Toda la aldea andaba agitada con la desaparición del primo tercero de Ling Tan y todos se preguntaban qué habría sido del pobre hombre. La mujer del viejo, como siempre, acusaba a Ling Tan de aquella ausencia y a diario iba a su casa, llorando, a instarle a que averiguara lo que había sido de su esposo y si estaba vivo o muerto. En el fondo, Ling Tan creía que su primo no volvía a casa por voluntad propia, pero ¿cómo decir eso a una mujer? Se limitaba a escucharla, a rascarse la cabeza y a pensar en los medios de encontrar al viejo en una ciudad donde a diario desaparecía gente sin que nadie se parase a hacer preguntas.
La mujer del primo temía que su marido, en sus idas y venidas a casa de Wu Lien, hubiera caído en manos enemigas. No osaba, por eso, presentarse a Wu, y menos decir a Ling Tan que ella y su esposo se ocupaban en llevar informes a Wu Lien. Pero pidió a Ling Tan que fuese a ver a Wu Lien o enviara a uno de sus hijos, a fin de obtener que Wu Lien intercediera por el viejo, si éste se hallaba preso, ante sus superiores.
—Mi marido tiene más años que tú —alegaba la mujer—, y todas las leyes familiares te obligan a hacer diligencias por él.
Ello era verdad. Ling Tan se aconsejó con su hijo segundo, quien le dijo:
—Yo iré. Hace tiempo que deseo hablar con Wu Lien y ver si le podemos emplear en algo.
—Temo por ti, si vas —señaló el padre.
Ling Sao quería impedir a su hijo aquella gestión, pero era imposible, porque Lao Er y Jade hacían siempre, aunque con cortesía lo que se les antojaba.
Así, un día del noveno mes, en otoño, el joven, por una vez sin disfraz fue atrevidamente a visitar a Wu Lien. En la puerta de la ciudad se presentó como hermano político de Wu Lien y entonces le llevaron a casa de su cuñado, donde le hicieron esperar en un cuarto. Mirando en tomo suyo se maravillaba y se decía.
«¡Qué rico es todo esto!».
Contemplaba la alfombra, las sillas tapizadas y otros objetos que nunca había visto. Pero aún resultaba más deslumbrante Wu Lien, vestido con una túnica de seda bordada ungidos los cabellos con aceites aromáticos y ostentando en la mano un anillo de oro.
—Muy elegante estás, cuñado —dijo Lao Er con sonrisa fría.
—No marcho mal —respondió Wu Lien, prescindiendo de atender las indirectas, cosa que había aprendido a efectuar hacía mucho.
Luego pregunto cortésmente por la familia de su mujer y esperó a ver lo que de él se deseaba.
Lao Er dijo que el primo tercero había desaparecido, y que su mujer no hacía más que hostigarlos, e inquirió si no podían practicarse averiguaciones. Wu Lien sonrió, se levantó, abrió una puerta para ver si alguien escuchaba y, volviendo, contó al oído de Lao Er toda la verdad del caso: que el primo tercero y su mujer habían sido espías de Wu Lien en la aldea, y que un día el primo había robado la caja parlante extranjera.
—También tengo mis espías en la ciudad —sonrió Wu Lien—, y no han tardado en encontrar al viejo.
Y explicó a Lao cómo vivía el primo.
Lao Er admiró la inteligencia de Wu Lien, el cual se había elevado tanto ante el enemigo que éste confiaba en él por entero, no obstante lo cual Wu Lien tenía su espionaje propio.
—Yo te juzgaba enemigo nuestro —repuso Lao Er— y ha habido ocasiones en que deseé tu muerte.
—No soy enemigo de nadie —respondió Wu Lien, con su clásica sonrisa plácida.
—¿Eres de los nuestros?
—Lo soy hasta donde el buen juicio lo permite en estos tiempos.
Luego dijo a Lao Er el lugar en que podía encontrar al primo, añadiendo:
—A esta hora estará embriagado de opio. Vete más tarde al local interior de «Casa de Té del Sauce», y le encontrarás.
Después mandó esperar a Lao Er mientras él avisaba a la familia, y ésta vino. La hermana de Lao Er había dado a luz su tercer hijo, una niña rolliza, y todos estaban tan gruesos y lucidos que Lao Er se maravilló.
—¿Te encuentras tan bien como lo parece? —interrogó a su hermana.
Ella, riendo, dijo que si. Luego se tornó grave y dijo que sólo le faltaba ver a sus padres de vez en cuando para vivir contenta.
—¿Y tú estás contento? —preguntó Lao Er a su cuñado.
—¿Quién está contento de todo en este mundo? —contestó Wu Lien, con su perpetua sonrisa.
Los niños hablaban a medias en su lengua y a medias en la enemiga. Lao Er salió, muy extrañado de que aquella gente fuese de su misma sangre.
No se encaminó a la casa de té, sino que, primero, por las calles más desviadas que conocía, retornó a su aldea. Allí dijo a su padre en secreto lo que contara Wu Lien. Ling Tan juzgó no haber oído tan singular caso. Pero el saber que el primo y su esposa habían sido espías de Wu Lien le hizo ponerse serio y pasar buen rato pellizcándose el labio y preguntándose cuánto habría averiguado Wu Lien y qué riesgos entrañaría. Interrogó con ahínco a su hijo, que respondió:
—Si ese hombre es sincero o falso, no puedo decirlo. Acaso sólo sea sincero consigo mismo. Si es así, no contará gran cosa a los enemigos, por si éstos alguna vez son arrojados al mar. Entonces podrá él justificarse diciendo que fingió traición sin sentirlo y por salvarse.
—¿Conoce lo de nuestra cueva?
—¿Qué se yo? ¿Ni cómo pude preguntárselo?
—Si lo conoce, tenemos nuestras vidas en sus manos —dijo Ling Tan.
Y maldijo a la mujer de su primo, y hasta pensó ir y asirla por la garganta y obligarla a confesar. Pero la prudencia se sobrepuso.
¿Qué sabía la mujer de lo que había dicho su esposo?
«Más valdrá no hablarle de esto —pensó Ling Tan—. Así, su temor de lo que sepa o no sepa me dará ascendiente sobre ella. Si mi primo está muerto, yo tendré que ocuparme de esta mujer y en tal caso me conviene gozar de poder sobre ella».
Y prescindió de momento de la esposa, aunque, si ya antes la había mirado mal, ahora la miraba mucho peor. Pero, en resumen, no era más que una mujer. La alejó de su pensamiento y dijo a Lao Er:
—Mañana iré contigo a oír a mi primo.
Al atardecer del siguiente día, sin decir a Ling Sao otra cosa sino que necesitaba hacer unas diligencias en la ciudad, Ling Tan y su segundo hijo cruzaron las puertas de la población y buscaron la Casa de Té del Sauce. En todas las calles se advertían cambios. El enemigo anunciaba por doquier sus mercancías consistentes principalmente en medicinas y cortesanas, al punto de que parecía que no tuviesen otra cosa que vender. Las «Píldoras de Salud» y el «Colirio Universitario» curaban, según el enemigo, todos los males. También se velan innúmeras casas de opio y burdeles. Se abrían nuevos establecimientos, servidos por diminutos mercaderes enemigos, y por las calles circulaban mujeres y niños del enemigo. Extrañó a Ling Tan que aquellas fieras tuviesen familia también, y reflexionó que, a su modo, las familias eran más peligrosas que los soldados, porque contra éstos podría mantenerse vivo el odio, pero ¿cómo mantenerlo cuando el enemigo trajese sus familias y estableciera hogares?
Un grandísimo mal existía entonces en las casas de té de la ciudad, y era que a los decentes camareros masculinos los sustituían audaces jovenzuelas. Cuando Ling Tan se sentó, una de ellas acudió a preguntar lo que deseaba. Él, primero, quiso hablarle, porque la presencia de la mujer era desazonante para un hombre honrado. Mas su hijo le cuchicheo que ahora en todas partes pasaba igual, y Ling Tan dijo:
—Mándala, entonces, que nos sirva té.
Ella, sonriendo con desprecio, les trajo dos cuencos y una jarra de té a un precio que escandalizó a Ling Tan, al punto de que apenas quiso beber.
—Con gusto no tomaría nada, si eso fuera posible —indicó a su hijo.
La mujer encogió sus delgados hombros, hizo un mohín con su boca pintada, y exclamó:
—Pues si esto te asusta viejo, ¿qué te parece esto?
Y sacó de su pecho una cajita de plata con un polvo blanco.
—Vale trescientos dólares de plata la onza —dijo con orgullo—, pero con un dólar diario comprarías bastante para darte placer y olvidar tus cuidados.
Y puso la caja ante ellos, medio a escondidas; mas Ling Tan fingió no ver ni entender nada, y entonces ella recogió la caja. Lao Er cuchicheó, cuando la mujer ser fue:
—Es una droga mala. Dicen que peor que el opio.
—No sé. Pero no lo creo —dijo Ling Tan.
Y miró a su alrededor, como si contemplara todo aquello con pasmo, aunque bien sabía él qué mala droga era aquélla. ¿Quién lo ignoraba? Hasta a los niños de las calles se les ofrecía, escondida en dulces hechos por el enemigo. Quien una vez la probaba no podía apaciguar su ansia de tomarla, porque era como fuego en las venas. Pero Ling Tan no quiso pensar en tal cosa. Se trataba sólo de uno de los males de los tiempos. Bebió su té lo más compuestamente que pudo y súpole muy amargo pensando que no se lo había servido un «diablo» extranjero, sino una mujer, compatriota suya, deshonrada por el enemigo.
La sala en que estaban había sido hermosa en sus tiempos, pero no lo era ya, porque el enemigo había arrancado las pinturas y los zócalos de las paredes, y el artesonado estaba ennegrecido por el fuego. Sólo quedaban suelos y muros, y mesas y bancos asaz ordinarios. Ling Tan y su hijo, desde un rincón de la parte trasera, miraban a su alrededor. En otras épocas, ellos no hubieran ido a un establecimiento tan bueno, al que no habrían concurrido entonces los labradores, pero ahora la general pobreza hacía parecer iguales a todos. Tomaron té, con precaución de no beber más cantidad de la pagada. Vieron que, de repente, se levantaba un hombre tras otro y se metían en un cuarto interior más pequeño. Hicieron lo mismo y, en unión de otros diez, vinieron a encontrarse en una estancia sin ventanas, que debió de ser antaño cocina a juzgar por las ruinas de un fogón de ladrillos. Fuera de ello sólo había unos bancos y una silla.
Ling Tan y su hijo procuraron disimularse entre los demás, porque Ling Tan había advertido:
—Aún no sé si me haré ver de mi primo o no. Decidiré cuando él aparezca.
A poco se abrió una puerta interna y angosta de la cocina, y por ella, a la luz de una vela puesta en un anaquel, vio salir Ling Tan a su primo. ¡Cuánto había cambiado en aquel intervalo! Había adquirido, sin duda en alguna tienda de viejo, una sucia túnica color de cereza y unas grandes gafas de asta. La túnica le quedaba muy ancha y el primo había enflaquecido mucho. Bastó su traza para que Ling Tan comprendiera que se había entregado al opio, ya que la madre del propio Ling Tan había tenido en tiempos aquel mismo aspecto. Ling Tan cuchicheó a su hijo:
—Ya sé dónde ha encontrado valor mi primo.
Hizo signo de fumar opio y Lao Er asintió.
No hablaron más y el primo no les vio. Se movió, haciendo ondular su ropa como gustan de hacer los intelectuales, y se sentó en la silla como un maestro ante sus discípulos. Les saludó, se tiró de la barbita y con voz solemne principió:
—Hoy, oyentes, hay de fuera noticias buenas y malas. Malas, porque nuestra capital del interior está siendo muy atacada por los barcos volantes del enemigo, y nuestros compatriotas se hallan exhaustos y sus casas incendiadas. Pero nuestro gran jefe es indomable, y aunque comparte la pena de todos, dice que hay que resistir hasta el fin.
Un murmullo corrió por los congregados.
—¿Dice cómo resistiremos? ¿Va fortaleciéndose nuestro ejército?
—Sin duda me dirán eso otro día —respondió el primo, alzando a techo los ojos y hablando en un majestuoso murmullo—. Las noticias de allende el mar son también buenas y malas. Aún no recibimos ayuda decidida y nuestros amigos no son todavía en definitiva nuestros amigos. Nos mandan dinero para que compremos alimentos y medicinas a los heridos, pero al enemigo le venden aceite y combustible que usan los barcos volantes que nos despedazan. En el Oeste, el enemigo occidental destruye las grandes ciudades del país Ying. Día tras día los moradores de la tierra Ying han de esconderse bajo tierra, y sus palacios se desploman y los muertos suben hasta el cielo.
Todos escuchaban, maravillándose y preguntándose de dónde podría el viejo sacar tantas cosas, y sintiéndose no obstante convencidos de que eran ciertas y anhelando oír otras. El primo, tosiendo, añadió:
—He reservado para el fin las peores nuevas. Se va a nombrar en la ciudad un jefe que será un testaferro del enemigo, pero que fingirá gobernar en nuestro nombre y al que habremos de obedecer. ¿Sabéis quién es? El que llamamos Tres Gotas de Agua Regia. ¿Tendrá energía para defendemos? Yo sé que es hombre llorón, pero puede llegar día en que todas las piedras de las montañas del Oeste no basten para llenar los mares de su arrepentimiento.
Un gran rumor se elevó entre los auditores.
—Sí —convino el primo—, es un grave mal. Mañana, a estas horas, sabré más noticias.
Cuando hubo dicho cuanto sabía, el primo se levantó, sacó un platillo de sus ropas, lo posó en la silla, y se volvió de espaldas a los concurrentes, para evitar la vergüenza. Los oyentes comprendieron que era hora de salir y dejar lugar a otro tumo, y así lo hicieron, depositando en el plato unas monedillas o lo que a cada uno le cuadró. Ling Tan y su hijo efectuaron lo mismo.
De regreso, Ling Tan se maravillaba de lo visto y oído, y reía de la ocurrencia de su primo, denostándole, además, por lo viejo pícaro.
—¡Qué bien se interrumpe, como un narrador de cuentos, en el momento en que tiene más despierta la curiosidad! ¡De todos modos, dejémosle seguir, porque parece más contento que nunca le haya visto yo! No diremos a nadie que lo sabemos. El cielo se vale, para sus fines, de la gente inútil.
Y Ling Tan pasó a pensar en lo que oyera de que iba a nombrarse en la ciudad un jefe testaferro, sacado de la propia gente vencida y bien conocido de ésta. Sintiendo el pecho oprimido de la indignación que le producía saber que aquel hombre, tan apuesto y tan débil, traicionaba a la nación, no pudo hablar en algunos instantes. Por otra parte, ¿sería una traición o se proponía el nuevo jefe alguna añagaza?
«¿Quién puede saber lo que hay en el fondo de un hombre?», reflexionaba Ling Tan.
En tomo a ellos se extendía la tierra, tierra buena aún a pesar de las muchas aldeas arruinadas o calcinadas. La gente andaba diseminada y nada se veía en aquel camino, que normalmente debía haber estado lleno de granjeros yendo a vender mercancías a la ciudad, de jumentos con sacos de arroz sobre el lomo, de buhoneros dirigiéndose a traficar a los poblados, de personas conducidas en sillas de manos. Era ahora excepcional ver algún campesino con canastas de productos. Mas, en fin, la tierra seguía allí y con el tiempo volvería a dar lo que diera, si no se la traicionaba también. Mirando el oscuro polvo que hollaban sus sandalias, dijo Ling Tan:
—Los hombres de la tierra no podemos traicionarla. Si los de arriba son malos, que nos traicionen, pero no traicionaremos nosotros a la tierra.
Lao Er no sabía bien en qué pensaba su padre; mas viendo su talante serio, repuso, cordial:
—¡Cierto que no la traicionaremos!
Cuando a la mañana siguiente fue la mujer del primo a preguntar, Ling Tan le mintió, diciéndole, con faz imperturbable:
—Mujer, es verdad lo que temías. Nunca más verás a tu hombre, pues ha muerto. Tente, por consiguiente, por viuda.
—¿Cómo murió y dónde están sus restos? —sollozó ella.
—No me lo preguntes —respondió Ling Tan—, porque no te lo diré. Y su cuerpo no hay modo de encontrarlo.
Calló la mujer y por primera vez en su vida la vio Ling Tan abrumada de disgusto y temor. Poco después ella se volvió a casa a reflexionar en su brete, porque, ¿hay algo peor que una mujer sola y sin un hombre? Temía que Ling Tan supiera que ella había sido espía de Wu Lien, y su temor crecía viendo que él no hablaba del caso, con lo que tenía la vida de la viuda en la misma palma de la mano. Al cabo de dos días, se sintió humillada hasta el fondo de su corazón y fue a Ling Tan y le dijo, rebajándose mucho:
—No me queda en este mundo más que tú ni puedo recurrir a otro.
—Ten la certeza —dijo él con cama— de que no te faltará de comer mientras yo tenga comida.
Ling Tan y su hijo guardaron el secreto, sin decirlo siquiera a Ling Sao. El encargarse de alimentar a una mujer más era un nuevo trabajo que Ling Tan realizaba contra el enemigo, porque ello dejaba al primo en libertad de desarrollar su propaganda.
Lao Er, empero, le contó a Jade todo, ya que confiaba en ella como en sí mismo. ¿No eran los dos uno solo? Jade rió con las nuevas de lo del primo, pero lo del testaferro la tomó grave. Calló buen rato después de aquellas malas noticias, y dijo al fin:
—Hombres como este testaferro son nuestros verdaderos y peores enemigos, porque se traicionan a sí mismos y con ello a nosotros. El enemigo exterior es como una enfermedad, pero esos testaferros demuestran que estamos débiles nosotros. ¿Y cómo puede luchar con la enfermedad el que está débil?
—Siendo más fuertes los que lo somos —respondió Lao Er.
—Has dicho verdad —convino ella, alzando la cabeza.
Y desde aquel día los dos se sintieron más resueltos contra el enemigo.