Era obvio para Wu Lien que, si quería procurarse protección contra sus enemigos privados, había de buscarla en los vencedores que tenían la ciudad en su poder. Así, tras un par de días de terror y de no salir de casa, resolvió una noche ir en busca del oficial que fuera tan cortés con él y explicarle todas las dificultades, diciéndole que no era un mal patriota, sino un hombre de negocios que necesitaba alimentar a su familia.
Esperó a la noche siguiente y, vistiendo sus ropas más viejas y sin llevar farol alguno, se dirigió a la calle y número que el oficial le anotara en un papel, y allí llamó a la puerta cerrada que le parecía, por ciertas señales, conocer. Al cabo de un rato, un soldado abrió la puerta y Wu Lien sintió que le flaqueaban las piernas, porque el hombre tenía un rostro muy torvo. Se calmó recordando la frecuencia con que se veía aquella expresión en los enemigos. Extendió su papel y el soldado le mandó entrar y le hizo signo de que esperara mientras él se alejaba hacia el interior de la casa.
La cual, como Wu Lien advirtió en seguida, había pertenecido a un rico de la ciudad, huido a causa de la guerra. Hacía dos primaveras, las damas de la mansión habían llamado a Wu Lien para que les mostrase algunos de sus juguetes y chucherías de manufactura extranjera, a fin de ver si algo les complacía. Era aquél, entonces, un hermoso y alegre lugar, lleno de mujeres y niños, y en el jardín mismo donde ahora se hallaba Wu Lien funcionaba aquel lejano día un espectáculo ambulante de marionetas. Todos habían salido a mirar, incluso niñeras y sirvientes, y todos habían reído y Wu Lien también, porque las marionetas eran mejores que las usuales y el que las manejaba parecía muy ingenioso.
Hoy, en cambio, el jardín estaba gris bajo el invierno y negro bajo la noche, y reinaba el silencio en la casa. El soldado de antes, regresando, hizo señal al visitante de que pasara y tras él entró Wu Lien en la sala principal, donde tres o cuatro jefes enemigos bebían y mostraban tan adusto semblante que por un momento el mercader se arrepintió de haber ido. Incluso el oficial cortés le miró con frialdad y Wu Lien pensó que, si aquellos sujetos eran de los que se tornan adustos cuando beben, más le valía haberse quedado en su casa. Empero, ya estaba allí, y tenía a su modo un valor obstinado cuando trabajaba en su propio beneficio. Dijo, pues:
—Señor, vengo para hablarle de asuntos míos, y si me autorizan a explicarme claramente, menos tiempo les entretendré.
—Hable —repuso el oficial, sin invitarle a sentarse.
No le gustó a Wu Lien ser tratado como un criado; en su sensatez, reconoció que el momento no permitía orgullos, y procuró disimular su resentimiento.
—Soy, señor, ciudadano de esta capital, tengo la tienda que usted vio, y hace mucho que comercio en mercancías extranjeras, procedentes en su mayor parte del océano oriental al que pertenecen ustedes. Por mi parte, no deseo más que paz y poder seguir adelante con mi negocio. Gobierne quien gobierne, nada diré contra él mientras me autorice mi comercio. Pero hay en la ciudad quienes me acusan de traidor porque opino así y es su propósito matarme. Ése es el motivo de que venga a preguntarle si hay algún modo de que yo pueda vivir seguro.
El oficial, que entendía el chino, tradujo a los demás las palabras de Wu Lien. Hablaron todos un rato sin que el mercader comprendiera nada. El intérprete, al fin, hizo un ademán.
—Usted puede sernos útil, si quiere —dijo.
—¿Cómo no he de querer? —repuso Wu Lien.
—Vamos a nombrar aquí un Gobierno que rija el país en nuestro nombre —explicó el oficial—. ¿Qué sabe usted hacer?
—Mis capacidades son pocas —protestó Wu Lien.
El otro fue directo al grano.
—¿Sabe usted leer y escribir?
—Cierto que sí —dijo Wu Lien, con orgullo—. También estoy práctico en el manejo del ábaco y la dirección de un negocio. Y soy docto en los clásicos confucianos, como mi padre lo fue.
—Eso no nos será útil. ¿Conoce usted el inglés?
—El inglés, no. Nuestro pueblo es tan numeroso, que aunque cualquiera de nosotros habla con otro diferente cada hora, nunca llegará a hablar a todos los de la nación.
—¿Y es rápido escribiendo en su idioma?
—Puedo decir, sin jactancia, que lo soy —manifestó Wu Lien con modestia.
Los oficiales hablaron entre sí y al cabo el conocido de Wu Lien le dijo:
—Venga a instalarse en esta casa. Ganará usted según la capacidad que acredite. Le daremos un cargo apropiado a su inteligencia. Venga mañana.
El cerebro de Wu Lien comenzó a girar como si dentro de él volasen veloces aves.
—Pero yo tengo mi mujer…, y mi anciana madre, y dos hijos…
—Pueden venir —respondió el militar—. Aquí estarán a salvo. Dispondrá usted de habitaciones para ellos y para usted.
Semejante buena fortuna como era vivir seguro en una ciudad donde no estaba seguro nadie, recibir un sueldo donde nadie sabía cómo poder comer, tener consigo a los suyos, y, sobre todo, poder moverse con la certeza de no ser tiroteado o apuñalado por la espalda, era cosa tan extraordinaria que Wu Lien se sintió como el sediento viajero que en el rigor del verano halla una fresca fuente desconocida en la abrupta ladera de una montaña.
—¿No podría traer conmigo lo poco que tengo? —inquirió—. La mayor parte de mis géneros están echados a perder y los útiles ocuparán poco espacio.
Los extranjeros hablaron y el intérprete volvió a asentir.
—Puede usted traer lo que quiera.
—¿Y mañana me será posible hacer venir a mis hijos y a su madre?
—Puede usted —repuso el oficial, con una sonrisa. Y alzó la mano para que Wu Lien pusiese atención a lo que iba a añadir—. A quienes no nos resisten —siguió, con la voz campanuda de un sacerdote dirigiéndose a los fieles durante una fiesta ritual—, nos gusta mostrarles clemencia. Ya lo ve usted. Nada queremos sino paz y el bien de todos, y quienes nos ayuden tendrán plena recompensa.
—Cierto, ilustre jefe —dijo Wu Lien.
Sin darse cuenta, hizo tres reverencias como si el oficial fuera un magistrado, y, atónito ante su buena fortuna, salió rápidamente, no deteniéndose más que para dar una moneda al soldado de la puerta.
Pasó la noche reuniendo sus efectos y, casi al alba, salió y pudo encontrar un rickshaw, donde apiló sus géneros, sentándose él encima. De esta forma cruzó la puerta de la morada del enemigo.
Al día siguiente, vistiéndose su mejor ropa, fue, muy alborozado, en busca de su familia a la mansión de la mujer extranjera. Hubiera deseado poder ir en automóvil, pero sólo encontró un viejo coche de caballos. Aun así se sintió muy a sus anchas cuando el cochero detuvo el provecto penco ante la verja. Wu Lien iba escoltado por dos soldados enemigos.
—Bájate —dijo al cochero desde su asiento—, llama y di que Wu Lien viene a buscar a su familia.
Y siguió sentado, cual un funcionario después de hablar a un subalterno.
Mas el cochero repuso a voces:
—No puedo soltar las riendas de este caballo. En cuanto nota que no las empuño se sienta sobre los cuartos traseros como un perro y luego no consigo levantarle si no me ayudan lo menos cuatro hombres.
Wu Lien, poco confiado aún en sus escoltadores, no osó pedirles que le ayudaran a levantarlo en un caso dado. Así, pues, hubo de apearse y llamar él mismo a la puerta. Cuando se abrió el ventanillo que en ella existía, Wu Lien habló al anciano portero que asomaba, diciéndole como a un criado suyo:
—Soy Wu Lien y vengo a recoger a mi familia.
El portero, mirando fijamente a los dos soldados, abrió lo suficiente para dejar pasar al mercader, y cerró la puerta en las narices de la escolta. Los soldados empezaron a vociferar y a dar culatazos para que les dejasen entrar también.
—¿Cómo es que le acompañan esos hombres? —inquirió el portero, volviéndose a Wu Lien.
—Soy un comerciante —repuso el interpelado— y esos jóvenes vienen para protegerme.
—¡Para protegerle! —rió el portero.
—Lo aseguro —dijo Wu Lien, digno.
—Pero no puedo hacerlos pasar sin consultar primero a la mujer blanca —se obstinó el portero.
Wu Lien, pues, hubo de esperar a que saliese la extranjera, ante quien explicó la situación lo mejor que pudo. Los soldados proseguían dando golpes y gritos y Wu Lien, sudando copiosamente, renegaba de haber sido escoltado.
La mujer blanca no parecía oír ruido alguno. Impasible como una imagen de un templo extranjero, dijo con su extranjera voz que hacía parecer siempre extranjero lo que hablaba:
—Así, ¿es usted un traidor a su país?
Wu Lien, más sudoroso cada vez, repuso, malhumorado:
—Señora, ¿qué se yo lo que usted entiende por traidor? A mi juicio soy un hombre que procura ocuparse de lo que importa, lo mejor que puede; y además he de dar de comer a mi familia y no tengo nadie que lo haga por mí.
—¿No ha visto usted lo que ha ocurrido en la ciudad? —preguntó ella, con la misma voz fría.
Él respondió, más mohíno aún:
—Ha ocurrido lo que ha ocurrido, y no va esperarse cosa mejor de unos vencedores extranjeros. Cuanto antes lo olvidemos todo, antes vendrá la paz.
—Ya veo que es usted un traidor —manifestó la mujer con idéntica serenidad—, y cuanto antes saque de aquí a su familia será mejor.
Se volvió al portero, le mandó que hiciese entrar a los soldados. Abrió el hombre, a regañadientes, y los extranjeros empezaron a protestar de la demora, pero les contuvo la presencia de aquella mujer alta y blanca, de cabello rubio.
—Cállense —mandó ella, como si hablase a chiquillos—. Pórtense con decoro y esténse quietos.
Wu Lien tembló oyéndola y agradeció a los cielos que los dos hombres no comprendiesen más idioma que el suyo. Pero comprendieron el tono y los ademanes y permanecieron entre humillados y furiosos. La mujer se volvió a Wu Lien.
—Con esa compañía no puedo permitirle pasar de aquí. Aguarde y le traeré a los suyos.
Se alejó sobre la hierba, que rozaba con sus largas sayas negras de corte extranjero. Y Wu Lien quedó con los sombríos guardianes, temeroso de que le acusasen de la dilación en entrar y sintiéndose como un hombre a quien contra su voluntad le dan dos lobos a guisa de mascotas sin que pueda ni rehusarlos ni vencer su temor de ser devorado por ellos. El portero, sonriendo y escarbándose los dientes con su palillo, miraba a los tres.
A los pocos instantes, Wu Lien vio llegar a su mujer y a Ling Sao. Orquídea les hubiera acompañado con gusto, pero la mujer blanca lo había prohibido, porque Orquídea era aún joven y no convenía que los soldados la viesen.
—Espero que te encuentres bien, madre —dijo Wu Lien.
—Lo mismo te deseo —repuso ella, sorprendida al ver a su yerno en tal compañía y refrenando por ello cuanto hubiera deseado expresarle.
Se limitó a inquirir:
—¿Tienes noticias de mi marido?
—No —repuso Wu Lien—. No sé nada desde que la madre de mis hijos vino aquí y ni siquiera sabía que tú estuvieras también.
—Vine la noche que…
Ling Sao se interrumpió, acordándose de que aquel hombre ignoraba la muerte de su madre. Además, había resuelto no contarle todo, sino sólo lo que debía saber.
—Puesto que no has visto al padre de mis hijos, prepárate, yerno, a oír malas noticias que tengo para ti. Tu anciana madre no existe. Murió aplastada bajo una viga cuando el enemigo vino a casa, y mi hombre la ha enterrado en el ataúd que hizo él mismo. Ha levantado un montículo sobre la tumba, en el campo, según me han dicho otras que han venido aquí después que yo.
La mujer de Wu Lien estaba enterada de todo, pero se pasó una mano por los ojos, como prueba de que volvía a llorar aquella pérdida. Wu Lien, con ademán rápido, se secó los ojos también.
Los soldados empezaron a impacientarse y, por tanto, tocaron a Wu Lien en las posaderas con las culatas de sus armas, para darle a entender que valía más aplazar los llantos e irse. Así, Wu Lien no pudo ni siquiera dar las gracias a Ling Sao por sus noticias acerca de la muerta. Ling Sao no debía, correctamente, mostrar temor, pero aún así, clamó a través de la puerta:
—¿No habrá peligro en que vaya mi hija contigo?
Wu Lien, que ya estaba acomodando a los suyos en el carruaje, aunque los centinelas se reservaron los mejores asientos, contestó a voces:
—¡No! Yo y cuanto me pertenece gozamos de protección.
Y se alejó apresuradamente. Ling Sao quedó con la mujer blanca, ante quien sentía un intenso sobrecogimiento. Y más lo sintió ahora cuando la mujer la miró con sus ojos amarillentos y dijo:
—Lo deploro por ti, pobre mujer.
Y se alejó. Ling Sao, viéndola sola con el portero le preguntó:
—¿Por qué me compadece la extranjera cuando hay otras personas que han sufrido mucho más?
—Porque el marido de tu hija se ha convertido en un sabueso del enemigo —respondió el portero.
—¡Entonces —exclamó ella—, por eso venía él con sus mejores prendas color vino y con un sobretodo de terciopelo!
—Seguramente por eso —sonrió el portero, persistiendo en escarbarse los dientes.
Ling Sao volvió al local donde estaban Pansiao, Orquídea y sus nietos. Hacía excesivo frío para andar al aire libre. La lluvia que cayera se había transformado en nevada y Ling Sao agradeció el calor del edificio al entrar en él. El que su hija mayor estuviese fuera la desasosegaba mucho. Lo contó todo a su hija menor y a Orquídea, y cuanto más hablaban más anhelaban las mujeres estar fuera y libres a su vez.
«Yo comería con más agrado si viese a mi viejo», pensaba Ling Sao. Y, reflexionando en su esposo y sus hijos, se sentía segura de que no vivían bien sin ella, porque como toda buena ama de casa, les había acostumbrado a no valer para nada sin su presencia. Se notó sombría. Imaginaba la casa sucia, las cosas sin hacer, los hombres comiendo vituallas frías, crudas y como podían. Ni siquiera sabía si alguno de ellos se había fijado nunca en cómo ella cocía el arroz, o preparaba las berzas, el pescado y la carne.
«Puede que todavía no haya carne a la venta —se dijo—. Pero pueden coger pescado en la alberca si rompen el hielo, suponiendo que lo haya. Mas ¿sabrán limpiarlo y hacer lo demás?».
Por todo el local circuló cierta desazón cuando se supo que habían salido e ido a su casa algunas de las refugiadas. «Se ve que las cosas han mejorado —pensaban todas—. La próxima vez, si mi marido tiene caletre, me tocará a mí». Y así todas ansiaban marcharse, y las madres, perdiendo la paciencia, azotaban a los chiquillos por menudencias que otras veces les perdonaban. A la noche, la mitad de los niños estaban llorando, y Ling Sao maldecía para sí y ansiaba volverse a su casa.
No puso las cosas mejor una carta que a los pocos días envió su hija mayor a Ling Sao. En la carta se alardeaba de los hermosos cuartos que ocupaba la familia en una casa que había pertenecido a un hombre muy rico, y se hablaba de los muchos honores que recibía Wu Lien y de que la familia vivía mejor que viviera en la paz. Ling Sao dijo:
—Me parece que el enemigo es mejor de lo que nos figurábamos y desde luego ha tratado bien a mi hija mayor y a su marido. Además, la ciudad ahora está en calma.
A Ling Sao le constaba bien que su hija no sabía escribir, como ella misma no sabía leer. Había tenido que apelar a una profesora de aquel colegio para que le leyese el mensaje. Esta profesora, una solterona vieja, era la única verdadera virgen que Ling Sao hubiera conocido nunca, porque ¿quién sabe lo que hacen las monjas en sus conventos? Presumía, pues, Ling Sao que la carta había sido escrita por Wu Lien y no se le ocurrió dudar de su contenido, porque era de esas personas que siempre creen una cosa en cuanto la ven escrita.
Pero la solterona declaró:
—Yo no creería esta carta a pie juntillas. Tenemos noticias de que en la calle hay muchas muertes y se viola a muchas mujeres.
Habló así alzando la nariz, y Ling Sao sonrió: «¿Qué podría saber aquella solterona de violaciones?», pensó Ling Sao.
—¿Eres monja, señora? —preguntó, curiosa.
—No lo soy —repuso la otra, enojada—, y las casamenteras me han buscado innumerables veces; pero he preferido la cultura y los libros y todo lo inherente a ellos.
—Una nuera mía es como tú —declaró Ling Sao— y ahora va a tener un hijo.
—Ya —repuso la mujer, sin darle importancia.
Y así era. Ling Sao se apartó después de darle las gracias por la lectura.
Contó a Orquídea y a su hija menor las buenas noticias de la carta, y Orquídea, hablando de ello con las otras mujeres, hizo aumentar la general excitación. Nadie estaba tan harta del refugio como Orquídea, porque le parecía muy tedioso aquel edificio pardo, con su hierba seca por el invierno y con su silencio, sólo interrumpido dos veces al día por himnos que sonaban en el pequeño templo contiguo, a donde se podían ir si se quería saber cómo era la religión de los extranjeros. Orquídea entró una vez allí, pero no entendió nada. Los cantos le parecían quejas. En consecuencia, no retornó más.
Para colmo, la comida era siempre igual, y al cabo de algún tiempo empezó a parecerle insípida. Estaba ansiosa de encontrar alguna golosina. En la aldea, Orquídea salía siempre corriendo cuando oía la campana con que los vendedores de confituras anuncian su mercancía. Solía comprarles tallos de cebada envueltos en ajonjolí, o bien ajonjolí con azúcar moreno, formando cuadros. Pero le gustaba más que todo el dulce llamado «piel de vaca», tan duro que se puede estar mascándolo la mitad del día. También los niños estaban inquietos porque no tenían juguetes, y clamaban pidiendo las frágiles chucherías que antes compraban a los vendedores ambulantes, como perros y muñecas de barro, molinos, monigotes de azúcar, cometas y faroles en forma de conejos, peces y mariposas… Y aquí no poseían nada.
Por lo tanto, cuando Orquídea supo lo bien que vivía su cuñada, reflexionó:
«La ciudad ahora está tranquila y no hay razón para que yo salga una mañana sin que lo noten. Iré a ver lo que venden en las tiendas. También puedo visitar a mi cuñada y, si todo marcha bien, mandaré aviso por alguien al padre de mis hijos y nos volveremos a casa».
Pero no contó nada a nadie, porque era una de esas mujeres blandas y obstinadas que, pareciendo siempre ceder en todo, realizan al fin lo que quieren a causa de que nunca dicen a nadie lo que van a hacer. De manera que, a los pocos días, mientras su hijo menor dormía y el otro jugaba, Orquídea, bostezando ante Ling Sao, le mintió así:
—He dormido mal anoche y voy a tumbarme un rato si no te molesta darme una ojeada a los niños.
—Duerme si no tienes nada que hacer —repuso Ling Sao, algo adusta.
Se había arreglado para encontrar una rueca y un poco de algodón y estaba hilando hilo blanco. Ling Sao era la clase de mujer que siempre encuentra algo que hacer y, si no, lo inventa. A la sazón empezó a trabajar con cierta ostentación, para dar a entender a Orquídea que las dos no eran iguales.
Orquídea, sonriendo, penetró en la sala y, cruzando la puerta opuesta y siguiendo luego por detrás por una tapia, llegó a la salida. Sabía de antemano que ésta era la hora en que el portero cerraba la puerta e iba a comer. Nadie podía verla. Orquídea descorrió con sigilo la barra del portón, sin que nadie la oyese, y, pasando a la calle, cerró la puerta tras ella. Si el portero se asomaba a la ventanilla creería que nadie había tocado la puerta. Fuera, Orquídea se sintió como un pájaro en libertad. Llevaba en el pecho algún dinero —el que tenía encima cuando Ling Tan les hizo huir— y podían gastarlo. Bajó, satisfecha, por la calle. Había poca gente, porque era casi mediodía. Hacía una mañana despejada y fría, el aire era penetrante y todo en torno parecía estar en paz.
«¡Cómo se sorprenderá la madre de mi marido cuando yo vuelva y le cuente lo tranquila que está la ciudad! —se dijo—. No hay razón para que no volvamos a casa. De todos modos, no haré más que llegar a la primera tienda y me volveré».
Y prosiguió, ignorando que los enemigos la habían divisado desde que atravesó la puerta. Se habían emitido órdenes superiores para que no se cometieran desmanes en las calles, pero nadie sabía lo que pasaba detrás de los muros, y cuando Orquídea cruzó ante uno de los evacuatorios públicos que suele haber en las arterias importantes, se dio súbitamente de manos a boca con cinco soldados enemigos que acechaban el momento de ver pasar a una mujer sola. Semejantes mujeres escaseaban, porque ¿qué mujer osaba salir sola en tales tiempos? Viendo a Orquídea imaginaron que era una cortesana, notándola tan alegre. Además, tenía la cara suave y redonda, el cuerpo lleno y mórbido, la boca carnosa y encarnada. Los soldados, aferrando con fuerza a la joven, disputaron sobre quien había de usar de ella primero.
Era Orquídea una de esas mujeres que viven largo tiempo si son mimadas y atendidas, pero que resisten mal la adversidad. Cuando vio las oscuras caras, contraídas por la lujuria, de aquellos hombres, se sintió desmayar. Uno tras otro los hombres la atropellaron sin que los viandantes que circulaban por allí osasen entrar en aquel lugar público cuando veían en él a cinco soldados con los fusiles apoyados en la pared. Orquídea se hallaba indefensa como un conejo en poder de perros lobos. Gritó y la golpearon. Luego uno le cubrió con una mano la boca y la nariz y ella, tras un breve forcejeo, expiró como un conejillo. El último hombre hubo de poseerla cuando ya estaba muerta. Después los cinco la dejaron y se marcharon.
Sólo entonces unos cuantos transeúntes compasivos se atrevieron a entrar y a cubrir a la pobre víctima, preguntándose quién era y de dónde vendría.
—Es una campesina —comentaron—. Se le nota en el aspecto y en que lleva un alfiler de plata como el que usaban nuestras madres. Además, gasta una chaquetilla corta y una anticuada falda de seda negra. Era una aldeana e ignoraba las cosas que ocurren ahora en la ciudad.
Todos los transeúntes eran hombres. En las calles no se vela una sola mujer. No sabían qué hacer con aquel cadáver. Nadie osaba conducirlo a su casa, por temor a ser acusado de la muerte. Al fin, uno, más avisado que los otros, dijo:
—Llevémosla a la casa de la mujer blanca, a la que nadie culpará. Ella podrá sepultarla si nadie reclama el cadáver.
Llamaron a un rickshaw, y aunque el conductor no gustaba de semejante carga, accedió cuando le hablaron de transportarla a la casa de la mujer blanca. Era posible obtener una propina… Así, Orquídea fue llevada a la puerta de donde poco antes saliera viva. Ahora el portón estaba cerrado y el portero, acabada su colación, se sentaba dentro, en su banqueta, escarbándose los dientes con el palillo. Se levantó al oír arañar la puerta, abrió y al ver a Orquídea exclamó:
—¡Pero si esta mujer estaba refugiada aquí!
—¿Por qué la dejaste salir? —gruñeron los hombres.
—No la dejé. No dejo salir a ninguna.
Pronto alboreó en su mente la explicación de lo sucedido. Comprendió por qué la puerta estaba desatrancada cuando él salió de su cuarto. Había creído en un olvido propio y, reflexionando que iba haciéndose viejo y celebrando que nadie hubiera reparado en el descuido, se había apresurado a cerrar.
—Ha debido escaparse mientras yo comía —dijo.
Y corrió en busca de la mujer blanca, no sin asegurar la puerta bien.
La extranjera estaba en oración. Acudió a ver el cadáver, con la cara más severa que nunca.
—Habéis hecho bien en traerla aquí —dijo a los hombres—, porque aquí ha pasado muchos días y aquí están sus hijos y su suegra. Así podré avisar a su marido.
Todos se alejaron, satisfechos de haber obviado el peligro, y el conductor del vehículo se sintió más contento que ninguno, merced a la propina recibida.
Luego la mujer blanca mandó al portero que llamase a otros sirvientes y entre todos transportaron a la muerta hasta el zaguán del templo, donde la dejaron encima de una mesa larga y baja. Entonces, pausada y pensativa, la extranjera fue en busca de Ling Sao y con pocas y amables palabras le relató lo sucedido.
Primero Ling Sao creyó que la extranjera confundía a Orquídea con alguna de las muchachas refugiadas.
—Estás engañada, mujer blanca —dijo—. La esposa de mi hijo duerme ahora en su cama y yo estaba pensando llamarla ya, porque su niño pequeño se ha despertado y ella lleva durmiendo la mitad del día.
Sin mover un músculo de su rostro triste, la extranjera repuso:
—Ven conmigo.
Y, tomando a Ling Sao por la manga, la llevó hasta el pórtico del templo. Viendo en la mesa baja a Orquídea, Ling Sao prorrumpió en alaridos. No podía imaginar cómo había sucedido aquello. Y clamaba:
—¡No hace dos horas que la vi, bien gorda y de bien vida!
La mujer blanca explicó concisamente lo que sospechaba que había sucedido, y Ling Sao atendió.
—Así tiene que haber sido —se lamentó luego—. Es una cosa tal como sólo a esta pobre sandía podía ocurrírsele. Siempre ha sido reservada y terca a pesar de sus sonrisas y su suavidad, y ello le ha costado la vida. Haz el favor de avisar a mi marido y a mi hijo, porque yo sola no sé lo que se debe hacer.
—Esta noche, cuando oscurezca, enviaré un emisario por la puerta del Agua —dijo la extranjera—. Puesto que tu nuera está muerta, es inútil arriesgar una vida enviando aviso de día.
Sin una lágrima en su faz inmutable, ordenó a un sirviente del templo que cubriese a Orquídea con una sábana y que vigilara el cadáver mientras se resolvía lo que iba a hacerse con él. La extranjera no concedió más atención a los llantos de Ling Sao que a los de un chiquillo. Ling Sao hipó:
—¡Es horrible! Ahora me encuentro sola con sus dos pequeños… ¿Cómo voy a buscar otra mujer para mi hijo en estos tiempos que corren? Y tú, en cambio, mujer blanca, tienes los ojos secos.
La extranjera contestó con su voz clara y sin inflexiones:
—Tantas cosas he visto que ninguna logrará hacerme reír o llorar de nuevo.
Sus ojos se elevaron al cielo, como contemplando algo que Ling Sao no conseguía ver. Añadió:
—Creo que mi corazón no volverá a conmoverse hasta que se halle en presencia de mi amado Señor.
Ling Sao, dejando de llorar, la miró, atónita.
—¿Tu Señor? Me han dicho que eres soltera.
—Lo soy en ese sentido terreno, pero me he consagrado a Dios, al único y verdadero Dios y algún día Él me llamará a su lado.
Ling Sao estupefacta sintió secarse sus lágrimas y sólo acertó a murmurar: «O-mi-to-fu», para librarse de las hechicerías extranjeras.
La mujer blanca fijó sus ojos pálidos en Ling Sao y pareció penetrarla con la luz que los encendía.
—También Dios desea que vayas a Él, buena mujer. Acaso te haya traído esta congoja para que tu corazón se ablande y te vuelvas a Él.
Ling Sao, más amedrentada cada vez, empezó a retroceder ante la extranjera.
—No puedo ir con él —dijo, presurosa—. Tengo mi marido a quien atender… y además esos dos niños. Soy una mujer llena de ocupaciones y hasta ahora nunca había salido de mi casa.
—También en tu casa puedes servir a Dios —repuso la mujer blanca, acercándose a ella.
A la aterrada Ling Sao le pareció que aquella extranjera se tornaba más alta cada vez, por arte de brujería. Exhalando un agudo grito, huyó del templo, atravesó el césped, penetró en el local donde estaban las mujeres con los niños y les contó, jadeante y llorosa, lo que le había pasado a Orquídea y cómo el dios de la mujer blanca había dispuesto su muerte.
En los pocos instantes que su plática le invirtió, dejó espantadas a todas las mujeres. El pánico fue tal que las sirvientas acudieron oyendo el alboroto, y la profesora soltera hubo de acudir y explicarles el significado de las expresiones de la mujer blanca. Pero ninguna de las refugiadas lo creyó, y de no ser porque aquella tragedia le había ocurrido a Orquídea por escaparse, todas se hubieran desbandado y huido del refugio en aquel mismo momento. De todos modos, ansiaron ahincadamente que la mujer blanca no se les acercase, al menos hasta que fuesen a volver a sus casas.
En el intermedio se aproximaba el anochecer, y Ling Sao acostó a los niños, que eran aún harto pequeños para comprender lo que significaba haber perdido a su madre. Junto a ellos se sentaba Ling Sao, abatida por las emociones del día, sin haber comido nada entretanto y anhelosa de ver si llegaban su hijo y su esposo. Mucho después del oscurecer, pero también mucho antes de medianoche, oyó pisadas y, alzando la vista, vio al portero que le hacía señas. Levantándose, Ling Sao se abrió camino entre los durmientes. Fuera, en las frías tinieblas, estaban ambos hombres. Nunca había sentido ella consuelo semejante. Comenzó a llorar, volviéndose alternativamente a uno y a otro.
—¡Oh, esposo mío! ¡Lo que nos ha ocurrido! ¡Oh, hijo mío! ¿Qué podré hacer por ti?
La mujer blanca, que había contado ya a los hombres lo sucedido, se acercaba de nuevo. Viéndola, se secaron las lágrimas de Ling Sao. Pero ya no sentía temor, puesto que tenía a su lado a su esposo.
—Venid —dijo la mujer blanca, conduciéndoles al lugar en que oraba y en que leía sus libros sacros.
Les hizo sentarse y les dijo que temporalmente ella se podía encargar, si querían, de buscar un ataúd para Orquídea y de sepultarla allí mismo.
—Cuando vengan mejores tiempos —añadió—, podéis llevarla a vuestros campos, si ello os agrada.
Los tres se miraron. Ling Tan habló:
—No hay miedo ahora de que podamos sacar de la ciudad un ataúd y un cadáver y, por tanto, haremos eso y quedaremos muy agradecidos. La bondad de usted nos parece increíble y no es fácil de encontrar, ni siquiera circuyendo los cuatro mares.
—No tengo mérito alguno. Lo hago en nombre del verdadero Dios, a quien sirvo —dijo la mujer blanca.
Los hombres nada contestaron, porque nadie entendía lo que ella quería hacerles entender. Ling Sao, en cambio, se asustó de nuevo y resolvió volverse aquella misma noche con Ling Tan. Cuando él se levantó, ella se levantó también.
—Me iré contigo —dijo.
—No te irás. Los tiempos no están tranquilos aún, y no sabemos lo que será de nuestras vidas con estas gentes que nos mandan.
—Iré contigo —dijo.
Ling Tan conocía a su mujer y le bastaba ver su rostro resuelto y ensombrecido para saber que nada le impediría marcharse si había decidido hacerlo.
—Maldita seas, ¡oh, hija de terca de una no menos terca madre! Y si algún mal te adviene, ¿habré yo de tener la culpa?
—Nadie la tendrá sino yo —repuso ella.
Ling Tan no estaba pronto a ceder.
—¿Y nuestra hija? ¿Vas a dejarla sola?
Ling Sao quedó desconcertada un momento. La extranjera intervino.
—Si su mujer se va, yo me ocuparé de esa muchacha. En los tiempos de paz yo tenía aquí una escuela de niñas, pero ahora las alumnas están a mil millas río arriba, en país libre. Mañana parten otras en un barco extranjero, vigiladas por dos compatriotas míos y sus mujeres. La hija de ustedes, si se va, estará a seguro, y cuando quieran que regrese pueden decirlo.
Los tres de la familia se miraron y reflexionaron. Ling Tan volvió a hablar por todos:
—En tiempos corrientes no consentiríamos en eso, porque nos correspondería velar por nuestra hija y buscarle un buen marido, pero ¿quién piensa ahora en matrimonios ni en aceptar en su casa una joven aunque sea como esposa de un hijo? Sea como usted dice, señora. Únicamente le pedimos que nos diga de vez en cuando si nuestra hija vive.
—Aprenderá a escribir y ella misma lo dirá —replicó con bastante afabilidad la mujer blanca.
Nadie adujo nada. En los antiguos días de Ling Tan se hubiera burlado de la idea de que su hija aprendiese a leer y escribir, pero al presente, divididas las familias, era clara la utilidad de tal conocimiento.
El hijo mayor no había hablado una sola palabra. Casi le habían olvidado, pues, cuando dijo:
—Quiero ver por última vez a la que fue madre de mis hijos.
Nadie le había dicho de un modo completo cómo había muerto Orquídea, ni él lo había preguntado. Ling Sao sintió la necesidad de seguir sin decírselo.
—Yo iré primero, hijo —repuso, venciendo su temor para recordar que era madre.
—Pueden ustedes verla —manifestó la mujer blanca. Y añadió, como si adivinase el pensamiento de Ling Sao—: La he lavado y puesto ropas limpias y ahora descansa en paz.
Les precedió, aún mientras hablaba, llevando en la mano la lámpara que había tomado de la mesa. Ling Sao la seguía, avergonzada de haber temido a aquella mujer tan buena. Mientras Ling Sao había estado transmitiendo sus temores a las demás, la extranjera se ocupaba de lavar a Orquídea. Ling Sao se sentía humillada y callaba… Llegaron al zaguán del templo. La mujer blanca alzó la sábana y el marido de Orquídea pudo ver el rostro de su mujer. No había herida alguna en aquella cara dormida y los labios carnosos parecían sonreír. El aspecto de Orquídea era el mismo que solía tener por las noches en la cama conyugal. Las lágrimas acudieron a los ojos del joven, llenaron su garganta, surcaron sus mejillas… Lo mismo les sucedió a todos menos a la extranjera. Ésta permanecía inmóvil, sosteniendo en alto un pico de la sábana. Al cabo Lao Ta se volvió, diciendo:
—Tápela.
La mujer la cubrió.
Se alejaron. Mientras Ling Sao iba a despertar a los niños. Ling Tan y su hijo aguardaron fuera, en la noche. Ling Tan comprendía el disgusto de su hijo y oía su llanto reprimido. Separándose un tanto de donde esperaba también la mujer blanca, el padre dijo:
—Llora todo lo que te pida tu corazón, pero piensa que todo lloro tiene su fin. Eres joven y algún día encontrarás otra madre para tus hijos.
—No me hables de eso todavía —respondió Lao Ta.
—No lo haré, pero recuérdalo —insistió el padre.
El joven no contestó. Ling Tan sabía que le había dado algún consuelo, no tratando de disminuir el dolor de su pérdida, sino haciéndole comprender que debía seguir su vida por el bien de la familia.
Dentro, Ling Sao vestía a los niños y hablaba a Pansiao de lo que habían acordado para ella.
—No temas —decía—. Mis miedos de esta tarde eran estúpidos, porque mientras yo hablaba aquellas cosas la mujer blanca estaba lavando y amortajando a Orquídea. Ahora nos ofrece sacarte de aquí y llevarte a una escuela en un sitio seguro. Allí aprenderás a leer y escribir.
Y la mujer se preguntó por qué la jovencita no se asustaría. Ignoraba que Pansiao, aquella muchacha que trabajaba en su casa en silencio y sin quejas, anhelaba desde que tenía uso de razón ir a una escuela así.
—No temo, madre —repuso.
—Y escríbenos en cuanto aprendas —le recordó Ling Sao—. Nuestro primo tercero leerá tu carta.
—Lo haré, madre —contestó Pansiao.
Y les acompañó a la puerta, llevando en brazos al niño pequeño en tanto que Ling Sao llevaba al mayor. Hablaba en voz baja, para no despertar a la gente.
Viendo a su hija, Ling Tan le dio instrucciones respecto a la obediencia y buena conducta y luego se volvió a la extranjera y le confió a su hija con estas palabras:
—A su merced entrego esta indigna hija mía. Pequeño es el don y, sin embargo, ella es de mi carne y mi sangre. En nuestra casa apreciamos a nuestras hijas más que algunas otras, y ella es la menor de todos los nuestros. Si no es obediente, envíela a nuestra casa y perdónenos.
La mujer blanca sonrió por primera vez. Extendiendo la mano, cogió la de Pansiao.
—Creo que será obediente —dijo.
Se despidieron con muchas reverencias y expresiones de gracias. Ling Tan cargó con el menor de sus nietos y Lao Ta con el mayor de sus hijos y todos se dirigieron hacia la puerta. El corazón de Ling Sao voló hacia su hija menor por un momento. Volviéndose para verla una vez más a la luz de la lámpara de la extranjera, Ling Sao advirtió que la jovencita alzaba la cabeza, murmurando a la mujer blanca. Ésta preguntaba:
—¿Te sentirás contenta con nosotras?
Ling Sao vio el rostro de su hija colmado de sincera alegría al contestar:
—Me sentiré contentísima.
Mientras caminaban en la noche, en medio de la oscuridad, sobre el duro camino, sin luz alguna para impedir que el enemigo, viéndolos, les preguntase adónde iban y por qué, Ling Sao, a pesar de todo, se sentía confortada con el pensamiento de retornar a su casa. No ignoraba la ruina de su hogar, porque la había visto, pero esperaba que su marido hubiera reparado más cosas de lo que había hecho, y casi contaba ver su casa tal como estaba antes de que llegara el enemigo. Ling Tan no había tenido tiempo de explicarse al respecto porque se sentía abrumado por la muerte de Orquídea y por la necesidad de decir a su mujer lo que no había hecho aún: que el hijo menor se había echado al monte.
Durante todo el largo camino fue pensando lo que debía hablar de la marcha del muchacho y de sus motivos. En su duda entre la voluntad de ocultar alguna cosa y su certeza de que Ling Sao poseía un olfato infalible para averiguar primero que él le escondía algo y luego lo que era, el trayecto resultó tan breve, que cuando Ling Tan se vio ante su casa, creyó no haber hecho nunca más de prisa el viaje desde la ciudad, a pesar de ser de noche y de llevar un niño en brazos.
Ling Sao cruzó el umbral y el patio y penetró en el edificio. Encendió la lámpara de aceite vegetal que estaba en su sitio ordinario de la mesa. Mesa la había, pero era una tabla sostenida en dos postes que Ling Tan había hincado en el suelo de tierra. Viendo aquello y todo lo demás que la luz le mostró Ling Sao estalló en un gran clamor, mientras miraba en torno:
—¿Dónde está todo lo que yo tenía? ¿Dónde las sillas, y la mesa grande? ¿Y no habéis podido encontrar nuestros candeleros de peltre? ¡Yo que creía que lo habíais arreglado todo!
Sus ojos buscaban con rapidez las cosas conocidas, registrando una pérdida tras otra.
—¿Dónde está el par de mesitas que traje de casa de mi padre? ¿Tampoco existen? ¿Ni habéis reparado nuestro par de taburetes iguales?
Los dos hombres se habían acostumbrado a la casa tal como estaba y habían olvidado la mitad de lo que antes poseyeran, porque, como hombres, no tenían la diaria faena de limpiar y quitar el polvo y usar las cosas que Ling Sao lloraba ahora y antes se había enorgullecido en poseer. Los dos permanecían como idiotas, con los niños en brazos, mientras ella andaba de cuarto en cuarto llorando por cada objeto que faltaba. Al fin, se sentó, lloró por todas juntas. Los hombres, dejando a los niños, hubieron de inclinarse para consolarla, olvidando entrambos su propio disgusto.
—¡Ay! —gemía Ling Sao—. ¡Ya no tengo casa! ¿Cómo podré llevar la cabeza alta entre las otras mujeres? ¡Yo que poseía la mejor casa de todo el pueblo! Ahora no tengo nada…
Sin saberlo, Ling Sao lloraba por otras cosas también. Lloraba porque estaba exhausta y porque sus hijos estaban muertos o dispersos, y porque presentía que el mundo no volvería a ser el mundo antiguo y bueno en que viviera siempre. Una vez iniciado el llanto, parecía imposible hacerlo cesar. Los dos hombres, comprendiéndolo así, desistieron de intentarlo. El hijo se retiró a su alcoba y Ling Tan maldijo primero a las mujeres que daban tanto valor a objetos de peltre, madera y arcilla; y luego a la guerra y a cuanto a ella se refería.
—¡Malditos los hombres que vienen al mundo para trastornarlo con guerras! —exclamó—. ¡Malditos sean los que arruinan nuestras casas y atropellan a nuestras mujeres y llenan nuestras vidas de terror y de vacío! ¡Malditos los que, sin hartarse con las pendencias y golpes de la niñez, quieren seguir siendo chiquillos cuando son mayores y con sus guerras y luchas destrozan las vidas de las gentes honradas como nosotros! ¡Malditas todas las mujeres que dan el ser a hombres amantes de la guerra, y malditas sean sus abuelas y todas las de su especie!
Así maldijo, bronco y con la faz ensombrecida, y luego de repente rompió a llorar al acordarse de que su mujer, más pronto o más tarde, había de preguntarle dónde estaba su hijo menor. Viendo el llanto de su marido, Ling Sao vino a razones, recordó su misión de mujer, se enjugó los ojos con la punta de la chaquetilla, y, acercándose a él, le puso la mano en el hombro y le dijo:
—Cálmate, hombre. Ya sé que he sido una mujer muy rezongona contigo, pero no volveré a serlo. Ya estoy en mi casa otra vez y no saldré de ella pase lo que pase. ¡Maldito sea el enemigo! Tú y yo no volveremos a marchar de aquí.
Cesó, pues, de llorar y se puso en actitud atenta. Luego, alzando la cabeza, preguntó lo que esperaba Ling Tan.
—¿Tan profundamente duerme nuestro tercer hijo que no ha oído llegar a su madre?
Ling Tan comprendió que no lograría ocultar nada y que era mejor decir toda la verdad. Si su mujer quería quedarse allí y si los dos iban a soportar juntos lo que pudiera esperarles y que no siempre sería bueno, debían repartirse la carga entre ambos. Así, entre muchos suspiros e interrupciones, Ling Tan explicó lo sucedido el día en que su hijo menor huyó al monte, y Ling Sao escuchó sin decir palabra hasta que su esposo acabó de hablar. Sin preguntarle más, la mujer dijo:
—Por lo menos nuestro hijo vive.
—Sí, por lo menos vive —repuso Ling Tan.
Se fueron a su dormitorio y se acostaron vestidos. A Ling Tan le asombró advertir que, tras tantas noches de soledad, no tenía deseo alguno de aquella mujer a quien amaba.
«Estoy muy cansado, pero no debe de ser eso solo —pensó—. Me parece como si el trato del hombre con la mujer hubiera de ser purificado de alguna manera antes de que un hombre decente vuelva a pensar en ello».
Y en voz alta manifestó:
—Comparadas con la cama grande que teníamos, estas tablas son duras, pero los enemigos destrozaron todo el tejido del fondo y no he encontrado cañas para recomponerlo.
—¿Qué me importan —dijo ella— las camas, ni las mesas, ni las sillas, ni los taburetes, ni nada?
Y él comprendió que su mujer estaba, al fin, afectada hasta el fondo, con un disgusto irrebasable ya.
A pesar de tantos sinsabores los cielos permanecían inmutables, el sol brillaba como antes, la luna salía y se ponía, lucían las estrellas, había nubes y lluvia y la estación, como siempre, pasaba de invierno a primavera. La vida continuaba, incluso la de aquella familia.
Bastante después de la muerte de Orquídea, de la partida de la hija menor y del regreso de Ling Sao a su casa, un hombre que cruzó por la aldea sin detenerse dejó una carta en manos de Ling Tan. Éste la abrió y, aunque necesitaba llevársela a su primo tercero para que la leyese, ya antes de la lectura conocía lo principal del mensaje. Porque al rasgar el sobre le cayó en la mano un cordoncillo de seda escarlata. Dando una gran voz, Ling Tan corrió en busca de su mujer, la cual estaba en la cocina, tras su fogón, que ella misma había reparado con barro. El hombre alzó el cordón. Ling Sao empezó a vociferar. Acudió el hijo mayor, que había estado en su cuarto haciendo comer, pacientemente, a su hijo menor aquella papilla de arroz y agua que preparaba Ling Sao. E incluso Lao Ta, a pesar de la pena que ponía perenne lividez en su rostro, exhaló gritos de alegría.
En la casa arruinada, en la aldea medio destruida, bajo un enemigo tan implacable como siempre, aquellos tres seres se reanimaban al saber que, en un sitio ignorado, Lao Er y Jade habían tenido un hijo.