Aquélla era una alegría en medio de sus congojas. Al día siguiente, después de comer y lavarse, fueron a casa del primo tercero, y Ling Tan, sacando del pecho la carta de su hijo segundo, pidió a su pariente que se la leyera.
En aquella aldea siempre el recibir una carta tenía importancia, y más ahora en que no había llegado ninguna desde que viniese el enemigo. De modo que no procedía leerla al descuido. Ante todo el primo se lavó la cara y manos y se enjuago la boca, y su esposa, separándose del lecho de su hijo, acudió a escuchar, y anduvo dando la noticia a los vecinos. Cuando el primo hubo leído la carta para sí y reflexionado para cerciorarse de que la había entendido bien, se dispuso a leerla en voz alta, y ya entonces había en torno diez hombres reunidos para oír las noticias.
Ling Tan y su mujer, tras esperar con paciencia, pudieron al fin informarse del texto de la carta. La espera no había sido grata, porque el joven herido empezaba a pudrirse y había un hedor tremendo, mas todo lo soportaba el matrimonio con tal de tener noticias de su hijo, su nieto e incluso de Jade. El primo carraspeó, escupió, tomó un sorbo de té, alzó la carta y, mirando severamente a los circunstantes (consciente de su importancia y de que, siendo el único que sabía leer, todo dependía de él), levantó la voz y empezó:
—«Muy honrados padres: Esperamos que os halléis bien y que todo en casa marche como de costumbre. A nuestro hermano mayor y los suyos presentadles nuestros respetos, y a los demás nuestros buenos deseos y nuestra esperanza de que todo ande como de costumbre».
Ling Sao, secándose los ojos, exclamó:
—¡De qué poco valen los buenos deseos ahora!
Ling Tan le hizo signo de que callase y el primo continuó:
—«Desde que dejamos nuestra buena casa y os vimos por última vez, hemos viajado por lo menos mil millas y ahora estamos en un sitio donde nos hemos parado para que nazca nuestro hijo, pero no contamos estar mucho tiempo, porque se dice que el enemigo se acerca. Sin embargo, si tú, honrado padre, puedes decirnos cómo se vive bajo el enemigo, acaso nos quedemos si el enemigo no es demasiado malo, porque aquí hay trabajo y yo, tu segundo hijo, puedo muy bien tirar de un rickshaw y ganar con ello dos veces lo que suele ganar un maestro de escuela, porque ahora los trabajadores gozan de salarios altos».
A esto la mujer del primo aulló a su esposo:
—¿No te he dicho siempre que el saber no vale de nada? Ya ves, viejo, cómo podríamos estar si tuvieses fuerza para llevar un rickshaw. Pero no eres capaz de eso, porque tienes el estómago lleno de tinta. Siempre he dicho que por eso te huele el aliento tanto.
El primo, viéndose lesionado en su dignidad, replicó:
—¿Y quién leería esta carta con las noticias que contiene si no estuviera yo aquí?
Miró a los presentes y todos hicieron gestos confirmatorios de que él era quien más valía de todos, y entonces continuó:
—«Vuestro nieto ha nacido el último día del mes decimotercero, algo antes de tiempo por lo mucho que su madre ha andado. Tranquilizaos por el niño, porque está sano y fuerte. Cuando los tiempos mejoren iremos y os lo enseñaremos».
—¿Cuándo vendrán esos tiempos? —dijo Ling Sao.
El primo prosiguió:
—«Si las cosas empeoran iremos a las partes altas del río y os escribiremos desde allí. Si nos escribís, confiad la carta a Liu, el octavo hermano, el de la tienda que está en la esquina de las calles de la Aguja y del Mercado de Pescado».
—¿No hay más? —preguntó Ling Tan.
—Sólo el adiós y la firma —repuso el primo.
Ahora que la carta había terminado y dejaban de ocuparse de ella, todos repararon de nuevo en el hedor, y Ling Sao preguntó a la mujer de su primo cómo estaba su hijo. La mujer, suspirando, repuso que ya estaba lleno de gusanos y que tenía mala traza. Pidió a los reunidos que fuesen a ver al herido y le diesen consejos. Todos, levantándose, pasaron a la habitación del joven, mas el olor era intolerable, y los visitantes hubieron de llevarse las manos a las narices.
Ninguno se acercó al muchacho, que estaba pálido y flaco como si se hubiese pasado la vida fumando opio. Todos suspiraban cuando el joven volvió su apagada vista hacia ellos, y se apresuraron a salir. La madre comprendió que juzgaban el caso desesperado y así apoyando la cara en la pared, lloró. Ling Tan y su mujer le exhortaron a que no llorara, al menos hasta que su hijo estuviese muerto en realidad, mas ella, sollozando, repuso:
—Si tengo ganas de llorar, lloraré. El muchacho está ya casi muerto, porque tiene el vientre lleno de gusanos. Luego empezarán a roerle el corazón. ¿Qué haré yo entonces?
Viendo que no aceptaba consuelos, la dejaron.
La poca voluntad de vivir que le quedaba al joven le vino abajo oyendo aquellas palabras de su madre, y antes de que transcurriera una hora volvió la cara a la pared y abandonó todo deseo de seguir resistiendo. Cuando la madre volvió a su lado, en el lecho de su hijo no había cosa viviente, fuera de gusanos.
Ling Tan, al saberlo, suspiró y dijo a su esposa:
—Estoy seguro de que ese muchacho no hubiera sido cosa de provecho y que hubiese acabado haciéndose bandido y robándonos como ellos nos roban; pero, sin embargo, ¿por qué ha de haber muerto mientras otros, que son peores, viven? Tenía derecho a vivir y el enemigo le ha quitado la vida, y por eso cada día siento más odio contra los enemigos que han traído la guerra a gente buena como nosotros. Tanto odio tengo que juro que no podré soportarlo si no lo quito de encima de alguna manera.
Ling Sao, temerosa al oírle, respondió:
—No dejes que el odio te llene la sangre, porque te la envenenará, y si te pones enfermo, ¿qué podré yo hacer?
Ling Tan comprendió que su mujer tenía razón y le prometió no pensar en aquellas cosas, sino en otras distintas, como en arar la tierra ahora que llegaba la primavera. Y así lo hizo, congratulándose de que la tierra siguiese allí y de que le brindara las labores que el suelo exige en todas las estaciones.
No sabía que, desde que el hijo del primo tercero murió, la mujer de aquel primo no odiaba ya al enemigo, sino a Ling Tan, porque creía verdaderamente que si el joven se hubiera casado con Jade estaría vivo todavía. Por las noches no paraba de decir a su esposo:
—Si Jade hubiera sido mujer de nuestro hijo, no le hubiera dejado ir a la ciudad aquel día, ni él hubiese tenido ganas de marchar de casa. Sólo se fue por el disgusto que sentía. Y, aunque no fuera así, ahora yo tendría un nieto y el hijo de Jade sería nuestro y no de Ling Tan. En buen derecho y ante los dioses es nieto nuestro y no de Ling Tan, y éste nos ha robado con el peor de los robos, porque nos ha quitado nuestra casa y nuestra sangre, y ahora no tendremos quien adore nuestros restos cuando muramos. De manera que Ling Tan nos ha hecho malditos para siempre.
Su marido se agitaba en el lecho oyendo tales palabras, porque le constaba que en el fondo no tenían ni asomo de razón. A la par era hombre pacífico y no quería provocar las iras de su mujer. Suspiraba, pues, diciendo que le dolía la cabeza y que quería dormir tranquilo, y ella le respondía dándole puntapiés en la espalda. Ya exasperado, él respondió con otros puntapiés, aunque menos fuertes, y preguntó:
—¿No era yo también padre del muchacho y no siento su pérdida? Mi disgusto es mayor que el tuyo, porque el mozo era el único hijo que tú me has dado, mientras en estos años yo hubiera podido tener cien hijos con toda la simiente que no he aprovechado.
Más furiosa aún, ella le pateó con ambos pies, porque su marido decía verdad. La mujer había quedado estéril a consecuencia de una fiebre contraída después del nacimiento de su hijo, y además tenía tan mal carácter que no hubiera permitido la presencia de una concubina en casa de su marido, incluso si él hubiera poseído dinero para comprarla, caso que no se daba ciertamente. Él respondió a la agresión con otros dos o tres puntapiés, pero su mujer tenía mucha fuerza, y por lo tanto el pobre hombre acabó levantándose y yendo a acostarse sobre un banco en el otro cuarto de la casa, sin dejar de interrogarse por qué las mujeres serian como eran. Y envidiaba a los monjes y eremitas y demás hombres que no necesitaban mujer y soñaba algo que venía soñando hacía tiempo: huir de allí y tornarse monje.
Mas ahora incluso ello ofrecía peligros. De muchos templos habían sido arrojados los sacerdotes, a los que sustituían los soldados. Y él temía a los soldados tanto como a su mujer. Yació, pues, en el banco, pensando en lo infeliz que era su vida, a pesar de que él fuese un buen hombre que sólo buscaba paz y tranquilidad. Pero no había paz en sitio alguno, ni siquiera para él y su minúscula vida.
Ling Sao hallaba su casa muy sola. Estaba acostumbrada a ver todos los cuartos llenos de hijos y nietos; a encontrar por la noche durmientes en todas partes, y la mesa abarrotada a las comidas; a estar continuamente atareada… Y ahora sólo quedaban dos hombres y dos niñitos. Incluso estos últimos vivían llenos de silencio y de temor de lo que no conocían, y en vez de alborotar y jugar se sentaban juntos, cogidos de la mano. El mayor parecía ya un hombrecito. Ambos estaban amarillos y flacos, y a cualquier ruido se estremecían.
El padre de ambos, antes tan alegre y animado, rara vez hablaba ahora una palabra. En verdad aquel joven no servía para malos tiempos. En la buena vida de antes hubiese cumplido su misión y héchose lentamente un hombre respetable y maduro, estimado en la aldea por su prudencia y padre de muchos hijos que le hubiesen amado por su amabilidad. Pero en estos tiempos en que todo andaba trastornado, el joven no sabía qué hacer y caía en silencios tan intensos que a veces parecía haber perdido el juicio. No había esperanza de que encontrase quien ocupara el lugar de Orquídea, y si en ocasiones él lo deploraba, en otras se sentía contento de ello, por miedo a más hijos y más complicaciones. Ejecutaba, pues, los menesteres que se le mandaban tan hurañamente como el búfalo, labrando y no ocupándose de más.
Ling Tan, mirándole, pensaba a menudo: «He aquí uno a quien la guerra ha echado a perder». Y sentía frecuentes accesos de ira contra los hombres amantes de la guerra. Mientras araba enfurecíase mirando las casas semiarruinadas de la aldea, entre ellas la suya propia, que no osaba reparar por temor a tentar al enemigo a nuevas destrucciones. En todos los lugares del valle pasaba lo mismo. Según se decía, más allá de la ciudad hasta la misma tierra había sido arruinada, tornándose calcinada y estéril. Y era aquélla la misma tierra fértil que durante siglos había dado abundancia de mantenimientos. Nunca las propias y pequeñas guerras locales habían dañado a la tierra, no siendo a través de impuestos excesivos que forzaban a obtener más producción del suelo. Y aun en este caso la tierra no perdía su riqueza, puesto que se le daban más abonos que a la postre la alimentaban.
Toda aquella primavera, mientras Ling Sao trajinaba en la casa, Ling Tan airábase más en su corazón contra quienes hacían guerras. Sabía, de oídas, que había también en otros países hombres de aquéllos, y, pensando en los extranjeros que moraban al extremo opuesto del mundo, se preguntaba si sufrirían lo que él.
«Nosotros, los hombres de paz de todo el mundo, ya vivamos en la parte superior de él, ya nos movamos con la cabeza hacia abajo, en la parte inferior, debiéramos unirnos para impedir la vida a los amantes de guerras —reflexionaba—. Sí: cuando viéramos que a un niño le gustaba pelear, debíamos encerrarle si no conseguíamos educarlo de otro modo».
Cuanto más meditaba en ello más se convencía de que sólo una cierta clase de hombres gustan de la guerra. Y si se invalidaba a esos hombres reinaría la paz en el mundo. Tales eran sus pensamientos, mas ¿qué podía hacer una persona sola como él? Empero, se preguntaba: «¿Es que no hay otros lo mismo que yo?».
Aquella primavera fue triste. Pasaban una fiesta tras otra sin que se celebrase ninguna, porque ¿cómo puede un pueblo regocijarse cuando lo domina el enemigo? Tan silente estaba la casa que Ling Sao sentía un intenso desasosiego, y aquello le producía comezón en la piel al punto de hacerla rascarse. Ling Tan concluyó notándolo y una noche, en el tercer mes de aquel año aciago, preguntó a su esposa:
—¿Por qué te rascas y frotas la nariz de ese modo?
Ella prorrumpió en tantas palabras que parecía una cazuela hirviente cuando se le levanta la tapa.
—Nuestra casa parece una tumba ¡Nunca debimos dejar marchar a nuestro segundo hijo y a Jade! Nuestro hijo mayor no vale para nada. ¿Qué será de los dos pobres niños si nos ocurre algo a ti y a mí? Porque ya somos viejos…
Escuchando, Ling Tan se asombraba de que, después de vivir tantos años juntos, nunca él supiera a punto fijo lo que podía ocurrírsele a su mujer.
—¿Serías capaz de pedir a tu hijo segundo y a Jade que vinieran, con nuestro nieto, de la tierra libre a ésta que es del enemigo? —inquirió el marido con gravedad.
—No es del enemigo mientras vivamos en ella —respondió la mujer—. En eso te engañas, hombre. Sólo dejará de ser nuestra si la abandonamos. Pero no lo haremos, ni nuestros hijos tampoco, porque, si muriéramos, ¿quién se ocuparía de la tierra?
Había cierta sensatez en aquellas palabras y Ling Tan era harto justo para negar la razón a quien la tenía, aunque fuese una mujer, y por tanto dijo:
—Sigue hablando, vieja —y encendió su pipa para mantenerse sereno, aunque el tabaco estaba muy escaso aquellos días y seguiría estándolo hasta que él recogiese el poco que cultivaba.
—Digo que nuestro hijo debe volver y vivir aquí como vivía, porque no debemos ceder al enemigo —declaró Ling Sao—. Es ceder dejar que los jóvenes se vayan y sólo queden los viejos, pues el enemigo pensará que tenemos miedo.
También en esto había alguna verdad. Ling Tan fumó un rato más y expuso:
—Las cosas se presentan mal. Cierto que las mujeres no corren tanto peligro como a últimos del año pasado. No, no corren tanto riesgo, gracias a que hay abundancia de cortesanas, según se dice. Además, los peores de los soldados enemigos se han ido de la ciudad. Pero nos esperan otros males.
—¿Qué males? —preguntó ella.
Nunca había vuelto a decir que no temía a ningún hombre, ni lo diría más. Mas ¿qué males habrá peores que los hombres?
—Se rumorea que van a aplicarnos leyes muy duras a los labradores. ¿Y cómo vamos a desacatarlas si no tenemos fusiles?
—Pues si vienen esos males, nuestros hijos deben estar aquí para ayudarnos. Cuando contestes la carta de tu segundo hijo dile que yo lo creo así.
—Ya… —repuso él.
Y no dijo otra cosa, pero pasó largo rato aquella noche meditando en las opiniones de su mujer. Ella, de ese modo antojadizo y pueril propio de las mujeres, había arrojado en el cerebro de su marido una semilla, exponiendo una verdad, no por la verdad misma, sino por su mero deseo de conocer a su nieto. Mas la semilla, en el cerebro del hombre, arraigó y fructificó.
«Si es verdad que el enemigo se ha extendido por estas comarcas como una peste —reflexionaba Ling Tan—, ¿hemos de huir ante él y abandonarle la tierra? Hay quienes huyen por temor, pero otros son fuertes y se quedan, ¿y no soy uno de ésos? Mi mujer se engaña cuando dice que todos nuestros hijos deben estar aquí, mas acierta creyendo que mi hijo mayor no podrá vivir solo. Mi hijo menor no debe estar aquí, puesto que hará mejores cosas en otra parte; pero ¿y mi hijo segundo? Si es como yo, debe estar en casa y trabajar la tierra conmigo. Él y yo, y otros como nosotros, hemos de estar en nuestras aldeas, manteniendo lo que es nuestro y hostigando al enemigo como las pulgas hostigan la cola de un perro, de manera que el animal no puede avanzar por tener que ocuparse en rascarse el rabo».
Sonrióse de su propia comparación, y Ling Sao exclamó:
—¿Por qué te ríes para ti como un viejo tonto cuando atravesamos días como éstos?
—No te lo pienso decir todavía —respondió él.
Mas la semilla empezaba a florecer en su mente.
Empero, aquella primavera fue tan mala que a Ling Tan pudiera haberle faltado valor para llamar a su segundo hijo, de no abatirse sobre su casa un nuevo desastre, que fue peor que las nuevas contribuciones impuestas por el enemigo, y que sus leyes sobre el precio del arroz y sobre lo que cada uno debla y no debía plantar, lo que era una tiranía como Ling Tan no soñara jamás. Y el desastre fue éste: había habido aquel año tantos muertos, que no se pudo enterrarlos a todos, y para desembarazar las calles de cadáveres se arrojaban éstos a canales y ríos. Cuando hicieron su aparición las crecidas de primavera, las aguas empezaron a dejar cuerpos podridos en las orillas, y aquellos cuerpos propagaron infecciones. La gente pobre enfermaba por comer cangrejos que se habían alimentado con tal carne, y al llegar el calor estival se difundieron por doquier fiebres y flujos.
¿Y habían de faltar en casa de Ling Tan? No, y cayeron sobre los pequeños y débiles. Toda la familia enfermó durante más de diez días, pero los dos taciturnos niñitos fueron los primeros. Las otras tres personas de la familia les atendían, a pesar de que tenían tales vómitos y descomposición que la propia Ling Sao hubo de volverse a un lado para vomitar mientras ayudaba al pequeño a expirar tranquilo. Finalmente, los dos rapaces murieron, y con ellos se extinguieron las esperanzas que Ling Tan no había creído nunca tener. Ling Sao lloró como no había llorado jamás.
—¿Qué nos queda ahora? —sollozaba—. ¿Qué es una casa sin niños?
El padre de las víctimas no lloró ni gimió. Erraba por la casa como una sombra, y cuando los pequeños fueron enterrados y los abuelos hubieron mejorado un tanto, les dijo que le perdonasen si se iba por algún tiempo.
—¿Adónde? —inquirió su madre.
—No lo sé. Se que tengo que irme.
Ling Tan reflexionó acerca del lugar a que podía ir su hijo, a fin de tener esperanzas de poder tornar a verle, y, tras una febril meditación, le dijo:
—Puesto que quieres marcharte, debieras ir a los montes, ver qué ha sido de tu hermano y traernos noticias suyas. Temo que se haya ido con los ladrones y no con la gente buena de las montañas. Si está con los malos, llévalo a los buenos.
Esto serviría para dar a Lao Ta una tarea, impidiéndole entregarse a la desesperación que nace de no tener un fin en la vida, y por otra parte podría sacarles de dudas sobre la suerte del último hijo.
—¿Me ordenas eso? —preguntó el hijo mayor.
—Sí —repuso Ling Tan.
—Entonces tengo que obedecerte.
Así, a los pocos días, luego de que Ling Sao hubo lavado las ropas del joven y cosido en los dobleces algún dinero, los padres le vieron marchar, con una manta al hombro, con provisiones para un par de días y unas sandalias nuevas.
—¿Cómo podrás trabajar la tierra tú solo? —dijo Ling Sao a su marido.
—No sé, pero no he tenido valor para retener al muchacho.
—Solo queda un remedio. El cielo te ha mostrado su voluntad. Llama a tu segundo hijo.
Ling Tan se volvió, con ligera sonrisa.
—¿Solo la voluntad del cielo, vieja? No he oído que tratases de retener a tu hijo mayor.
—¿Acaso ha sido mi voluntad que muriesen mis nietos? —respondió ella, con el rostro grave.
—Ya sé —dijo Ling Tan, con tristeza, mientras su sonrisa se desvanecía— que eso no se debió a tu voluntad.
Siguieron con la mirada a su hijo hasta que se perdió camino de las montañas, dejándolos solos. Nunca habían estado solos en la casa, porque antes de que les nacieran hijos habían vivido con el matrimonio los ancianos padres de Ling Tan. Ling Sao no podía vivir en aquella soledad, y de continuo decía:
—¿Cuándo vas a escribir la carta? ¿Por qué no escribes hoy? Puede que tarde en llegar un mes o más aún.
—Espera —contestaba él, invariablemente.
Y la espera duró hasta que el pensamiento hubo madurado en la cabeza de Ling Tan y éste se sintió seguro de la prudencia de aquella idea. Cuanto más reflexionaba en la perversidad de la guerra, más cierto se sentía de que sólo podría ser superada por hombres como él, resueltos a seguir viviendo a pesar de la lucha. Puesto que su segundo hijo era el que más se le parecía, a él le correspondía continuar la obra de su padre. La guerra no iba a ser breve. El enemigo no se dejaría privar fácilmente de lo ganado, e hijo tras hijo tendría la familia que continuar subsistiendo a pesar de la contienda.
Siete días llevaba Ling Tan solo en la tierra cuando sus reflexiones maduraron. Al octavo día, dijo a su mujer:
—Hoy escribiré a nuestro segundo hijo.
Ling Sao, muy satisfecha, empezó a ocuparse de la comida, diciendo:
—Te daré un huevo fresco, para reforzarte.
Sacó de la cesta el huevo más reciente, lo cascó en una escudilla y lo hizo beber a su marido antes de que tomase el desayuno. Cuando lo hubo concluido, Ling Tan fue a casa de su primo tercero.
Mientras Ling Tan decía a su pariente lo que deseaba que le escribiese, sabía bien la carga que encima se echaba. Ling Sao sólo pensaba en que iba a tener consigo a su hijo y a su nieto, más precioso éste porque era el único restante. Si sentía alguna íntima inquietud se consolaba pensando que lo más grande del desorden había pasado, que los soldados más perversos habían sido refrenados o expedidos a la conquista de otras ciudades, y que, si bien los tiempos eran malos, quienes humillaban la cabeza ante el enemigo podían vivir.
Pero Ling Tan veía más y con más claridad que su mujer. Conocía su carácter y el de su hijo segundo y le constaba que no siempre obedecerían los dos como esclavos cuanto se ordenaba en aquellos días. Las perspectivas, bien le constaba, no eran nada buenas para gentes libres. Hacía, pues, largas pausas en la carta, pensando y frotándose la rapada cabeza antes de resolver lo que debía decir a su hijo. El primo esperaba, pincel en mano, y el pincel se secaba en ocasiones antes de que Ling Tan se expresase de nuevo. Entonces, el primo humedecía el pincel en la boca, y ésta se le llenaba de tinta.
—Di a mi hijo —indicó Ling Tan al fin— que no encontrará paz cuando vuelva. Que hemos tenido malas cosas, pero que pueden esperarnos otras peores. Él y yo hemos de endurecer nuestros corazones y soportar lo insoportable.
El primo escribió y esperó luego, chupando el pincel, a que Ling Tan prosiguiese:
—Dile que su madre y yo estamos solos, que mis otros hijos se han ido a las montañas, que la mujer de mi hijo mayor y mis dos nietos han muerto y que nuestra hija menor se ha ido con la mujer blanca. Que no corra el riesgo de venir únicamente porque nos sepa solos. Dile que su madre quiere que venga porque la casa está vacía, pero que yo sólo quiero que venga si él piensa, como yo, que debemos retener esta tierra mientras vivamos, para librarla del maldito enemigo. Él debe seguir conservándola después que yo, y su hijo después que él, hasta que el enemigo se vaya.
El primo alegó:
—Si esta carta cae en manos del enemigo, ¿no vendrá y destruirá en castigo nuestra aldea?
—No la enviaré por medios usuales, sino por un mensajero hasta la frontera —repuso Ling Tan para animar a su pariente a que la continuase.
Existían, en efecto, hombres que iban y venían trasponiendo la línea divisoria de la tierra libre y el país ocupado. Habían hecho de aquellos viajes su profesión y andaban disfrazados de labradores, mendigos o ciegos, agitando sus campanillas y deteniéndose en los pueblos a narrar cuentos o entonar canciones. Uno de aquéllos había dado a Ling Tan la carta del hijo de éste.
El primo, dubitativo, siguió escribiendo, y cuando concluyó la carta la leyó para que Ling Tan comprobase si estaba incluido todo lo que él quería. Ling Tan, esforzándose en discernir lo esencial entre la floritura de cosas cultas añadidas por su primo, pensó que su hijo entendería el significado de la carta. No dejaría el joven de saber que la misiva estaba escrita por el primo, quien nunca ponía el pincel en el papel sin añadir superfluas palabras elegantes, citas antiguas de los clásicos, versos y otras necedades que jamás usaban las personas sensatas.
«Mi hijo comprenderá lo que es de mi primo y lo que es mío —pensó Ling Tan—. No puedo ofender a este hombre censurándole lo que agrega, porque le gusta expresar lo que sabe». Terminóse, pues, la misiva, y Ling Tan la tomó, luego de que estuvo sellada, no queriendo dejarla a su primo para impedir que éste añadiese otras cosas e hiciese el escrito más confuso de lo que ya lo era. En efecto, el primo, además de las expresiones intelectuales, había dado sus propias noticias e informes de cómo la aldea estaba medio arruinada; y Ling Tan tenía que confiar en la sagacidad de su hijo para que comprendiese el significado real de su carta.
Ling Tan envolvió el escrito en un pañuelo y esperó que llegase uno de los hombres que iban y venían de una zona a otra. Pasaba por la casa de té a diario, en especial por la noche, porque aquellos hombres solían viajar de noche y dormir de día. Al cuarto día avisó a un joven cuyo aspecto denotaba lo que hacía, y Ling Tan le dijo en voz baja:
—Si vas a la frontera, ¿querrás llevar una carta a mi hijo?
El hombre asintió y Ling Tan le dijo dónde vivía Lao Er. Al anochecer, el emisario se presentó en casa de Ling Tan, donde ya habían preparado una comida que el joven compartió con ellos. Durante la cena el joven les contó muchas cosas, explicándoles que en la frontera de la tierra libre se estaba concentrando un gran ejército que iba a resistir a los enemigos como aquella gran muralla que antaño construyeran los emperadores en el Norte. Mas ésta era una muralla de carne viva, con una milla o dos hasta diez. Añadió que en la tierra libre había escuelas, minas, molinos, fábricas y millones de personas huidas de la zona ocupada, pero resueltas a resistir y no ceder más.
Todo esto animó a Ling Tan, aunque ni él ni su mujer sentían deseos de partir, ya que su tierra estaba aquí y no allá. Dijo:
—Mi corazón cobra alientos oyendo esas cosas, y cuando llegue el día en que ese ejército venga, yo estaré aquí y mi hijo conmigo, si viene, y esta tierra será nuestra porque no la habremos abandonado.
Entrego la carta al joven y empezó a explicarle cómo era Lao Er, para que el emisario le reconociese si le veía, mas Ling Sao le atajó, manifestando:
—Tú no le conoces como yo, que le llevé en mi vientre. Oye, emisario: mi hijo tiene bajo el ojo derecho un lunar, pero tan pequeño que sólo se le ve si se fija uno; y sus ojos son mayores y más negros que los de los demás hombres; y tiene la cara cuadrada, como su padre; y la boca grande como la mía. Es de estatura corriente, con los hombros cuadrados y las pantorrillas llenas. En el pulgar del pie derecho tiene una cortadura que se hizo con un arado, y hubiera perdido ese dedo si yo no me hubiese desgarrado el delantal para hacerle una venda. ¿Cómo no lo iba a romper, si era para mi hijo? En la cabeza tuvo una vez un forúnculo y le ha quedado una calva, que él se esconde bajo el pelo, de manera que tendrás que buscarla para verla.
Ling Tan, riendo, opuso:
—¿Crees que este joven buscará de ese modo a nuestro hijo, mujer? No le hagas caso, joven. Es como todas las demás mujeres y se figura que sus hijos son distintos a los demás hombres. Yo te digo que es un mozo robusto, de buena apariencia, pero no excesivamente buena. Sí, no es como nuestro tercer hijo, que tiene la cara tan bella como una muchacha…, y bien me pesa de ello.
Ling Sao bajó la cabeza. El joven, levantándose, dijo que tenía que ponerse en camino.
—¿Cuánto tiempo podrá tardar mi hijo en recibir la carta? —preguntó Ling Tan.
—No sé —repuso el joven—. Si tengo suerte, en menos de un mes. Pero no siempre la tengo.
Se despidieron. Ling Tan dio algún dinero al emisario y Ling Sao le entregó pan con carne de cerdo. Le pidieron que durmiese en su casa si alguna vez volvía al lugar, y él, agradeciéndoselo, se alejó sin haber dicho su nombre, de manera que si el enemigo preguntaba se le pudiera contestar «No conozco ni siquiera el nombre del que dices».
Ya enviada la carta, Ling Tan y su mujer esperaron, sin que el marido tuviese en sus labores de la tierra otra ayuda que la de su mujer. A principios de verano había sido plantado el arroz y medraba bastante, pero no había sido posible quitarle los hierbajos como cuando estaban los hijos. El búfalo había de prescindir de ir a pastar por las laderas, porque no había nadie que lo llevara. No obstante, marido y mujer cultivaban la tierra, y Ling Sao no se ocupaba de la casa y sólo cocinaba una comida cuando los dos volvían por la noche.
Hablaban mucho de lo que pasada cuando Jade y el nieto estuviesen allí, y un día Ling Sao dijo que debían disponer de un sitio donde esconder a la muchacha, para evitar tener que volver a refugiarse al lado de la extranjera de la ciudad. Convenía un escondrijo propio para usarlo si se hacía menester.
—¿Dónde? —preguntó Ling Tan—. Tu pensamiento, vieja, es bueno como un huevo, pero ¿cómo empollarlo?
—Yo lo empollaré —rió ella.
Reflexionó y a los pocos días dijo:
—Podemos cavar en el suelo de la cocina, y tras el fogón y luego seguir el hueco por debajo del muro y del patio. Como no tenemos tiempo para tejer ni sitio donde vender la tela que tejamos, destinaremos la puerta, postes y vigas del cuarto del telar a una habitación que hagamos debajo del patio. Taparemos la entrada con tablas y esparciremos tierra encima.
Ling Tan alabó tanto aquella idea que Ling Sao se sonrojó.
—No me ha costado muchas reflexiones —dijo, modesta.
—Pues es cosa importante. Muchas mujeres, mientras trabajaban en el campo, hubieran tenido la mente ociosa, pero tú te diferencias de las demás en que siempre tienes la cabeza trabajando y por eso nunca se sabe lo que se te puede ocurrir. Te aprecio, mujer, y nunca me canso de ti.
Ella sonrió y se tapó la boca con la mano, porque le faltaban desde hacía muchos años los dientes, y aunque usualmente lo olvidaba, acordábase de ello cuando su marido le hacía algún elogio y se tapaba para que él no reparase en las brechas. Y aquella noche iniciaron una excavación. Era una calurosa noche estival. A espaldas del fogón el suelo era de una dureza pétrea, apisonada como estaba por las muchas mujeres que, generación tras generación, se habían acurrucado allí preparando la comida. Pese a que los esposos trabajaron hasta quedar rendidos, sólo consiguieron hacer un hueco de seis o siete pulgadas.
—Tendrán que ayudarnos los jóvenes a hacer esto —dijo él, exhausto y jadeante.
—Pero podemos cavar lo bastante para poder esconder a alguien cuando ellos vengan —repuso Ling Sao.
Desde entonces, día tras día, nunca consideraron su jornada completa si no abrían unas cuantas pulgadas más. Aquel hueco se convirtió en el consuelo de sus vidas. No sólo permitiría esconder a personas, sino también, en caso necesario, el arroz que crecía ahora en los campos.
Porque, con gran terror de Ling Tan, un día en que estaba trabajando la tierra, vio llegar una partida enemiga desde la ciudad. Suspendió su trabajo, seguro de perder la vida, ya que entre los enemigos venían soldados con fusiles. Escuchó cuando le hablaron y supo que no quedan matarle. El que le interpelaba llevaba un cuaderno y una pluma y hacía preguntas a Ling Tan inquiriendo cómo se llamaba, cuánto hacía que moraba allí, cuánta tierra le pertenecía y cuánto arroz daría la cosecha de aquel año. En su temor, Ling Tan mintió menos de lo que hubiera querido, si bien disminuyó mucho la probable cosecha, porque estaba acostumbrado con los recaudadores de impuestos. El hombre que apuntaba no sabía nada de aquello y anotó lo que le dijo Ling Tan. Luego le habló en voz fuerte:
—Este país, campesino, nos pertenece a nosotros que lo hemos conquistado, y tú has de cultivar en tu tierra lo que te digamos y venderlo a los precios que señalemos. Se ha acabado el comprar y vender a capricho, porque nosotros establecemos la ley y el orden y todo ha de hacerse según la ley.
Ling Tan era buen labrador y hombre despejado, y sabía que los precios necesariamente han de variar de un año a otro, según el tiempo, la cosecha, el número de compradores y vendedores y la cantidad que se pueda llevar a otras partes o traer de ellas. De manera que nunca puede predecirse cuál ha de ser el precio del arroz o de la carne. Dijo, pues, con voz tranquila y cortés:
—¿Cómo puede decirse de antemano, señores, el precio del arroz? En nuestro país es el cielo el que decide esas cosas.
El diminuto enemigo se estiró, contrajo la boca y gritó a Ling Tan:
—Nosotros somos quienes las decidimos ahora, campesino, y los que nos desobedezcan se quedarán sin tierra.
Ling Tan, sin replicar, bajó la cabeza, fijó los ojos en la tierra oscura y, contestando a las preguntas, declaró que poseía un búfalo, dos cerdos, ocho gallinas, un estanque con peces y algunos patos, y que los habitantes de la casa eran sólo él y su esposa.
—¿No tenéis hijos?
Ling Tan alzó la cabeza y dijo su primera mentira completa:
—No.
—Desde primero de mes queda intervenido el pescado. Pescado sólo comeremos nosotros. Si coges un pez en tus aguas no lo puedes comer, sino que has de traérnoslo.
—El estanque es mío —dijo Ling Tan.
Desde niño había pescado en aquella alberca y sus peces eran su principal alimento.
—¡Nada es vuestro! —exclamó el hombrecillo—. ¿Cuándo aprenderéis los aldeanos la verdad de que habéis sido vencidos?
Ling Tan levantó la cabeza. Cerró los labios para salvar la vida y miró a los ojos de aquel hombre, «Nunca aprenderemos que hemos sido vencidos… ¡No!», decían sus pupilas. «¡No!», decía su cabeza levantada. «¡No!», decía toda su apariencia. Pero su voz no habló, porque Ling Tan sabía que viviendo podría conservar toda su tierra, mientras que muriendo no tendría más que aquella en que reposase.
El enemigo, apartando la vista, dijo en voz alta:
—Ahora estás registrado, campesino, y tú y tu mujer, y tu búfalo, y tus cerdos, y aves, y peces y tierra, todo ello es tuyo. Haz lo que te mandemos y vivirás en paz.
Ling Tan, sin contestar, prosiguió quieto, con la cabeza alzada. Los enemigos se fueron y él los vio pararse ante cada casa y en cada campo donde había hombres al trabajo. Eran pocos porque los jóvenes se habían ido o habían muerto, y sólo quedaban quienes creían, como Ling Tan, que habían de conservar la tierra a toda costa.
No entró en su casa mientras estuviesen visibles los enemigos. Azada en mano siguió trabajando como antes, cual si nada le importase, pero sentía el corazón entristecido. Cuando el enemigo se alejó del valle, Ling Tan vio que todos los hombres, echándose la azada al hombro, iban hacia la aldea, y él hizo lo mismo. Se reunieron en la semiarruinada casa de té. Eran treinta o cuarenta. Todos hablaban de los propósitos del enemigo. Quedaban obligados a vender a los invasores, y a precios ruinosos, el arroz que recolectasen, y no podían comer pescado, aunque éste saltase a sus propias manos desde sus albercas.
—Jamás hemos conocido tal tiranía —opinaban todos.
Se habló poco porque nadie sabía lo que les esperaba y era inútil platicar y enfurecerse hasta ver lo que ocurría.
—Si podemos soportarla, la soportaremos —declaró Ling Tan, condensando el criterio de todos—, y si no podemos, tendremos que pensar el modo de no soportarla. Pero la tierra es ante todo.
Los demás convinieron en ello y se separaron, unánimes. No había entre todos un solo traidor. De regreso a casa, a mediodía, Ling Tan decíase que era conveniente que regresara su hijo segundo, porque él solo no hubiera podido tolerar semejantes tiempos. Los demás aldeanos le miraban como su jefe natural, pero ¿cómo dirigirlos si no podía soportar lo que viniese? Era menester un jefe joven y fuerte, capaz de pensar lo mejor en unos tiempos tan diferentes a los que había conocido Ling Tan.
En la mesa del desierto patio, donde su mujer y él comían juntos desde que quedaron solos, él contó lo sucedido. Ella, arremangándose, le dijo que fuese a un pueblo cercano, mayor que el suyo, y que comprara toda la sal que pudiera.
—¿Para qué mujer? —preguntó Ling Tan, sorprendido.
—Porque vamos a matar los cerdos y la mitad de las aves, y también tendremos que salar pescado, puesto que no nos dejan comerlo fresco.
—Si lo hacemos nos darán muerte —dijo él.
—Si nuestros animales mueren de enfermedad, ¿tendremos nosotros la culpa? —repuso ella—. Iré a la aldea y contaré a las mujeres que tenemos enfermos los animales, y tú di que vas a comprar sal. Con esto te aseguro que correrá la voz y quienes no hayan tenido la ocurrencia de hacer lo mismo la tendrán entonces si saben discurrir como se debe.
Sonriendo, Ling Tan calló y fue a comprar sal. Pero escaseaba y hubo de adquirirla en varios lugares. Luego, a escondidas y por la noche, los esposos mataron, secaron y salaron los cerdos y las aves. Dejaron viva la cerda, hasta que pariese, y Ling Tan la condujo al antiguo cuarto del telar para que no fuesen vistos los lechones.
«Ésos al menos no están registrados», pensaban con satisfacción.
Pasaron en aquello varios días. Cada vez que Ling Sao veía acercarse a un enemigo, guardaba la carne en el agujero de detrás del fogón, agujero que se ahondaba a diario. Jamás había comido Ling Tan tanta carne como aquel verano, porque existían partes difíciles de poner en salazón. La sangre se destinaba a morcillas. En toda la región se hacía lo mismo y los perros de las aldeas engordaban con tantos despojos. Lo único malo era la escasez de sal. Luego, súbitamente, hubo sal en abundancia. Había grupos que recorrían los pueblos dejándola en las tiendas y nadie se ocupaba de preguntar de dónde procedía. Les constaba que venía de los montes.
Muy largo pareció aquel verano en que Ling Tan y su mujer esperaban a su hijo y su nieto, mientras cavaban el hoyo. Sin cesar miraban los caminos, y por las noches despertaban con frecuencia y atendían. Los días pasaban. Lo que más molestaba a Ling Tan eran los enemigos que, una vez con escolta armada y otras sin ella, venían a decir lo que había que hacer y lo que no, y examinaban las cosechas, y miraban. Aprendió a callar y oírles y pudo advertir que, si bien todos eran malos, no eran, en cambio, iguales en su grado de maldad. «Esperaré que venga mi hijo —pensaba Ling Tan—. Y entretanto guardaré silencio».
En ocasiones el enemigo entraba incluso en la casa, pero Ling Sao había aprendido a ser hábil y tenía sitios donde esconder la carne y el arroz. Cuando el hoyo no bastaba, metía las cosas en los techados de los cuartos oscuros, donde no se notarla el polvo que pudiera caer. Fingía ser una mujer obtusa y silenciosa ocupada en hilar blanco algodón en su rueca, y si le hablaban movía la cabeza, se señalaba a los oídos como si fuese sorda y así la dejaban en paz. Procuraba no peinarse ni lavarse la cara y el sol iba ennegreciendo su piel sin que ella lo impidiese.
«Cuanto más fea esté más seguridad tendré», pensaba, animándose al ver que el orificio de la cocina ya bastaba para esconder por lo menos a Jade y a su hijo.
Transcurrió el verano y cesó el calor. Esperaban a hijo de un momento a otro, y Ling Tan ansiaba que llegase a tiempo para la siega.
—Hemos de esconderle también —decía—, porque el enemigo obliga a los jóvenes a trabajar, y nosotros necesitamos que nuestro hijo nos ayude.
Se proponía pues, que el muchacho se acostumbrase a trabajar de noche y dormir de día, mientras ellos hacían continua vigilancia.
Al fin, cierta vez, se produjo lo que esperaban. A cosa de medianoche, fueron despertados en su sueño y salieron al patio. Había sonado un ligero golpe en la puerta Ling Tan corrió a abrir, pero Ling Sao dijo:
—Espera que yo apague la luz. Así, si no son ellos, tendremos tiempo de escapar, y si lo son, entrarán sin que nadie los vea.
Ling Tan se sintió impresionado una vez más por la viveza mental de su mujer. Esperó a que ella apagase la luz y luego, abriendo, vio en la penumbra dos figuras vagas.
—¡Padre!
Era la voz de su segundo hijo. Ling Tan y su mujer la oyeron y se apresuraron a hacerle entrar, con Jade. Les condujeron a la cocina, porque en la cocina no había ventanas. Cerraron las puertas, encendieron luz y todos pudieron verse. Lao Er y Jade parecían dos hombres, porque Jade llevaba el pelo cortísimo y ropas masculinas y tenía los pies calzados con sandalias de hombre, hechas de paja. Tan bronceada y flaca estaba que incluso quienes la conocían la hubieran juzgado un mozalbete campesino si se cruzaran con ella.
Ling Sao estaba ávida de ver a niño.
—¿Dónde está mi nieto? —exclamaba—. ¿Dónde está mi tortita de carne?
Jade, sonriendo, acercó un fardo que llevaba a la espada. Hábilmente escondido bajo un cesto iba el niño que Ling Sao anhelaba ver. Sin ocuparse ya de los demás, la abuela le tomó en brazos, tembloroso el rostro y deshecha en llanto y, desfajando al pequeño, le miró con minuciosidad.
—Es exactamente como yo esperaba que fuese —murmuró, mientras, apoyándole en su hombro, le mecía—. ¡Oh, qué consuelo es tenerle en mis brazos así!
Los otros la rodeaban, silenciosos, llenos los ojos de lágrimas en el tormento de su alegría. Porque estas alegrías se componen parcialmente de penas y nadie conoce un júbilo profundo si primero no experimenta un sinsabor. Jade, viendo aquello, se regocijó por primera vez de los peligros que había arrastrado haciendo el viaje con el niño. No había querido regresar, sino ir más a Oeste, y había discutido agriamente con Lao Er si debían o no obedecer la carta que llegara a sus manos pasando por otras muchas. El joven a quien Ling Tan confiara la misiva había muerto víctima de un fusil enemigo, pero antes de expirar dio cuanto llevaba a un compañero, incluso la carta de Ling Tan, y otras, además de los mensajes secretos que constituían su verdadera misión Aquellos mensajes circulaban entre los gobernantes de las tierras libres y los guerrilleros de las montañas De esta suerte, a través de varios conductos, había llegado a Lao Er la carta de su padre.
Al leerla, Jade había movido la cabeza.
—Los jóvenes debemos seguir adelante y no mirar atrás. Nos fuimos de allí para salvar a nuestro hijo y ¿vamos a volver ahora?
Lao Er había replicado:
—Cuando nos fuimos mi hermano mayor estaba en casa y mi padre tenía dos hijos, aparte de mi. Pero ellos ahora se han ido y los viejos están solos. Si los abandonamos, ¿podremos esperar que nuestro hijo mañana se ocupe de nosotros? Quien haga mal no debe aguardar bien.
Al fin, Jade cedió y ambos comenzaron su viaje. Cada paso de él lo había dado la joven a disgusto, mas ahora se sentía íntimamente unida a la familia de su marido, comprendiendo que los hijos no nacen sólo para sus padres, sino para todos los de la familia. Por eso no echó celosamente los brazos al niño, como otras mujeres hubiesen hecho. Dejó que Ling Sao se saciase de él y permaneció mirando la adoración tributada al ser que ella, por su parte, adoraba.
El niño había visto tantas caras extrañas desde que nació, que no temía a ninguna, y a buen seguro ninguna le había mirado tan cariñosamente como el rostro moreno y arrugado que sobre él se inclinaba a la sazón. Como había dormido casi todo el día sobre las espadas de su madre, y como estaba bien amamantado, se mostraba sonriente y alegre. Jade, previsora le había dado de mamar poco antes de llegar a la casa para que no molestase en los primeros momentos. Ling Sao, al fin, se sentó a niño sobre sus rodillas y dijo a su marido que acercase la luz para que ella pudiera examinar a su nieto. Éste, riendo, aferró el botón de la chaquetilla de la vieja y ella rió también, entre sus lágrimas. Tantas eran las risas y tantos los lloros de la abuela, que Ling Tan temió sinceramente que se ahogase. Asustado, entregó la lámpara a su hijo y dijo a su esposa.
—Sosiégate, mujer, que tu corazón ha perdido sus anclas y si sigues así quedarás fuera de seso. Tan mala es la mucha alegría como la mucha pena.
Y, mientras hablaba, quitó el niño a Ling Sao y mandó a Jade que sirviera té a la madre de su marido. Lo hizo Jade y Ling Tan volvió a darle el niño. En verdad le gustaba a él también sentir a su nieto en los brazos, porque el niño tenía el cuerpo fuerte y recio y los muslos rollizos y sólidos, así como los hombros cuadrados y el pechito ancho.
—Este niño no es de los corrientes —dijo Ling Tan a su hijo—. Tiene la cara cuadrada y la boca muy firme.
Su hijo y Jade exteriorizaron orgullo, y él celebró que lo exteriorizaran.
—¿Qué puede hacernos el enemigo mientras nuestra familia se prolongue así? —exclamó.
En verdad, aquel niño animaba a todos. La casa parecía renacer a la vida.
Finalmente se sosegaron. Ling Sao, muy satisfecha, hizo cabalgar al niño sobre su cadera, mientras Jade calentaba la comida. Ling Tan, sentándose y encendiendo la pipa, dijo a su hijo que se sentara a su vez y narrase lo que le había sucedido. Comieron y tomaron té. Las mujeres se acomodaron junto a los hombres y Ling Sao, aún con el niño en brazos, reía silenciosamente de cuanto él hacía. En tanto, se hablaba y cada uno decía parte de lo que le había pasado en el tiempo transcurrido sin verse.
Sólo una pequeña nube oscureció por un momento su alegría. Ling Sao, como siempre hiciera con sus hijos, masticó un poco de arroz hasta convertirlo en una masa blanda, y luego lo puso en la boquita del chiquillo. Jade protestó.
—No te enfades conmigo, madre —declaró—, pero no quiero que metas en la boca del niño comida que hayas tenido en la tuya.
Lo dijo dulce y afectuosamente; pero lo dijo, y Ling Sao se asombró de que su nuera hablase así a una persona de más edad y también de que encontrase nocivo dar a un niño pequeño arroz ablandado.
—He alimentado a mis hijos de este modo, y te juro que no les ha causado ningún daño —manifestó, agria.
—Pues ahora eso no se mira bien —manifestó resueltamente Jade—. En la ciudad de la parte alta del río compré un librito que había del modo de cuidar a los niños, y allí se dice que no debe pasarse comida de una boca a otra.
—¿Acaso apesto? —repuso Ling Sao, más enojada aún.
—No —dijo Jade—, pero ni yo misma hago eso, y te ruego, madre, que procuremos criar a este niño lo mejor que sepamos.
Ling Sao calló por un instante. Los hombres no intervenían.
—Más vale que cojas tú a tu hijo —dijo luego Ling Sao a Jade—. Por lo visto le contamino teniéndolo en brazos.
—¡Oh, madre! —exclamó Jade—. ¡Si sólo por ti hemos traído al niño a casa!
—Deja tu enojo —mandó Ling Tan a su mujer—. ¿Vamos a disputar esta noche y a propósito de este pequeñín que es el cariño de nuestros corazones?
Ling Sao se refrenó, pero recordó las palabras de Jade y nunca volvió a alimentar al niño de aquella forma. Mientras los demás departían, ella pensaba en el libro que Jade había comprado y decía con desdén: «¿Es que hacen falta libros para saber criar a los niños? ¿Aprendí yo en libros a hacerlo? No obstante, no se me ha muerto ningún hijo».
Sin embargo, guardó sus reflexiones para si. El inocente pequeño seguía siendo precioso para ella, y a poco Ling Sao olvidó su enojo escuchando lo que su hijo y su nuera contaban de la tierra libre.
Cuando hubieron acabado sus mutuos relatos, se acercaba el alba. Ling Tan mostró a su hijo y a Jade el hoyo excavado detrás del fogón.
—Si el enemigo viene os esconderéis aquí —explicó—. Tú no estás registrado, ni tienen noticia de que existas.
Y manifestó la mentira que había dicho al asegurar que él y su mujer eran solos y sin hijos.
—Me alegro —repuso Lao Er—, porque hemos venido por las montañas y estamos de acuerdo con los guerrilleros, de manera que más vale que mi nombre no figure en ningún sitio.
Ling Tan no comprendió lo que su hijo le indicaba. Tenía la mente fatigada con tantas cosas como había oído, y pensaba: «Mañana le preguntaré qué quiere decir». Se acostaron al fin y Ling Sao hubiera querido tener al niño toda la noche en sus brazos, pero Ling Tan se opuso.
—También tú necesitas dormir, vieja, y si tú no duermes yo no descansaré.
Se separaron, pues, en la hora oscura que precede al alba y Ling Tan, aunque muy cansado, encontraba grato aquel cansancio, porque las cosas que le contara su hijo habían despertado sus esperanzas. Por primera vez desde la llegada del enemigo se volvió a su mujer como antes, porque la esperanza parecía haberle purificado. Se renovó, pues, al contacto de ella, y luego se durmió.
Lao Er y Jade, tendidos juntos en su cuarto, estaban harto rendidos para dormirse. El retorno había sido doblemente fatigoso que el viaje de partida, porque entonces habían marchado hacia la libertad y ahora regresaban a lo contrario que la libertad. ¿Quién podía asegurar si volverían alguna vez a ser libres?
—Hemos de aprender a vivir libres en nuestro interior —dijo Lao Er.
Pero tenía pocas ganas de hablar, ni aun con Jade. Había visto harta muerte y harta desolación en la tierra que los dos recorrieran, noche tras noche, escondiéndose por el día. En todas partes les habían dejado partir sin disgusto.
Él les explicaba que tenía que volver a su casa porque sus padres estaban solos. Prometió colaborar con guerrilleros y ayudarlos como pudiese. Pero ahora, ya en su casa, conocía lo hecho por el enemigo en la ciudad y le constaba cuáles eran las leyes enemigas, peores que cualesquiera que él viese en ninguna parte.
«De manera que tendré que trabajar más —pensaba—. Habré de ser más despojado, habré de estar dispuesto a morir y a la vez tener la certeza de que no moriré».
Loaba la previsión de sus padres al practicar aquel hoyo. Antes de dormirse, dijo a Jade:
—Trabajaremos en ese agujero y lo reforzaremos con pilastras y vigas. Lo convertiremos en una fortaleza secreta. Ha de servir para esconder algo más que nuestras personas y nuestros efectos.
—Yo también trabajaré en el hoyo —repuso Jade.
—Y yo trabajaré en él antes que en nada —acrecentó Lao Er—. Y, teniéndolo hecho, lo diremos a los hombres de las montañas y veremos lo que puede hacerse entre todos.
Jade se durmió al fin. El niño se había dormido ya entre sus brazos. Pero Lao Er seguía su vela. Pensaba repetidamente en lo que contara su padre acerca de la toma de la ciudad y de todos los pillajes y quemas y atropellos contra las mujeres, y la sangre hervía en sus venas. Tan enojado se sentía que juró consagrar el resto de su vida a la guerra contra el enemigo y enseñar a sus hijos a continuarla. Y sólo entonces pudo conciliar el sueño.
En una noche no puede contarse todo, y al día siguiente Ling Tan relató a su hijo lo que antes se le había olvidado. Lao Er se enfureció aún más, y lo que colmó su ira fue saber que Wu Lien se había pasado al enemigo.
—Tales hombres —dijo— son traidores, y cuando hayamos arrojado al enemigo al mar, los traidores habrán de irse con el enemigo, o los mataremos, si no.
—No me parece Wu Lien un traidor —respondió Ling Tan, reflexionando.
Es muy propio de su carácter no pensar más que en sí mismo y en su conveniencia. Es de aquéllos que huelen su provecho como un perro huele a una liebre, y de los que siguen con el mismo empeño.
—Ahora todo el que piense en sí mismo antes que en los demás es un traidor —dijo su hijo, y así rechazó la excusa.
Ling Tan no contestó. Razonaba, con más humildad de lo usual, porque no era hombre humilde, que acaso los jóvenes acertasen en estos tiempos, puesto que él, por su parte, no sabía hacer otra cosa que aferrarse a la tierra.
Así, su humildad le llevó a entender a su hijo más que ordenarle, y le oyó proseguir.
—Lo primero que debemos hacer, padre, es concluir el hoyo. Como yo no debo salir al campo hasta que vea cómo están las cosas, trabajaré en esta excavación y la agrandaré, para que nos sirva de refugio o de refugio a otros.
—¿Qué otros? —preguntó Ling Tan, sorprendido.
—Tenemos que unimos a los de las montañas —repuso Lao Er—, y acaso hayamos de esconderlos aquí algunas veces.
Ling Tan no se opuso. ¿Cómo podría hacerlo si dos de sus hijos estaban también en las montañas?
Cuando hubieron desayunado fue solo a los campos, y Lao Er trabajó en el hoyo, y Jade hizo lo mismo mientras Ling Sao se ocupaba del niño, haciendo cuanto podía sin merma de la leche con que debía nutrir al pequeño.
—Tengo las piernas fuertes —decía, riendo—, porque me he acostumbrado a andar hasta en sueños; y ahora serán mis brazos los que trabajen.
En aquellos duros meses Jade se había hecho casi tan fuerte como un hombre. Su esbelto cuerpo se había endurecido y su antigua suavidad ya no existía. Podía pasar en todas partes por un joven y nadie reparaba en su pequeño pecho, muy bastante, por otra parte, para amamantar bien al niño. Cuanto comía parecía ir a parar a su hijo y no a ella, y Ling Sao, regocijándose en esto, comentó:
—Quisiera que la pobre Orquídea te hubiera visto. A pesar de que estaba tan gorda y de que cuando criaba comía mucho, todo la beneficiaba sólo a ella, y sus pechos, tan grandes y tan redondos, estaban vacíos.
—Si me hubiera visto me hubiera odiado todavía más —repuso Jade, con tristeza—. ¡Cuánto se hubiese enfurecido si me viera leyendo un libro y dando de mamar a la vez!
—¿Estás segura de que es bueno leer mientras das de mamar? —contestó Ling Sao, grave—. A mi me parece que hay peligros para una mujer en hacer cosas tan contrarias.
Jade sonrió.
—Mírame cuando el niño vuelva a mamar —dijo.
Ling Sao miró y vio que, mientras Jade leía, su leche manaba abundantemente, al punto de que el niño se atragantaba con ella. Ling Sao no objetó más y lo perdonó todo a Jade, viendo lo bien que podía nutrir al pequeño.
¡Qué hermoso le pareció el niño por la mañana y qué dulcemente olía su carne! Ling Sao no acertaba a trabajar ni a hacer nada más que mirarlo, y olerle, y reírle. Tenía los ojos enturbiados por la satisfacción y no se preocupaba de que el suelo estuviese barrido, ni los platos fregados, ni siquiera la comida preparada o no.
—Deja así a tu madre y aconseja a Jade que le permita tener el niño cuanto quiera —dijo Ling Tan a su hijo—. Esto la hará olvidar sus disgustos.
Tal se hizo, y sin cesar miraban todos a Ling Sao, pero ella no lo advertía. No hacía más que hablar al niño, reírse cuando la orinaba, lo que ocurría con frecuencia, llevarlo al patio para que tomase el sol, y frotarle con aceite brazos y piernas. Después entró presurosa, y dijo:
—¡Fijaos qué espalda tan derecha tiene! No he visto ningún niño de un año que pueda estar sentado tan erguido como él. ¡Fijaos qué espalda!
Todos reían y continuaban cavando. En aquél solo día de cavar, Lao Er y Jade profundizaron el hoyo más que Ling Tan y su mujer en siete.
Ling Tan, laborando en los campos, pensaba en la manera de mantener escondido a su hijo. En la aldea averiguarían que estaba allí, ello era indudable. Tras ponderar esto, se dijo que valía más que no esconder nada a los que, al cabo, eran de su propia sangre. Cuando al mediodía fue a comer, habló de ello a su hijo, que estuvo acorde, y por la noche, acabada la jornada, Ling Tan se encaminó abiertamente con el joven a la casa de té. Cuando se hubieran cambiado saludos, Ling Tan, levantándose, dijo:
—Este hijo mío ha visto muchas cosas, que os contará si queréis. No lo hago porque haya tenido mérito de verlas, sino porque el oírlas os alentará.
Todos golpearon la mesa con las manos, oyendo esto, y Lao Er se levantó y con voz clara y tranquila, sin jactancia, dijo a sus compoblanos que había andado mil millas hacia el Oeste y que había vivido en una ciudad de donde regresó a causa de la carta de su padre. Añadió que en aquellas regiones todos opinaban que había de resistirse al enemigo a toda costa, de modo abierto en las regiones libres y clandestinamente en las ocupadas.
—Sólo hay dos clases de hombres que no opinan así —concluyó—, y son los que piensan en su provecho ante todo, y los malos o débiles. A éstos se les compra con opio o drogas y no son temibles más que porque pueden servir de espías.
—¡Muy bien! —gritaron todos, mirándose entre sí y concordando en que el joven tenía razón.
Lao Er se sintió animado viendo la expresión de aquellas caras bronceadas, tan conocidas para él.
—Tíos y primos —añadió—, debemos unimos a los que pelean en la tierra libre. ¿Y cómo? Trabajando juntos con los nueve mil guerrilleros que hay en las montañas.
Lao Er no ignoraba que, hablando así, hacía correr riesgo de muerte a aquellos hombres de su misma sangre, porque el enemigo, en su ira, quemaba las aldeas que tenían relación con los guerrilleros.
Mas todos alzaron el índice y el pulgar para significar su adhesión a la propuesta de Lao Er. Únicamente el primo tercero de Ling Tan vaciló, aunque al fin levantó también los dedos, por no quedar en lugar vergonzoso. Y no hubo quien no disculpase su irresolución, pues ya es sabido que los cultos se debilitan con el estudio y son menos esforzados que los indoctos. Lao Er esperó a ver levantadas todas las manos, y entonces dijo:
—¿Qué significa nuestra actitud? Significa que hemos de esconder al enemigo nuestras cosechas de arroz y cereales, entregando lo menos que nos sea posible. Significa que dejaremos de plantar algodón. Significa que, de vez en cuando, haremos que caiga muerto algún enemigo o enemigos bajo el tiro de armas invisibles.
Sus oyentes atendían con absoluto silencio.
—Yo sé donde encontrarlas —repuso Lao Er—, y cada uno tendremos la nuestra.
Un largo suspiro corrió por los congregados, como una brisa jubilosa.
—Si tenemos armas, ¿qué no podremos hacer? Es el estar desarmados lo que nos ha tenido reprimidos, porque de nada sirve disponer de horquillas de labranza o de espadas viejas cuando el enemigo está armado como hemos visto.
Ling Tan, colmado de orgullo oyendo a Lao Er, pensaba: «Jamás he hecho cosa más discreta que llamar a mi hijo». Y, ya de retorno a su casa, le dijo:
—Sólo lamento que estuvieras fuera de la aldea.
—Yo lo celebro —respondió Lao Er—, porque habiendo visto la tierra y las gentes libres sé lo que son y conozco que rechazaremos al enemigo hasta el mar si luchamos juntos. Pero la manera de luchar en la tierra libre y en ésta ha de ser distinta. Ellos combaten abiertamente y nosotros hemos de combatir clandestinamente. Nuestra lucha es más dura, porque vivimos en medio del enemigo y no tenemos adónde retirarnos.
Los aldeanos esperaban que Lao Er les trajese armas y él esperaba que estuviese concluida la cueva bajo el patio. Pero en esto ya no trabajaba solo. Convencido de la lealtad mutua de sus compoblanos, habló a algunos de lo del subterráneo, y varios fueron a trabajar con él. ¡Cuán pronto quedó entonces terminada la cueva! Cuatro hombres laboraban sacando tierra, empotrando pilastras, vigas y quicios, practicando otra entrada secreta… Lao Er dio a la excavación más profundidad de lo que se había calculado, como viera en la tierra libre hacer con los refugios contra los barcos volantes, refugios que se practicaban tan hondos como pudiera ser, si no se hallaba una corriente de agua. En este caso encontraron una pequeña, que desviaron hacia el pozo mediante una tubería de cañas de bambú encajadas unas en otras.
A veces, cavando, se encontraban extrañas cosas: dos antiguas escudillas, varios jarros llenos de lo que ahora era polvo, los restos de un esqueleto de niño, varios huesos de una pierna de adulto y a cabo, una cajita de bronce muy tomada de verdín, dentro de la cual había algunos alfileres incrustados de gemas y un par de pendientes de oro tan pesados como ellos no vieran jamás.
—Esto ha pertenecido a nuestros antepasados, y no somos dignos de tocarlo —dijo Ling Tan.
Por lo tanto, volvió a enterrar los objetos en la pared del subterráneo y allí los dejó.
La cueva era más honda, grande y recia que cuanto imaginara Ling Tan. Había vigas protegiendo el techo para que no se desplomase, y sostenían las vigas pilastras construidas con ladrillos que se quitaron del cuarto del telar, porque la casa de Ling Tan era de ladrillo y no de tierra. Si faltaban ladrillos, otros aldeanos echaban abajo tabiques interiores de sus casas y por las noches llevaban el ladrillamen a casa de Ling Tan. Así, en menos de dos meses desde el regreso de Lao Er, la cueva quedó concluida.
—Ya tenemos dónde esconder las armas —dijo Lao Er.
A la mañana siguiente salió antes de que amaneciera, con un paquete de vituallas y dos pares de sandalias de repuesto atadas a la faja. Y caminó hacia los montes.