Aquel año, cuando maduró el arroz de los campos y amarilleó el cereal en los trigales, el enemigo envió inspectores para cerciorarse de la cosecha aproximada que habría y para decir a los labriegos el precio de venta del arroz. Tan bajo era aquel precio que apenas merecía la pena vender. Ling Tan y sus compoblanos recibieron la noticia en silencio, porque indignarse podían costar la vida de alguno de los indignados; pero su odio hacia los hombres diminutos y zambos que componían el enemigo creció hasta hacerles erizar los cabellos. En efecto, el campesino es hombre que suda mucho hasta recoger su cosecha, y ésta constituye su vida. Si le quitan su cosecha, ¿cómo vivirá?
Ling Tan y los demás, baja la cabeza, adustos, oían hablar a los enemigos, y cuando éstos se fueron, los de la aldea empezaron a discurrir el modo de esconder el grano. Todos lo recolectaron a la vez y de prisa, con lo que el enemigo no podía estar en todas partes, y lo trillaban secretamente en las casas, tapando con telas puertas y ventanas para que no se viese la luz. Después escondieron el grano. Algunos lo ponían en cuevas semejantes a la de Ling Tan, y otros, que tenían parientes en aldeas de las montañas, llevaban por las noches a ellas cargamentos de grano. Mas los tiempos eran tan malos que parte de la cosecha que se llevaba a los montes caía en poder de los salteadores que andaban por donde no había enemigos, pues en tal ocasión no faltaba quienes eran capaces de robar a sus propios compatriotas.
Por el día, Ling Tan y los demás trillaban públicamente lo que no habían escondido, y el enemigo se maravillaba de que tanta plantación diera tan poco grano. La cosecha conocida fue aquel año la mitad que el anterior, y los labradores alegaban que sucedía a veces que los tallos fueran muy altos y dieran mucha paja y poco grano. Cuando el cielo mandaba un año así, ¿qué cabía hacer?
El enemigo estaba desconcertado. Si pensaba que los campesinos mentían y los mataban, ¿quién labraría las tierras al año siguiente? Hubo que contentarse con tomar el arroz que quedaba. Lo que revolvía la bilis de Ling Tan era que, después que el enemigo adquiría el arroz al precio que señalaba, retiraba lo necesario para su sustento, y vendía el remanente en la ciudad a un precio muy distinto, tres o cuatro veces más alto que el abonado a los labrantines. De esta forma el enemigo expoliaba la tierra y a las gentes.
Se puso en vigor la ley de que en todo el país sólo el enemigo tenía derecho a comer pescado. Ling Tan dejó de pescar por el día, mas cuando deseaba peces los recogía por la noche con una jábega. Las espinas, escamas y demás desechos de los peces habían de ser enterrados y nunca se comía pescado en el pueblo sino a puerta cerrada y por la noche. No obstante, por salvar las apariencias, de vez en cuando un lugareño iba a la ciudad llevando en la mano, para el enemigo, algún pez diminuto. En ocasiones el enemigo daba órdenes de pescar, y sólo entonces, y para salvar sus vidas, tenían que pescar y entregar buenos peces.
La volatería de todas clases, los cerdos y las vacas, fueron tomados por el enemigo al precio que quiso, y la carne empezó a escasear tanto que los hombres acabaron olvidando su existencia. Ling Tan se alegró de haber matado sus reses a tiempo, y procuraba mantener flaco y decaído a su búfalo para que, si el enemigo lo veía tan escuálido, no le ordenase matarlo.
A poco de irse Lao Er a los montes, vino el enemigo a recoger los cerdos y aves registrados en casa de Ling Tan. Ya estaba éste acostumbrado a reconocer a lo lejos a aquellos hombres zambos cuando se acercaban. Fingía no reparar en ellos hasta que veía un pie enemigo junto a los suyos. Sabía que era un pie enemigo por la gran separación que mediaba entre el pulgar y los demás dedos.
Viendo el día de marras semejantes pies, se incorporó, con la boca abierta, los ojos embotados y en todo el rostro la expresión más estúpida que pudo.
—Tienes que vendernos los dos cerdos y los patos y gallinas que te hemos registrado —le dijo un enemigo.
—Yo no tengo cerdos —respondió Ling Tan, poniendo cara de hombre de poco entendimiento.
—¡Los tienes! —aulló el hombre—. Aquí está anotado que tiene dos cerdos.
—Han muerto —dijo Ling Tan.
—Si los mataste, tú serás muerto a tu vez —anunció el hombre con severidad.
—Murieron de enfermedad —explicó Ling Tan—, y no me atreví a presentar los cadáveres para que no se creyera que los había matado yo.
—¿Y los huesos?
—Los perros los royeron y después los hicimos harina y abonamos con ellos la tierra.
Ling Tan había criado los once lechoncillos de la cerda en el cuarto del telar antes de desmantelar la habitación. Luego los mató y saló, excepto los que había conservado para que se reprodujesen y los cuales tenía dos, atados a estacas, en los campos del pueblo. Caso de que el enemigo los hallara, ¡mala suerte!
Los enemigos se enojaron mucho, pero ¿qué podían hacer? Si prendían a Ling Tan, ¿quién se cuidada de labrar sus tierras? Se limitaron, pues, a amenazarle, diciéndole que si alguna vez le hallaban matando una res le había de pesar. Él fingió no entender nada y ellos se alejaron maldiciendo la estupidez de las gentes de aquel país, estupidez que significaba una carga para sus vencedores.
Cuando los vio alejarse, Ling Tan sonrió bajo su sombrero de bambú, se sintió contento de haber causado un daño al enemigo. Los demás lugareños hicieron igual cosa tan diestramente como les fue posible, pero pocos con tanta habilidad como Ling Tan.
El octavo primo de Ling Tan, carnicero del pueblo como lo fuera su padre, no pudo resistir aquellas durezas. Ver arruinado su negocio le colmó de tal disgusto que no podía pasar un bocado. Su mujer había buscado refugio fuera de la aldea y sus dos hijos estaban en el monte. Una mañana los vecinos vieron que las puertas del carnicero seguían cerradas a mediodía y, constándoles que vivía solo, llamaron a Ling Tan. Éste abrió y halló a su octavo primo colgado de uno de sus ganchos para la carne, con su propio cinturón, que tenía apretado al cuello. El suicida había limpiado su tienda y lavado los calzones antes de matarse.
—Los diablos enemigos han causado la muerte de este hombre —dijo Ling Tan con infinita tristeza.
Y descolgó a su primo, y, a la noche siguiente, lo enterró. Su mujer no osó acudir al entierro, más sí sus hijos, merced a que era de noche.
Día a día la vida en casa de Ling Tan se amoldaba a un hecho esencial: el de que vinieran o no por el camino los «diablos zambos», como se les llamaba ahora. Ling Sao, al despertar, miraba siempre desde puertas y ventanas y se sentaba a hilar o hacía otra faena cerca de la casa. Cuando venían los enemigos, entraba a decírselo a Jade y ésta descendía la escalerilla que detrás del fogón llevaba al subterráneo. Cubría Ling Sao el orificio con una tabla sobre la que esparcía tierra y paja, y con esto, en la oscura cocina, nadie hubiera imaginado lo que había allí. Cuando el enemigo se iba, Jade subía, pero no salía nunca de la casa, ni Ling Sao sacaba al niño hasta después del anochecer.
Mas la fama del niño circuló y todas las mujeres de la aldea iban a verlo y alabarlo. También se presentó la mujer del primo tercero y elogió al pequeño algo, pero no mucho, a causa de su envidia. Porque viendo aquel chiquillo tan superior a cuantos conociera, se le hizo un nudo en el estómago y pasó un par de días sin poder comer ni dormir. Quiso la desgracia que le viera en el momento en que Jade lo amamantaba y el divisar los henchidos pechos de la joven madre y la avidez del hijo envenenó la sangre de la rencorosa mujer. Apenas acertó a murmurar las palabras requeridas por la cortesía y luego añadió otras de mal agüero.
—Los niños tan hermosos suelen morir pronto —dijo—. Mi hijo, a la edad de éste, era igual que él.
—¿Cómo puedes afirmar eso, prima? —estalló, harta ya, Ling Sao—. Yo estaba contigo cuando diste a luz a tu hijo, y salió tan enclenque y tan paliducho que no me atreví a lavarlo en el primer momento, y lo tuve un rato antes de tocarlo. ¿Y no recuerdas las descomposiciones que sufría y la cara de gatito hambriento que tuvo hasta los tres años? Sólo cuando llegó a los diez o los once empecé a respirar viendo que medraba.
—Creo —repuso la prima, acremente— que puedo recordar a mi hijo mejor que tú y como a ti siempre te ha gustado servir de partera, debes confundir el mío con algún otro.
Y, ya desatada, dijo a Jade:
—Sí, mi hijo era como éste, y él debía haber tenido este niño contigo, de haberse hecho la voluntad de los dioses. Bien castigados estamos por no cumplirla; que si él se hubiera casado contigo viviría aún y este niño sería suyo.
Jade, airada, se cubrió el pecho y repuso con orgullo:
—Estoy contenta de la vida que llevo y lamento que hayas perdido a tu único hijo.
Cuando la mujer se fue, Ling Sao y Jade participaban de la misma irritación y el mismo desagrado hacia la mujer del primo, y entre ambas convinieron que no se le podía dejar al niño en brazos, pues lo envenenada con su aliento.
La mujer del primo, retornando a su casa, maldijo a su marido por haber contribuido a que su hijo no se casara con Jade, y porque aquel chiquillo no fuera su nieto, y porque su único hijo hubiera muerto, y porque no iban a tener más, y porque cuando los dos muriesen morirían de veras, ya que no tenían descendientes. En tal furia y desolación se puso, que el pobre intelectual salió, con la cabeza ofuscada, y comenzó a darse testarazos contra el muro exterior de su casa Lo vio Ling Tan y corrió a auxiliarle. Cuando supo lo que sucedía rió con la risa del hombre que no tiene dificultades de mujeres en su hogar y, Llevando a su primo a la casa de té, le hizo sosegar invitándole a té y a bollitos fritos con arroz. Luego le aconsejó que si su mujer volvía a enfurecerse, la amenazara con tomar una concubina.
—¿Cómo puedo hacer eso —repuso el pobre intelectual— si hace meses que no…?
—¿Es posible que tu mujer se te niegue? —exclamó Ling Tan, auténticamente enojado contra la esposa de su primo.
—Sí, y no pido más que paz —masculló el hombre entre los pelos de su rala barba.
—La paz no se pide. Hay que establecerla, a veces por la fuerza, tanto en las casas como en las naciones.
El otro, suspirando, miró a su primo.
—Yo soy hombre de sabiduría, y por lo tanto, ¿cómo voy a ser tan fuerte como una mujer? Una mujer es el ser más fuerte de la tierra, y bien dijo Confucio que a las mujeres debiera prohibírseles, por la ley, tener voluntad propia. Demos gracias al cielo de que nuestros enemigos sean hombres y no mujeres, porque cuando las mujeres vencen, los hombres están perdidos.
Ling Tan, reprimiendo su risa, respondió:
—Sin duda tienes razón, primo, pero yo apaleada a esa mujer hasta que tuviera que apoyarse en la pared para sostenerse derecha.
—¿Lo harías? —exclamó el otro, esperanzado—. ¡Hazlo, hazlo!
—No, no —dijo Ling Tan, con más risa que nunca—. Hay dos cosas que el hombre tiene que hacer por sí mismo: dormir con su mujer y pegarle cuando llega el caso.
Se levantó y el primo se levantó también, abatido. Viéndole encaminarse a su casa, Ling Tan movió la cabeza y pensó que nada de lo que le había dicho a aquel hombre aumentaría su vigor.
Seguía transcurriendo el otoño. Los campos de Ling Tan quedaron limpios de grano y él almacenó bastante víveres para su familia. Ya estaba preguntándose si no le habría ocurrido algún mal a su segundo hijo, cuando una noche oyó llamar a la puerta de la manera que Lao Er conviniera con su padre. Como Ling Sao estaba dormida, se levantó él y entreabrió la puerta pronto a cerrarla si había algo desagradable. Pero oyó cuchichear a su hijo:
—Soy yo, padre.
Le dejó entrar con dos más que le acompañaban. Hablaron uno a uno en la oscuridad y Ling Tan reconoció… las voces de sus otros dos hijos.
Les condujo a la cocina, donde, por no haber ventanas, pudo encender luz sin peligro, y vio que sus hijos estaban sanos y salvos, y que el menor no tenía trazas de salteador.
—¿Qué más puedo pedir que veros a los tres? —dijo.
El aspecto de sus hijos le enorgullecía. Aquellos meses en los montes habían cambiado mucho a su hijo mayor y al más pequeño. Nunca habían parecido tan fuertes, tan atezados, tan decididos. Lo mejor de todo consistía en que quienes abandonaron la casa abatidos bajo la pena no tenían ahora temor a nada y habían olvidado su disgusto.
—¿Estás con los hombres buenos de las montañas? —preguntó al hijo tercero.
—Estoy con los que hacen la guerra a los diablos. —Y el hijo añadió—. Di a mi madre que me siento hambriento y que necesito una buena comida antes de irme.
—¿Tan pronto vais a iros?
—Antes de que se disipe la oscuridad tenemos que estar al pie de los montes —dijo el mayor.
—Pero tenemos sitio para esconderte —señaló Ling Tan.
—Por esta vez habré de irme.
Y el mayor pareció no querer explicarse más. El padre los bajó a la cueva y allí uno sacó doce armas de un fardo que llevaba. Eran armas como Ling Tan no viera nunca, cortas y recias, de aspecto extranjero. Cogiendo una, la examinó.
—¿De dónde las habéis sacado?
—Las quitamos al enemigo —rió el joven.
Luego de admirar las armas, Ling Tan, recordando el apetito del hijo menor, acudió a Ling Sao. La madre preparó el fuego en unos minutos, y Lao Er despertó también a Jade, y ésta bajó con el niño a la cueva, y allí todos comieron legumbres y puerco salado que Ling Sao había preparado a toda prisa. En el subterráneo había una mesa y sillas y podían encenderse luz. Todos se contaron sus novedades. Ling Sao no se hartaba de contemplar a sus hijos. Ling Tan le había advertido que no recordase cosas luctuosas. Pero ella madre al fin, tuvo ocasión de cuchichear al mayor, antes de que se fuera:
—Hijo, ¿has encontrado alguien que te dé más niños?
Él, sonriendo, pero sin mover la cabeza, repuso:
—¿Es ésta ocasión de pensar en ello?
—Siempre es ocasión de pensar en hijos —afirmó Ling Sao, tenaz—. ¿Quién hará tu trabajo, cuando faltes, si no tienes hijos?
—Acaso tengas razón, madre. Miraré a ver si encuentro…
El padre, riendo, intervino:
—¿Qué sería de nosotros sin mujeres que nos criaran?
Alentada por aquella risa, la madre alegó:
—Lo que os pasaría sin mujeres es que no habríais nacido ninguno.
—Nadie puede negar eso, vieja —dijo él.
Ella prosiguió:
—Tampoco estaré satisfecha hasta que mi hijo menor se case, porque antes de morir quiero que todos me deis nietos.
—¡Eres insaciable! —exclamó Ling Tan.
Todos rieron y los que tenían que irse a los montes partieron ya Ling Tan cerró y atrancó la puerta, contento de sentirse dentro de su casa.
En todas aquellas semanas y meses no había oído nada acerca de su hija mayor y de Wu Lien. Cierto mediodía, mientras acababan de comer y Ling Sao ponía en agua las vajillas para fregarlas, hubo ruido en la puerta. En estas ocasiones, Lao Er, con Jade y el niño, bajaban al sótano, pero la vez presente Ling Sao, oyendo la voz de su hija mayor fuera, exclamó con júbilo:
—¡Esperad, que es mi hija y hermana vuestra!
Iba a desatrancar la puerta, mas Lao Er le sujetó el brazo.
—Madre —cuchicheó—, no les digas que estamos aquí.
Y se apresuró hacia el cuarto secreto, quitando al niño de los brazos de Jade. Dijérase que los visitantes eran enemigos… Ling Sao miró a su hijo como se mira a un hombre sin seso.
—Verdaderamente es un extraño día aquel en que los hermanos se ocultan de las hermanas —dijo a Ling Tan.
—Todos los días son extraños ahora —repuso él.
Y se dirigió a la puerta. Por encima del muro la hija mayor gritaba:
—¿Están mis padres durmiendo aún? ¡Aquí venimos yo, y mis hijos, y el padre de mis hijos!
Abriendo la puerta, Ling Tan se halló ante la familia de Wu Lien. Hacía meses que no veía a personas como aquéllas. Sin darse cuenta, sus ojos se habían acostumbrado a mirar sólo gente mísera, hambrienta, temerosa, escondida y fugitiva, y he aquí que Wu Lien estaba más rollizo que nunca, con la carne del mismo color y la misma lisura de los carneros cebados. La hija de Ling Tan estaba también gruesa, y a punto de tener otro hijo, y los dos niños de Wu Lien, muy llenos de carnes, vestían rojas ropas de seda. Todos habían venido en rickshaws. Pero Ling Tan se preocupó viendo dos soldados enemigos tras de la familia y resolvió que esos dos hombres no entrarían en el patio. Entornó, pues, la puerta, dejando sólo un resquicio para hablar, y dijo con voz fría:
—Bienvenidos seáis, esposo de mi hija y niños, mas no puedo dejar pasar extraños en mi casa.
—No temas, padre de mi mujer. Esos hombres vienen sólo para guardarme.
—¿Qué necesidad de ser guardado tienes en mi casa? —inquirió Ling Tan, que estaba asustado, aunque lo disimulase, porque el ver a los dos ceñudos enemigos, con sus fusiles, le hacía temblar.
—Dejarlos fuera de la puerta es descortesía —refutó Wu Lien.
—¿Y qué necesidad hay de ser corteses con los guardias? —preguntó Ling Tan.
Viéndole firmemente plantado en la puerta, Wu Lien se volvió a los escoltadores y les dijo, riendo, que aquel hombre era viejo y había que perdonarle que se asustase de ellos.
—¡No me asusto! —exclamó Ling Tan—. Es que no quiero que entren en mi casa.
En resumen, las mujeres pasaron, y Ling Tan, sacando un banco y dos taburetes, ofreció el banco a los soldados y él y Wu Lien ocuparon los taburetes fuera de la casa. El día, bastante caluroso para la estación —finales de otoño—, no hacía incómodo hallarse al aire Libre y así la dignidad de todos quedaba a salvo.
A Ling Tan no le placía el aspecto del esposo de su hija, y cuanto más le miraba más adivinaba cosas malas. Llenó su pipa y la fumó lentamente, sin separar los ojos de aquella redonda cara que tenía ante él.
—¿Cómo éstas tan gordo? —preguntó.
—Mis cosas van bien —dijo Wu Lien, modesto.
—¿Cómo pueden irte bien cuando a todos les van mal?
Wu Lien, sudando ligeramente, se enjugó la cara y las palmas de sus rollizas manos con un pañuelo de seda, y, sin quitar ojo de los guardias, se inclinó y dijo en voz baja:
—Has de saber que cuanto hago lo hago por bien de todos.
—No sé lo que haces —contestó Ling Tan en voz alta.
Wu Lien, volviendo a secarse el sudor, rió, tosió, y dijo:
—Los tiempos son los tiempos, y el hombre discreto los toma tal cual vienen y se ciñe a ellos como una vela al viento. En la ciudad va a haber un Gobierno de compatriotas nuestros, formado por hombres como yo, que, viendo que por ahora debemos ceder, preferimos ceder de acuerdo y obedecer a los nuestros mejor que a extraños. ¿Comprendes, padre de mi mujer?
Ling Tan se quitó la pipa de la boca y repuso:
—Soy hombre común y tan estúpido que sólo entiendo cuando se me dicen las cosas claras y las oigo bien.
Miró a Wu Lien con los ojos muy abiertos, y Wu Lien, sonriendo, desistió de detallar a Ling Tan lo que éste se negaba a comprender.
—¿Dónde vives ahora? —interrogó Ling Tan, tras un breve silencio.
—En el 10 de la calle de la Puerta del Norte.
—Calle de buenas casas es ésa —dijo Ling Tan—. ¿Cómo puedes vivir allí?
—Me dijeron que fuese a esa casa y fui —replicó Wu Lien.
—¿Y tu tienda?
—Abierta y atendida por dos dependientes que he encontrado.
—¿Qué vendes?
—Telas y mercancías extranjeras de todas clases.
—¿Y qué haces tú?
—Trabajo para el nuevo Gobierno —dijo Wu Lien, con calma.
—¿Te pagan?
—Muy bien.
—Por eso estás contento —murmuró Ling Tan con acritud.
Sin responder, Wu Lien se inclinó hacia él y, con voz suave, expuso:
—Padre de mi mujer, he venido a favorecerte. No tengo otro deseo. Te advierto que el horizonte no es bueno y que quienes tienen amigos marcharán mejor que quienes carezcan de ellos. Si haces lo que te digo, vivirás con más desahogo.
Ling Tan tuvo en la punta de la lengua un insulto y le faltó poco para abofetear la faz rolliza que veía ante sí; pero Ling Tan no era un niño. Sabía refrenar lengua y manos cuando convenía y así permaneció quieto, con el aire más estúpido que pudo.
—¿Qué quieres que haga? —dijo.
—Haz lo que te diga y yo te favoreceré aquí y en la ciudad, porque es cosa que está en mi mano.
—¿Qué es lo que tú haces, yerno?
—Soy interventor de todos los productos que se recogen. Parte de mi tarea consiste en velar porque el arroz y el trigo, el opio, el pescado y la sal se reúnan en ciertos lugares para venderlos o expedirlos a otras partes.
—¡Opio! —exclamó Ling Tan con tremenda voz.
Wu Lien se demudó. Había dejado que se le escapase la palabra. El opio, que ahora se traía del Norte, era, entre todos los productos, el único que no se exportaba a la tierra de los hombres del océano oriental, sino que se diseminaba por ciudades y poblados y el enemigo procuraba inducir a la gente a que lo usase. Aquel antiguo mal, extirpado en China con grandes trabajos y penas, había resucitado y muchos se entregaban a él.
—Yo no soy dueño de mi mismo —dijo con suavidad Wu Lien, tapándose la boca con la mano carnosa, y tosiendo.
Ling Tan, harto, escupió dos veces en el suelo y maldijo. Luego gritó a Wu Lien:
—P’ei!
Wu Lien volvió a toser tras de la mano. La tos le congestionaba el rostro. Ansiaba que Ling Tan apartase aquellos ojos negros que le desazonaban, pero Ling Tan no los movía.
En la casa, Ling Sao interrogaba a su hija.
—¿Y dónde encontráis toda esa carne y arroz que coméis?
—Hay comida en abundancia —dijo su hija con candidez—. Tenemos grandes arcones con arroz y nos proporcionan muchas vacas, cerdos, pescados, huevos y aves.
—Lo que sé es que nadie tiene carne —afirmó Ling Sao—, y que el enemigo viene saqueando los pueblos y no nos dejan nada. Carga con vacas y cerdos, patos y gallinas, y si conservamos nuestro búfalo es porque lo tenemos tan flaco y consumido que ni siquiera el enemigo lo mira. Tu padre dice que el pobre animal va a morirse pronto.
—De saberlo te habría traído carne, y la próxima vez te la traeré —dijo la hija.
Ling Sao no le dio las gracias. Repuso, torva:
—No me parece bien que una persona de mi familia esté tan gorda mientras que todos los demás andan flacos. En tiempos de carestía, cuando todos se mueren de hambre, nadie debe alardear de gordura.
—Yo no como más que lo que me dan.
—¿Quién te lo da?
—Mi marido.
Ling Sao miró a su hija para ver si hablaba con inocencia o no.
—¿Y cómo puede dártelo?
—¡No sabes lo bueno que es! —sollozó la hija—. Tú, porque finge ceder a los tiempos, le recriminas. Ya le dije yo que le pasaría eso. Pero también él odia al enemigo y dice que tiene cien medios de hacerle mal y beneficiar a los nuestros; y también que no sirve de nada oponerse a lo que existe ya. El enemigo rige y nosotros tenemos que vivir bajo él.
—¡Pero no engordar bajo él! —atajó Ling Sao.
—Más vale que engordemos nosotros que el enemigo —repuso la hija, con enojo—. ¿Haremos algún daño al enemigo negándonos a comer?
—Si podéis comer… —murmuró Ling Sao con acritud.
Y, contemplando a los dos rollizos niños, la vieja advirtió con sorpresa que no le complacía mirarlos. Ella, que nunca podía ver a un niño sin acariciarlo y olerlo, no deseaba tocar a aquellos dos. Su carne no era de ella, pensaba. Comían alimentos extranjeros. Pero su hija, no notando sino que Ling Sao miraba a los chiquillos, dijo con orgullo:
—¿Verdad que han crecido?
—Han crecido —repuso, grave, Ling Sao.
Y, mirando a su hija a los ojos, añadió:
—¿Qué pensarán cuando sean hombres y sepan que su padre fue un traidor?
La hija, llorando otra vez, empezó a arrepentirse de haber ido a aquella casa.
—Hemos tenido muchas molestias para venir, madre —hipaba—, y sólo vinimos para ver si podíamos favoreceros… Pensad de nosotros lo que queráis, que siempre seremos los mismos y acaso algún día podamos salvaros la vida…
—Si algo hubiera en la casa para darlo a tus hijos y a ti por cortesía, te lo daría —dijo Ling Sao, levantándose—, pero verdaderamente no tenemos nada. No recibimos abundancia de carne y arroz. Sólo tenemos lo bastante para no morir de hambre. Y por eso no puedo hacerte agasajos.
Con esto significaba que no queda hablar más y su hija lo comprendió.
—¿Cómo puedes ser tan dura cuando sólo estáis los dos en la casa y nosotros somos tu única familia? —preguntó.
—Solos o no, nos arreglaremos —dijo Ling Sao con orgullo.
Ling Tan vio abrirse la puerta y salir a su hija y su esposa. Ling Sao hizo una pequeña muestra de cortesía, y luego Wu Lien se fue con los suyos, sin que se hablase de volver.
Atrancóse la puerta de la casa y desde el agujero de acceso Ling Sao dio voces de que subieran a los que estaban abajo. Se habló de la visita y cuanto más oía Lao Er más se enojaba. Determinó en su interior ir a la ciudad y averiguar lo que pasaba allí, y si todos, en efecto, se habían doblegado al enemigo.
Jade, siguiendo cosas que leyera en los libros, preparó para su esposo un disfraz de mendigo y con arcilla encarnada le fingió en el rostro una cicatriz que le contraía la boca y le alcanzaba hasta un ojo.
Y a los pocos días, so capa de pordiosero, Lao Er se llegó a la ciudad. Anduvo eludiendo las calles principales, hablando poco y escuchando mucho. De las casas ruinosas y las gentes hambrientas no se cuidó apenas, porque él sabía que ésas son cosas inherentes a las guerras, pero le irritó mucho ver cómo se vendía opio en todas partes. De cualquier modo, ya las ruinas y la desolación eran suficientes para impresionar, porque en aquella ciudad, que había sido tan rica y alegre, las calles estaban ahora silenciosas. Miles de sus moradores habían muerto y muchas casas aparecían quemadas y desiertas. Hallábanse cerradas las tiendas, salvo las que, como la de Wu Lien, florecían a favor de las circunstancias. Y prosperaban nuevos y malignos establecimientos, chozas unos, alegres barracas de pintura y papel otros, burdeles descarados unos cuantos, y todos abiertamente consagrados a la venta de opio. Se detuvo Lao Er ante un local de aquéllos y fingió vacilar entre si entraría o no. En esto salió un cojo, al que le faltaba la pierna derecha, que con una muleta suplía. Por lo enteco y amarillo, dedujo Lao Er que aquel hombre llevaba mucho tiempo frecuentando el fumadero, y le habló:
—¿Venden aquí… eso? —y señalaba al signo con el dedo.
El hombre asintió.
—Y siendo el enemigo el que lo vende, ¿está bien para nosotros entrar?
—¿Qué nos importa eso a personas como nosotros? —repuso el cojo—. ¿Me devolverá alguien lo que he perdido? En el mejor caso, ni aun la marcha del enemigo me devolverá mi pierna, ni mi mujer e hijos, ni la taberna que tenía. No me preocupa ni siquiera la victoria. ¿De qué me serviría?
Lao Er pensó que hombres como aquél eran los verdaderos vencidos. Volvió a su casa renqueando, y contó lo que había visto, añadiendo que había andado por los mercados, donde los vendedores le dijeron que los precios estaban por las nubes y la gente se moría de necesidad sin que el enemigo se ocupase de ello ni de nada, fuera de proporcionar opio barato, para que el pueblo hallase fácil olvido.
Y entonces descendió sobre la casa más tristeza que nunca, porque por el caso de su madre sabía Ling Tan lo que el opio puede hacer y cómo puede trastornar las almas. Se quejó:
—¿Qué defensa tenemos contra eso? Podemos escondernos de los barcos volantes y reconstruir las casas quemadas, pero ¿qué se puede hacer si nuestros compatriotas olvidan lo que nos ha pasado?
Y Ling Tan juzgó que lo del opio era el mal mayor que les había causado el enemigo.