enjundia? Además, no sabían adónde enviar la carta. Más de una vez había dicho Ling Sao a su marido que debía ir a preguntar a la mujer blanca cuál era el nombre del colegio de Pansiao y el lugar en que estaba. Él asentía siempre, mas siempre lo dilataba en medio de sus preocupaciones, ya que sabía que la muchacha estaba, el menos, a seguro. Ling Sao, ahora, volviéndose a él, gritó:
—¡Te he dicho y redicho que debías ir a ver a la mujer blanca y averiguar las señas de Pansiao! ¡Es muy doloroso no saber dónde está mi propia hija!
—No te acalores —repuso él—. Iré mañana.
Y lo hizo, encaminándose campo adelante hacia la vieja puerta del Agua, por la que penetró en la ciudad, llegando a los terrenos que rodeaban el edificio de la extranjera. La puerta estaba cerrada y él llamó y esperó largo rato, sin que le contestase más que un intenso silencio. Cogiendo una piedra golpeó la puerta sin parar. Al fin salió el viejo portero, pero muy medroso y abatido, y abrió lo suficiente para asomar la cara.
—¿Qué quieres? —preguntó a Ling Tan, a quien reconoció.
—Hablar con la mujer blanca —respondió Ling Tan, buscando en su faja una moneda que había puesto allí por si le era menester.
—¿Acaso el dinero puede hacerte llegar a ella? —dijo el portero—. ¿No sabes lo que ha pasado?
—¿Qué?
—La mujer blanca ha muerto —respondió el portero.
Ling Tan quedó pasmado. El hombre, saliendo, se sentó en la piedra que había junto al umbral, suspiró, se quitó su gorra de fieltro, se rascó la cabeza y volvió a cubrirse. Dijo con tristeza:
—Se mató ella misma. Y yo fui quien la encontró. Entré en la capilla temprano, de mañana, para abrir los ventanales, como siempre que había función religiosa. Ella estaba muerta ante el altar, ensangrentada… Se había cortado las muñecas y la sangre invadía toda la nave. Aún sigue allí la mancha, a pesar de lo que la hemos limpiado…
—¿Por qué hizo eso? —tartamudeó Ling Tan—. Estaba a seguro…, tenía comida…
El portero se secó los ojos con la manga.
—Y es bastante. Pero para ella no. Dejó una carta escrita en su idioma. Yo no sé leer, mas la virgen vieja sí. La muerta escribía a los de su país, al otro lado del mar. Y decía: «He fracasado».
—¿En qué? —dijo Ling Tan, sin comprender.
—¿Quién sabe lo que quiso expresar? Pero eso escribió.
Ling Tan permaneció silencioso, sentado en cuclillas para descansar, sintiendo a la vez piedad de la mujer blanca y preocupación por si mismo, porque, ¿cómo hallar ahora a su hija? Explicó su disgusto al portero, que contestó:
—Buscaré a nuestra virgen vieja, que sabe lo que yo ignoro. Ven y pregúntale.
Ling Tan cruzó la puerta y esperó mientras el otro se alejaba. A poco una mujer madura, flaca y con lentes como si fuera una intelectual, compareció allí. Oyendo la pregunta de Ling Tan, manifestó:
—Esa escuela está en las cuevas de una gran montaña en la tierra libre, y todas las alumnas están sanas y buenas, con otra mujer blanca que las dirige. No te preocupes por tu hija.
—Pero quiero enviarle una carta y necesito sus señas —dijo Ling Tan.
La mujer, arrancando una hoja de un libro que tenía bajo el brazo, escribió, maravillando a Ling Tan al ver que lo hacía tan fácilmente como un hombre. Le entregó el papel y se marchó. Ling Tan, doblando el papel en la faja, preguntó al portero:
—¿No hay en este sitio tan grande más que esa vieja virgen?
—Ella sola y unas pocas criadas —dijo el portero—. Y es cosa de ponerse a llorar al recordar los años que empleó la muerta en levantar esta casa y buscar discípulos en las provincias. Te juro que acudían desde todos los lados del horizonte. Esta escuela era muy famosa.
—Su ruina ha sido cosa de los «diablos» —comentó Ling Tan, mirando los amplios y abandonados jardines y los desiertos pabellones.
Ya en su casa, contó lo sucedido y Ling Sao deploró haber mostrado a la mujer blanca menos gratitud de la que le debía.
—Si hubiera sabido que iba a darse muerte, me hubiera portado mejor —dijo, contrariada.
Se quitó del cabello el hurgaoídos y se escarbó un rato las orejas, deplorando su poca amabilidad de entonces.
—¡Pobre extranjera! —exclamó al fin—. ¿Por qué vendría de tan lejos a hacer buenas obras? Ni siquiera ha podido ser sepultada en su tierra. No es nada conveniente eso de que las mujeres estudien mucho y no se casen. ¿En qué pueden acabar más que en monjas? Hay que escribir a Pansiao y apresurar el matrimonio de todos.
—Escríbele —mandó Ling Tan a Jade—, y dile lo que pasa y lo que sus padres quieren que haga.
Y añadió algo que nunca antes habría dicho:
—Explícale que su hermano necesita una mujer parecida a una diosa. No una mujer común. Escribe según mejor te parezca, niña, porque sabes decir esas cosas bastante bien, como se ve en lo que lees, y lo que cuentas, y los disfraces que planeas y todo lo demás. A menudo pienso que tú debías haber sido una de esas actrices que veíamos en las películas extranjeras antes de que cayese la ciudad.
Y enrojeció, porque no era natural que un hombre de su edad hablase tanto con su nuera y sobre tales cosas. Salió del cuarto, muy dignamente, y a sus espaldas Jade y Lao Er se miraron conteniendo la risa. ¡Cuánto se amaban el uno al otro cuando se veían reír!
Jade escribió la carta tan bien como supo, por amor a su marido, y como conocía a su joven cuñado, dijo en las hojas: «No escojas una tonta sólo porque tenga la cara bonita. Algún día Lao San sería capaz de matar a una mujer así, enojado con sus necedades. Tiene ahora muy pronta la mano. Ya no es un soñador como antes. Kwan-Yin no es una tonta».
Terminada la carta, la leyó a su marido, quien embromó a Jade, diciendo:
—Has escrito tan bien la carta, que casi me siento yo enamorado de la diosa. ¿No tienes celos?
Ella abrió los labios, los movió un par de instantes, y luego, inclinándose hacia él, le hizo burla sacando su roja lengua.
—No hay una mujer así —repuso.
Y él rió otra vez, encantado de su esposa.