En el undécimo mes del año, el enemigo se acercó a la ciudad.
El día era sereno y Ling Tan, alzando la cabeza mientras trabajaba en el campo, oía como un distante gruñido el fragor de la batalla. De vez en cuando un ruido atronador se percibía al Este y nadie sabía lo que ello fuera hasta que algunos que salían de la ciudad dijeron que eran los cañones grandes del enemigo.
Había cesado el torrente de fugitivos. Cuantos habían de irse se habían ido y sólo quedaban quienes creían que debían quedarse pasase lo que pasara. Ling Tan se había atareado todo el día con las labores de invierno y por la noche veló largo rato fabricando sandalias de fuerte paja de arroz. Había caído una ligera nevada que dio verdor al trigo invernal, pero pronto se disipó la nieve y los días, trayendo cada uno malas noticias.
El séptimo día del mes, el último de los gobernantes huyó de la ciudad. En ésta quedaba un ejército, pero ¿qué ejército puede ser valeroso cuando los dirigentes huyen? La gente rezongaba al saberlo, y en veinte millas a la redonda de la ciudad los campesinos se armaban con cuchillos, antiguas espadas heredadas de sus antecesores, horquillas de labranza y escopetas viejas que compraran hacía largo tiempo, cuando abundaban los bandoleros, en mercados clandestinos.
Se armaban en primer término contra sus propios compatriotas en retirada, porque sabido es que un ejército en fuga, cualquiera que sea su bandera, carga con cuanto puede, conociendo que no volverá a pasar por allí y que sus desmanes serán atribuidos a otros. El mismo Ling Tan se proveyó de un viejo sable de su bisabuelo. El arma yacía en el fondo de un baúl de piel de cerdo hacia varias generaciones, pero Ling Tan lo sacó y su mujer lo bruñó con ceniza. Lo blandió Ling Tan varias veces, vio que cabía usarlo como una hoz y lo colgó en un clavo, junto a la puerta, para usarlo en caso preciso.
Así transcurrió medio mes. A todos les constaba que cada día podía ser el último de su libertad. Aprendieron a medir el ritmo del avance del enemigo por el acercamiento del estruendo de la batalla. Los cañones pesados sonaban tan cerca ahora, que hacían saltar los platos en la mesa y gritar a los niños.
En los últimos días llegaron peores noticias que nunca, procedentes de los labriegos cercanos a la ciudad. Ling Tan tenía la suerte de que su casa estuviera a algo más de tres millas de la capital. En un radio de dos millas largas los soldados quemaron las aldeas, para impedir que fueran saqueadas y aprovechadas por el enemigo. Bandadas de familias labriegas llegaban cargadas de objetos a las espaldas, y con niños metidos en cestos colgados de palos, como en un año de hambre. Todos huían hacia el interior. Ling Tan les preguntaba el motivo de su fuga, y replicaban:
—Nuestras casas y mieses han sido quemadas. Nuestros campos están calcinados. ¿Para qué vamos a quedarnos y ser muertos por el enemigo?
Y se apresuraban a alejarse.
Aquel día, mientras los sones de la batalla retumbaban con violencia en sus oídos, Ling Tan examinó sus tierras. ¿Debería quemar sus sembrados? Pero ¿adónde iría con su familia, tan abundosa en mujeres y niños, y cómo alimentaría a todos si quemaba su arroz y su hierba? Pero lo que más arraigado estaba en él era su repugnancia a abandonar sus tierras.
—Si pudiese enrollar mis campos y llevármelos conmigo —dijo por la noche a su mujer—, me iría. Mas mi tierra llega hasta las entrañas del mundo y no la abandonaré. Me quedaré, pase lo que pase, custodiando esta tierra mía.
—Entonces me quedaré contigo —dijo Ling Sao.
Pasaban los días. Huidos los gobernantes, la gente sabía que había de resistir por sí sola. Lo que pasara dependía de cada uno. Ya otras veces había sucedido lo mismo: los que mandaban eran los primeros en escapar, mientras la gente común había de quedar atrás, resistiendo. Y el rumor de la batalla se tornaba más intenso hora a hora.
El día diez corrió, como un huracán a través de la campiña, la noticia de que el enemigo llegada en tres días más. Ling Tan tenía la suerte de que su casa quedaba al lado opuesto de aquél por donde debía entrar en la ciudad el enemigo, pero en cambio experimentó otro infortunio, porque el ejército defensor se desbandó y los soldados, corriendo sin orden ni disciplina, pasaban por las aldeas llevándose cuanto podían. Eran una horda espantada y feroz, sólo ansiosa de huir pronto. Ahora que sus jefes los habían abandonado, no les importaba mostrarse cobardes ante el enemigo y corrían en confusión.
Contra ellos había Ling Tan reforzado su puerta. Y si bien algunos soldados la aporreaban, ninguno, en su premura, se entretenía en echar la puerta abajo. Viendo que no era fácil abrir, iban a otro sitio, y así la casa de Ling Tan quedaba a salvo. Pero la ruina que dejaron en la aldea y en todas las aldeas de por allí fue tremenda, y muchos gritaban que el enemigo no podía ser peor. Algunos incluso decían francamente que deseaban la llegada del enemigo, porque, al menos, impondría orden. Por todas partes surgían bandidos como malas hierbas. En cuanto un campesino vendía su cosecha, los forajidos acudían cual si lo oliesen y, llegando por la noche, se llevaban el dinero que quedan. A las demás calamidades se agregaba esta calamidad tradicional.
Wu Lien era partidario acérrimo del orden. Cuando el último soldado de los vencidos ejércitos pasó, el mercader fue a la calle de la aldea y rezongó viendo vacías todas las tiendecitas, privada la tahona de su postrera hogaza, todo perdido y ni un penique en manos de nadie.
—Nadie puede decir que haya cosa peor que lo que nos han hecho los nuestros —murmuró.
Y de regreso en la casa, se expresó así:
—En cuanto llegue el enemigo, volveré a la ciudad y abriré mi tienda, porque creo que con la llegada de ellos estaremos mejor que ahora.
—Si aciertas, lo confesaré y acataré su Gobierno —respondió Ling Tan.
Porque mientras los soldados huían, se había subido a un ángulo del tejado y, oculto allí, pudo ver tales cosas y tan implacable brutalidad, que le costó trabajo mantenerse quieto y no acometer a los desbandados, aunque ya sabía que cuando el hombre se hace militar deja de ser hombre para convertirse en la bestia que ha sido en otra vida.
Al fin terminó la retirada de aquellos vencidos. En el intervalo de calma que medió entre la retirada del ejército defensor y la llegada del enemigo, Ling Tan convocó a los aldeanos en la casa de té y allí celebraron todos Consejo para decidir cómo debía acogerse al enemigo. Sabían que el tiempo apremiaba.
—Seguramente verán que somos una aldea indefensa —dijo Ling Tan—, y no creo que ni siquiera los enemigos ataquen a quienes han esperado de buen grado su llegada. Pensemos en el modo de acoger a nuestros vencedores con cortesía. No hablo que festejemos falsamente su llegada, sino de que les expliquemos que somos hombres razonables, capaces de aceptar lo que nos trae la vida.
Todos concordaron en esto y algunos preguntaron:
—¿Cuándo y por dónde vendrá el enemigo, y en qué dirección saldremos a recibirle?
Otros decían:
—¿Cómo los recibiremos?
Ninguno de ellos había visto nunca a un vencedor extranjero, y aunque todos esperaban lo mejor y se transmitían unos a otros noticias de las cosas buenas que habían oído de los invasores, no sabían qué conducta observar ni qué palabras decir a las tropas triunfadoras.
Entonces el más anciano de todos habló, con su larga sabiduría:
—¿Qué sabemos sino atenernos a nuestras costumbres? Hagamos con ellos como si fueran nuevos señores llegados a la aldea.
Por consideración a su mucha edad, todos le atendían cuando hablaba, y convinieron en que lo que había dicho era lo mejor. Se acordó, pues, que en cuanto se oyera acercarse al enemigo, saldrían en bloque, llevando primero al más anciano. Se prepararían té, bollitos y frutas, y de este modo la conquista se produciría con honor y decoro. Y mientras ello se planeaba, no faltaron quienes en alta voz dijeron que esperaban tener al menos orden y paz, y que costaría poco trabajo a los vencedores obrar mejor que algunos de los magistrados propios.
Esto decidido, se mandó salir al dueño de la casa de té y se le ordenó que tuviese, durante los siguientes días, té y bollos preparados. Él contestó que haría una cantidad de sus bollitos de ajonjolí, y con esto todos se separaron, esperando.
Durante los días inmediatos hubo quienes fueron a la ciudad y compraron banderitas del enemigo, a fin de salir con ellas a recibir a los vencedores. Para confortarse, los aldeanos se decían unos a otros que, según oyeran en la ciudad, los extranjeros eran siempre mejores que los propios compatriotas, y que en los países extranjeros había más orden y ley que en éste. Y todos, entre esperanzados y temerosos, aguardaron el día de la llegada del enemigo.
Alboreó el día trece del mes undécimo. Al levantarse Ling Tan aquella mañana, conoció que éste era el «día». Todo sonido de lucha había cesado. El aire estaba tan sereno como en los años anteriores al desembarco del enemigo. Sobre la tierra, en la tranquila mañana invernal, se cuajaba la primera helada intensa del año. Ling Tan se había levantado temprano, porque ahora dormía mal todas las noches, y saliendo solo a la puerta miró los campos blanquecinos. El trigo de invierno, verde bajo la escarcha, le hizo pensar: «¿Cortaré yo este trigo o será otro el que lo siegue?». Sobre los techos de paja de la aldea principiaba a deshelarse la escarcha según iban las mujeres encendiendo los hogares. Ling Tan, sin responder a su pregunta, entró en la cocina, donde Ling Sao había encendido la lumbre también.
Halló a su esposa tras el fogón donde la encontrara tan a menudo.
—Éste es el día que temíamos —dijo Ling Tan.
—Ya lo sé —repuso ella, mirándole con expresión firme. Y alzando los ojos anunció—: No temo a ningún hombre.
Las antiguas palabras tenían ahora un significado nuevo. Ling Tan lo advirtió.
—Tampoco yo temeré —dijo en el acto.
Se lavó, en silencio, y se enjuagó la boca. Toda la familia, también en silencio, ocupó su puesto a la mesa. Hasta los niños, que los demás días reían, lloraban y producían barullo, callaban hoy.
Conclusa la colación, Ling Tan, en su calidad de jefe de la casa, habló a sus deudos:
—La quietud que impera en la tierra me dice que la batalla ha terminado. Nuestro ejército se ha retirado y acaso a estas horas el enemigo haya tomado la ciudad. Todos hemos de permanecer dentro de casa. Ninguno saldrá sin consultármelo, los niños y mujeres en especial no saldrán por motivo alguno. Yo por mi parte sólo trabajaré en lugares desde donde pueda ver todos los caminos. Si algún extraño viene, únicamente yo le hablaré. Ninguno de vosotros sacará la cara, salvo mi hijo mayor si me ve en apuros, y sobre todo ninguna mujer asomará el rostro por ninguna razón.
Todos asintieron cuando Ling Tan hubo hablado, y así principió dentro de aquellos muros el largo día. Las mujeres se ocuparon de sus faenas, Wu Lien se retiró a su cuarto y los hijos comenzaron la tarea invernal de tejer sandalias y trenzar cuerdas. Ling Tan, sentado, fumaba su pipa. Su mente permanecía paralizada, y pasado un rato reparó en que ello se debía a que todas sus facultades se concentraban en escuchar. Pero no se oía nada.
Mucho tiempo esperó, y al fin le pareció que convenía saber lo que pasaba y por qué existía aquel gran silencio. Era media mañana cuando entreabrió la puerta. El sol calentaba y la escarcha se había disipado en los campos. El perro, a quien había dejado fuera de la puerta para que anunciase la llegada de cualquier desconocido, le recibió con saltos y halagos, ansioso de comida. No se veía otro ser viviente. Todos los labriegos se habían encerrado en su casas, como Ling Tan, y nadie iba ni venía de la ciudad. Los caminos hasta donde alcanzaba la vista estaban desiertos.
Salió de la puerta y un rato se mantuvo inmóvil, con la pipa en la mano. Mirando a la ciudad no descubría signos de ningún fuego. Tras el alto muro de la capital se ocultaba lo que pudieran estar sufriendo sus moradores.
Mientras así permanecía Ling Tan, otros que también habían entreabierto la puerta le vieron. Primero uno o dos, y luego otros, se acercaron con cautela, y al fin hubo doce o trece hombres reunidos, mirándose. Avanzaron hacia Ling Tan.
—¿Habéis oído algo? —les preguntó él.
—Nada —respondieron algunos, mientras otros negaban con la cabeza.
—¿No vamos a ver lo que ocurre? —preguntó el hijo del primo tercero de Ling Tan.
—¿Y cómo? ¿Tienes tú el valor de ir a la ciudad a ver lo que sucede? Tú eres el único de los que aquí estamos que no tiene mujer, ni hijos, ni nietos.
—Iré —repuso el joven—. No tengo miedo.
Y se echó hacia atrás un negro mechón que le caía sobre los ojos.
—Consulta primero a tu padre —dijo Ling Tan—. No quiero ser responsable si algo te ocurre.
—Mi padre me deja hacer lo que quiero —respondió el joven, con petulancia.
Y para probarlo se puso en camino sin demora. Los demás le miraban según su solitaria figura avanzaba hacia la ciudad.
—Celebro que no sea mi hijo —declaró uno, obteniendo la aprobación de los demás.
Y como no había nada que decir, se separaron y cada uno volvió a su casa y volvió a cerrar la puerta. Ling Tan hizo lo mismo. De este modo llegó el mediodía y después la tarde. Sólo interrumpía el silencio algún cañonazo esporádico y distante.
A media tarde, Ling Sao se sintió cansada de la situación. Los niños, que se mantuvieron quietos hasta entonces, dejaron de estarlo y pidieron que se les dejase jugar en el patio. Wu Lien, que se había enterado de que el hijo del primo tercero de Ling Tan había ido a la ciudad, quiso salir a la puerta, aunque su suegra temía esto, porque Wu Lien tenía trazas de hombre acomodado y ello podía hacer pensar al enemigo que había vituallas y cosas de valor en la morada de que saliera un hombre semejante.
—Si pasamos muchos días como éste, vamos a hacer estallar la casa con tanto estar dentro —manifestó Ling Sao.
Ling Tan abrió un tanto la puerta. En otras casas habían hecho lo mismo y en la calle había unos pocos niños jugando. Varias puertas permanecían entornadas y una o dos tiendas habían abierto. Viendo Ling Tan la paz que reinaba en todas partes, habló a la familia.
—El que quiera, que salga aquí, pero que no se aleje más de donde yo le vea, a fin de poder llamarlo con presteza si es menester cerrar la puerta.
Salieron todos, satisfechos, y quedaron asombrados advirtiendo que todo continuaba lo mismo.
—Os juro que yo pensaba incluso ver cambiado el color del suelo —rió Orquídea.
Ling Tan escrutaba el contorno sin descubrir nada singular ni nuevo. En vista de la tranquilidad de la tarde, Ling Tan resolvió ir a casa de su tercer primo y saber si había noticias del hijo de su pariente. Bajando la calle, algunos hombres le decían desde las puertas, riendo:
—Si todo lo que nos hace el enemigo es esto, podemos soportarlo.
Y uno añadió:
—Parece que el enemigo nos deja en paz.
Ling Tan concordó, por decir algo, y llegó a casa de su primo. Halló a la mujer excitada porque su hijo no había vuelto aún y porque ella tenía la comida caliente y le enojaba malgastar combustible. Pero si el muchacho no venía, ¿qué hacer sino esperar? Parecía que ningún mal la horrorizaba tanto como dilapidar su combustible. Ling Tan le dijo que se calmase, pues acaso el muchacho volviera de noche. Su primo había comido ya y se ocupaba en limpiarse los dientes y en leer un periódico atrasado que poseía.
—Aquí dice —declaró— que los enemigos han tirado escritos desde sus barcos volantes aconsejándonos que no nos asustemos, porque vienen a traernos paz y orden.
—Si es verdad, son buenos —repuso Ling Tan—. Hoy, por lo menos, ha sido un día tranquilo.
Tales palabras parecían confortarle. Mientras las profería bostezó, sintiéndose fatigado y recordó lo mal que había dormido. El día que tanto temiera había pasado; todos estaban vivos, no se había visto ni la sombra de un adversario, y su corazón se relajó.
—Me voy a casa, a dormir —dijo a su primo—. Si tu hijo vuelve, avísame.
—Lo haré —prometió su primo.
Y se levantó un momento, por cortesía, cuando Ling Tan salió; pero sin apartar del periódico los ojos, porque era hombre que daba más valor a la letra impresa que a cuanto la boca humana pudiera decir.
Al anochecer, Ling Tan se asomó a su puerta otra vez. Él y todos habían cenado y los niños estaban en la cama. Él mismo pensaba acostarse ya, pero antes de hacerlo dijo a Ling Sao que quería echar fuera una ojeada. Al abrir la puerta le pareció oír un gemido. Escuchó, se repitió el gemir, y el temor invadió su corazón.
Ya iba a cerrar, incierto sobre si aquello procedía de un espíritu o de un ser humano, cuando una voz débil llamó:
—¡Tío!
Ling Tan abrió la puerta otra vez, gritó a Ling Sao que trajese la lámpara y vio llegar a su mujer en seguida. En el suelo yacía el hijo de su primo, aquel joven que petulantemente se pusiera por la mañana en camino de la ciudad.
Ling Tan no le hubiera conocido de no ser porque el muchacho usaba una prenda única en la aldea: una blusa corta de satén encarnada que comprara hacía más de un año en una ropavejería de la ciudad y que usaba continuamente, porque le agradaba mucho. Ling Tan advirtió que el color de la prenda era más oscuro que de costumbre.
—¡Oh, madre mía, cómo sangra! —exclamó Ling Sao.
Entregó la lámpara a su marido y fue a inclinarse sobre el mozo, pero Ling Tan la contuvo.
—No lo toques, para que no digan sus padres que le hemos puesto peor. Corro a llamarlos.
Devolvió la lámpara a su mujer y se lanzó a la carrera por la oscura calle hacia la casa de su primo tercero. Golpeó con ambas manos la puerta cerrada. El perro, dentro, le ayudó con sus ladridos. A poco la voz de la esposa de su primo preguntaba quién había allí.
—Soy Ling Tan —repuso—. Vuestro hijo ha vuelto herido, no sabemos cómo. Ha caído a nuestra puerta, que es la primera que encontró, y allí está. No le hemos tocado.
La mujer lanzó un alarido y llamó a su esposo. Llegó éste tambaleante de sueño, ajustándose la ropa. Abrió la puerta, cosa que la mujer había omitido en su disgusto, y todos, seguidos del perro, corrieron por la calle hacia el lugar en que Ling Sao mantenía encendida la lámpara.
A la sazón el ruido había despertado a los hijos de Ling Tan y también a otras personas, que ya habían salido de sus casas. Por tanto, un grupo rodeaba al joven, pero ninguno le había tocado, en espera de su familia. Su padre se aterró al verle, mientras su madre se inclinaba sobre él y, juzgándole muerto, rompió a gritar.
La faz atrevida del mozo yacía quieta y pálida bajo la oscilante luz de la lámpara.
—¿Quién te ha herido, hijo mío? —gritaba la madre junto a su oído, sin que él la oyese—. ¡Qué disgusto se llevará cuando vea estropeada su blusa roja!
Dio una manotada al perro, que se acercaba a oler la sangre y se disponía a lamerla. El padre, enojado con el perro, le asestó un gran puntapié.
—¡De modo que yo te doy de comer —gritó al animal—, y ahora vienes a beber la sangre de mi hijo!
Pero gritos y maldiciones no hacían recobrar el sentido al muchacho.
—Debemos acostarle —intervino Ling Tan— y llamar a un médico para que vea si la herida es muy profunda.
Había hablado suavemente, movido de la afabilidad de su corazón, mas la madre del mozo se volvió y le maldijo con acritud.
—¡Tú fuiste quién envió esta mañana al rapaz a la ciudad! Salió de casa sin pensar en tal cosa y no se le hubiera ocurrido hacerla, pero tú…
Ling Tan se apresuró a defenderse. Miró a sus hijos y vecinos y apeló a los que por la mañana habían estado presentes.
—¿No dije al hijo de mi primo que yo no le pedía que fuera, y no le pregunté si iba por su propia voluntad o no?
—Sí —aseguraron los demás, respaldándole.
La mujer calló.
Ling Tan la perdonó, comprendiendo que era el temor lo que la hacía hiriente, y así, inclinándose, alzó la cabeza del joven y exhortó a su primo a que le levantase por los pies. La madre le sostuvo por la cintura y de este modo le llevaron a su lecho y le arroparon. Pero ¿cómo encontrar un doctor? Sólo podía haberlos en la ciudad, si no habían huido, y ¿quién iba a la ciudad viendo cómo volvía de ella el muchacho? Nadie se atrevió y todos regresaron a sus casas, salvo Ling Tan, que permaneció junto al lecho del herido, con su primo y la mujer de éste.
Ling Tan pensaba que su sobrino no estaba muerto, sino herido y desmayado por la pérdida de sangre. Si bien el joven tenía fríos los pies y las manos, el cuerpo, por el lado del corazón, estaba tibio aún. Ling Tan pidió, pues, a su primo un poco de vino caliente y lo deslizó en la boca del muchacho. No oyó que lo tragara, pero poco a poco el vino ya no estaba en la boca, y entonces Ling Tan le echó más vino y vio que desaparecía también.
Entretanto la mujer del primo no cesaba de gemir y reprocharse a sí misma y a todos, con una acritud que nunca Ling Tan hubiera creído que existiese en ella.
—El rapaz nunca ha vuelto a ser el que era desde que nos diste dinero para que renunciara a Jade —se quejaba la mujer—. Desde entonces le ha sido igual vivir o morir. Nosotros somos más pobres que tú y es duro para nosotros rechazar dinero.
Esto enojó a Ling Tan, que siempre había hecho no poco por aquél su primo que leía libros en lugar de ganarse el pan. Muchos inviernos Ling Tan había enviado a esta casa a uno de sus hijos con un haz de paja para combustible, o con una medida entera de arroz, o con una o dos coles. Puso el vaso de vino en la mesa y dijo:
—Maldición sea sobre mí si vuelvo a ayudar a nadie, porque el modo más seguro de verse odiado es dar de comer al hambriento y prestar al pobre. Pero ni os pregunto ni me importa saber por qué estáis irritados con quien hizo lo posible por favoreceros.
Su primo se inquietó, porque no era hombre al que gustase preguntar de dónde venía su comida o su combustible, mientras le dejasen leer, y así interpeló a su mujer:
—¿Por qué vituperar a un pariente bueno como éste?
Entonces la esposa se volvió contra él, diciéndole que no era un hombre y que ella deploraba no estar viuda. Porque si lo estuviera, mientras él se pudriese en la tumba no le faltaría a ella otro marido mejor.
El joven, despertando con el tumulto, abrió los ojos.
—¡Padre! —murmuró.
Cesó la querella y todos olvidaron su enojo viendo vivo al muchacho.
—Dinos cómo te hirieron, hijo —rogó la madre, corriendo a su lado.
El joven habló, pero fue menester que ella se inclinase sobre él y reuniera sus palabras sueltas. El mozo había sido apresado con otros, y a todos, apoyándolos en un paredón, les habían hecho una descarga, dejándoles por muertos. Pero él no lo estaba y por la noche se arrastró calle adelante hasta hallar un budista rico que era de los últimos en huir de la ciudad y que, compadecido, le llevó en su vehículo hasta cerca de la aldea. El joven logró luego llegar hasta casa de Ling Tan y allí perdió el sentido y no recordaba más.
—¿Por qué querían matarte? —preguntó Ling Tan, atónito.
—Porque tuvimos miedo y corrimos —jadeó el joven—. A todos los que huían los mataban.
Ninguno de los presentes comprendía que se matase a hombres honrados sólo por sentir miedo.
La primera luz de la aurora entraba ya en el cuarto y el herido gimió diciendo que le dolía el pecho. Le tocaron allí y él gritó y perdió el sentido. No cabía más que cubrirle y dejarle reposar.
Ling Tan juzgó que era hora de regresar a casa y se despidió de su primo, afirmándole que volvería luego.
El amanecer era extrañamente gris, y lo hacía más extraño para Ling Tan lo que veía, de retorno a su morada. A lo lejos, hacia la ciudad, la tierra parda parecía moverse. Se paró a mirar y divisó mucha gente dirigiéndose desde la ciudad a la aldea. Entró en su casa y cerró la puerta.
Llamó a su mujer, que acudió corriendo. Ling Sao estaba peinándose y sostenía entre los dientes su gruesa trenza mientras anudaba la roja cinta que sujetaba su moño. De manera que no podía hablar.
—¡El enemigo viene! Que todos se levanten y se vistan. Hay que estar preparados a lo que ocurra.
Por su parte salió de la casa, muy dudoso, y sin saber qué hacer, no siendo lo que habían planeado. Despertó a los hombres de la aldea y aconsejó al anciano de noventa años que se vistiese sus mejores ropas. Dijo también a su tercer primo que se pusiera su túnica de intelectual, y ordenó al posadero que hirviese calderos de té y preparara bollos en las mesas. A los pocos minutos los hombres se hallaban en la calle, temblando por el temor y por el frío de la mañana de invierno. Sin saber por qué, Ling Tan lloró viendo al grupo de lugareños ataviados con sus mejores prendas y al encorvado viejo que iba delante. Todos, provistos de banderitas enemigas, se dirigieron al encuentro de aquellos vencedores desconocidos para ellos.
En la bruma del camino divisaron extrañas formas. Ling Tan les exhortó a avanzar, y lo hizo por su parte al lado del anciano, pisando los guijarros del camino. Más allá de la última casa, en el punto donde comenzaban los campos, se pararon agitando las banderas.
Pero las formas gigantescas pasaron junto a ellos, como enormes hormigas, y los aldeanos tuvieron que apartarse para no ser aplastados. Era claro que se trataba de máquinas, y ¿cómo hablar a máquinas? Todos, con la boca abierta, vieron aquellos aparatos cruzar la aldea y seguir.
—¿Será ése el enemigo? —se preguntaron unos a otros.
Jamás habían visto cosas semejantes, caminando, solas al parecer, sobre sus rechinantes ruedas.
En la fía niebla que les rodeaba esperaron, discutiendo si debían regresar a sus casas o no. En esto oyeron rumor de pisadas y, viendo vagas formas humanas, comprendieron que aquél era el verdadero enemigo. Aguardaron en silencio y, cuando distinguieron llegar a los que iban a la cabeza de las filas, se inclinaron. El anciano se descubrió y el frío invernal heló su cráneo calvo. Con su voz vacilante empezó a pronunciar las palabras de bienvenida que aprendiera de memoria.
—Amigos y vencedores…
Se interrumpió, sintiendo un vuelco en el corazón. Las caras de aquellos hombres eran aviesas, fieras y salvajes. Sonreían de un modo extraño.
Ling Tan, advirtiendo que el viejo callaba, habló en su lugar.
—Señores —dijo—, somos los labradores de esta aldea. Hay entre nosotros uno o dos mercaderes y mi primo, que es hombre de letras. Somos gente pacífica y razonable y acogemos con alegría la ley y el orden. No tenemos armas, señores, mas sí hemos preparado para vosotros bollos y té…
—¿Dónde está vuestra taberna? —interrumpió un enemigo, con palabras tan guturales y entrecortadas que Ling Tan apenas le comprendió.
—En el centro de la calle de nuestra aldea, que es una pobre aldea, porque nosotros mismos somos pobres.
—Llévanos allí —dijo el enemigo.
A Ling Tan no le gustaban nada las trazas de los soldados, según los veía salir de la neblina. Pero ¿qué cabía hacer sino conducirlos como pedían? A su lado el anciano avanzaba tan de prisa como podía, mas aun así iba despacio y un soldado le pinchó con la bayoneta de su fusil. El viejo sollozó de dolor y sorpresa. No estaba acostumbrado a que nadie fuese rudo con él. Se volvió a Ling Tan.
—¡Me han herido! —exclamó con voz quejosa.
Ling Tan volvióse para protestar, pero notó tal expresión en los rostros enemigos que se le apagaron las palabras en la boca. Pasó el brazo por el torso del anciano y al llegar ante la puerta del herido le hizo entrar y mandó al hijo de la casa que le atendiera. Los demás lugareños se dirigieron a la posada, donde el dueño esperaba con bollos calientes y té. Sus dos hijos estaban prontos a ayudarles, todos con una sonrisa obsequiosa en el rostro.
Los enemigos irrumpieron en el local como una horda, sentándose a las mesas. Ling Tan y sus compoblanos sabían ya que estaban ante mala gente y por eso se situaron junto a la puerta de escape mientras el posadero y sus hijos servían té. Cuando los enemigos vieron llenas sus escudillas, elevaron un clamor del que Ling Tan y sus amigos no entendieron nada. El que sabía entenderse con los lugareños dijo:
—No queremos té: queremos vino.
Los aldeanos se miraron unos a otros. ¿Dónde podían encontrar vino bastante para tantos hombres y tan ávidos? En la aldea sólo se bebía vino el día de la fiesta de Año Nuevo, y una o dos veces más cuando vendían bien en la ciudad una cosecha. Pero ahora no había vino alguno.
—¡Ay, no tenemos vino! —tartamudeó Ling Tan, acercándose a la puerta posterior.
El intérprete enemigo transmitió el informe a los demás. Todos parecieron ensombrecidos y hablaron con animación. El intérprete inquirió:
—¿Qué mujeres hay en el pueblo?
Incapaz de creer lo que oía, Ling Tan, atónito, pensó que su interlocutor había confundido los términos. Murmuró:
—¿Mujeres?
El hombre con ademán torvo amenazó a Ling Tan. Éste no dudó ya. Balbuceó una mentira para salvarse y, al mismo tiempo, salvar a todos.
—Vamos a buscaros mujeres —declaró.
Los aldeanos salieron con mucha prisa, sin detenerse más que para decir a las mujeres que había en la cocina.
—¡Corred y escondeos! El enemigo busca mozas.
Cada hombre, luego, se precipitó hacia su casa. Ling Tan, cuando entró en la suya, atrancó la puerta y mandó a Ling Sao que convocara a la familia, mientras él empuñaba su ancho espadón. Por una vez, Ling Sao no replicó. Hizo acudir a los hijos, las nueras y los nietos.
Ling Tan vigilaba junto a la puerta.
Pronto oyó gran rumor de pies en el camino. Tras escuchar durante un rato insoportable, entornó el batiente y miró. Más le hubiera valido no ceder a su ansiedad y no hacerlo, porque se halló ante negros ojos que, bajo soldadescas gorras, relucían de ira y de lujuria. Estaban enrojecidos y como ebrios. Se lanzaron sobre Ling Tan, con un gran griterío. Él se echó hacia atrás y cerró la puerta. Las armas golpearon la madera. El fiel perro, que había estado ladrando y gruñendo a los enemigos, aulló y luego calló del todo.
Pero no era ocasión de defender a una bestia. Sabía que pronto su puerta cedería. Mas aún le quedaban unos instantes. Dio gracias a su suerte que le había hecho ver otras guerras y saber inferir cosas por el aspecto de los hombres en una acción. El hombre en batalla —ello le constaba bien—, no es un ser humano ya, sino un loco en quien sólo permanece sensible la parte inferior de su cuerpo. Por eso sus primeros pensamientos en una casa son las mujeres.
Mientras la puerta resistía los golpes, él corrió a la sala. Las mujeres tenían a sus hijos en brazos y los rostros de los hombres se hallaban lívidos.
—¡Estamos perdidos! —vociferó el hijo mayor.
Ling Tan le hizo callar alzando la mano. Hacía tiempo que tenía concebido su plan para un momento así.
—Todos saldréis por esa puertecilla de atrás que no usamos hace años y que está casi oculta por las trepadoras. Esparcíos por en campo escondiéndoos detrás de los montículos y los bambúes. Cada casado habrá de saber dónde se oculta su mujer y sus hijos, y mi hijo menor se ocupará de su hermana y su madre.
—Yo me quedaré contigo —dijo Ling Sao.
—No puedes. Yo voy a trepar al techo y esconderme entre la paja.
No había tiempo para discusiones. Por tanto, Ling Tan corrió a la puerta trasera oculta por las trepadoras y descorrió el mohoso cerrojo. Tan angosta era la puertecilla que él y Wu Lien vieron en el acto la imposibilidad de que la madre de Wu Lien saliese por allí. Por tanto, la hicieron quedarse mientras los demás huían. Luego Ling Tan y Wu Lien se esforzaron en hacerla pasar, pero era imposible sin causarle daño. Ling Tan, pues, la mandó retroceder y dijo a Wu Lien:
—Si tú te ocupas de los demás, yo haré lo que pueda por tu madre.
Mientras los demás se iban, Ling Tan procuró ocultar a la sollozante vieja entre las trepadoras de la abierta puerta. Ansiaba que la buena mujer se salvase, pero no se quedó con ella, porque no era su madre, al fin y al cabo. Ya la puerta principal cedía y sonaban aullidos triunfales.
Subió a la mesa de la sala, se aferró a la viga maestra y subió al hueco que había entre las vigas y la techumbre. Ling Sao le siguió, como una gata vieja, y él, dándole la mano, tiró de ella. Se ocultaron en el hueco, abriéndose un espacio entre la espesa paja que allí acumularon sus antecesores y que cada diez u once años se renovaba. Estaban junto a una viga lateral. Les sofocaba la paja y el polvo, pero aún podían respirar mal o bien.
Apenas se hubieron ocultado, cedió la puerta y se oyó un enojado griterío de hombres, primero en el patio y luego en la sala sobre la que el matrimonio se escondía. Ni Ling Tan ni su mujer veían ni osaban moverse. Los dos se aferraban con fuerza el uno al otro, y él impetraba a sus antepasados, que le ayudaran a no toser ni estornudar. Por suerte, la paja, en tantos años, habíase hecho compacta como un colchón y abundaba en telarañas y en humedad, con todo lo cual, más la viga, el escondrijo era bastante seguro. Pero no les cabía moverse, porque, si caía paja, ello delatada su presencia allí.
Los hombres sólo estuvieron un instante abajo. Viendo el cuarto vacío, se precipitaron, sucesivamente, entre aullidos, por las ocho estancias de la casa, incluso la cocina. Ling Tan y su mujer oyeron quebrarse sus platos y sintieron desfondar y arruinar sus muebles, y temieron que la casa fuese incendiada y los dos perecieran con ella.
Ya Ling Tan planeaba cómo, en tal caso, él y su esposa debían saltar al suelo. Pero no percibieron el crepitar de llamas, sino un chillido, que al principio creyeron procedente de los cerdos. Era, en efecto, igual al chillar de un cerdo sacrificado. Y conocieron lo que sucedía. El enemigo había encontrado a la anciana madre de Wu Lien entre las trepadoras. Ling Tan se movió para bajar en ayuda de la vieja, pero su mujer le rodeó con sus brazos como con un aro de hierro.
—No —cuchicheó—, no. Ya está muerta. Piensa en todos nosotros. Ella era vieja y has de ocuparte de los jóvenes.
Ling Sao tenía razón. Su esposo permaneció quieto.
Al fin el feroz enemigo se alejó, mas Ling Tan y su mujer no osaron asomarse hasta que hubo transcurrido un largo rato de silencio. Aguardaron tanto, que sentían en los miembros un dolor intolerable, y sus pulmones, llenos de polvillo, les ponían en la necesidad forzosa de escupir o toser. Tenían los cuerpos sudorosos a pesar del frío invernal.
—Voy a bajar —murmuró él al oído de Ling Sao—. Pudiera venir alguno de nuestros hijos y creernos muertos.
Ling Sao, oyéndole hablar de los hijos, no le retuvo, aunque hubiera querido hacerlo. Le soltó y le siguió. Los dos descendieron a lo que fuera su ordenada y buena casa.
El orden ya no existía. En pie sobre el suelo de baldosas de la sala, miraron en torno. No había quedado cosa sana: ni una silla, ni la mesa, que se derrumbó al apoyarse en ella para bajar, ni el lecho de bambú del hijo menor. Fueron de cuarto en cuarto, con las manos juntas, sin proferir una palabra ante la ruina de su hogar. Cuando lo hubieron recorrido todo, Ling Tan dijo:
—No se han llevado nada más que el arroz. Lo que teníamos no les era útil y por vengarse lo han destrozado.
El enemigo había incluso desgarrado las ropas, y acuchillado los colchones. Era raro que no hubiesen prendido fuego a la casa. Sin duda preferían ver ruinas a cenizas, se dijo Ling Tan.
—¡Ay, mis maletas encarnadas de piel de cerdo, que yo traje cuando me casé! —gimió Ling Sao al entrar en su dormitorio y verlas abiertas y rajadas.
Entre las prendas rotas y las maletas despanzurradas había una mata de cabello humano.
—¿Qué es esto? —dijo Ling Tan, inclinándose para mirar.
—El pelo que Jade se cortó hace días —repuso su mujer.
—Es suerte que no lo tuviera ahora en la cabeza —gruñó Ling Tan.
Sabían que les esperaba algo peor en la puertecilla trasera. Avanzaron hacia ella lentamente, temerosos de lo que iban a hallar.
—Hemos de quitarla de ahí —murmuró Ling Tan—. Debemos impedir que los hijos la vean primero.
Atravesando la cocina salieron al patio. La vieja yacía muerta a sus pies. Pero que estuviera muerta no era todo. Le habían hecho algo peor que matarla. Estaba desnuda y llena de lesiones. No cabía duda de que aquellos salvajes enfurecidos la habían utilizado como si fuese una joven hermosa.
Ling Tan se escandalizó. Si ello le sucedía a una pobre anciana cargada de años y medio chocha, ¿qué no les sucedería a las muchachas de la casa e incluso a su propia mujer? Se volvió a Ling Sao, con el rostro pálido como un cadáver.
—Lo primero que hemos de ver es el modo de esconderos a todas vosotras —dijo—. Los demás hombres y yo podemos librarnos, pero con un enemigo así, ¿qué va a ser de las mujeres?
Por primera vez en su vida, Ling Sao no acertó a replicar, porque lo que le había ocurrido a la vieja podía con más facilidad ocurrirle a ella misma, y contra eso, ¿qué cabía contestar? Avergonzada ante su propio marido, recogió las ropas de la muerta y la cubrió. No pudieron levantarla entre los dos, ya que el cadáver era demasiado pesado y hubiese dado trabajo a varios hombres robustos. La dejaron donde se hallaba. Ling Tan, saltando sobre ella, miró por la puerta posterior. No se veía a nadie y el sol brillaba como siempre sobre la tierra. El hombre maldijo la inexorabilidad de los cielos. Luego dijo a Ling Sao que debían apartarse de la muerta.
Pasaron solos el día en la arruinada casa, sin pensar en hacer comida ni fuego. Esperaba que alguno de sus hijos llegase por la noche diciendo el paradero de los otros. El matrimonio estaba seguro de que los demás de la aldea habían salido tan malparados como ellos, pero no se atrevían a comprobarlo. En estas ocasiones cada uno está mejor solo en su casa.
Llegó al fin la noche de aquel día —el más interminable que conocieran— y entonces se presentaron el hijo mayor y el menor. En la oscuridad, Ling Tan percibió sus ligeras pisadas y el ruido de un tropezón en los restos de un mueble. Se oyó cuchichear al hijo mayor:
—¡Se han ido!
—No nos hemos ido —repuso Ling Tan en las sombras.
Extendiendo la mano, tocó a su hijo. No osaron encender luz.
—¿Y los niños? —preguntó Ling Sao, que había estado todo el día temiendo que los chiquillos hubieran sido torturados por aquellos crueles extranjeros.
—Todos están en la ciudad —bisbiseó el hijo mayor.
—¡En la ciudad! —exclamó Ling Tan.
Aquello le parecía el colmo de los males. Su hijo se explicó:
—Hemos dado un largo rodeo acercándonos a la ciudad y llegamos a la puertecilla del Agua. Allí algunas personas nos dijeron que aunque en la ciudad no había más que muertes y horrores, existía un sitio seguro para las mujeres y los niños. Sabe, ¡oh, padre!, que nos hemos informado de que el enemigo es más peligroso para las mujeres que para nadie, así que no nos hemos atrevido a traer a las nuestras aquí, pues, ¿qué podríamos hacer, para defenderlas, con las manos vacías? Ese lugar que te digo está junto a la puerta del Agua, que es sitio desierto y tranquilo y a donde aseguran que el enemigo no ha ido porque no ha visto allí nada que robar. Así que esperamos hasta que oscureció, y entonces, escondiéndonos entre los árboles y detrás de las casas cuando veíamos un enemigo, nos acercamos a la puerta del Agua y llevamos nuestros hijos y nuestras mujeres a una escuela extranjera que hay allí y donde manda una mujer extranjera. La vi de cerca y sé que tiene cara de bondad, aunque se ha educado en otra religión que en la nuestra. Alrededor de la escuela hay un gran muro y una verja grande, y cuando llamamos la mujer blanca salió y viendo a las mujeres y a los pequeños abrió y los hizo pasar.
—¿Por qué no os quedásteis vosotros? —inquirió Ling Tan.
—Porque sólo admiten mujeres y niños.
—¿Están verdaderamente a salvo?
—Tan a salvo como puede estarse cuando andan los diablos sueltos —repuso su hijo con tristeza.
Ling Tan se resolvió.
—Tengo que daros una orden —dijo a sus hijos—. Si las mujeres ahí están seguras, habéis de llevar a vuestra madre, y ello ahora, mientras todavía sea de noche.
Ellos miraron a su madre, y ésta bajó la cabeza, avergonzada. Porque ellos eran hombres y ella sólo una mujer y no podía protestar, como lo hiciera tantos años, de que no temía a nadie, ni a un hombre siquiera. Calló, pues.
—Pero… —empezó el mayor.
El padre les dijo lo que había sucedido a la madre de Wu Lien y ellos le escucharon sin interrumpirle hasta que acabó. Luego el primogénito dijo:
—Yo te llevaré, madre. Mi hermano se quedará aquí. Cuando tú estés a salvo, retornaré y nuestro padre y nosotros viviremos juntos y estaremos tranquilos sabiéndoos a vosotras seguras.
Los dos jóvenes volvieron la cabeza mientras sus padres se despedían. Jamás desde que Ling Sao entrara en aquella casa teniendo dieciocho años habían ella y su marido dormido separados ni una sola noche. Cuando sus hijos se volvieron, los esposos se abrazaron como nunca soñaran hacerlo en presencia de nadie y la mujer gimió:
—Pero ¿es forzoso que me vaya?
—Sí —dijo él—, y por una razón que nunca creí que pudiera sobrevenirte a tu edad, madre de mis hijos.
Había visto guerras y soldados lascivos entre sus compatriotas, mas nunca conoció a ninguno capaz de tocar a una mujer de aquellos años y estado. Que el enemigo hiciese tales cosas demostraba que sus tropas se componían de salvajes, de locos, de bestias… Apretó un momento más la mano de su mujer y luego llamó a su hijo mayor.
—Llévala y vela porque no le ocurra ningún daño.
—Velaré.
Así salió de la casa la mujer de Ling Tan. Él pasó toda la noche sin dormir, en espera de que su hijo volviese. Veinte veces deploró no haberlos acompañado, aunque, ¿de qué podía haberles servido? Dos se mueven mejor que tres, cuatro hubiera sido de más embarazo aún, y, por otra parte, ¿iba a dejar solo a su hijo menor? Dijo a éste:
—Busca un sitio cualquiera para acostarte.
El muchacho eligió un lugar, lo limpió de cosas caídas y rotas y, a pesar de su disgusto, era tan joven y estaba tan cansado que pronto se durmió sobre el suelo.
Ling Tan no pudo hacer igual. Sentado entre las ruinas de su casa, aguardó. Pasado largo tiempo volvió el primogénito, sin daño alguno. No había encontrado al enemigo.
—Yo mismo vi entrar a mi madre —anunció— y la mujer blanca la llevó a la casa, diciendo que estada tan segura como el que más pudiera estarlo en estos tiempos.
Ling Tan suspiró sin responder. A salvo su mujer, él no sentía ya necesidad de hablar, de reposar, ni de moverse. El hijo mayor, en cambio, se dejó caer a tierra y durmió algún rato. Ling Tan, sentado junto a sus hijos dormidos, no advirtió el transcurso de las horas hasta que oyó cantar un gallo.
«¿Es posible que los gallos canten aún?», pensó.
Sí, cantaban. Ling Tan siguió despierto y vio nacer el alba que iluminaba a sus hijos dormidos entre las ruinas de su hogar.