Solo en su tienda, Wu Lien trabajaba. Durante los tres primeros días ni salió a la calle, pero sí retiró las tablas de la puerta y procuró remediar la confusión que reinaba en el establecimiento. Mas ante todo hizo otra cosa. Luego de dejar a su mujer e hijos en la institución de la mujer blanca, apresuróse —incluso antes de buscarse comida— a recoger hollín en la chimenea de la cocina. Mezclándolo con agua, buscó un pincel. Pero no halló ninguno, en el caos de sus mercaderías, y entonces ató un trapo a un palo, lo mojó en la tinta que había confeccionado y trazó estas palabras, en negros caracteres, sobre las encaladas paredes externas de su establecimiento:
«Aquí se venden géneros del océano oriental».
Por primera vez desde que los estudiantes asaltaron su tienda, sintióse tranquilizado. ¿Qué era de los estudiantes ahora? Sin duda unos habían huido y otros habían muerto. Pero él seguía viejo y había recubierto su tienda y dentro de pocos días, si las cosas marchaban bien, se llevaría a su casa a su mujer e hijos y otra vez volvería la prosperidad.
«¿Es amar a la patria —pensaba— destruir buenas mercancías en las tiendas? ¿Es así como deben comportarse mutuamente las personas razonables?».
Y parecíale que él era mejor patriota que los estudiantes, puesto que sobrevivía y no había destruido nada, ni dañado a nadie, además de lo cual pronto ofrecería al prójimo mercaderías y ocupación.
Aunque antes no hiciera cosa semejante en su vida, ahora se complacía arreglando bien la tienda hasta tanto como era posible allí donde, en la ruina general, incluso una pared se había venido abajo. Le satisfacía pensar que quizá lo tuviese reparado todo antes de que su mujer volviera. No estaba decidido sobre cuándo la iría a buscar, porque no podía cerrar los ojos al hecho de que en la calle abundaban los cadáveres, y por las noches, a veces hasta por el día, gritos cercanos delataban que alguna mujer pasaba un mal rato a manos del enemigo. Wu Lien seguía trabajando en su tienda, y se decía: «Eso que pasa no es cosa mía». No tenía él la culpa de que los soldados fuesen así. Por su parte, se jactaba de ser hombre de paz.
Empero reflexionaba que, antes de llamar a su familia, le convendría tener algún documento de los vencedores, documento que le protegiera y acreditara que él era un buen ciudadano, capaz de comprender que todos los tiempos no son iguales, que los gobernantes cambian por la voluntad del cielo y que cuanto el cielo envía ha de aceptarse sin interrumpir cada uno sus ocupaciones. Mas no sabía dónde ni a quién solicitar tal documento.
A poco de poner su letrero, entraron cuatro soldados enemigos, uno de ellos un desmedrado oficial. Querían saber si podía venderles algunos víveres, o al menos tal entendió Wu Lien en las no muy claras palabras del oficial. A los demás no les comprendió nada. Los hombres querían pescado salado, pero Wu Lien no tenía más que pesca menuda en lata y con aceite. Sacó las latas, exhibiólas a los hombres y el oficial aprobó, añadiendo, con un ademán:
—¿Cuánto?
La pregunta sorprendió y satisfizo a Wu Lien, porque estaba acostumbrado a los soldados que entraban y se llevaban lo que querían sin decir palabra. Repuso, pues, encogiendo sus rollizos hombros y sonriendo:
—Nada: es un regalo.
Entonces el sorprendido fue el oficial. Sonrió a su vez, mostrando sus dientes blancos y limpios.
—¡Ah! —dijo—. ¿De manera que usted no nos aborrece?
—No aborrezco a nadie —repuso Wu Lien, acrecentando su sonrisa.
El oficial se inclinó y habló a los soldados. Éstos se inclinaron también.
—Ha de cobrarnos algo por las latas —insistió el oficial.
—No —repuso Wu Lien—. Yo las compré a sus compatriotas y ahora las devuelvo.
E hizo una reverencia por su parte.
El oficial, sentándose en un taburete junto al mostrador, hizo un movimiento con la mano hacia la calle.
—Sentimos mucho todo esto. Nuestros soldados son muy valientes y están enfurecidos.
—También nosotros tenemos soldados —explicó Wu Lien, inclinando la cabeza—, y sé lo que son. Pero ahora debemos anhelar la paz. Sólo en la paz florecen los negocios.
Y después, en palabras sencillas, para que el oficial le comprendiera, le contó lo que le habían hecho los estudiantes, y añadió:
—Últimamente los tiempos aquí han sido malos. Quizás ahora sean mejores.
—Podemos prometer que lo serán —dijo el oficial—, si hay muchos hombres como usted.
—Hay muchos —repuso Wu Lien, modesto.
Y, alentado, buscó en sus anaqueles algunas latas de dulces. Dio una a cada soldado, con gran contento de todos.
—Dispensen que no les ofrezca té —disculpóse Wu Lien—, pero no tengo en casa a la familia. Estoy solo.
—¿Por qué? —preguntó el oficial.
Wu Lien, tapándose la boca con la mano, tosió.
—Mi mujer está de visita en casa de su madre y volverá dentro de pocos días… —repuso.
El oficial entendió muy bien el motivo de la ausencia de la esposa del comerciante, pero le complujo que éste no lo dijera. Pidió, pues, recado de escribir. Wu Lien lo trajo a toda prisa y entonces el oficial escribió unos caracteres grandes y rotundos que Wu Lien no comprendió. Luego el militar añadió, ahora en caracteres comprensibles, su dirección y nombre y entregó el papel a Wu Lien.
—Si le molestan en algo, exhiba este documento —expuso el oficial.
—¿Cómo agradecérselo? —exclamó Wu Lien—. ¿Qué puedo decir no siendo que en cualquier cosa en que pueda servirle lo haré?
—Bueno. Yo le enviaré desde el cuartel general una señal que usted pondrá en la puerta para estar a salvo. Y si esto no bastase, le enviaré una guardia.
Wu Lien se alegró de lo de la insignia, pero tembló a la idea de una guardia a la puerta. ¿Quién, en efecto, no sabe que un hombre de guardia come y bebe por diez y pide la mejor silla y todo lo demás que se le ocurre? Apresuróse a contestar:
—Diez millones de gracias por lo de la señal, pero soy hombre demasiado humilde para merecer una guardia. Cuanto tengo aquí no vale la mitad de lo que cuesta. Preferible es que yo acuda a usted si lo necesito, y a mí mándeme en lo que quiera, si en algo puede serle útil un hombre llano y honrado. Me llamo Wu Lien, mercader, y esta tienda fue ya de mis padres, como pienso, si ustedes amablemente lo consienten, que sea de mis hijos.
—Cierto que sí —declaró el oficial, con gran dosis de jactancia.
—No hacemos daño alguno a quien no resiste.
—¿Cómo puede resistirse a la gentileza? —repuso Wu Lien.
Y con ostensible buena voluntad mutua se despidieron. Wu Lien, al quedar solo, se sentó y se enjugó la frente, a pesar de que hacía frío. Notó con cierto asombro que tenía todo el cuerpo, bajo la ropa, anegado en sudor y ahora comprendió que en su interior había temido aquel rato al enemigo como nunca temiera ni volvería a temer. El sudor, por suerte, se secó. Wu Lien se dijo: «Ya veo que no tendré más remedio que no resistir, cosa fácil para un hombre como yo».
Se sintió más animado que hacía muchos meses. Por la tarde, un soldado le llevó una caja de bandera enemiga a la que iba fija un pedazo de tela con algunos caracteres. Wu Lien pensó que había ganado su particular batalla. Dio algún dinero al hombre y luego se apresuró a fijar aquel distintivo sobre su puerta. Mientras lo hacía, oyó el grito de una muchacha en una calle próxima. Escuchando por un momento, comprendió por la expresión del grito de la mujer lo que sucedía.
—¿Es posible —se preguntó— que el mismo soldado que me ha traído esto sea quién…?
Escuchó hasta que se hubo restablecido el silencio. No quiso ir a comprobar lo que aquel silencio significaba porque ¿cómo acusar al que le había hecho un servicio un momento antes?
«Así es la guerra», pensó con tristeza mientras calentaba té. Y en tanto que lo tomaba se sintió irritado contra el padre de la joven.
«¿Por qué tiene aquí a una muchacha cuando la paz aún no se ha restablecido?», se dijo. Y se felicitó a sí mismo por la prudencia con que había organizado sus cosas.
Pero todo no iba tan bien como él pensaba. Cuando, al oscurecer, fue a cerrar la puerta, descubrió que el distintivo salvaguardador había desaparecido. Parecía mentira, él mismo lo había clavado y ahora sólo pendían de los clavos unos cuantos jirones de la bandera adversaria. Mirándolo, sintió temor. ¿Andaría por allí algún estudiante?
«Esto lo ha hecho un enemigo mío y sin duda un enemigo cercano», meditó. Atrancó la puerta y se acostó en su lecho. No pudo dormir. «Un centinela… —pensaba, rezongando—. Es posible que necesite un centinela para librarme de mis enemigos…».
En su casa, Ling Tan y sus amigos se ocupaban en fabricar un ataúd para la madre de Wu Lien. En aquellos días todos los carpinteros y constructores de ataúdes estaban ocupadísimos y no había ninguno al que pudieran hacérsele encargos. Los profesionales de esta fabricación, sabiendo lo provechosa que para ellos es una buena guerra, habían pasado meses enteros almacenando féretros en sus casas, en los templos y en donde podían, mas ni aun esto bastaba, dado los muchos muertos que había en la ciudad y fuera de ella. Muchos eran enterrados sin ataúd, y el enemigo, por su parte, cavaba fosas y apilaba dentro los cadáveres, pero tan superficialmente que los perros se dedicaban a rascar el suelo y desenterrarlos. Por fortuna para todos, corría el invierno, porque, si no, el hedor de la ciudad hubiera llegado a las mismas narices de los dioses.
Ling Tan sabía la inutilidad de buscar un carpintero, y por ello él y sus hijos tomaron tablas de los lechos, ahora desocupados, y con esto y con dos puertas interiores construyeron el ataúd. Con cuerdas y palos izaron e introdujeron en el féretro el pesado cadáver y luego cerraron la tapa. Tirando el búfalo y empujando ellos, el ataúd fue llevado a un campo, donde se le enterró, levantando encima un montículo para enseñar a Wu Lien dónde dormía su madre y decirle que se había echo por ella cuanto era dable hacer.
De regreso a su casa empezaron a tirar lo que no servía entre las cosas arruinadas, a reparar las demás y a poner el edificio habitable. Lo mismo hubo que hacer en todos los hogares de la aldea, porque ninguno habían escapado sin ruina, salvo la casa del primo tercero de Ling Tan, donde, por la pobreza del mobiliario, el enemigo no había perdido el tiempo destrozándolo. El primo y su mujer se libraron al llegar el enemigo, metiéndose en un enorme recipiente de excrementos, que tenía casi la altura de un hombre y la anchura de cinco. Este recipiente estaba al borde de un campo y en él guardaban los de la casa sus excrementos para enriquecer la tierra. Allí estuvo el matrimonio sin asomar más que las narices para respirar, y de tal suerte se salvaron, si bien conservaban un olor que persistía después de muchas lavaduras, haciendo a los lugareños reír, a pesar del general disgusto. También el hijo de la pareja había escapado gracias a que su madre le cubrió con brazadas de combustible tomadas en la cocina, ocultándole de este modo mientras él yacía desmayado.
Sólo aquella casa había salido incólume entre las del pueblo, y la mujer del primo decía, virtuosa, que ello se debía a la protección de los dioses. Nadie sabía si el herido curaría o no, puesto que aún no lograba hablar ni comer. Salía de un desmayo para recaer en otro, y sangraba a cada movimiento. Pero por lo menos vivía y cada lugareño se presentaba a decir lo que haría con el joven de ser hijo suyo. La madre lo probaba todo y, por tanto, no faltaban esperanzas de que al cabo el muchacho sanase.
Salvo aquel hogar, los demás habían salido tan mal como el de Ling Tan, y algunos peor, porque no habían tenido la misma prontitud que él en esconder o hacer huir a las mujeres. En aquella aldea de menos de cien almas habían resultado muertas cuatro mujeres y siete jovencitas y nadie sabía cuántas otras habían sido atropelladas, porque ningún hombre quería confesar el daño que hubiesen sufrido su mujer o sus hijas. Entre los muertos también figuraba el más anciano del lugar. Se había metido en cama el mismo día en que el enemigo le había dado el bayonetazo, sin que nadie se ocupara del buen hombre a causa de la insignificancia de la herida y de los horrores de la jornada. Cuando por la noche fueron a verle, le hallaron muerto. Ling Tan sintió al anciano mucho más de lo natural en quien sólo era lejano pariente del difunto, y pensó con tristeza: «Este pinchazo fue muy hondo. El pobre comprendió que los días de nuestra libertad y felicidad se habían desvanecido y no quiso seguir viviendo».
Viendo Ling Tan lo que la aldea había padecido, él y los demás hombres de edad acordaron poner en seguridad a sus mujeres y él les habló del refugio en que tenía a las de su familia. A partir de entonces, cada vez que el portero de aquella casa oía el suave roce de una rama de sauce en la puerta, abría y hallaba alguna mujer o muchacha de la que se hacía cargo la extranjera.
De este modo pronto en el lugar no quedaron más que los hombres y una o dos abuelas, así como la mujer del primo tercero de Ling Tan, la cual no quería separarse de su hijo y alegaba:
—Ahí tenemos el recipiente de basura y lo que una vez se ha hecho puede hacerse otra.
La única dificultad que produjo aquel depósito de excrementos fue de estilo cómico. El primo de Ling Tan tenía una barba que había conseguido hacer crecer tras largos años de esfuerzos, porque no era un hombre velludo, y, sin embargo, ya se sabe que todo hombre de letras debe usar barba. Al fin había llegado a poseer una barbita, más ahora, hiciese lo que hiciera, no lograba quitar de ella la fetidez de los excrementos. La mujer del primo, que todos aquellos años había soportado el hedor del aliento de su esposo, afirmaba que ahora debía afeitarse la barba. Pero él no notaba el olor y se negaba a quitársela, lo que causó una querella entre los esposos, no sin diversión de los aldeanos, que por entonces tenían muy pocos más motivos de risa. Es desagradable para hombres solos vivir en una aldea, y todos los moradores añoraban a sus respectivas mujeres, por lo que aún embromaban más al único que la conservaba, diciéndole:
—¿Qué prefieres, viejo? ¿Tu mujer o tu barba?
Por la mañana, mirándole, alguno exclamaba:
—¡Ah, todavía sigues con tu barba! Por eso tu mujer no quiere nada contigo. Yo prefiero tener a la mía entre cuatro paredes que en la cama y rechazándome.
Porque la mujer del primo de Ling Tan había puesto en vergüenza a su marido diciendo a cuantos querían oírla que mientras él no se cortase la barba ella no le otorgada sus favores, lo cual hacía que la barba fuese motivo de risa para todos menos para su poseedor.
Sin acercarse a la ciudad, Ling Tan enviaba a Ling Sao algunas cosas por intermedio de quienes iban a llevar al refugio a alguna mujer de su familia. La gallina negra, a pesar de los malos tiempos, había puesto un puñado de huevos que fueron enviados, envueltos en un pañuelo, a Ling Sao. Ling Tan, otras veces, pescaba un pez en la alberca y lo mandaba en una hoja seca de loto, con una capa de sal; o bien arrancaba dos coles pequeñas, que cualquiera podía esconder bajo la blusa. Lamentaba Ling Tan no saber escribir y que su esposa no supiera leer, y había de conformarse confiando sus recados a bocas y oídos de terceros.
—Decidle que hemos puesto en orden la casa y que nos arreglamos sin las mujeres, aunque mal… Decidle que hemos enterrado a la vieja y que le hemos hecho un ataúd… Decidle que no tenga prisa de volver; porque hemos oído que, ahora la ciudad está saqueada, el enemigo viene todos los días a alguna aldea, aunque nosotros no tememos, puesto que ya no hay ninguna mujer entre nosotros.
Jamás había creído Ling Tan añorar a nadie como añoraba a su esposa, y no porque la echase de menos como mujer, sino porque era parte de sí mismo y, sin la presencia de ella, nada le parecía ni le sabía bien. Algo le extrañaba no añorarla en otro sentido, pero su cuerpo permanecía insensible como el de un eunuco. Ello le era incomprensible, ya que significaba prescindir de una cosa a que estaba acostumbrado desde que llegara a la edad viril. Un día en que el hijo menor estaba apartado, Ling Tan consultó a su hijo mayor sobre el caso, sin referirse a sí mismo, por decoro de la diferencia de edades:
—¿No te encuentras a disgusto con tan larga falta de la madre de tus hijos?
El joven respondió, sorprendido de su misma respuesta:
—No, y es extraño; pero creo que se debe a que hemos oído tantas cosas de lujuria y abusos contra las mujeres, que hemos perdido el gusto por cualquier mujer Me parece que lo mismo debe ocurrirles a todos los hombres buenos y a todos los esposos decentes.
A Ling Tan no se le había ocurrido eso, y ahora cuanto más lo pensaba, más posible le parecía que fuese así. Ponderando las cosas, se dijo que había dos clases de hombres: unos como su hijo y como él, y otros de aquellos a quienes los tiempos calamitosos les inducen a lascivia. De manera que, se dijera lo que se dijese, los hombres se dividían en buenos o malos de corazón, aunque sólo en tiempos de congoja se advirtiese.
Pero otro mal había de sucederle a Ling Tan. Un mal que no hubiera creído posible de no verlo con sus propios ojos y a costa de la persona de su hijo menor.
En la ciudad iba habiendo más calma según pasaban los días, porque el horror de lo sucedido allí clamaba al cielo y, llegando a oídos de los hombres de otros países, hizo escandalizarse a éstos y pensar que jamás desde los tiempos del primer hombre habían sucedido tales bestialidades. Cuando los jefes enemigos advirtieron lo que sus propios soldados hacían, sintieron cierto bochorno, y dieron órdenes, medio a regañadientes, de que no sucedieran en las calles cosas que pudieran horrorizar al mundo si se sabía. Así, el enemigo, para sus fechorías, empezó a espaciarse por las aldeas; y un día, Ling Tan vio llegar a su puerta cuatro soldados enemigos. Ling Tan estaba lavando el arroz para la cena, mientras sus hijos trabajaban en el telar, donde el menor clasificaba los hilos. El telar era el único mueble que no había sufrido daño, porque se hallaba en un cuarto oscuro donde era menester una lámpara para ver algo, y además quien no entendiese el oficio no podía descifrar la utilidad de aquel amasijo de cuerdas y lanzaderas.
Ling Tan, dejando su cesto, fue a la puerta. Fingir que no estaba en casa hubiese sido inútil, porque le hubieran vuelto a echar abajo la recompuesta puerta. Abrió y a la claridad del crepúsculo vio los rostros encendidos de cuatro soldados jóvenes. Le dieron voces y él, creyendo que le pedían comida, señalo su arroz invitándoles a cogerlo. Ellos gritaron con más furia, agitaron las cabezas, se señalaron a sí mismos y empezaron a desabrocharse las ropas, hasta hacerle entender que querían las mujeres de la casa. Ling Tan, en el fondo de su alma, dio gracias a sus antepasados, que le habían inspirado la idea de alejar a sus mujeres, y dijo en su lengua, puesto que no conocía otra:
—No hay mujeres en mi casa.
Pero ellos no le comprendieron y entonces, empujándole, pasaron dentro y registraron todos los cuartos sin hallar vestigio de mujeres, no siendo algunas ropas abandonadas. Esto les hizo irritarse más y dirigir a Ling Tan exclamaciones que él no comprendía. Mas sí comprendía bien el enojo de los enemigos.
—Puesto que no hay mujeres, ¿creéis que soy un dios capaz de crearlas? —les interpeló.
En aquel momento sonó el telar en el cuarto cercano y los jóvenes corrieron hacia allí, profiriendo malévolos aullidos cuando descubrieron que no había al telar mujer alguna. Ling Tan los había seguido, temeroso de lo que pudiera suceder. Deteniéndose tras de los soldados, los vio registrar todos los rincones. El hijo mayor paró el telar y los miró, mientras el menor, soltando los hilos, miraba también.
Cuando los enfurecidos soldados comprobaron que, en efecto, no había mujeres, su lujuria no conoció límites. Desbordando de ellos como una llama perversa, les hizo ejecutar lo que jamás Ling Tan hubiera creído ver. Cayeron, en efecto, sobre el hijo menor, aquel muchacho que había sido siempre tan hermoso, y probaron que era un mal para él ser bello, porque lo usaron como mujer. Ling Tan, incapaz de contenerse, se lanzó sobre los soldados, y el hijo mayor hizo lo mismo. Pero ¿qué podían hacer hombres inermes contra cuatro armas? Los enemigos ataron a Ling Tan y al primogénito con cuerdas que arrancaron del telar, los pusieron de forma que viesen lo que sucedía y cuando ellos cerraban los ojos les pinchaban para obligarles a abrirlos. Así quedó consumado el hecho, y el muchacho yació en el suelo como muerto, mientras los soldados, riendo, se alejaban.
Ling Tan y sus hijos no dijeron nada. Lentamente y con gran esfuerzo, Ling Tan y su primogénito se desataron, royendo el hijo las cuerdas con sus dientes, más fuertes y enteros que los de su padre. Ling Tan lavó a su hijo menor con el agua que tenía dispuesta para el arroz y luego le vistió, le consoló y le ayudó a levantarse, con el auxilio del otro hijo. El muchacho no estaba muerto, ni siquiera lesionado de gravedad, pero se diría que le habían apuñalado el corazón. Su padre temió que hubiera perdido el juicio.
—Hijo mío —dijo—, has salido vivo.
—Preferida estar muerto —contestó el muchacho.
—No debes preferirlo así, porque ello sería ingratitud para con tus antecesores. No, hijo; puesto que vives, es que el cielo lo ha dispuesto así.
El joven parecía no oírle. Tenía lívida la faz y sus ojos parecían los de un cadáver.
—No puedo quedarme aquí —jadeó.
—No es menester que te quedes —le calmó Ling Tan—. Tengo escondido algún dinero en un hueco de la pared y podrás tomarlo e ir adonde quieras. ¡Ah, si supiéramos dónde están tu otro hermano y Jade!
Asustado por las sombrías miradas de su hijo, temió que cometiese algún dislate, como unirse a los bandidos, por ejemplo, y le encareció:
—Si te echas al monte, no te unas a los malvados que roban a sus compatriotas. Júntate a los buenos hombres de las montañas que sólo hacen la guerra al enemigo.
El muchacho no contestó. Dejó que Ling Tan le pusiera la blusa y se esforzó en comer un poco de pan. Pero no le fue posible y entonces lo ató en un trapo, se guardó en la faja el dinero que le daba su padre y se incorporó tambaleándose.
—No podrás andar —dijo Ling Tan, atemorizado.
—Sí, podré —repuso el muchacho, mirando a su padre con ojos turbios y siniestros.
—Avísame desde el sitio a donde vayas —le pidió Ling Tan, conmovido por la juventud y por el abatimiento del infeliz.
—Te avisaré —dijo él, volviendo a tambalearse y apoyándose en el hombro de Ling Tan—. ¡Ah, padre, padre…!
Le tembló la boca. Ling Tan advirtió que su hijo hacia esfuerzos para no llorar. Le ciñó amorosamente con los brazos.
—No te vayas hasta mañana —le rogó—. Descansa esta noche. Te haré un arroz claro para que lo bebas, y…
—No puedo descansar, padre —respondió el muchacho—. He de irme.
Se irguió y se fue hacia la puerta. Ya había oscurecido y no había más claridad que la débil de la luna y las estrellas. En la noche serena y fría el muchacho se alejó hacia los montes sin volver la vista atrás. Ling Tan y el primogénito le miraron hasta que se perdió de vista.
—¿Es posible que aún nos ocurra algo peor…? —cuchicheó Ling Tan.
Su hijo no contestó. Brillaba sobre ellos un cielo hermoso, como si en la tierra perdurara la paz.
—¿Es posible que el cielo permanezca inmutable ante estas cosas? —dijo Ling Tan.
Miró hacia arriba. Lao Ta se asustó, temiendo que la pena hubiera enloquecido a su padre. Le indicó suavemente:
—Vamos dentro, padre. La noche es fría.
Le empujó hacia la casa. Ling Tan se dejó llevar. Lao Ta cerró la puerta.
—Si cocino el arroz, ¿lo comerás? —preguntó.
—Esta noche no podré comer nada.
—Tampoco yo —dijo Lao Ta.
Cada uno se retiró a su alcoba, pero a poco Ling Tan se levantó y entró en la habitación de su hijo.
—No puedo estar solo —declaró—. En cuanto cierro los ojos vuelvo a ver aquello.
—Acuéstate a mi lado —le exhortó Lao Ta.
El padre se tendió junto a su hijo. Ninguno se había quitado la ropa, porque en tales tiempos nadie sabía lo que podía pasar durante las largas horas nocturnas.
Allí yacieron, solos, los dos hombres en aquella casa que tan colmada estuviera, y ninguno habló, porque los dos sabían lo que pensaba el otro. Mas no dormían. En sus mentes estaba grabada la figura del muchacho solitario avanzando, tambaleante, hacia los montes.