Capítulo XIII

Wu Lien escribía lo que el enemigo le dictaba. Empuñaba su pincel de pelo de camello, erecto entre su pulgar y los otros dedos, con el tercero y cuarto encorvados como las patas de un grillo. Cuando él terminaba sus escritos, el enemigo hacía imprimir muchos ejemplares de ellos en grandes caracteres y los fijaba en los muros de casas y templos.

El cuarto donde ahora se sentaba Wu Lien con un enemigo estaba lleno de muebles extranjeros robados en las casas de muchas gentes, sobre todo de gentes blancas. Había tres pianos, entre otras cosas, y en el suelo alfombras doradas y azules. Todo esperaba la ocasión de ser embalado y expedido al país del enemigo. En medio de aquellos lujos, Wu Lien se sentaba en perfecto silencio, mientras el enemigo leía, lenta y cuidadosamente, lo que Wu Lien debía transcribir. A cada momento el extranjero preguntaba:

—¿Ha escrito usted lo que le he dicho?

—Lo he escrito —respondía Wu Lien con suavidad.

—Escriba entonces.

Y Wu Lien escribía. En lo alto de la página. En descollantes y amplios caracteres, se leía: «¡Faro de Salvación! ¡El Nuevo Orden del Asia Oriental!». Bajo aquellas palabras se veía, en signos más diminutos: «Conciudadanos: Durante más de icen años hemos sufrido la opresión y encadenamiento de los pueblos blancos. En este período de más de un siglo, aunque hemos resistido con energía y hemos buscado oportunidades de librarnos del yugo y esclavitud de la raza blanca, no hemos obtenido resultado».

El enemigo se detuvo y preguntó:

—¿No es cierto, chino?

Era un hombre pequeño y adusto, y como tenía una estatura excepcionalmente baja, procuraba compensarlo con la fuerza de su aspecto. Cuando estaba solo solía volverse las cejas con un cepillo de dientes que llevaba en el bolsillo, y nunca dejaba su uniforme de capitán, aunque su única misión era dictar aquellos escritos que luego se fijaban en las paredes. Tales cartelones se firmaban con estas palabras: «Asociación del Gran Pueblo». Se fingía que no era el enemigo, sino el Gobierno vasallo que se había formado el que redactaba los manifiestos.

Wu Lien pareció sorprendido y, pincel en mano, inquirió con voz propiciatoria:

—¿Cierto qué, señor?

—¡Lo que acaba usted de escribir, necio! —gritó el enemigo.

—No me he fijado en lo que era —se excusó Wu Lien—, y debe usted dispensarme, señor, porque desde lo del envenenamiento tengo la cabeza algo ofuscada.

En realidad estaba pálido aún. Pero no deploraba la intoxicación, porque con ella había probado su lealtad a sus señores. De haber salido sano del festín, ¿no hubiese despertado sospechas? Jamás había visto hombres tan suspicaces como aquellos enemigos. Conocían el odio mortal que inspiraban, y así Wu Lien, con ellos, estaba en la situación de quien camina por una cuerda tendida sobre un abismo.

—Escriba —dijo el hombre con voz fuerte, mirando con los ojos Llameantes a Wu Lien.

«¿Por qué ha sucedido así? —siguió escribiendo Wu Lien—. Porque el país ha sido demasiado débil, deficiente en poder, carente de fuerzas».

El enemigo profería las palabras como truenos, sin que el rostro suave y pálido de Wu Lien se inmutase. Escribía murmurando las palabras para ayudarse, como cuando enumeraba las mercancías de su tienda.

—«Ahora —vociferaba el enemigo—, para gran fortuna nuestra, la marcha de los sucesos nos ofrece la oportunidad de valernos de la fuerza de una nación amiga que nos permitirá alcanzar el tan acariciado deseo y vengarnos de la raza blanca. Después seremos un pueblo libre por completo. Nuestro amigo el Japón, aunque tantos esfuerzos y sacrificios ha hecho en nuestro favor, no pide nada a cambio, sino sólo que nosotros establezcamos el Nuevo Orden en el Asia Oriental».

El diminuto enemigo sacó mucho el pecho, tosió y se atusó el corto y escaso bigote. Wu Lien, mirándole y esperando, pensaba «¿Cómo será que este hombrecillo tiene tan poco pelo? Siempre creí que los salvajes eran peludos».

—Escriba.

—Escribo —repuso con suavidad Wu Lien.

—«Este Nuevo Orden —dictó el enemigo (y en su satisfacción se incorporó, orgulloso de lo que había compuesto)—, este Nuevo Orden no tiene por objetivo únicamente nuestra salvación temporal, sino también, en verdad, nuestra redención eterna. A partir de ahora alcanzaremos libertad perdurable. ¡Conciudadanos: el Nuevo Orden del Asia Oriental es el Faro de Salvación para los cuatrocientos millones de habitantes que pueblan nuestro país!».

A este punto, el enemigo, admirado de sí mismo, aulló:

—¡Banzai, banzai!

—¿Pongo eso también? —investigó Wu Lien.

Al enemigo no le complujo aquella frialdad.

—Diga Banzai a oír esas nobles palabras.

Banzai —repuso Wu Lien con blandura, escribiendo el vocablo—. ¿Acaso así?

El enemigo le contempló con furia. Algo equívoco había en el escribiente, pero no sabía qué.

—¡No ponga banzai! —gritó—. ¿No tiene usted cabeza? ¡Éste es un documento para el pueblo!

Wu Lien borró la postrera palabra y, alzando el papel y soplándolo, dijo:

—¿Cómo firmo, señor?

—«Asociación del Gran Pueblo».

Wu Lien escribió el nombre de la inexistente sociedad. Levantándose, papel en mano, preguntó:

—¿Lo fijaremos en los sitios usuales?

—¡En todas partes! —vociferó el enemigo.

Wu Lien, inclinándose, salió. Sus pantuflas no hacían rumor alguno en los alfombrados corredores. Dio órdenes, con correcta dignidad, a sus subalternos, y luego, sintiéndose algo débil, se encaminó a sus habitaciones. Su mujer le esperaba. Desde el envenenamiento estaba alarmadísima, aunque Wu Lien celebrase el daño sufrido, que alejaba de él toda sospecha. La mujer le había preparado caldo de pollo, con una especie de musgo que era conocido por sus propiedades salutíferas para el intestino. Viendo llegar a su marido, la joven llenó de caldo una escudilla y se la tendió, sosteniéndola entre ambas manos. Como buena esposa que era, no habló mas hasta que él hubo bebido.

—¿Crees —dijo luego— que hacemos bien continuando en un lugar donde tu vida corre tales peligros?

—¿Hay algún lugar donde no los corra? —repuso él—. En estos tiempos hay que vivir hasta en la guarida de un tigre o un león. No hay mejores sitios.

Cerró los ojos mientras hablaba, se recostó y su mujer le dejó.

De allí a pocas horas salieron del edificio varios hombres con engrudo y largas brochas. Iban fijando por las paredes carteles con el texto que Wu Lien escribiera. Por doquiera se congregaban pequeños grupos, que parecían leer los manifiestos. Pero pocos los leían. Casi todos los circunstantes eran hambrientos que esperaban la ocasión de poder hundir una escudilla en el engrudo, llenarla y correr a apurar aquella fluida pasta tras de una esquina. La harina escaseaba mucho, porque el enemigo la había requisado, sin dejar nada apenas para el pueblo. Los pegadores de carteles no parecían reparar en cómo se consumía su engrudo, y cuando volvían a buscar más daban la excusa de que habían fijado muchos cartelones. Si ello resultaba inverosímil por el exceso de hojas que les quedaban, tirábanlas y la gente las cogía y las usaba como combustible. No obstante, era menester fijar cierto número de carteles para engañar a enemigo.

Ocurrió aquel día que el primo de Ling Tan vio fijar aquellos carteles en una esquina. Siempre que hallaba algún escrito en los muros iba a leerlo, en parte por complacencia propia y en parte porque le gustaba alardear de cultura leyéndolo en voz alta.

Poniéndose sus antiparras de aros de bronce se adelantó y en su voz más fuerte, con lentitud, principió a leer lo que Wu Lien escribiera. Pasmada de tanta instrucción, la turba guardó un curioso y respetuoso silencio hasta que se concluyó la lectura. Luego el primo se quitó los lentes.

Toda la multitud quedó aún más silenciosa cuando supo lo que el cartel decía, y el primo también calló. Nadie osaba reír ni decir lo que pensaba. Aquella gente que, libre antes, reía y hablaba en estas mismas calles alabando o censurando a su antojo a dioses y hombres, había aprendido ahora a moverse de un lugar a otro en agrio silencio. Lo mismo hizo el primo, pesaroso de haber leído aquel manifiesto, que sólo podía contribuir a acrecentar los rencores, cuando él no deseaba más que olvidarlo todo.

Aquel hombre, en días recientes, había hallado consuelo a su vida entregándose al opio. Ahora se dirigía a la mísera tenducha donde lo conseguía a poco precio. Dirigiéndose al Sur, cruzó tres calles más y penetró por una puerta baja que no se cerraba de día ni de noche. Una muchacha flaca, bizca y amarillenta, le condujo a un lecho de tablas cubierto de paja. Se tendió allí, apoyó la cabeza en la almohada de madera y esperó que la moza mezclase las drogas, las colocase en la pipa y la encendiese. Le colocó luego el extremo de la pipa entre los labios y él, aspirando profundamente el dulce humo, cerró los ojos. «¡Oh —pensaba—, y qué calma inmensa y honda!». Nada importaba quién gobernase fuera, porque nadie le gobernaba a él allí. Su cuerpo yacía como muerto y su alma erraba, lejos de todos sus males. Era libre.

Aquel hombre, cogido como entre dos piedras de amolar, tenía, sin embargo, a la sazón, algún dinero, más de lo que le conviniera, y por tanto era desgraciado. Por miedo a su mujer, se ocupaba en llevar sus mensajes a Wu Lien. Eran informes menudos y a veces inútiles, como por ejemplo que ella había visto algunos hombres, que sabía eran guerrilleros, camino del Oeste. Pero a veces también se avisaba de la llegada y escondite de los hijos de Ling Tan. Wu Lien pagaba estas noticias, y el primo las llevaba, aunque a veces se le ocurría si no debería omitir lo de los hijos de Ling Tan o decir Norte por Sur, y cosas semejantes. Mas al principio no se sentía con ánimo para nada. Ignoraba de qué vastos asuntos podían ser eslabones aquellas noticias, y temía ser torturado como sabía hacerlo el enemigo, arrancando ojos, sacando los extremos de los intestinos, cortando orejas, narices y manos derechas, con otras crueldades que la gente daba por usual.

—¡El Nuevo Orden! —murmuró el viejo mientras se adormecía.

La muchacha se inclinó para preguntarle qué decía. Pero él ya había perdido sus sentidos y no contestó. De allí a tres horas la moza le había de despertar, como siempre, y él, dándole una moneda pequeña, partiría. Soñoliento aún, iría a Wu Lien y le diría lo que recordara, y Wu le daría dos monedas, de las cuales él entregaría a su mujer una, escondiendo la otra. En los comienzos, había temido que alguna vez le descubriesen, pero, ya perdido el temor, no deseaba sino dinero bastante par ir al opio. Sólo ansiaba un poco más de dinero a fin de acudir donde vendiesen opio auténtico y no raeduras y sobras de pipas, que era lo que daban en esta fementida casa. No era él el único en consolarse con la droga. Siempre había multitud de gentes en las casas de opio, para consolarse de la pérdida de la libertad y los buenos tiempos, que no habían de retornar en toda la vida.

Nadie en la aldea notó lo que le pasaba al primo tercero de Ling Tan, porque nadie se ocupaba de él, teniéndole por un viejo de corto seso. Ling Tan le veía cada vez más flaco y macilento, mas todos iban quedándose así por la escasez de comida, sobre todo en este año en que las inundaciones habían arruinado las cosechas. Empero, Ling Tan no maldecía las inundaciones como otros años hubiera maldecido. Cierto que le costaban sufrir hambre y que había más riesgos en esconder las cosechas al ser poco abundosas, pero los platos rotos los pagaba el enemigo.

—Al fin, el cielo ayuda a la tierra —solía decir Ling Tan.

Cuanto pasaba en casa de Ling Tan, la mujer del primo lo sabía o lo adivinaba y daba de ello aviso a Wu Lien, mas éste se guardaba los informes para sí. Permanecía en aquel palacio de los enemigos, trabajaba y hablaba poco. El enemigo le tenía por hombre capaz de hacer cualquier cosa que le ordenaran, y le pagaban bien. Wu Lien iba ahorrando aquel dinero como se guardaba sus noticias, sin saber qué hacer con ambas cosas. Ni las daba a nadie, ni las utilizaba, ni gastaba consigo mismo y con su familia más de lo necesario. Sus hijos crecían entre aquellas paredes, jugando con niños enemigos y aprendían su idioma, y Wu Lien lo permitía y no los mandaba a la escuela. Amaba a su mujer moderadamente y a su manera, y la consolaba si la oía quejarse de no ver a sus padres, y le decía que cuando los tiempos fueran mejores habría reconciliación entre todos.

El reservado Wu Lien procuraba que nada en sus actos ni palabras denotase que tenía especial conocimiento de las cosas. Y lo tenía, empero, porque había una docena de hombres y mujeres que eran sus ojos y oídos por doquier y le informaban de todo. Así supo plenamente las atrocidades del enemigo, sus quemas de aldeas y su pillaje iguales a lo que hicieron en la ciudad, sin ignorar las actividades de los guerrilleros, de las que estaba en autos antes de que Ling Tan las conociese por sus hijos. Wu Lien, pues, se hallaba atiborrado de informes que al parecer no iba a usar jamás.

Wu Lien tenía sus propios conceptos de la lealtad. Si alguna vez la ciudad era arrebatada a los vencedores, él tornaría a ser quien había sido. Pero mientras estuviesen allí los enemigos él trabajaría de firme en lo que le parecía el bien de sus compatriotas, y se consolaba pensando que alguna vez haría quién sabe qué gran cosa para acreditar quién era. Entretanto ejecutaba pequeñas cosas de provecho para los suyos. Como el dinero con que pagaba a sus informantes era dinero enemigo y él tenía que justificar su inversión, redactaba largos escritos refiriendo hechos minúsculos, mas a la aldea de Ling Tan no la mencionaba siquiera, ni hablaba de las actuaciones de los guerrilleros, no siendo en distantes lugares donde sabía que no estaban los hijos de Ling Tan. De este modo procuraba salvar la sangre de la familia de su mujer, no sólo por ella, sino acordándose de que Ling Tan había dado sepulcral refugio a la madre de Wu Lien en días en que el cobijo era inseguro para todos.

La ciudad se hallaba como una isla en medio del mar. No llegaban noticias del mundo exterior. Nadie conocía la actuación de las tropas de la tierra libre y unos se preguntaban a otros si los ejércitos chinos volverían alguna vez. Nadie de los que antaño se habían quejado de sus propios soldados dejaba de añorarlos como buenos porque los comparaban a los crueles combatientes del océano Oriental, que se adueñaban de cuanto querían en los tenduchos, pagando con dinero extranjero carente de todo valor. A veces no daban eso siquiera; y además se apoderaban de mujeres honestas, aunque la ciudad pululase de cortesanas que acudían desde todas partes, sabedoras de que allí estaban los grandes jefes enemigos y muchos soldados.

Wu Lien tenía entre los invasores un amigo. No era militar, sino pintor, y había ido allí a buscar temas para sus cuadros. Esperando encontrar cosas buenas, sólo las encontraba malas. Con sus propios ojos veía cómo sus compatriotas mancillaban a las jóvenes e incluso a las viejas, y cómo evacuaban sus necesidades en presencia de gentes honradas a las que hubieran matado si protestasen, como no había dejado de ocurrir. Harto de tanta perversidad, un día el pintor, estando solo con Wu Lien, habló así.

—No puedo desahogarme con otros, pero a ti al menos quiero decirte que estoy avergonzado de lo que os hemos hecho. Y siento que el emperador no lo sepa, pero no lo puede saber porque nadie se atrevería a decírselo. Mas ¿qué el emperador? Todos mis compatriotas de las islas se avergonzarían si supiesen lo que sus hijos, padres, hermanos y maridos hacen aquí.

Wu Lien respondió con discreción y desde entonces empezó una sincera amistad entre los dos hombres. Wu Lien decía poco, el otro mucho, y por él averiguó Wu Lien que no sólo allí había guerra, sino en otras naciones y casi en todo el mundo.

—¿Cómo sabes tanto? —pregunto Wu Lien.

El pintor lo llevó a su habitación y le mostró una cierta cajita negra. Wu Lien había oído hablar de aquellos aparatos, pero no los había visto nunca. El hombre hizo girar dos clavijas, y de la caja salió una voz apagada.

—Escucha —dijo el pintor.

Wu Lien escuchó y entonces supo directamente por primera vez que existía guerra entre las naciones y que en las ciudades del mundo occidental caían bombas como en esta ciudad habían caído. ¡Cuán poco significaban las menudencias que Wu Lien averiguaba merced a sus confidentes cuando estaban ocurriendo cosas como aquéllas!

—¿Dónde podría yo comprar una de estas cajas? —preguntó a su amigo.

—Yo te traeré una —contestó él.

Y luego, hablando los dos, vino Wu Lien a informarse de la magnitud de la guerra. Dijo el japonés que la lucha de China no era más que parte de un todo, y que llegaría tiempo en que no quedaría una sola nación fuera de la contienda. Al afirmarlo, suspiró.

—Mis compatriotas se alegrarán de ello —expuso a Wu Lien—. Ven en ello una probabilidad de hacerse todos poderosos y ricos. Pero yo no quisiera esto. Me gustaría volver a mi población natal, que es un lugar tranquilo, a orillas del mar, y vivir con mi mujer, mis hijos y mis ancianos padres. No pido más.

—Es bastante —dijo Wu Lien.

—Demasiado para estos días —contestó tristemente el hombre.

Poco después el pintor dio a Wu Lien una de aquellas cajas. Wu Lien la puso en su habitación y en sus momentos desocupados, durante la noche, escuchaba la voz que de allí salía. Generalmente no había más que frases sin sentido, o música extranjera o palabrería, pero de vez en cuando brotaba de la caja la verdad. Entonces él atendía con avidez y se informaba de que lo mismo que en China pasaba en todas partes, y de que los pueblos extranjeros sufrían, y conocían el enojo de las naciones y la furia de sus jefes. Terminando aquello, se iba al lecho, sintiéndose ofuscado y tembloroso ante la magnitud de los tiempos que corrían.

—Malo es esto, todo muy malo… —balbuceaba.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó su mujer una noche—. Debe de ser esa sopa que tomaste. Ya me pareció que tenía un olorcillo…

Él se limitó a rezongar. ¿De qué servía decir a una mujer que el mundo estaba siendo destruido? Cada vez se encerraba más en sí mismo. Bien comprendía que, si la paz llegaba alguna vez, los hombres no se acordarían de ella sino como de un sueño lejano, y los jóvenes ni aun así, puesto que no habrían conocido la paz desde que nacieron.

Un día, mientras escuchaba —lo que hacía cada vez con más frecuencia—, llegó el viejo primo de Ling Tan y pregunto a Wu Lien qué era aquella caja. Wu Lien se lo explicó y luego, impelido por lo que acababa de oír, dijo al anciano que todo el mundo estaba en guerra. El primo quiso conocer cómo Wu Lien lo sabía, y Wu Lien le detalló el funcionamiento del aparato y le explicó cómo se manejaban las clavijas. En aquel momento no se oía más que música; pero aún así era un son placentero. Y una mala idea nació en el corazón del primo.

Éste no era lo necio que parecía, sino que había vivido siempre oprimido, primero bajo la tiranía de su madre y luego bajo la de su mujer. Además, su amor a la instrucción le había apartado de la gente inculta, con todo lo cual no pudo nunca probar a nadie su voluntad y su inteligencia. Pero ahora el opio lo llevó a hacer lo que él solo no hubiera hecho nunca. Desde que empezara a fumar opio y a ocultarlo, se sentía tan desesperado y en tal peligro, que cualquier otro riesgo más o menos no le amedrentaba, con tal de que le permitiera gozar del opio todos los días. Aquel hombre, que escondía la cabeza bajo el cobertor si oía un ratón en su cuarto, no había perdido su benignidad externa, pero en su interior era cada vez más osado. En las tiendas robaba lo que hallaba a mano y lo vendía, cogía y empeñaba las mejores ropas de su mujer y luego, cuando ella se quejaba de haber sido robada, él ponía cara de perfecta sorpresa. Cuanto el viejo reunía lo gastaba en opio. Muchos días mentía a su mujer afirmándole que Wu Lien no le había dado nada, cuando la verdad era que él lo había invertido en la droga. Fumaba antes de visitar a Wu Lien a fin de tener el valor de contarle mentiras si no había noticias, y después, con las dos monedas conseguidas, volvía a fumar. Con su avidez de opio crecía su audacia. Oyendo la caja parlante, se le ocurrió que, si él tuviese una, podría escucharla en un cuarto secreto, y después, en las casas de té, referir a la gente lo que había oído, a cambio, claro, de algún óbolo con que él podría satisfacer su vicio. Aquello que jamás se le hubiera ocurrido de hallarse en estado normal le parecía ahora, por lo llena de peligros que su vida estaba, y por el falso valor que sentía, cosa hacedera y fácil. Aquel día, mientras escuchaba, aprendió todo lo concerniente al aparato con doble celeridad que la usual que ponía en aprender cualquier cosa. En esto llamaron a Wu Lien, quien dijo:

—No me gusta dejarte solo aquí. El enemigo prohíbe que nosotros oigamos estos aparatos, y yo solo estoy seguro gracias a que vivo en esta casa. Pero podríamos los dos tener dificultades si alguien supiese que estás escuchando a solas.

—Déjame acabar de oír lo que hablan ahora y luego me iré —rogó el primo.

Wu Lien accedió y saló. En el acto el primo desenroscó unos hilos que, enrollados en una barra de metal, iban a dar al techo, ocultó la caja bajo su vasta túnica de intelectual, se rodeó los hilos a la cintura y marchó del cuarto tan secretamente como había entrado. Todos le conocían ya y le dejaron libre acceso y salida del edificio. Bien le constaba al primo que nunca más podría volver, ni a mirar a Wu Lien a la cara, pero no le importaba tampoco. Tenía una manera de ganar el dinero necesario para sus fines.

No obstante, le precisaba un cómplice en la ciudad. ¿Y quién lo podría ser? A casa no podía llevar la caja porque necesitaba engañar incluso a su mujer, haciéndole creer que él continuaba yendo a la ciudad a informar a Wu Lien. N había de decir a su esposa el dinero que él ganara. El viejo no conocía a nadie en la población. ¿Qué hacer? Su excitado cerebro pensó en la muchacha flaca de la tienda de opio. Ella estaba siempre ansiosa de dinero y él podría darle algo de lo que ganara. No le enseñaría a manejar el aparato; se limitaría a pedirle que se lo escondiese.

Fue, pues, al lugar de costumbre y cuando ella se inclinó a prepararle la pipa, el viejo le dijo en voz baja.

—¿Quieres ganar más dinero de lo que ganas?

—¿Cómo? ¿Vas a tomarme por amante? —se sorprendió ella.

—No, no. Tengo ya una mujer y me sobra —repuso él.

—¿Pues entonces…?

—Déjame fumar un poco, lo bastante para saciar el ansia que tengo, pero no para dormirme, y luego llévame a un sitio donde nadie nos oiga.

Así lo hizo la joven, y cuando él despertó del todo, se halló en un cuarto que no viera nunca, cuarto muy pobre, con un camastro de tablas, una mesa rota y dos bancos. Mas estaba limpio, y en la ventana, en una jaula de bambú, había un gordo pájaro amarillo. Fue el canto de aquel ave lo primero que el viejo oyó al recobrar el sentido. Creyó por un momento que era su caja, pero se llevó la mano al vientre y halló el aparato, cuadrado y duro, bajo sus ropas. Los picos de madera le lastimaban el estómago.

Reaccionó del todo y vio a la muchacha, que le sacudía.

—Despierta, despierta —le llamaba—. Es mucho más de medianoche.

Él, recobrando el sentido, preguntó dónde estaba, y la joven le dijo que en su propia habitación, situada tras el patio de la tienda de opio donde ella trabajaba. Cuando él tuvo aclaradas las ideas, sacó la caja y expuso su plan. Ella escuchaba, alargaba la cara hasta volverse estrecha como la palma de una mano. Cuanto más oía más se alargaba la cara y más iba persuadiéndose de lo que aquello podía significar.

—Has tenido un buen pensamiento, viejo tonto harto de libros que tú eres —le dijo—. Y no te ha faltado suerte hablándome a mí. Yo guardaré la caja en este cuarto, donde no entra nadie si no lo traigo yo.

Ya el hombre tenía la mente despejada y aún más que de costumbre. Puso la caja bajo el techo, para que no se viese, ajustó el alambre al enchufe de la luz, y buscó una barra de metal, mas no halló ninguna. Tras un rato de desconcierto, vio un agujero en la pared encalada y en él una viga metálica, porque la casa no era antigua, sino nueva y construida de prisa. A aquella viga fijó el hilo. Luego, con cautela, hizo girar las clavijas y la caja comenzó a hablar.

—Noticias que transmite hoy la tierra libre —dijo una voz.

Y habló de los bombardeos enemigos, y de que la gente se escondía en las cuevas de las montañas y añadió:

—Pero ya no somos los únicos en esto. También en los países occidentales la gente se esconde en cuevas bajo la tierra y el mismo enemigo los oprime. No cederemos…

El primo oyó un ruido extraño. Mirando hacia arriba vio que la joven flaca se había llevado las manos a la garganta, como si se ahogase.

—¿Qué te pasa? —preguntó el primo, cerrando la manija.

—¿Conque aún resisten los nuestros? —exclamó ella—. Yo creía que ya no resistiría ninguno.

—Todo lo que esta caja dice es cierto —afirmó el viejo, con orgullo.

—Entonces tenemos la fortuna en las manos, porque lo que esa caja habla es lo que la gente desea oír —manifestó la joven.

Durante unos cuantos días el primo contó cien mentiras a su mujer. Primero le explicó que Wu Lien deseaba que en lo sucesivo él acudiese de noche y no de día, y como el viejo llevaba a casa doble dinero que antes, asegurando que era por ir de noche, ella le creyó algún tiempo. Pero el primo cayó en su perdición en cuanto tuvo las manos llenas de dinero. Dejó de saborear los residuos que le servían en aquella mísera tienda, y acudía a lugares que le daban opio puro. Entonces empezó a experimentar sueños que no experimentara antes. Pronto llegó el día en que no regresó a casa, y luego vinieron otro y otro, y después, ya asustado, pensó: «¿Y por qué he de volver?». «¿Por qué he de verme sorprendido y oprimido por una mujer cuando puedo ser libre?».

Se maravilló de que no se le hubiera ocurrido ello antes, y a partir de entonces se quedó en la ciudad, durmiendo todo el día y levantándose por la noche para contar las noticias que oía en la caja. Nadie sabía quién era el viejo, porque él no dijo su nombre a nadie, ni siquiera a la joven delgada, que sólo le conocía como «el viejo fumador de opio, que es dueño de la caja». El primo no veía jamás caras conocidas y se sentía libre al fin.

De este modo el cielo utilizó a aquel hombre, por indigno que pudiera parecer. En la ciudad, donde apenas llegaban voces que hablaban de lo que ocurría en la tierra aún libre, pronto la nueva de las noticias dadas por la caja empezó a circular, y pronto se supo que en las regiones libres se resistía al enemigo. Entre la gente se hizo como una consigna la palabra: «Resistimos». «¿Resistimos?», se preguntaba en secreto unos a otros. «¡Resistimos!», se contestaba Y el valor extinto renació.

Como nada se decía con claridad en la ciudad ni en el campo, como toda noticia estaba prohibida y nada se anunciaba oficialmente, todo había de ser cuchicheado y todo adivinado o conjeturado. Pero ahora se preguntaba en secreto: «¿Siguen los nuestros conservando la tierra libre? ¿Seguiremos teniendo la esperanza?».

Así, antes de un mes se supo por doquier que había noticias en la ciudad, si bien nadie conocía que fuera el primo de Ling Tan el que las daba.

En la aldea, el primero en conocer que había noticias fue el segundo hijo de Ling Tan, quien a la sazón servía de enlace entre los guerrilleros y los que resistían en la ciudad y sus contornos. Empezó a decirse, de modo secreto y recatado —cuchicheantes los labios, atentos los ojos— que ahora se usaba, que medio mundo estaba en guerra y que en todas partes se sufría lo que en China.

Sin saberse por qué, tales informes resultaban consoladores. Sí: consolaba a todos el conocer que sus tribulaciones eran parte de una general tribulación, y que no las sufrían solos y olvidados. Se citaban los países aliados y se maldecía a los enemigos. Hombres que nunca habían oído nombrar a los alemanes, italianos y franceses, que apenas sabían que existiese el Canadá o el Brasil, que nunca habían visto a un americano ni a un inglés, ahora dividían a todos en amigos y enemigos, según estuviesen a lado de su país o contra él. Era, en todo caso, mejor comer las míseras vituallas que había cuando se tenía por cierto que otros en el mundo estaban sometidos a iguales privaciones.

Lao Er, en cuanto supo aquellas nuevas, las transmitió a su padre. Disfrazándose, el joven había ido aquel día a la ciudad so pretexto de vender legumbres, para oír lo que se contaba. Pronto vendió el joven cuanto tenía, por lo buscados que andaban los cestos de los labriegos, y quedó libre de su carga en cuanto cruzó las puertas, donde la guardia enemiga registraba a cuantos entraban y salían. Luego de vender, el joven fue a una casa de té y se sentó en una mesita en un rincón oscuro, para esconder su disfraz. Menos avispado que Jade, corría riesgo de mostrar sus piernas robustas o de desmentir, con el aspecto de sus brazos, si se arremangaba, su barba cana, sujeta con alambres a su nariz. Pero no osaba ir sin disfraz, porque el enemigo reclutaba a los jóvenes para que trabajasen, y a veces ni siquiera se escapaban los viejos. Pocos días antes un labrador, ya de edad, que fuera a la ciudad a vender raíces, se había cruzado con unos artilleros que arrastraban un gran cañón calle adelante. Le obligaron a que tirase de la parte más pesada del cañón y viéndole lento por el miedo y la edad, le quebraron el brazo derecho de tal modo que le asomó el hueso a través de la carne. Y ellos rieron. Lao Er, recordándolo, andaba con cautela y por eso eligió un asiento apartado. Mientras atendía intensamente, oyó que dos viejos hablaban de noticias. Reunió su valor y acercándose a ellos les dijo:

—Señores, soy un humilde labrador, pero los tiempos son malos y si aquí hay buenas noticias y se me cuentan, siempre podremos resistir mejor, sabiéndolas, en nuestro hogar.

Ellos, aunque remisos, dijeron que acaso llegara un día en que otros luchasen al lado de su país y contra enemigos mayores todavía. Y también añadieron que todos participarían en la paz común, luego de sacudir el yugo presente. Lao Er se enteró de todo y se fue a contarlo a su casa. Mientras cenaban, dijo:

—En la ciudad se rumorea que medio mundo está en guerra y que otros son oprimidos, como lo somos aquí Algunos débiles han cedido, pero los fuertes resisten como nosotros.

Ling Tan dejó el bocado a mitad de camino de su boca y las dos mujeres dejaron de mirar al niño.

—¿Tienen la culpa los mismos «diablos» de aquí? —preguntó Ling Tan.

—No son los «diablos» del océano oriental, mas de corazón son iguales.

—¿Y si la gente resiste también?

—Sí, pero no he oído más —repuso el joven.

—Es bastante —dijo Ling Tan.

De tal manera se animó el viejo, que le pareció posible continuar resistiendo siempre. Salió a la noche y, sintiendo la tierra bajo sus pies, pensó por vez primera en su vida: «Este valle no es el mundo, sino parte del mundo, y hay otros hombres como yo, cuyos rostros no he visto».

Y se sintió hondamente confortado. Ya no estaba solo. En lejanos países, hombres como él amaban la paz y anhelaban el bien.

«¡Ah, si pudiera verlos! —meditó—. ¡Si los pudiera conocer!».

Pero entonces se acordó de que su idioma sería distinto y no podría hablar con ellos. A continuación reflexionó: «Deseando lo mismo, no hace falta hablar para enterarse».

Y, pensando en quienes vivían al otro lado de la tierra, bajo sus pies, se dijo: «Acaso hay allí una casa como la mía y hombres como yo. Pues aunque no sean iguales lo son si sufren lo que sufrimos». E imaginó a un hombre, al extremo opuesto del mundo, forcejeando con el enemigo como él forcejeaba, y le pareció sentir que un poder enorme abarcaba el mundo, enlazándoles a aquel hombre y a él.

Recordó lo que Jade le dijera de que había sólo un sol y una luna para todos. Al principio había quedado sorprendido e incrédulo, pero ahora opinaba que pudiera ser verdad lo que ella decía, porque a la noche los hombres del otro lado podían tener el sol y de día la luna, y así el cielo estaba compartido por todos.

«Entonces también debemos compartir la tierra», se dijo.

No expuso a nadie tales pensamientos, que casi no lo eran, sino más bien movimientos de su espíritu, pero de todos modos le serenaron porque hacía mucho que no se hacía semejantes reflexiones. Toda su mente había estado ocupada en las miserias con que el enemigo les afligía y en el modo de vivir y salvarse, y esconder los alimentos, y arreglarse de modo que no fuera cogido y muerto. No había existido espacio en él para cosas mayores, y ahora, aunque todo siguiese siendo lo mismo y el mal no hubiera disminuido en nada, no obstante Ling Tan se sentía arrebatado a su pequeño valle y situado en el mundo.