La guerra clandestina no es como la franca, y entre las dos es la peor la primera. Durante todo el invierno, Ling Tan hubo de mantener la cara tranquila y los ojos permanentemente embobados, y a la par estar atento a toda ocasión de obtener una ventaja grande o pequeña. Mientras sus hijos y otros hombres iban y venían por la noche y usaban la cueva como arsenal, él tenía que fingir ser un labrador ignorante de todo ante los enemigos que viniesen a interrogar Y de fijo habían de venir, porque en la primavera empezaron a encontrarse tantos cadáveres enemigos en los caminos que los jefes de los vencedores se encolerizaron. Dentro de la ciudad, junto a los muros, solían hallarse centinelas muertos, aunque ¿cómo era ello posible con las puertas cerradas y con el muro de ochenta pies de altura?
Pero el hijo menor de Ling Tan y otros como él trepaban aquel muro muchas noches. Fijaban sus desnudos pies en los huecos de los viejos ladrillos, en las hiedras y en las raíces de los arbustos, y así subían a la almenada superficie, donde buscaban y disparaban sobre los centinelas enemigos. Luego se escondían otra vez entre la hiedra y esperaban que cesase el tumulto para volverse a los montes antes de alborear.
En ocasiones, los enemigos que iban a las aldeas a requisar víveres y géneros se hallaban rodeados por grupos de toscos y cándidos campesinos de ambos sexos, de donde salían pronto unos cuantos con pistolas y cuchillos. Eran muertos los enemigos hasta el último, porque si alguno quedase podría delatar el pueblo en que había ocurrido la agresión, y se sabía ya en la ciudad que muchos de los que de ella salían no podrían retornar después. Pero los lugareños no acometían a tontas y a locas sobre cuantos enemigos veían, sino que esperaban un signo de su jefe, y entonces obraban con diligencia.
En la cueva de Ling Tan había ahora ciertas extrañas armas, algunas nuevas y relucientes, con letras señalando su procedencia de países extranjeros, sin que faltasen otras tan antiguas que causaba pasmo pensar cuándo se habían hecho y empezado a usarse. Venían estos armamentos de las montañas; y entre los guerrilleros había muchos que pertenecían a generaciones de bandidos, que iban transmitiéndose sus útiles de combate bajo el mando de sus diferentes señores de la guerra. Ling Tan escogió para sí un arma muy singular, consistente en una especie de grueso garrote de madera que llevaba a su extremo cuatro cañones de hierro como cuatro dedos de una mano de hombre. Cada tubo tenía en la base un agujero por el que se ponía fuego a la pólvora. Era el arma tan sencilla, que cabía utilizar como proyectil cualquier cosa: trozos de hierro, clavos, goznes viejos y objetos semejantes. Un poco de algodón y cuatro minúsculas cargas de pólvora bastaban para hacer cuatro disparos. Las heridas que aquel artefacto producía eran muy nocivas.
Ling Tan estaba encargado en su pueblo de dar la señal de ataque al enemigo, y lo hacía siempre que era factible, sin engañarse nunca sobre la capacidad de sus compoblanos. Dos veces en el invierno y una en la primavera hubo ocasión de agredir, y en todas no escapó un solo enemigo que huyese y delatara a la aldea. Los jefes enemigos se enfurecían cada vez más, porque las bajas crecían, sobre todo en las aldeas montañosas, lejanas de la ciudad. ¿Cómo podían regir el campo si no osaban salir a él, y cómo iban a enviar una hueste cada vez que necesitasen una requisa? A mediados de verano, el enemigo diose a quemar aldeas donde eran encontrados guerrilleros, mas el pueblo de Ling Tan se salvó porque el enemigo no encontró allí hombre alguno de las guerrillas —aunque había varios escondidos en la cueva de Ling Tan—, y así, aunque se profirieron muchas amenazas, no se aplicó ninguna.
En cambio, varios poblados de los montes fueron quemados por las noches, con sus habitantes dentro de las casas, sin más razón que la de que el enemigo creía que en un pueblo de la sierra debía de haber guerrilleros serranos. Y, sin embargo, según contaban los hijos de Ling Tan, incluso en aquellos pueblos salían unos cuantos hombres y mujeres a cultivar la calcinada tierra, que aún era suya.
Tales crueldades forzosamente habían de cambiar los caracteres de la gente. En los viejos días de la libertad, los rostros de hombres y mujeres habían sido francos y prontos a la risa, y en todas las casas había voces alegres y animado charlar, y recio maldecir, y nadie había pensado en esconder nada a los demás.
Pero ahora las aldeas estaban silenciosas, los rostros adustos, y todo se debía a las privaciones que sufrían bajo el enemigo y al odio reconcentrado, que sólo con matanzas se podía exteriorizar. Tan secreta cólera y la constante búsqueda de modos de matar transformaban los ánimos, y Ling Tan sentía tal cambio en sí mismo.
El enemigo no conocía otro combustible de cocina que la leña, y por lo tanto cortaba los árboles, se llevaba las vigas de las casas y desgoznaba las puertas. Siempre que necesitaba madera, se hacía con ella doquiera que la veía.
Así, en aquella primavera cayó, con otros árboles, el viejo sauce a cuyo pie solían citarse Lao Er y Jade en los primeros años de su matrimonio. Cuando Lao Er lo vio, sintió el alma apenada y, volviendo junto a Jade, le dijo:
—Han talado nuestro árbol, corazón mío.
—¿Acaso han existido alguna vez —repuso ella, triste— aquellos buenos días en que nos citábamos bajo un árbol?
El primer mes de verano Llegó a la aldea una partida enemiga a buscar víveres. Aunque eran ocho o nueve enemigos, el ojo alerta de Ling Tan vio, bajo su aparente estupidez, que sólo cinco de los enemigos llevaban armas. Los aldeanos salieron a la cale, como de costumbre; y todos aquellos viejos y viejas escondían entre las ropas sus armas, en espera de la orden de Ling Tan. Hizo éste el signo, y los labriegos, precipitándose todos a una, exterminaron al enemigo, excepto uno, que quedó herido por el arma de cuatro cañones de Ling Tan. El herido, arrastrándose entre los bambúes, llegó al sur de la casa del mismo Ling Tan. Éste le seguía y el otro, incorporándose sobre manos y rodillas, como un perro, con cara suplicante y en voz que Ling Tan entendió, le dijo:
—Déjame vivir. Tengo mujer e hijos. Te los voy a enseñar.
Y buscó algo en su pecho. Pero Ling Tan descolgó de la cintura del caído el cuchillo que llevaba y se lo hundió en el vientre, sin preocuparse más que lo hubiera hecho al exterminar una serpiente o un zorro. El hombre le miró con ojos tristes y enturbiados, y expiró.
Ling Tan, que ya había matado enemigos tres veces antes que ésta contempló a hombre y se dijo:
«Este diablo no tiene cara de malo».
Recordó lo que el hombre le hablara y, antes de que la sangre manchara su pecho, buscó en él y sacó una cajita de seda. Abriéndola, halló dentro unas fotografías de una mujer muy bonita y de cuatro niños, de ocho a catorce años de edad. Ling Tan pensó que nunca más verían al hombre que era su esposo y padre.
Y entonces percibió Ling Tan cuán cambiado estaba pues que podía considerar aquello sin disgusto. No lo sentía, ni alegría tampoco. Lo hecho, hecho, y sin arrepentimientos; y si llegaba ocasión, haría lo mismo mañana.
Tan sensible tenía el corazón, que antes, cuando su mujer retorcía el cuello de algún pollo, había de efectuarlo detrás de la casa, para que su marido no lo viera. En cambio, ahora, Ling Tan pensaba «No me gusta matar, ni hallo placer en hacerlo; y, sin embargo, lo hago».
Se volvió a su casa, diciendo antes a los campesinos que estaban enterrando los cadáveres, que había otro entre los bambúes. Puso la cajita de seda en su alcoba. Realmente estaba cambiado… Aquella noche comió con apetito sin dársele nada de que un hombre a quien su mujer y sus hijos esperaban en otro país se hallase ya sepultado. No era el primero, y con frecuencia Ling Tan y los lugareños hacían bromas sobre si aquellos cuerpos enriquecerían la tierra o la echarían a perder. Todos habían cambiado, en verdad. Antes de que viniese el enemigo no se tenía noticia de que nadie matase a nadie en aquella aldea, excepto, si acaso, a alguna niña pequeña cuando en una familia había demasiadas; y esto cuando acababa de nacer y no había recibido aún el hálito de la vida. Mas ahora mataban enemigos como quien mata los parásitos de un gabán, sin preocuparse de ello.
«Cuando se hayan ido los “diablos”, ¿volveremos a ser lo que éramos?», se preguntaba Ling Tan. Y no hallaba respuesta. Ling Sao solía salir con su azada, como las demás mujeres del pueblo, y tras enterrar a los enemigos como quien entierra desechos de res, volvía a la colina y tomaba en brazos al niño. Jade empuñaba un arma y tiraba con tanta destreza como su marido. ¿Qué bebería el niño en la leche de su madre? Pero nadie estaba tan transformado como Ling Tan y sus tres hijos. Porque Ling Tan sabía que las mujeres son más duras que los hombres y más inclinadas a crueldades. Vierten sangre con el mal mensil, y la vierten asimismo cuando dan a luz, y por eso no la temen. En trueque, el hombre que vierte sangre sabe que se le va la vida con ella, y es más escrupuloso en derramarla. Mas si la derrama, esto le transforma y le cambia.
Ello sucedía así con el hijo mayor de Ling Tan. Era hombre de corazón blando y al principio mataba violentando su naturaleza. Pero ya se había modificado. Aquel hombre, que antes reía como un niño incluso siendo padre ya, ahora no reía nunca, sino que iba y venía de los montes, ejecutando su tarea de muerte con tanta naturalidad como antes cultivaba los campos.
Tan bien sabía aquel muchacho preparar una trampa, que nadie averiguaba que a sus pies se abría un pozo cubierto de tierra. Y él atendía día y noche a las trampas que montaba en los caminos. Si un inocente caía en ellas, le daba la mano para ayudarle a salir, pero si era un enemigo, le apuñalaba como a un zorruelo cogido en un cepo. No quería malgastar una bala en un individuo privado de toda arma, sino que le daba una cuchillada y después, tirando el cadáver a un matorral, disponía la trampa de nuevo. Un día en que el joven estaba en casa, comiendo, Ling Tan le vio levantarse súbitamente y salir al camino. En la puerta había un enemigo solo, que iba a anotar cosas, y el hijo mayor le mató y luego volvió a comer.
—¿No te lavas las manos? —preguntó Ling Tan.
—¿Para qué, si no le he tocado? —respondió el hijo—. Después de muerto, le he arrastrado con el pie hasta los bambúes.
Y con terrible naturalidad comió de buena gana y luego fue a enterrar el cadáver. Ling Tan, en cambio, apenas pudo comer, no apenado porque hubiese habido una muerte, sino por la transformación ocurrida en su hijo.
«¿Cambiará después? —se preguntaba Ling Tan—. ¿Será dulce como lo era, cuando vuelva la paz?».
Pero nada le parecía tan terrible a Ling Tan como la alegría que mostraba su hijo menor cuando conseguía dar muerte a un enemigo. Aquel hijo, hombre ya, saliendo de su silencio soñador, iba adquiriendo una estatura superior a la de la mayoría y su rostro era tal que no existía mujer ni hombre que no se volviese a mirarle. Había de disfrazarse, excepto entre sus deudos, porque, si no, su cara era inconfundible. Tenía recia la mandíbula, las cejas negras y los ojos brillantes de resolución. Era su nariz levantada y recta, sus labios frescos aún, como los de un niño, y más grandes sus miembros que los del común de los hombres. Todavía no había conocido mujer, y huía de ellas, que le miraban y buscaban. Porque lo que hicieron los enemigos había trastocado su naturaleza, poniendo lo que hubiera sido pasión por las mujeres en pasión por matar y en alegría de satisfacer su pasión.
Ling Tan veía que aquel hijo se había convertido en lo que él más temía y odiaba: el hombre amante de la guerra y de la vida militar. Era imposible disimularse el hecho de que el hijo gozaba con la guerra y con todo lo a ella concerniente. Los guerrilleros, notándolo, le habían hecho jefe de una compañía y él, aunque siempre tenía éxitos que contar, mostrándose risueño y más joven que los otros, trazaba planes y ardides como quien juega. Se había convertido en maestro de emboscadas y sorpresas y era el más atrevido guerrillero de la región. El enemigo siempre sabía cuándo era él quien atacaba, por la audacia y arrojo de sus planes, si bien desconocía la personalidad del muchacho.
Éste, a la sazón, iba poco a la casa paterna, mas si iba siempre tenía éxitos que contar, mostrándose risueño y orgulloso. Acabó creyendo que el cielo le protegía con especial favor, y se envanecía de sus triunfos, diciendo: «El cielo me escogió para esa tarea», «El cielo me llevó allí» o «El cielo puso poder en mi mano». Ling Tan, al cabo, estalló:
—¡Déjate del cielo esto y el cielo lo otro! Yo te digo que lo que ahora pasa en la tierra no es voluntad del cielo. No es voluntad de los cielos que los hombres se maten unos a otros, porque los cielos nos crearon. Ya que nos matamos, al menos no digamos que el cielo lo quiso.
Había hablado como un padre a su hijo y no le complujo ver que el joven, plegando los labios con desdén y mofa, respondiera:
—Ésa es doctrina vieja, y por ella hemos venido al aprieto en que estamos. Hemos dormido soñando en nuestros antecesores en lugar de vivir en el mundo moderno, y mientras dormíamos otros han preparado armas para atacarnos. Nosotros, los jóvenes, estamos mejor informados.
Jamás había oído Ling Tan tal insolencia y por tanto su mano derecha descargó un bofetón en la encarnada boca de su hijo.
—¡Hablarme a mí así! —tronó Ling Tan—. Gracias a las doctrinas de nuestros antecesores llevamos miles de años de existencia y hemos sobrevivido a todos los pueblos de la tierra. En la paz viven los hombres y en la guerra mueren, y las naciones mueren o viven según mueran o vivan los hombres.
Ling Tan no conocía a aquel hijo suyo. Le vio adelantarse, alzar la mano y responder con acritud:
—Estos tiempos son otros. ¡Cuidado con tocarme, porque te mataré como a cualquiera!
Ling Tan, al oírle hablar así, dejó caer las manos, abatido. Miró aquel rostro airado y hermoso al que él había dado el ser y, apartándose, escondió la cara entre las manos.
—Sí, eres capaz de matarme a mí —murmuró—. Eres capaz de matar ya no sé a quién.
El joven no contestó, ni rectificó su adusto ceño. Se levantó y se fue, y no se le vio en muchos días, en los cuales Ling Tan estuvo inquieto e insomne por las noches. Pensaba: «¿No es verdad que nuestro pueblo concluirá cuando nosotros nos hagamos belicosos como los demás pueblos del mundo?». Y ansiaba que su hijo menor muriese antes que sobrevivir a aquella guerra.
«Quien mata por gusto de matar debe morir en bien del pueblo, aunque sea mi propio hijo —seguía reflexionando—. De esos hombres salen los tiranos que nos someten a los demás».
—Nuestro hijo menor es como si hubiera muerto —dijo una noche a Ling Sao—. ¡Cuánto ha cambiado desde que era tan sensible que vomitaba viendo los cadáveres!
Creía que su mujer no le entendería, y quedó sorprendido oyéndola suspirar y preguntarle:
—¿No hemos cambiado todos?
—¿Has cambiado tú?
—¿No he cambiado? —replicó ella—. ¿Puedo volver a ser la que era? Incluso cuando tengo el niño en las rodillas me acuerdo de lo que hemos hecho y lo que tenemos que hacer.
—¿Podríamos obrar de otro modo?
—No —dijo Ling Sao.
Él, reflexionando, añadió:
—Aun en estos tiempos debemos acordamos de que la paz es un gran bien. Los jóvenes no lo recuerdan y a nosotros nos corresponde enseñarles que de la paz se nutre el hombre principalmente.
—Eso será suponiendo que quepa enseñarles algo que no sea lo que han aprendido ahora —repuso ella, con tristeza—. Me agradaría que no fuese tan fácil matar. Nuestros hijos van acostumbrándose a ese modo fácil de acabarlo todo. A veces pienso que cuando no tengan otro enemigo nos matarán a nosotros y luego se matarán ellos entre sí.
Ling Tan no contestó. Estuvo largo tiempo despierto. También ella debía de estarlo, porque no se oía el rítmico ronquido delator de su sueño. Y Ling Tan resolvió que, por estrechamente que les oprimiera el enemigo, dedicaría cada día algún tiempo a recordar lo que la paz era y lo que la vida en aquella casa había sido.
Cuanto más recordaba, más advertía que matar a un hombre era cosa mala. Y se dijo: «No mataré de ahora en adelante. Que maten otros».
Y razonó que su persona sería útil al mundo si conservaba vivo en sí el recuerdo de las excelencias de la paz. Desde aquel día no dio más el signo de matar. Si los aldeanos lo comentaban, que lo comentaran como quisieran. En cambio, puso veneno en el estanque para matar sus peces y que el enemigo no los aprovechase, y tanto arroz escondió que entregó menos de la mitad de lo que la otra vez había entregado, no contestando a la irritación de los requisadores sino con el arma del silencio.
El segundo hijo de Ling Tan no era como los otros dos. Mataba cuando se hacía necesario, pero no porque fuese cosa muy fácil, que era lo que impulsaba al hijo mayor, ni porque hallase en ello placer, como lo hallaba el pequeño. Este hijo segundo hacía planes vastos y si en el curso de ellos se presentaba una muerte, la ejecutaba, mas pensando en lo final y no en lo accidental. En sus planes nadie le ayudaba como Jade. Ésta le dijo un día:
—Deberíamos usar a Wu Lien como puerta para entrar en la fortaleza enemiga. Es tontería odiar a esas personas. No debemos odiarlas ni amarlas, sino utilizarlas. Pero ¿cómo?
—Bien habías —repuso Lao Er.
Estaban en la cueva, limpiando y engrasando las armas almacenadas. Los guerrilleros habían dado aviso de que de allí a tres días habría asalto a una población próxima y se necesitaba preparar los armamentos.
«¿Cómo reanudaremos la amistad con Wu Lien?», meditaba Jade.
Mientras hablaba miró el luciente cañón de un fusil hacía poco tomado al enemigo. Introdujo en el arma una baqueta, moviéndola despacio. El niño, sentado en el suelo, jugaba con unos cartuchos vacíos. Eran buenos juguetes, limpios y seguros y aptos para morderlos. Le gustaba al pequeño en especial uno que se adaptaba a sus encías y en el que ya había grabado la huella de su primer diente. Jade nunca dejaba de mirar donde el niño ponía aquello, porque era propósito de la mujer guardarlo en una caja donde tenía los primeros recuerdos del chiquillo: los primeros zapatos que ella le hiciera, con cabezas de tigre por adornos; un gorrito de recién nacido con Budas cosidos; y todas las demás menudencias que las madres gustan de guardar.
Era el caso que, aunque Jade y Lao Er no lo sospechaban, Wu Lien conocía que ambos estaban escondidos en casa de Ling Tan. Tenía Wu Lien ojos y oídos en la aldea, y ¿cuáles habían de ser sino los de alguien celoso de Jade y de su hijito? La mujer del tercer primo de Ling Tan sabía, como todo el pueblo, que Wu Lien y su familia habían visitado la casa de Ling Tan y que tenían traza de acomodados y bien comidos. Y un día la mujer tomó algunos peces y, so pretexto de ir a entregarlos al enemigo, se presentó en casa de Wu Lien. Dio su nombre al soldado de la puerta y, con su pez envuelto en hojas secas de loto, llegó con facilidad a presencia del mismo Wu Lien, como pariente que ella era de la esposa del comerciante.
Éste la recibió con cortesía, cual a todos. La hizo sentar y llamó a su mujer. La visitante, fingiendo sólo sentimientos amistosos, habló de Ling Tan y de sus hijos.
—Tus hermanos están buenos —dijo a la esposa de Wu Lien—. Al segundo lo vi hace pocos días.
—¡Al segundo! ¿Está en el pueblo? —preguntó la interpelada.
—Sí, y a Jade le ha nacido un niño muy lindo. Pero no me gustaría que el pequeño fuese mío, porque tiene señales que me hacen barruntar que morirá pronto. En cuanto le vi las cejas se lo noté.
Suspirando, bajó la vista, mas no dejó de notar la mirada que a hurtadillas cambiaron Wu Lien y su esposa. Y siguió:
—Tus otros dos hermanos están igualmente buenos, prima. A veces los veo, cuando bajan de los montes.
—¿Viven en los montes? —preguntó la hija mayor de Ling Tan.
—Ahora sí.
Y la esposa del primo reflexionó si debía o no hablar del arsenal subterráneo que había bajo la casa de Ling Tan. Pero decidió callarlo, pensando que le convendría más reservarse algo que contar en el futuro. Sonrió y, suspirando, dijo:
—Ya sabréis que mi hijo ha muerto. El enemigo le hirió, pero él no murió hasta bastante después. No estaba haciendo ningún daño cuando…, y ahora no tengo hijo. Había venido, sin armas, a la ciudad, para ver lo que sucedía. Siempre afirmaré que, si tu padre no le hubiera puesto la idea en la cabeza, el muchacho no habría venido. Y cuando veo a Jade me acuerdo de que todo nuestro mal viene del día en que tu padre compró a Jade para su hijo. Por ser pobres lo hemos perdido todo. Eso tiene el ser pobres.
Se secó los ojos y Wu Lien procuró consolarla.
—¿Está bien el padre de tu hijo? —interrogó.
—¿Cómo va a estar bien quien no tiene bastantes alimentos? —respondió ella.
Y entonces aquel mezquino cerebro engendró una idea. La mujer se volvió a Wu Lien, repentinamente enjutos los ojos.
—Eres un hombre bondadoso, Wu Lien —dijo—. Nunca miro tu tersa cara sin advertir tu bondad. No engorda así quien no tiene la conciencia tranquila y quien no está sin pie. ¿No podrías encontrar para mi viejo, aquí, algún trabajo que nos produjera dinero?
Y miraba en torno, pensando lo grato que sería vivir en aquel lugar, lleno de asientos cómodos y sin duda de buenos lechos y de abundante comida. ¿Qué más daba quiénes fuesen los que pagaban?
—¿Le permitida venir mi padre? —inquirió la mujer de Wu Lien—. Ya está enojado con nosotros, y ¿no se enojaría si su primo nos siguiera?
No podía haber hecho sugestión que más vejase a la esposa del primo. En buena razón éste debía tener más autoridad en el pueblo, por ser más anciano que Ling, pero nadie recordaba esto a causa de que el primo era hombre débil, de voz insegura, con una barbilla de chivo que temblaba a cada palabra.
—Tu padre no tiene por qué mandarnos —respondió la mujer—. Mi hombre piensa siempre lo que yo, y yo pienso que ante todo necesitamos comida, porque, si no nos la buscamos nosotros, ¿quién nos la dará?
Y ya iba a decir que Ling Tan almacenaba en secreto sus cosechas, y mataba sus cerdos y aves, y los salaba, pero se refrenó; pensando que ella había hecho lo mismo. Y, de hacerse averiguaciones, todos saldrían perjudicados.
Wu Lien, que reflexionaba, dijo:
—Más valdría que os ayudemos sin salir de vuestra aldea. Ven de vez en cuando y nosotros te daremos comida y un poco de dinero y todo lo que necesitas. Tú, en cambio, nos traerás las noticias de lo que pase allí. Nos gustará saber cómo estáis vosotros, y el padre de mi mujer, y su madre, y todos sus hermanos.
Lo expuso con candidez, pero era claro lo que insinuaba y la mujer del primo lo comprendió y sonrió. A poco se levantó para irse y Wu Lien sacó dinero del pecho y se lo entregó, agregando:
—Toma esto por tu molestia en traer el pescado, y la próxima vez come tú el pescado. Si te quisieran castigar, yo hablaría por ti a mis superiores.
Ella se inclinó muy profundamente, y Wu Lien, con un ademán, le hizo entender que dejara las cortesías, añadiendo, modesto:
—Algún poder tengo, ¿y cómo usarlo mejor que ayudando a los amigos?
Su mujer le contempló con orgullo, pensando en la majestuosa figura que el hombre hacía con aquélla su túnica de seda de color de vino. Y habló a su prima:
—Prima, hazme otro favor. Habla bien del padre de mis hijos a mi padre. Ellos le reprochan porque finge concordar con los que mandan ahora, y…
Alzando la mano, Wu Lien impuso silencio.
—No parezco, sino que concuerdo —dijo—. Creo que lo que el cielo determina que pase es lo mejor, aunque a veces no lo veamos así.
—¡Oh, cuán prudente eres! —gritó la mujer del primo—. Está seguro de que hablaré bien de ti siempre que pueda. Yo digo lo mismo, y también a mi marido: que es locura negar que las cosas no son como son.
Otra vez se inclinó y se fue. Compró en la ciudad algunas cosas que necesitaba, como una aguja y algunas pulgadas de género para zapatos, y un pedazo de carne, si bien para esto tuvo que andar considerablemente y pagar precios que la dejaron sin dinero. Pero lo gastó. Iba pasando, una tras otra, ante muchas tiendas vacías, y en la última el vendedor le dijo con voz lúgubre:
—Compra o no, o como quieras, mujer, pero nada mejor encontrarás, porque todos estamos arruinados.
Ella, que estaba oliendo la carne, respondió:
—¿Es carne de perro? Entonces no la compro porque puedo matar el mío.
—Si no es de perro es de burro —contestó el hombre—. Toda la demás se la guarda el enemigo para sí.
La mujer vaciló un poco, puso la carne en la mesa, y al fin la adquirió. Aun si era de perro, no quería matar el suyo.
Cruzando las desiertas calles y viendo la general ruina y las gentes hambrientas que de puerta en puerta andaban, así como los pocos rickshaws que había a causa de los muchos hombres que murieran y la flojedad de los que quedaban, se asustó y se dijo: «Menester será que nos aprovechemos de Wu Lien. También mi marido y yo debemos poner las manos en la manteca. ¿Por qué vamos a morimos de hambre?».
Y, de vuelta a su hogar, estaba resuelta a hacer cuanto Wu Lien quisiese, y determinó tener atentos los oídos a la casa de Ling Tan, que era el centro de la aldea.
«Explicaré a mi hombre lo que nos conviene hacer», pensó. Y se dijo que le daría bien de cenar, y acaso hasta le concediera sus favores luego, y entonces, cuando él estuviera bien contento, le contaría cómo podían hacer su fortuna.
Todo pasó así, y el pobre hombre estuvo inocente de aquella sucesión de bienes. Sólo cuando ella se hubo explicado él lo comprendió todo y se quejó:
—Debí haber barruntado que algo tenías que proponerme.
Y se sintió como entre dos piedras de molino: la una su mujer, y la otra su profundo temor por Ling Tan, unido al respeto que aquél su primo le inspiraba. En el fondo creía más poderoso a Ling Tan que a su Wu Lien, que se hallaba entre enemigos, y dijo a su esposa.
—Si Ling Tan y sus hijos supiesen que los traicionábamos, ¿crees que viviríamos mucho después de tal momento? Esos hombres, ahora, matan con tanta facilidad como respiran, y si ven enemigos en la aldea caerán sobre nosotros como sobre los demás.
Alborotándose de nuevo, ella le repuso:
—De todos los hombres de la tierra, tú eres el menos hombre, y, sin embargo, estoy atada a ti. ¿Harás lo que te digo, o no?
—Pero ¿qué dices? —preguntó él, tembloroso.
—Nosotros somos enemigos de Ling Tan y yo le he aborrecido siempre.
—Yo no —murmuró él—, porque ha sido bueno con nosotros. Nos ha mandado comida a menudo, y piezas sobrantes de lienzo cuando tenía el telar, y, en fin, casi todo lo que no le era necesario en su casa. Una vez el año me daba también a mí para una túnica o una blusa. Es difícil olvidar todo eso.
—Para mí no lo es —repuso la mujer—. ¿Crees que ello tenía importancia para él? Le gustaba darnos sus sobras de comida y tela, porque así se veía más grande a sus propios ojos. ¿Has hallado alguien que cuando da no sea por bien propio? ¿Vamos a agradecerle lo que hacía por orgullo?
—¡Haz lo que quieras, puesto que lo harás de todos modos! Sí; que no soy yo tan fuerte sobre los demás hombres para que me atreva a desafiar a una mujer.
Y de este modo él y su esposa se convirtieron en espías de Wu Lien en la aldea, si bien él lo hacía a regañadientes y procuraba ocultar mucho de lo que sabía. Pero no podía encubrirlo todo. Aquella mujer tenía medios de torturarle, y para conservar la paz de su casa y librarse de grandes miserias, él, poco a poco, le contaba parte de las cosas que se decían en las reuniones de hombres que Ling Tan convocaba. Ella las transmitía fielmente a Wu Lien y recibía su recompensa. Sólo que Wu Lien no informaba a nadie de las cosas de que se enteraba así, guardándolas para su propio conocimiento.
Ignorante de esto, Jade resolvió hacer de Wu Lien una puerta de acceso al castillo enemigo. Decidió ir a la ciudad y vender cosas, si podía, a la puerta de Wu Lien. A nadie dijo su propósito, porque aquella joven era determinada y audaz como un salteador. Escogió un día en que su marido estaba en las montañas, y cuando vio dormido a su hijo se puso una peluca de cabellos blancos que les vendiera una compañía de cómicos ambulantes con que se habían topado ella y Lao Er y que Jade usaba para disfrazar su juventud y belleza. Se entintó la cara, se desfiguró los labios con arcilla, se ennegreció los dientes, se puso una falsa corcova y enmascaró sus pies juveniles con unos zapatos viejos. Salió por la puerta trasera mientras Ling Sao dormía, acudió a un campo, entre los bambúes, donde Ling Tan cultivaba hortalizas de invierno, pues por allí no podía ver el enemigo, y llenó de coles un cesto. Ling Tan trabajaba en otro lugar y no vio cómo su nuera, serpenteando entre tierras donde se levantaban algunas tumbas, se encaminaba a la ciudad.
Sabía la calle en que moraba Wu Lien y fue allí. Aunque ella lo ignoraba, sus coles eran la mejor credencial, y no tuvo, pues, necesidad de dar nombre alguno. Al soldado que abría la puerta se le hizo la boca agua viendo las verduras —porque había en los mercados mucha carencia—, y dijo con mal expresadas palabras:
—Vete a la cocina, vieja, que el cocinero te pagará.
—¿Dónde está la cocina? —preguntó Jade, con voz fingidamente cansada y como de anciana desdentada.
Porque Jade sabía fingir a maravilla. Si se disfrazaba de vieja obraba en todo, sin notarlo apenas, como una vieja. Al mismo Lao Er le hubiese engañado de no haberla visto disfrazada de este modo y de otros muchos.
—Ven conmigo —repuso el soldado.
La guió a través de muchos patios. Ella cojeaba tras él y resoplaba sin ver otra cosa que los dos grandes pies que la precedían. Así Llegaron a la cocina.
—¡Aquí está una vieja que vende cosas más valiosas que el oro! —gritó el soldado a cocinero—. Y por habértela traído sólo te pido que me des a probar esas berzas cuando las hagas.
Salió riendo y Jade quedó en la puerta de la cocina. Llegó, adusto, un cocinero gordo, no enemigo, sino procedente de algún figón o fonda arruinada por la guerra.
Alzó el paño que cubría las coles y pronunció algunas palabrotas que ella no entendió.
—Dos monedas de plata —dijo él en voz alta.
—Ya sabes lo que cuestan las berzas ahora —replicó Jade, moviendo la cabeza.
—Pues tres —dijo él, indiferente—. No es con mi condenado dinero con el que pago, y no tengo tiempo de discusiones. Va a haber un gran festín, porque siempre abundan aquí estos festines, y ¿de dónde puedo sacar vituallas para un festín? ¿No podrías proporcionarme carne de cerdo, mujer? Pescado ya lo hay. ¡Siempre pescado! Pero ¿qué es un banquete sin cerdo, o al menos sin un pato?
Jade le miró fijamente. ¿Sería aquel hombre un traidor?
—¿Me darás diez piezas de plata si te traigo dos patos? —propuso.
—Tráelos y veremos —respondió él.
Mientras sacaba de su faja el valor de las coles, ella le preguntó:
—¿Cuándo es ese banquete?
—De aquí a dos días —contestó el hombre. Y de pronto estalló su amargura—. Entonces hará un año que tuvieron su primera victoria sobre nosotros. Y quieren hacer mucha fiesta, con asistencia de todos los jefes principales.
—Tú eres de los nuestros —le dijo ella al oído.
El cocinero grueso miró en torno. Patio y cocina estaban vacíos, mas él no respondió.
—¡Oh, cuánto poder tienes en tus manos! —suspiró ella—. Te es fácil echar en la comida algo. ¿Cuántos cocineros sois?
—Tres.
—¿Tres? ¿Y bastan tres cocineros para un banquete? ¿No puedes pedir que para tal ocasión te den algunos más de ayuda? Serán precisos diez cocineros. ¿O interviene en el servicio alguna fonda?
—No confían en nadie de fuera. Son precavidos.
—¡Ah!
—¿Traerás los patos mañana? —preguntó él, cogiendo las coles.
—Sí; a esta hora.
—Tendrás preparado el dinero.
Y la guió a una puerta lateral por la que ella saló a las calles desiertas.
Jade había sugerido al cocinero lo del veneno como quien echa semilla en un campo, pero no se le ocurría más, o al menos no se le ocurría claramente. Ahora, caminando por las calles, se detenía a veces a conversar con hombres y mujeres que en balbuceos le contaban las hórridas condiciones en que vivían. En una tienda de ropa vieja donde ella entró fingiendo interesarse por una blusa, preguntó al vendedor cómo iban sus tratos, y, llorando, repuso:
—¿Cómo me han de ir cuando perdí mi único hijo, y las tres hijas que tengo están peor que si estuvieran muertas?
—¿Y cómo lo perdiste? —inquirió Jade.
—No me creerás si te lo digo. Pero es la verdad. Tenía catorce años, porque era el menor de la familia. Los dioses no nos habían dado más que hijas hasta entonces, y él valía más que ninguno de todos nosotros. Cuando entraron los enemigos, él, entusiasmado con tantos uniformes y cañones, hizo un saludo, por dar prueba de despejo, y un enemigo, saliendo de las filas, le disparó un tiro. Yo estaba a su lado y le recogí en mis brazos, muerto ya.
—¿Es posible? —preguntó Jade, entristecida.
—Es posible, puesto que pasó.
Jade salió y se paró junto a una casa medio quemada. Había muchas de ésas en la ciudad y en ellas vivían, como les era dable, algunos de sus antiguos moradores. Se sentó a descansar en el umbral y una vieja de la casa salió y le dijo si quería agua de pozo, porque no tenían té; pero Jade repuso que sólo deseaba reposar. Viendo la otra cómo Jade contemplaba las ruinas, le dijo en voz baja:
—No mires tanto, pues no sabemos quién puede espiarnos. Aún somos afortunados, que hay muchos de cuyas casas sólo quedan cenizas, y otros que murieron en el incendio.
—¿Cayó alguna bomba aquí?
La anciana sacudió la cabeza.
—De eso salimos sin desavío. Pero luego el enemigo alojó soldados en las casas y ellos descuidadamente dejaban prender fuegos y se trasladaban a otras moradas. Un soldado que dormía en el cuarto de aquí al lado dejó incendiársele la habitación, salió sin decirnos nada y fue a buscar posada a otro sitio. Parte de la casa. No nos enteramos del fuego hasta que era tarde. Muchas cosas han ardido así ¡Y cómo reían ellos —y la vieja se estremeció— cuando veían quemarse una!
Jade prefirió no contestar, por si decía algo de más y había quien la oyera. Esperó unos cuantos minutos, cabizbaja, y después, levantándose, partió de allí.
Mas su rabia desbordó cuando en las paredes de una calle espaciosa, donde vino a dar, vio falsas fotografías de sonrientes enemigos tendiendo bollos y frutos a grupos de vencidos arrodillados, entre los que había jóvenes y viejos, mujeres y niños que miraban con agradecimiento a los vencedores. En aquel cartel se leía, en gruesos caracteres: «Bien venidos sean los Buenos Vecinos que nos dan Alimento, Paz y Seguridad».
Con una rabia incontenible, Jade, volviendo sobre sus pasos, entró en una tienda frente a la que ya pasara antes y pidió cierta antigua y bien conocida droga. El hombre del mostrador parecía seco como una raíz. Sonrió, melancólico, mientras medía el polvo blanco.
—Muchos hay que compran esta medicina ahora —dijo—, y en particular mujeres.
—¿Para ellas mismas? —aventuró Jade, por engañarle.
—De seguro —dijo el hombre con calma, mirándola fijamente, pero sin aducir nada.
Cobró poco por los polvos y ella marchó con ellos en el seno.
Ya en casa de su marido contó lo que planeaba y la necesidad que había de un par de patos. Dos quedaban, en efecto, que guardaba en secreto Ling Tan para hacer cría. Sin una palabra, se levantó y los mató y luego Ling Sao y Jade los desplumaron y limpiaron y les pusieron el veneno en la carne y los menudos. Era lo bueno de aquel tóxico que resultaba insípido como la harina, o poco menos.
A la mañana siguiente, Jade llevó al cocinero grueso los dos patos. Nada dijo hasta que cobró y entonces le aconsejó en voz baja:
—Convendrá que pongas mucha salsa a los patos, con abundancia de vino y aceite. Ahora las aves comen cosas muy raras y a veces toman cierto saborcillo…
El cocinero la miró, abriendo mucho los ojos. Ella correspondió de lleno a su mirada y el hombre, de pronto, descubrió que no se las había con una vieja. Abrió la boca, mas la cerró en seguida e hizo un signo de inteligencia. Condujo a Jade a la puerta posterior y ella, por el camino más breve, volvió a su casa.
No fue fácil saber si el plan había tenido fruto. Las noticias de la ciudad no llegaban fácilmente a la aldea. Jade, esperando, pensaba: «Si esto sale bien, lo repetiré. Será mi modo de pelear contra los diablos». Al fin hubo noticias pasado largo tiempo, y llegaron por la mujer del primo tercero. Dijo cándidamente que su esposo había visto a Wu Lien en la calle, encontrándole delgado como un chivo viejo, porque había estado a la muerte después de un banquete. Varios de los enemigos habían muerto.
Ling Sao ocultó su emoción con dificultad y celebró que nadie lo oyera sino ella. Jade había bajado con el niño a la cueva, como hacía durante las frecuentes visitas de la otra mujer. Ling Sao, fingiendo sorpresa, preguntó:
—¿Cuántos han muerto? ¿Y quienes eran?
La prima, feliz de ser notificadora de tales nuevas, repuso:
—Todos los del banquete eran jefes importantes y todos enfermaron y cinco murieron. Más de veinte enfermos ha habido, por lo que dijo Wu Lien a mi hombre. Wu Lien es el que menos malo ha estado porque fue el que menos carne comió.
Ladeando la cabeza y plegando los labios, dijo en voz baja:
—Acusaban a los cocineros, pero ¿cómo podían saber quiénes eran? Además de los usuales, había otros aquel día, y cuando fueron a buscarlos todos habían huido.
—¿No quedó carne para los cocineros? Porque es raro que ellos no enfermasen también —señaló Ling Sao.
—Los comensales tenían buen apetito y royeron hasta los huesos.
—¡Ah! —exclamó Ling Sao—. Ya se sabe que al enemigo le gusta mucho la carne.
Y era cierto, porque después de las mujeres y vino siempre andaban los invasores pidiendo carne. Los hijos de Ling Tan habían contado que, viendo el enemigo un búfalo muy gordo que por casualidad pacía en la montaña, cayeron sobre él, arrancáronle la carne sin matarle y la devoraron cruda. Una cosa así era inaudita y los que la atendieron decían: «¿Es posible que ésos sean hombres?». Por tanto, resultaba fácil creer que comieron hasta los huesos del pato.
Por la noche, Ling Sao narró las noticias, añadiendo que Wu Lien se había hallado a punto de muerte, y el hijo segundo afirmó:
—Siento que no haya comido más y reventado.
Ling Sao, comprendiendo que ello estaba mal para dicho —aunque se sintiera orgullosa de haber contribuido con Jade al envenenamiento de los enemigos—, alegó:
—Pues es el marido de tu hermana.
Calló él, por respeto a su madre, mas Jade dijo con calma:
—En estos tiempos, madre, hay un deber más fuerte que el de hermanos. No recrimines a mi marido.
Ni Ling Tan ni Ling Sao respondieron. Ahora se hablaban en la casa muchas cosas que ellos dejaban sin contestación, porque estos tiempos no eran los suyos y el porvenir no les pertenecía a ellos, sino a los que después continuasen la lucha.
Por la noche, en el lecho, Ling Sao lloró y dijo a Ling Tan:
—Dudo de que ninguno volvamos a ser lo mismo, aunque la paz venga.
—Nada puede ser lo mismo, y nosotros, los viejos, hemos de reconocerlo —respondió decididamente Ling Tan—. El signo del gran cambio que hay es que los jóvenes no hacen caso de los viejos. Hasta de nosotros necesitan librarse para hacer su deber de rechazar a los enemigos. ¿No hay muchos, en estos días, que reniegan de sus padres?
—Sí, y es mala cosa —opinó Ling Sao con energía—. Porque, ¿adónde iremos a parar si hasta nuestros hijos niegan lo que nos deben?
—No sabemos si eso es malo o no —replicó Ling Tan—. Los viejos hemos de ver que lo que ellos hacen es declarar libres de sí mismos a quienes les sigan.
Ling Sao no entendió esto. Sólo acertaba a ver que nada iba a quedarle a nadie si los viejos no podían imponer obediencia a los jóvenes. ¿Qué orden habría en la vida si pasaba esto?
Pero Ling Tan veía más allá. Aunque lo veía como en una bruma, por no ser hombre instruido, si podía discernir que si sus hijos no le obedecían no se fundaba ello en que le odiasen. Era que querían librarse de todo el pasado y prepararse a lo que había de venir. Sus hijos marchaban más lejos que él…
Tras su triunfo, Jade se sentía temerosa.
—¿No me aborreces? —preguntó a su marido.
—¿Cómo puedo aborrecerte? —contestó Lao Er.
Ella, que acababa de bañarse y estaba sin ropa, se miró y cruzó los brazos sobre el pecho.
—No me veo ninguna belleza —dijo—. Estoy muy delgada y tengo la carne muy áspera. Hoy, mientras lavaba, me miré en el agua y vi mi cara toda ennegrecida y no como la de una mujer.
Y se puso la chaquetilla. Lao Er, sentado a la mesa de su dormitorio, bebía té antes de acostarse.
—Es verdad que no estás como cuando nos casamos —reconoció.
Ella le miró por encima del hombro mientras se ponía los pantalones.
—¿Te hubieras casado conmigo cuando te casaste si yo hubiera sido como soy ahora?
—Sin duda que no —contestó él, empezando a sonreír—. Pero tampoco era yo entonces el que soy ahora y ahora no me gustaría lo que entonces me gustaba.
Notando su sonrisa, Jade sintió aliviado el corazón. Le miró con malicia y dijo:
—Fijándome bien, veo que no eres lo guapo que antes. ¡Cómo te ha tostado el sol!
—Sí, estoy muy tostado.
—Y el pelo se te ha puesto de color de hierro tomado de orín.
—Sí.
—Pero ¿qué importa que un hombre sea guapo o feo? —añadió Jade, cogiendo un espejo que había sobre la mesa.
—Si a ti no te importa, no importa —rió él.
Mirándose en el espejo, Jade hizo un mohín.
—¿Volveré alguna vez a llevar pintura y polvos y pendientes?
—¿Quién sabe? —dijo él.
—No me llegaste a comprar los pendientes.
—Porque preferiste el libro.
—Acaso hice mal —repuso ella mirándose al espejo.
—Algún día te compraré los pendientes —prometió él, riendo de buena gana.
Se elevaba entre ellos a la sazón aquella dulce tibieza que nada podría ya enfriar nunca. Tan cerca se sentían el uno del otro, que incluso en los peligros, fatigas y males del presente, bastábales volver a su antiguo amor para encontrarlo.
Aquella noche, él notó a Jade algo retraída.
—¿Qué pasa? —preguntó, acercándose a ella.
Jade escondió la cabeza bajo el brazo de su marido, como siempre que se sentía medrosa ante él; fue menester que Lao Er le levantase la cara. Ella miraba a todas partes menos a su esposo.
—¿Estás cierto de seguir considerándome una mujer después de lo que hice?
—¿Qué hiciste?
—Lo del veneno. Cuando despierto y lo pienso, me da horror de mí misma.
—Fue contra los «diablos».
—Ya… Pero puede venir un día acaso mucho después de la paz, en que me mires y pienses: «Puso veneno en una comida». Y entonces quizá no me creas una mujer de tu gusto.
Le pareció entonces a Lao Er que llegaba en aquel momento al más completo conocimiento de Jade. Ésta era valerosa, fuerte al parecer, y ahora, empero, delataba un corazón tierno y temeroso. Y él la amó más por esto que por su valentía. Mas, por satisfacerla, dijo:
—Lo que hiciste fue valeroso. Parece mentira que haya una mujer tan brava como tú. No obstante —añadió, asumiendo el mando que le correspondía sobre ella—, ya lo has demostrado y basta. Hay muchos que pueden matar a los «diablos» y tú tienes un deber mayor.
¡Qué más podía decir para hacer comprender a Jade que la amaba y la amaría mientras viviese! ¿Qué más podían decir para hacerle saber que él no amaba en ella una mujer, ni la mujer siquiera, sino precisamente la criatura que ella era particularmente?
Sintiendo que su amor crecía y se tomaba asaz grande para expresarlo en palabras, oprimió a Jade con fuerza y contempló todas las líneas del cabello, los ojos, la boca y la nariz de su esposa. Si esta nariz tenía algún defecto era el resultar acaso un tanto ancha, mas a él no le parecía así, porque concordaba con la plenitud de la boca de Jade y con la líquida amplitud de sus ojos, puestos a flor de faz como dos hojas oscuras en el agua.
—Es hora ya de que tengamos otro hijo —dijo Lao Er—. Quiero hijos tuyos, muchos hijos. Si deseas complacerme, dame tú todos mis hijos, todos tú, uno tras otro, y sólo tú.