Capítulo VII

Ling Sao, en la sombra de la noche, miró a la mujer blanca. La verja se había cerrado a sus espaldas y su hijo había partido. Estaba encerrada ahora en aquel lugar desconocido, con una mujer extranjera. Esta mujer tenía el cabello amarillo como el pelo de un gato y en vez de peinárselo liso, según debe ser, lo llevaba suelto, como los vellones de una oveja. Los ojos de su cara blanca eran casi amarillos también, o al menos lo parecían a la luz de la linterna que la extranjera llevaba en la mano.

—Ven y te enseñaré dónde están tus hijas —dijo la mujer, mientras Ling Sao, asustada, se asombraba de entender las palabras de una extranjera.

—¿Qué brujería me has hecho para que te entienda?

La mujer blanca dejó escapar una risita.

—Llevo veinte años en esta ciudad —dijo—, y he estudiado a diario para comprender vuestro lenguaje. De este modo puedo hablaros de la verdadera religión. ¿Te extraña ahora que me exprese como tú?

Llevó a Ling Sao a lo largo de un muro de ladrillo. A ambos lados del sendero crecía hierba. No lejos, grandes árboles inclinaban sus ramajes sobre la tierra. Nunca había visto Ling Sao un sitio como aquél. La mujer hizo entrar a Ling Sao en una vasta casa. Pasaron a un salón largo y ancho, lleno de gente. Ardía en el techo una luz baja. Se veían muchas personas tendidas en el suelo sobre camastros.

—Todos son niños y mujeres —expresó la mujer blanca—. Tu familia está en aquel rincón.

Se abrió camino entre los durmientes. En un ángulo, junto a una alta mesa, Ling Sao encontró a Orquídea, a sus dos hijas y a todos los nietos. Los niños no despertaron y Orquídea al principio tampoco, pero Pansiao estaba despierta y sollozaba. Viendo a Ling Sao, se incorporó, tendió los brazos e hizo los gestos de un chiquillo pequeño al encontrar a su madre.

—¿Has venido, mamá? —cuchicheó.

—Aquí estoy, tortita mía de carne —dijo Ling Sao, sentándose en el suelo junto a su hija.

Ésta no se había oído llamar así desde que era pequeña, y se alborozó. Tal expresión era la más cariñosa de Ling Sao.

—¿Y mi padre? —preguntó la muchacha, cogiendo la mano de su progenitora.

—En casa con tus dos hermanos —respondió en voz baja Ling Sao—. ¿No os ha pasado nada a ninguno?

—No —dijo la muchacha—. Pero yo estaba tan asustada que no pude comer y ahora siento mucha debilidad.

—Acuéstate —respondió Ling Sao—, y ya te buscaré comida mañana.

—Aquí nos dan de comer —explicó Pansiao, acostándose.

La hija mayor levantó la cabeza.

—¿Dónde está la madre de mi esposo, mamá? ¿No ha venido contigo?

Es justo que una mujer pregunte ante todo por su suegra, puesto que la madre del marido ha de ser, para una casada, más madre que la que le puso en el mundo; pero por esta vez Ling Sao hubiera preferido que su hija faltase a su deber. En efecto, ¿cómo explicar lo que le había pasado a la pobre vieja? Ling Sao resolvió mentir y contestó:

—Está bien. Se ha quedado en casa. ¿Y dónde está el padre de tus hijos, niña?

—Nos trajo aquí —repuso la joven— y luego dijo que se iba a su tienda. Aseguró que ya no temía nada, ahora que la ciudad ha caído, porque tendremos paz. Esperará a ver cómo andan las cosas y después vendrá a buscamos para llevarnos a casa.

Aquella plática a media voz había desvelado a las durmientes cercanas y algunas se incorporaron para saber si la recién llegada traía noticias. La mujer que dormía al lado era joven y tan hermosa que Ling Sao, viéndola, pensó en el acto que una mujer así no podía ser una esposa fiel y buena y todo lo demás que una esposa debe ser. Para comprobarlo, preguntó:

—¿Hemos despertado a tu hijo, buena mujer?

—No tengo hijos —contestó serenamente la muchacha.

—¿Estás sola aquí? —inquirió Ling Sao, siempre para informarse.

—Estoy con otras seis como yo —repuso la bella joven.

Esto hizo comprender a Ling Sao que la mujer era una cortesana, y como ella por su parte era una mujer honrada, no convenía que hablase más con la otra. Se puso, pues, entre ella y sus hijas, de manera que si algún daño se desprendía de las malas mujeres la alcanzase a ella antes que a sus hijas y nietos.

La joven no se había acostado aún.

—Abuela —dijo, con una voz que maravilló a Ling Sao por lo dulce—, puesto que has venido después que nosotras, ¿quieres contarme lo que pasa en la ciudad?

—No vengo de la ciudad —repuso Ling Sao, concisa.

—Entonces, ¿eres del campo, abuela?

—Sí —contestó Ling Sao, más concisa aún.

—¡Oh! —suspiró la voz dulce—. Entonces no sabes lo que ha pasado en la ciudad hoy.

Se dejó caer en la yacija, murmurando:

—¡Oh, qué día!

Antes de que Ling Sao pudiera pedir explicaciones, Orquídea, despertando, vio a Ling Sao y se incorporó, ofuscada de sueño.

—¿Has venido, madre? —exclamó—. ¿Cómo has llegado, y qué ocurre en la casa, y qué es de los que se quedaron allí?

Habló tan alto que despertó a otras, y varios niños empezaron a llorar. Ling Sao, para mostrar que se ponía de parte de la gente contra aquella torpe de su nuera, la reprendió, con voz más fuerte aún:

—¡Oh, cielos, ayudadme, pues tengo por esposa de mi hijo mayor una mujer tan descortés que habla a gritos en plena noche cuando me ve y molesta a todos los demás! No vuelvas a hablar, chiquilla necia.

Orquídea se acostó y se restableció el silencio. Todos dormían tras las tribulaciones de la jornada.

Mas Ling Sao sólo había reposado durante su vida en dos lechos: uno, el angosto que ocupara, siendo niña, en la casa paterna; y el otro, el muy ancho que compartiera con su marido. Además, no podía conciliar el sueño con aquella desconocida a un lado y su propia hija respirando junto a su oído al opuesto. Por ende, en todo el local había durmientes que suspiraban, roncaban o gemían. Ling Sao, pues, permaneció despierta, pensando en aquel día que así terminaba. ¿Cuántos más, semejantes a éste, vendrían después? ¿Y qué estada haciendo su marido ahora? Muchas veces durante la noche se propuso, a la siguiente mañana, enhollinarse el rostro y desgarrar sus ropas, a fin de parecer vieja y fea y volver a casa de nuevo. Pero cuando amaneció no lo hizo, pensando que, por vieja y fea que pareciese, no lograría parecerlo más que Wu Sao.

Se levantó temprano y ayudó a atender a sus nietos. En toda la casa se oían gritos de mujeres y lloriqueos de niños, y pronto Ling Sao empezó a auxiliar también a otras mujeres. La joven hermosa que había a su lado no se movió. Envuelta en un cobertor de seda roja, dormía, o parecía dormir, y varias que la rodeaban hacían lo mismo.

«Están acostumbradas a levantarse tarde —pensó con desprecio Ling Sao—. Claro: trabajan de noche y duermen de día».

Y cuando Orquídea y su hija mayor se hubieron levantado, Ling Sao les dijo lo que aquellas mozas eran y les prohibió que les hablasen. Tampoco debían hacerlo los niños. Y a Pansiao le mandó:

—Si una de ésas te había, no le contestes; y si quiere tocarte, no se lo permitas. Hay mujeres honradas con las que puedes hablar. Aunque más vale que estés a mi lado sin tratar con desconocidas.

De este modo se ocupó de los suyos Ling Sao. Y con el rabillo del ojo no dejaba de mirar a las durmientes.

Ya estaba bastante alto el sol cuando llegaron criadas y llevando arroz en grandes recipientes, así como legumbres y pescado en salazón, y escudillas para todos. Ling Sao exclamó:

—¿Cómo vamos a comer si no tenemos dinero para pagar?

Acababa de recordar que, en su zozobra, el día anterior había olvidado pedir dinero a su marido. Y comer sin pagarlo es afrentoso.

—Come, buena mujer, que otros lo pagan, y comiendo haces provecho a nuestra señora extranjera, que así irá a los cielos.

—Entonces, ¿por eso se porta bien con nosotras? —repuso Ling Sao, reflexionando.

Comió con las demás y cuando tuvo el estómago lleno, no se sintió mejor.

Ya habían terminado el desayuno los demás refugiados cuando se levantaron las siete durmientes. Se peinaron sus perfumados cabellos, y se lavaron en jofainas que había en una mesa, llenándolas con el agua de jarros que junto a ellas se veían. Y por la forma en que se lavaban se podían ver lo que eran, porque ninguna mujer honrada se hubiese aseado tanto. Luego recogieron su arroz y comieron separadas de las demás mujeres. Todas éstas, buenas y honestas madres y esposas, miraban a aquellas mozas para ver cómo eran, mas ellas no miraban a las demás. Cuando alguna de las siete se acercaba por casualidad a uno de los niños, la madre se apresuraba a retirarlo.

Así principió aquel extraño día, en el que no pasó nada malo. Había en la casa no menos de cien mujeres, sin contar los niños, y rodeaba el edificio mucha hierba, blanda a los pies. No estaba verde ya, pero sí suave aún; y por ello, cuando el sol empezó a calentar, todas las mujeres salieron con sus hijos y hablaron unas con otras. Con muchas platicó Ling Sao, porque tenía una cara regordeta y amable, y unos ojos vivos, y un cabello negro entreverado de canas, de manera que era la clase de persona a quien todos interpelaban con naturalidad llamándola «Madre» o «Buena mujer».

Sus interlocutoras contaron a Ling Sao cosas como ella no oyera en su vida. Cuanto más oía, más se amedrentaba. Muchos en la ciudad habían anhelado que el enemigo llegase pronto, si su llegada significaba la paz, pero el enemigo era tan loco, tan cruel, tan salvaje y tan feroz, que no había habitante de la ciudad que no estuviese atónito y casi fuera de seso. Al parecer, en aquella rica ciudad que era el centro de la nación, el enemigo había irrumpido como una manada de fieras. O peor, porque las fieras devoran a los hombres y a las mujeres, mientras el enemigo mataba a los hombres y deshonraba a las mujeres. Nada les importaba que fuesen jóvenes o viejas. Primero buscaban las mozas; luego, las de edad.

Una muchacha, con los ojos hinchados de tanto llorar, dijo:

—El hijo pequeño de mi hermana tenía cinco meses. Como estaba muy fuerte y sano, empezó a llorar muy alto cuando le arrancaron del pecho de su madre, y entonces un enemigo le estranguló con las ropas de ella misma. Luego, él y otros treinta abusaron de mi hermana. Al fin ella también fue muerta por los soldados.

—¿Viste tú eso? —preguntó Ling Sao.

—No; pero me lo ha dicho mi padre. Él me trajo aquí en seguida, porque como soy soltera… Mas ¿quién hubiera pensado que a una casada podía pasarle una cosa así?

En efecto, ya se sabe lo que sucede cuando un ejército triunfante toma una ciudad, y nadie ignora que hay que esconder a las jóvenes durante unos días hasta que se restablecen la calma y el orden. Pero de un caso como el de ahora nadie había oído hablar jamás. Otros soldados habían tomado la misma ciudad anteriormente, mas no eran extranjeros. A la gente se le había dicho que estos extranjeros eran mejores y por eso nadie había tomado tantas precauciones como solían adoptarse en otras guerras.

Habían muerto asimismo muchos miles de hombres inocentes, porque, según explicaron las refugiadas a Ling Sao, todo el que, viendo el enemigo, volvía la espalda y corría, era fusilado. Cuantos habían sido o eran soldados chinos —e incluso quienes sin serlo lo parecían—, eran fusilados también; y había muchos en tal circunstancia. De igual manera, cuando a alguien le encargaban de algún trabajo y lo hacía con lentitud, o no podía hacerlo por demasiado viejo, demasiado joven o demasiado poco acostumbrado, también lo fusilaban; y de esta suerte habían sucumbido en un día varios millares de hombres más.

Durante toda la mañana, Ling Sao oyó tales cosas que, al mediodía, aunque el arroz que les sirvieron era excelente y bien cocido, apenas pudo pasarlo. Por la noche les dieron otra vez arroz y coles cocinadas con aceite de habas. Todo era casi tan bueno como la misma Ling Sao lo hubiera podido hacer, mas no logró probar bocado pensando que lo que les pasara a ella y a su marido, y que les pareciera tan horrible, se achicaba por comparación a otros infinitos males harto mayores. Muchas de las refugiadas habían visto a sus deudos muertos, apaleados o víctimas de violaciones ante sus propios ojos; y había otras que no decían nada porque habían sufrido cosas inexpresables.

Por la noche, Ling Sao estaba abrumada de repelencia y náuseas, y sobre todo de un temor como no conociera jamás. ¿Qué les esperaba si el país había de ser regido por aquellos seres que no parecían hombres? Todos los pueblos tienen que padecer a veces malos gobernantes, pero éstos no eran sólo malos, sino que carecían de corazón humano.

Aquella noche, segunda que Ling Sao pasaba fuera de su hogar, se acordó con disgusto de que, ocupada con lo que oyera por el día, apenas había pensado en su marido. Luego de que sus hijas y nietos se acostaron, ella se acostó a su vez, junto a las siete cortesanas. Por la mañana había resuelto cambiar de sitio, pero durante el día se le olvidó. Y a la sazón, apartándose cuanto pudo de la cortesana, le dijo con acritud:

—¿Por qué habéis venido? Mujeres como vosotras no debieran estar aquí.

—No obstante, somos mujeres también —dijo la joven, con triste sonrisa y voz suave—, y tememos igualmente a las fieras.

Y se separó a la vez de Ling Sao, como si, reconociendo quién era, procurase no contaminarla. No habló más con Ling Sao, sino con sus compañeras, que estaban al otro lado. No se las entendía, porque las siete muchachas procedían de otra ciudad y entre sí hablaban en su dialecto, aunque sabían expresarse en muchos idiomas para agradar a los hombres. Y entre esos idiomas los había extranjeros, a fin de que las comprendieran los hombres que venían en barcos. Ling Sao no lo ignoraba, porque esas cosas no hay quien no las sepa.

«Deben de ser de Suchow», pensó. Y para saber si acertaba inquirió de la joven:

—¿Sois de Suchow?

—Sí —dijo la cortesana.

—¿Pues por qué estáis en esta ciudad? —siguió Ling Sao, extrañada de que, si habían venido a la población para ganar dinero con los soldados, no estuvieran fuera del refugio ejerciendo su oficio, y de este modo haciendo las cosas menos peligrosas para las buenas madres y las mujeres honradas.

—Estábamos en Suchow cuando cayó —repuso la joven—, y de las veintitrés cortesanas que vivíamos en la casa sólo nosotras siete nos salvamos y huimos. Vinimos a esta ciudad, horrorizadas de lo que habíamos visto, y no pudimos continuar porque no teníamos dinero. Cuando supimos que los blancos daban refugio a las mujeres aquí, acudimos a pedirlo, pues odiamos al enemigo. Los enemigos no son hombres. Con los hombres se puede tratar, pero con esos…

Se volvió de espaldas y no dijo más. A poco, Ling Sao la oyó llorar silenciosamente, tan silenciosamente que sólo un oído finísimo como el de Ling Sao lo podía percibir. Su buen corazón la inclinaba a confortar a la joven; pero la aversión que le producía su oficio hizo que Ling Sao no se moviera. Sabía que Ling Tan no había mirado a una cortesana en su vida, y ella, por su parte, si bien temía y despreciaba a aquellas mujeres, nunca había visto a una. Dejó, por tanto, llorar a la joven; y al fin el llanto se calló y Ling Sao, rendida, terminó durmiéndose.

A medianoche despertó y a todas les pasó lo mismo. Se oía gran estrépito en las puertas y sonaban disparos de fusil. Las mujeres, en la oscuridad, se estremecían con el temor de lo que podía suceder. Se oyeron voces fuertes en idioma extranjero y las refugiadas comprendieron que el enemigo estaba en la puerta.

De vez en cuando, se levantaba una mujer y, cubriéndose con cualquier prenda de las que se quitara al acostarse, intentaba escuchar sin hablar palabra. Los niños que lloraban eran reducidos al silencio en seguida. A poco apareció la mujer blanca en el umbral. Sostenía, alta en la mano, una linterna, de modo que la luz cayera sobre los rostros de las refugiadas.

—Traigo malas noticias —dijo—. El enemigo está a las puertas. Son cien hombres con armas y están resueltos a entrar. Yo no tengo medios para impedírselo. Carezco de armas y sólo poseo la ayuda de mi Dios y mi país, que me respalda. A Dios no lo temen los enemigos, pero sí tienen bastante temor de mi país, que es una gran nación. Por eso no han entrado todavía, y he podido sobornarlos… a cierto precio.

Las mujeres vieron temblar la estrecha boca de la mujer blanca.

—Tal precio es —prosiguió—, que me avergüenza decíroslo, y, sin embargo, con él tenéis vuestra salvación en la mano. El enemigo ofrece no entrar si cinco o seis mujeres de las que hay aquí se van con ellos…

Calló. Las demás callaban también. ¿Dónde había mujeres capaces de ir con tales hombres, ni siquiera para salvar a las otras? Ninguna habló.

La mujer blanca esperaba. Se repitieron en la verja los golpes y los gritos. La mujer blanca, tras un rato, salió, y las demás guardaron silencio. Cada mujer pensaba para sí: «No; yo no puedo ser la que vaya».

Y tras un espacio tan largo como el necesario para contar doscientas moneditas, la mujer blanca reapareció, linterna en mano, y habló con premura:

—No puedo contenerlos más. Dicen que si no les damos mujeres ahora mismo, entrarán aquí. ¡Oh, hermanas mías…!

Interrumpióse un momento, mirándolas desde el peldaño de la puerta en cuyo umbral estaba.

—¿Quién soy yo, oh hermanas, para decir a ninguna de vosotras que salga… a eso? Y, sin embargo, quizá Dios haya puesto aquí a quienes…, a quienes pueden salvar a las mujeres honradas. No pido que se sientan capaces…, acaso sea mejor que…

No logró seguir hablando. Se mordió los labios. Temblaba en su mano la linterna.

Entonces, Ling Sao vio una cosa que jamás se le olvidaría mientras viviese. Aquella cosa hizo que su corazón se sintiese tierno y afable hacia todas las mujeres malas. A su lado, la bella cortesana se levantó, alisándose el cabello y ajustándose las ropas.

—Venid, hermanitas —dijo con voz abatida y apagada—. Venid, peinaos y sonreíd. Tenemos que volver a nuestro trabajo.

Las demás cortesanas se levantaron. Había un intenso silencio. Ni una sola refugiada habló mientras las siete jóvenes se encaminaban hacia la puerta, por entre las yacijas.

La que había llamado a las otras se detuvo ante la mujer blanca.

—Estamos dispuestas —dijo con su dulce voz.

—Dios te bendiga —repuso la mujer blanca—. ¡Dios te recompense con el cielo!

La cortesana movió la cabeza.

—Tu Dios no nos conoce —manifestó.

Y, silenciosa y muy erguida, precedió a sus compañeras hacia el pasillo. La mujer extranjera, llevando en alto la linterna, las alumbraba.

En el local, ahora oscuro, no hablaba nadie. Pero todas las demás mujeres no pensaban más que en lo sucedido por la noche, sin hablar, empero, una sola palabra sobre ello. Cada madre daba de comer y atendía a sus hijos. Hubo mucho silencio por el día. La mujer blanca no hizo acto de presencia. Y sobrevino la noche.