Capítulo V

Cuando se hizo palmario que todos los días, menos los lluviosos, llegaba la muerte, los habitantes de la ciudad hicieron dos cosas. Primero llenar los templos y orar a los dioses para que lloviese. Oraron hasta que dejaron de hacerlo temiendo que, si sus súplicas se escuchaban, sobreviniese una inundación. Lo segundo que efectuaron fue alquilar habitaciones en pequeñas posadas campesinas o en rincones de casas de labradores. Algunos incluso dormían en los cementerios o al pie de un árbol.

Nunca viera Ling Tan tan calamitosas escenas como las de ahora. Llegaban mujeres, niños y viejos cargados con cuanto habían podido recoger. La mayor parte iban a pie, porque en aquellos días sólo muy escasos ricos podían usar otros medios. Ling Tan había visto emigraciones de gentes del Norte en tiempos de hambre, pero esas gentes eran sólo pobres y pequeños terratenientes a quienes sus campos no habían rendido nada. Mas todos los años no había de pasar lo mismo, y siempre volvían los emigrados a sus heredades.

Ahora los huidos eran a la par ricos y pobres y ninguno sabía si podría volver. A veces, Ling Tan compadecía más a los ricos, porque eran gente más delicada e inútil y apenas sabían el modo de encontrar comida. Durante todas sus vidas les habían servido los demás, sin que ellos preguntaran nunca dónde se buscaban los alimentos ni cómo se hacían.

Los pobres, acostumbrados a poco, salían adelante con más facilidad que los opulentos. Y nadie lo pasaba mejor que los pobres audaces que, arriesgando su vida al quedarse en la ciudad, entraban en las abandonadas casas de los ricos y se llevaban de ellas lo que querían.

La gente afluía desde la ciudad al campo como un río fuera de madre. Al torrente de los que salían de la ciudad se juntaba el de los que venían del Este. Según el enemigo avanzaba palmo a palmo, las gentes huían ante él, uniéndose a otras, y el enorme río de refugiados en movimiento progresaba hacia el Oeste, sin saber adónde iban, sólo seguros de morir si se quedaban.

Al principio, Ling Tan abría su casa a los fugitivos y las mujeres cocinaban cosas para ellos y se condolían de sus males. Los heridos y los niños pequeños no podían continuar y había que dejarles con quien quisiera recogerlos. Muchos morían. Pero una cosa salvaba a Ling Tan, y era que los huidos no creían que aquella casa estuviese bastante alejada del enemigo. No paraban, pues, y proseguían más allá de los dos, lagos y montes, en busca del interior, tras las altas cordilleras, donde el enemigo no osaría penetrar, por temor a ser copado.

Lao Er y Jade iban a partir también, y sólo esperaban que llegasen gentes con las que cupiera compartir la peregrinación, esto es, no heridos, ni viejos, ni personas cargadas con demasiados niños pequeños. Tras aguardar días y días llegó un grupo de unos cuarenta jóvenes, entre hombres y mujeres. Las mujeres no habían tenido nunca los pies ligados y, por tanto, eran tan ligeras como los hombres. Jade simpatizó con ellas en cuanto las vio. Todas usaban el cabello cortado, como el suyo, y guardaban libros en sus paquetes.

—Somos estudiantes de una escuela —le dijeron— y tenemos los ojos puestos en las montañas que hay a mil millas de aquí. A ellas han ido ya nuestros profesores y nosotros continuaremos nuestros estudios en las grutas de los montes, y cuando la guerra acabe volveremos para hacer una paz buena.

Ninguno de aquellos jóvenes hablaba de sacrificarse inútilmente yendo a la guerra, lo que complujo mucho a Ling Tan. No pasaron la noche en la casa, sino que sólo se detuvieron a mediodía para beber té con el pan que llevaban. Él, oyéndolos hablar, los alabó así:

—Los que carecen de instrucción sólo poseen sus cuerpos y por eso son los que deben pelear si hay lucha. Pero vosotros, que acumuláis sabiduría en vuestros cráneos, poseéis un tesoro que no debe derramarse como la sangre, sino guardarlo para el día en que nosotros necesitemos que los sabios nos digan cómo hemos de vivir. En tiempos como éstos, la ciencia es inútil, porque nada puede salvarnos, no siendo la casualidad. Pero en terminando la locura de la guerra, será necesaria la sabiduría.

A la sombra de los sauces que había junto a su puerta, Ling Tan hizo muchas preguntas a los jóvenes e incluso a las muchachas, y con gran sorpresa suya advirtió que unos y otras le respondían igualmente bien, tanto que acabó olvidando cuándo hablaba con hombres y cuándo con mujeres. Entonces supo por primera vez lo que había ocurrido en la costa, y por qué el enemigo había atacado y por qué aquellos jóvenes huían juntos.

Ling Tan, aunque vivía lo mismo que vivieran sus antepasados en aquel valle, era hombre despejado. La vida, solía decir a sus hijos, no cambiaba. Los hombres modifican, de tiempo en tiempo, los útiles con que comen, pero la comida sigue siendo comida. Podrá la gente dormir en diferentes lechos, pero el sueño sigue siendo el mismo. Por tanto, creía ahora que eran los tiempos los que habían cambiado, y no los hombres. Cuando hablaba con aquellos estudiantes, les inquirió qué armas tenía el enemigo y no quiénes eran los enemigos. Y cuando los muchachos le dijeron que el enemigo codiciaba la tierra del país, Ling Tan comprendió en el acto la guerra y su causa.

—En el fondo de todo lo que el hombre quiere —dijo, llenando su pipa mientras hablaba— está la tierra. Si uno posee muchas tierras y otro pocas, habrá guerras, porque la tierra es lo que da alimento y albergue. Si la tierra es pequeña, la comida será poca y el albergue angosto, y cuando esto pasa, también los ánimos y los corazones de los hombres se tornan mezquinos.

Los jóvenes le escuchaban con respeto, pero sin credulidad, porque para ellos Ling Tan era un simple campesino viejo, que no sabía leer ni escribir e ignoraba todo lo que ellos habían aprendido en los libros. Mas, como no habían perdido toda la cortesía que les enseñaron sus padres, se apresuraron a parecer acordes con él.

—Es verdad, abuelo —le dijeron sin convicción.

Él estaba satisfecho le creyeran o no, y así, cuando su segundo hijo fue a verle a media tarde y le manifestó que él y Jade deseaban partir con los estudiantes, que eran fuertes de piernas y llenos de resolución, Ling Tan reflexionó un rato y luego habló con su mujer, como tenía por costumbre antes de decidir algo.

A la madre no le había complacido nunca la idea de que Lao Er y su esposa se fuesen de casa, y por tanto expuso su descontento mientras lavaba las ropas en la alberca a cuyo borde la encontró Ling Tan. Tenía plegados sobre una piedra húmeda y lisa unos calzones azules de su marido y los sacudía con un palo, para quitarles la mugre.

—No veo por qué ha de irse Jade —dijo ella—. ¿Quién la atenderá cuando dé a luz y por qué ha de nacer nuestro nieto en un campo, como una liebre? Si nuestro hijo quiere irse, que se vaya, pero su mujer debiera quedarse aquí y dar a luz a su hijo decorosamente.

Ling Tan contestó con graves palabras.

—Quizá sea mejor que haya pocas jóvenes en nuestra casa. Sí: cuantas menos, mejor. Jade es demasiado linda para lo que puede esperarnos.

Porque se sentía turbado por lo que le dijera un joven que, tomándole aparte, le explicó lo que el enemigo hacía con algunas mujeres. Así, deseaba tener lejos a todas, excepto a su esposa, en cuya faz morena y arrugada ningún hombre veía, salvo él, la muchacha que había sido años atrás.

Ella suspendió un momento su faena y miró a su esposo.

—¿Qué estás diciendo? ¿Hay sitio más seguro para una casada que la casa de su marido? ¿Puede nadie vigilar a las muchachas mejor que yo? Cuando nuestro hijo se vaya, yo no dejaré a Jade mover un pie fuera de la puerta. Te digo que él es quien la estimula a desobedecerme y a hacer lo que se le antoja, por lo cual no hablo a Jade la mitad de lo que le hablaría si él no estuviese aquí. Que se marche él y verás entonces si yo advierto a la moza que no pondrá el pie fuera de casa hasta que los de su marido no entren de nuevo.

—Puede ocurrir que entren también pies forasteros —alegó Ling Tan.

Ella siguió sacudiendo los calzones.

—No temo a ningún hombre —dijo—. Que pise un extraño el umbral y veremos quién le acomete antes: el perro o yo.

—La mujer debe acompañar a su marido. ¿Quién atenderá a nuestro hijo si se va solo?

—Yo sería la primera en juzgarlo así —repuso Ling Sao— si no fuera porque Jade tiene en el seno un nieto tuyo, y su deber contigo es lo primero.

—No lo creo —dijo él con suavidad.

Y se alejó para evitar que su mujer quisiera convencerle de lo que él no deseaba. Ella, sabiendo por qué su esposo se alejaba, siguió golpeando sus calzones y lo hizo tanto tiempo y tan inconscientemente que, cuando los miró, los había llenado de agujeros a fuerza de batirlos. Entonces, puso el grito en el cielo, haciendo testigos a los dioses de que la culpa no era suya, sino de aquellos tiempos, que trastornaban a cualquiera.

Ling Tan entró en la casa y dijo a su hijo que podía marcharse con Jade, puesto que sabía, por los jóvenes, que el enemigo había avanzado otras cien millas. Y en el espacio de las cien siguientes se encontraba la casa de Ling Tan.

—Avísame cuando el niño nazca —añadió—. Si es niño, me mandas un cordoncito rojo en un sobre, y si es niña, azul.

Ahora lamentaba no haber enseñado a leer y escribir a su segundo hijo. De no ser por eso, Lao Er podría escribirle y él llevaría la carta a su primo tercero, para que se la leyera. Mas ¿quién podía haber soñado que alguna vez un hijo dejara la casa de su padre?

—Haré una cosa mejor —repuso Lao Er con orgullo—. Jade te escribirá diciéndotelo.

Ling Tan, muy sorprendido, exclamó:

—¿Sabe leer? La casamentera no nos lo dijo.

—Creería que eso no agregaba valor a Jade —sonrió Lao Er.

—Nunca hubiera creído necesario que las mujeres supieran leer y escribir —dijo Ling Tan—, pero el que ahora convenga que lo sepan demuestra lo extraños que son estos tiempos.

Y se sentó en el patio, fumando y reflexionando, mientras su hijo iba a avisar a Jade.

Ésta había sido la primera en decir que convenía irse con aquellos jóvenes, y por eso había anudado en dos envoltorios las pocas cosas que ella y su marido pensaban llevarse. Permanecía sentada al borde del lecho, aguardando a Lao Er, y le miró con sus grandes ojos al verle entrar.

—¿Nos vamos? —preguntó.

—Sí —dijo él, sentándose a su lado y pasándole el brazo por el hombro—. Y ahora pienso si no será demasiado dura la caminata para ti. Quisiera poder llevar yo el niño y no tú.

—No tardarás en poder llevarlo —contestó ella.

Se levantó y su marido vio que la joven se había preparado para el viaje. Sobre sus chinelas se había puesto unas fuertes sandalias de paja, como las que él usaba en el campo, y vestía sus ropas más sencillas, esto es, calzones y blusa azul, como los de las campesinas, y no el traje largo de los días de fiesta, hecho según la moda de la ciudad.

—Estoy pronta —dijo, cogiendo su fardo.

Él titubeaba.

—Nunca creí que un hijo mío hubiera de nacer fuera de la casa donde nací —comentó con tristeza.

—Ya encontrará un lugar apropiado de nacer.

—Pero hemos de señalar el sitio —dijo él—. Para un hombre es muy importante el punto en que nace. Es preciso que recordemos si ha sido entre montes, o en un valle, o en una ciudad, y si es de día o de noche, y si hay agua cerca, y qué provincia es, y cómo habla la gente. Así podremos explicárselo todo.

—¡Oh! —exclamó ella, impaciente—. Si nos vamos, vayámonos ya.

Él seguía retardándose.

—Me parece recordar el día que nací en esta casa —dijo—. Me acuerdo de una oscuridad tal como no he vuelto a encontrar después, y luego de una claridad que me causaba dolor. Así que lloré. Y entonces sentí unos brazos que me rodeaban.

—¿Vienes o no? —exclamó ella—. No me gusta decir que me voy y luego no irme.

En la voz de Jade, él leyó el temor de una mujer ansiosa de buscar seguridad para su hijo. Salió, pues, se inclinó ante su padre y su hermano mayor, y dijo adiós a los demás. Pero no encontraron a la madre en ningún sitio, y como los estudiantes querían partir para pernoctar en otro lugar, Lao Er y Jade hubieron de marchar sin despedirse de Ling Sao.

—Decid a mi madre que la hemos buscado por todas partes —murmuró Lao Er—. Decidle que hemos tenido la mala suerte de no hallarla.

—Lo haré —repuso su padre.

No quería explicar a su hijo lo que sentía viéndole salir de la casa camino de un lugar desconocido, acaso para no volver. ¿Quién sabe lo que pudiera pasar antes de que tornaran a verse, si alguna vez se veían?

Siguió a su hijo y a Jade hasta fuera de la puerta y se paró en el umbral para verlos irse. Toda la familia le acompañaba, excepto la madre de su hijo. Era una tarde como cualquier otra de verano, caliente y serena bajo un cielo azul y despejado, salvo allí donde argentinas nubes de tormenta se apilaban sobre las verdes montañas. No podía decirse si aquellas nubes se resolverían en tormenta o no. Unas veces pasaba así y otras al contrario.

Ling Tan, viendo que todo persistía igual que siempre, como si no hubiera guerra, se preguntó si no sería locura dejar a su hijo abandonar la seguridad de la casa, llevándose a su juvenil mujer, preciosa ahora para todos por lo que llevaba en su seno. ¿Habrían los estudiantes dicho la verdad en sus palabras? Parecía increíble que a menos de cien millas se hallase un ejército enemigo avanzando. Cantó un pájaro en un árbol cercano, donde los albérchigos maduraban; y el trigo permanecía inmóvil bajo el cálido sol. El intenso verdor de las espigas iba transformándose en un tono más pálido y pronto aquella palidez se volvería amarilla.

Cuando recolectase el arroz, Ling Tan echaría de menos a aquel hijo vigoroso, que ahora le parecía mejor que los demás. Era más vivo que el mayor, más despejado en sus pensamientos, más discreto en su risa, que guardaba para las ocasiones oportunas, sin reír por cortesía o como recurso conciliatorio, cual lo hacía el primogénito. Y comparado con Lao Er, el hijo menor no servía para nada, no siendo para apacentar al búfalo.

Además, y a despecho de cuanto dijera Ling Sao, Ling Tan sabía que Jade era la mejor de las jóvenes de su casa, desde que ella viniera a la casa, porque Ling Tan, hombre de dignidad, seguía los usos relativos al trato entre diversas generaciones. La primera vez le habló para saludarla cuando llegó como desposada, y ahora le hablaba para despedirla.

—Cumple tu deber, hija —dijo—. Recuerda que tu marido es mi hijo y su hijo mi nieto y que todo depende de ti. Cuando la mujer es fiel, no puede haber ningún mal. La mujer es la raíz y el hombre el árbol. Los árboles sólo medran si la raíz es fuerte.

Ella no contestó, pero su boca, siempre firme y grave, dibujó una sonrisa. Aquella sonrisa no indicaba si Jade creía o no las palabras del viejo.

Les dejó, pues, irse, y largo tiempo estuvo contemplándolos. Al fin, sus dos figuras se perdieron entre el gentío.

Entrando en la casa, notó humo en la cocina. Su mujer, acurrucada tras el fogón, lo alimentaba con hierba seca.

—¿Dónde estabas? —preguntó Ling Tan—. Te hemos buscado por todas partes.

—No he querido verlos marchar.

—Has estado llorando —dijo él, mirándola.

Los ojos de Ling Sao aparecían enrojecidos y sus lágrimas, al secarse en sus mejillas, habían dejado surcos argentinos en la piel morena.

—No —repuso ella—. Es el humo, que me irrita los ojos.

Ling Tan calló viendo nuevas lágrimas en las pupilas de su mujer, y permaneció ante ella sin saber qué decir. Siempre que ella lloraba, lo que hacía muy pocas veces, él se sentía convertido en piedra, con la lengua trabada.

Parecía raro que una familia echase a dos de sus miembros tan de menos como Ling Tan y su esposa echaban de menos a Lao Er y a Jade. Todos los demás estaban allí; los mismos niños había persiguiendo en el patio a los pollos y patos y tirando al perro de la cola hasta que le hacían aullar de dolor; era mejor la acomodación de todos, porque Wu Lien, con su mujer e hijos, habitaban el cuarto vacío, mientras la madre de Wu Lien ocupaba el lecho del hijo tercero y éste dormía en el patio, sobre una yacija de bambú; y, sin embargo, se notaba mucho la ausencia de los dos jóvenes, tal que si su partida hubiese privado a la casa de cierto vigor. Al hijo mayor, ahora falto de su hermano, se le notaba más suave y dócil y más pronto a obedecer cuanto sus padres decían. Pensaba Ling Tan que en tiempos de calamidad aquel mozo hacía bien cuanto se le dijera, pero no sabía qué hacer por iniciativa propia, de manera que toda la responsabilidad recaía sobre el viejo. Obvio era que el hijo segundo se asemejaba a su padre, así como Jade, aunque antojadiza, era mujer capaz de ejecutar las cosas necesarias sin preguntarlas.

La misma Ling Sao lamentaba la ausencia de Jade, y como era una vieja justa, a los pocos días, entre risas de vergüenza, habló así a su marido:

—Yo pensaba que sólo tendríamos paz aquí cuando Jade se marchara, y no digo que la mandada volver si no fuera por nuestro hijo. Pero estoy harta de esa Orquídea, que no hace nada si no se le dice, y de nuestra hija mayor, que de la mañana a la noche se pasa gritando: «¿Qué hago ahora, mamá?». Yo le contesto que vea si el suelo está limpio, o si hay que quitar el polvo del patio, o si tenemos bastante combustible para la comida, o si las ropas están lavadas, o si el pescado en salazón necesita una vuelta; y si no hay que hacer nada de eso le mando que ponga zanahorias en sal para el invierno. Y entonces me dice: «¿Qué hago primero, mamá?».

Los ojuelos de Ling Tan miraron, con un guiño a su mujer, que estaba peinándose su largo cabello.

—Es tu hija —dijo—, y te pregunta las cosas porque está acostumbrada a que se las ordenes. Jade, en cambio, no ha crecido junto a ti y está acostumbrada a ver las cosas con sus propios ojos y no con los tuyos.

—¿Tengo la culpa yo? —preguntó Ling Sao, peine en mano, dispuesta a ofenderse.

Tan unidos vivían después de tantos años de existencia común, que ella no soportaba que su marido la acusase de no hallarse en lo justo. Que cualquiera la maldijese a ella y a su madre y llamase a su padre galápago viejo, la dejaba indiferente. Se limitaba a reír o a enfurecerse y devolver la ofensa multiplicándola. Pero en cuanto su marido decía que ella podía haber hecho las cosas de otro modo, las palabras de él, aunque sólo fuesen dos o tres, se hundían en su corazón como puñales y así continuaban varios días. Por lo cual, Ling Tan nunca censuraba a su mujer si no era necesario, y le consentía muchas cosas menudas, sabiendo la impetuosidad de su esposa y el afán con que, en el fondo, deseaba hacer lo que él quisiese, por más que dijera lo contrario y proclamara, como tenía por hábito, que no temía a ningún hombre, ni siquiera a él.

—Tú eres la mejor madre de la provincia —declaró—, y ¿dónde se hallaría otra como tú allende el mar? No me gustaría que tuvieras el ánimo frío y apocado. Me gusta que seas viva y acalorada, y me satisface lo suelta que tienes la lengua, incluso cuando se vuelve contra mí.

Rió mientras hablaba. Ella, enrojeciendo de placer, volvió a peinarse, y para ocultar su contento procuró mostrarse adusta, aunque al hacerlo sonreía.

—Cállate, nabo viejo —dijo, mirando en qué podía serle útil—, y ven aquí, que yo vea qué mancha es ésa que tienes en la mejilla. ¿Si te irá a salir un divieso a tus años?

Él se acercó y se inclinó, para seguir la corriente de su mujer, sabiendo bien por qué ella deseaba tocarle y hacer alguna cosa en su favor.

—Es una picadura de pulga —aclaró.

—No lo creo. ¿Acaso no lo veo?

Tocó la mancha, advirtió que no era nada y dio un golpecito afectuoso en el hombro de su amado marido.

—¿Ya te has olvidado de cómo coger pulgas, viejo? —le dijo—. ¿Necesitas que te cuiden como un rapaz?

Los dos rieron, y Ling Tan pensó que incluso si su esposa muriera antes que él, nunca él se casaría con otra. Cualquier mujer, después de Ling Sao, le parecería una zanahoria seca y sin sal.

—¿Sabes por qué no simpatizas con Jade? —preguntó Ling Tan.

—Sé lo que me hace falta saber —contestó ella, huraña.

—Por lo mucho que se parece a ti.

—¡Bah! ¡Jade! —exclamó ella, esforzándose en mostrar disgusto.

Pero en el fondo se alegraba, sabiendo lo bella que era Jade y reconociendo, contra su deseo, que no se trataba de una muchacha como las demás.

—Las dos sois caprichosas y tercas, y ésas son las mujeres que me gustan —dijo él.

Le puso la mano en el cuello y ella sintió lo mismo que sintiera cuando ambos eran jóvenes. Pero, puesto que tenía bastante más de cuarenta años, constábale que a los demás les hubiera parecido bochornoso que dos personas de aquella edad obrasen como si fueran jóvenes, y por tanto movió y apartó la cabeza. Él rió, sabedor de lo que su mujer pensaba, y cuando ella vio su faz morena y sus dientes blancos junto a su rostro, olvidó que él era el padre de sus hijos, y el hombre con quien tantos años viviera. Le rodeó, pues, la cintura con los brazos, lo oprimió contra ella y notó latir contra su mejilla aquel corazón tan recio que hacía circular la sangre de la mujer a su mismo ritmo.

—¿Por qué no hemos de comprender a nuestro hijo y a Jade, si son como nosotros? —dijo Ling Tan.

—Siempre he creído que tu segundo hijo se te parecía más que los otros dos —repuso ella.

Soltó a su marido y siguió peinándose. Así pasó aquel momento, que les hizo sentirse más dichosos que antes.

Según pasaban los días, fueron acostumbrándose a la falta de los dos ausentes y el trabajo recobró su marcha habitual. Ling Tan permitió a su tercer hijo que trabajara en los campos con él en vez de apacentar el búfalo, y le sustituyó con un rapaz al que pagaba un penique diario por la tarea de sentarse sobre el lomo del búfalo, vigilándolo, los días en que el animal no había de trabajar.

Orquídea era feliz con la ausencia de Jade, porque ahora no había nadie que le reprochara el poco trabajo hecho, ni nadie tampoco que tuviera el cabello peinado mientras Orquídea andaba con él revuelto por falta de tiempo para peinárselo o porque creyera que existía tal falta. Mantenía con facilidad el primer puesto entre las mujeres merced a que no estaba Jade para hacer las cosas mejor que ella.

Pansiao, en cambio, deploraba la falta de Jade porque ésta, últimamente, había dedicado algunos ratos a enseñarle a descifrar los caracteres escritos. Los demás juzgaban aquello un juego, pero Jade sabía bien lo que significaba para la silenciosa jovencita que, por lo suavemente que se movía en casa, hacía olvidar a todos su presencia. Sólo Jade había reparado en lo poco que la niña hablaba, porque también ella, antes, había sido una muchacha silente en la propia casa de su madre y una de tantas en las reuniones de las mujeres. Su padre había sido más rico que la mayoría, tenía tierras que labraba y tierras que arrendaba, poseía una concubina, por lo que Jade creció entre diecisiete hijos de dos distintas madres. Entretanto, se sentía sola y siempre se inclinaba más a los callados que a los bullangueros. En la casa de su marido, donde Ling Tan, y Ling Sao, y Lao Ta, y Lao Er, y Orquídea hablaban con tanta facilidad como respiraban, mientras el tercer hijo estaba fuera todo el día, Jade, reparando en la niña menor, se preguntaba si no se sentiría muy sola. Y en esta idea, no sabiendo qué decir a Pansiao, la interrogo un día:

—¿Te gustaría aprender estos signos? Así podrías leer mi libro en vez de estar sola.

—No podré —dijo Pansiao en seguida—. ¿Cómo voy a recordar esos signos cuando olvido tan fácilmente lo que mi madre me manda?

—Es fácil recordar estos caracteres, porque cuentan cosas que te gustará conocer —repuso Jade.

Y así fue, y Pansiao no olvidaba nunca los signos que le hablaban por sí solos.

Al irse Jade, todo ello concluyó. Pansiao leía los signos que le eran conocidos, y de vez en cuando preguntaba el significado de otros a las estudiantes que pasaban por allí a menudo. De esta manera aprendió a leer un poco. Un día, una amable estudiante sacó uno de sus pocos libros y se lo dio.

—Cuídalo —dijo—, porque en estos tiempos los libros van más caros que la comida.

Pansiao le dio las gracias y tomó el volumen. Aún no podía comprender cuanto decía, pero era un objetivo que podría ser alcanzado alguna vez. Marcó en el libro con un carbón todos los signos que conocía, mas no eran suficientes para desvelarle los arcanos de las páginas.

Lo que más asombraba a Ling Tan era lo de prisa que todos se habían acostumbrado a su nueva existencia cotidiana. Día tras día pasaban los barcos volantes, pero ya la familia se había hecho a su presencia y estaba resuelta a continuar en la casa aunque el enemigo tomase la ciudad. La mitad de los ciudadanos habían huido y luego se marchó un tercio de los que quedaban. Sólo prosiguieron allí los que no tenían adónde ir, más los que no tenían una sola moneda y los que no se preocupaban de quiénes gobernasen la capital, siempre que acabara la guerra y el ataque de los barcos voladores.

Todos sabían que se acercaba un desenlace, porque el enemigo estaba cada vez más cerca, apresando en sus garras ciudad tras ciudad. De lo que en ellas pasaba nada se sabía porque los que las abandonaban lo hacían antes de que fueran tomadas, y en cuanto una población caía en manos del enemigo, se establecía sobre ella un intenso silencio. Nadie conocía si el enemigo era cruel o benigno, y todos esperaban.

Ling Tan esperaba también, pero en el intervalo el trabajo había de ejecutarse, y así no siempre corría a refugiarse en los bambúes cuando pasaban barcos aéreos, a pesar de que no le gustaba arriesgar su cabeza quedándose solo en medio de los campos, expuesto a que los enemigos le viesen.

Cierta noche fue a la casa de té de la aldea, a esa hora en que los hombres gustan de dejar solas a sus esposas y reunirse en paz, sin ruido de mujeres regañonas y de niños que alborotan al acostarse. Y Ling Tan, levantándose, dijo:

—Mis hermanos mayores, vosotros y yo somos gente labradora. Haya guerra o no, necesitamos sacar producto de la tierra. ¿Y cómo lo haremos si nos refugiamos entre los bambúes y pasamos allí, ociosos, una buena parte del día, cuando no estamos fatigados aún?

—No eres tú más enemigo de la ociosidad que nosotros —dijo una voz.

Un murmullo circuló entre todos. Alguien añadió:

—Yo he visto a un hombre muerto por quedarse quieto mirando a un barco volador, y no hay mayor ociosidad que la muerte.

Esto produjo una risa ladina. Ling Tan rió también y continuó:

—Yo digo que ninguno debemos refugiarnos entre los bambúes. Sigamos trabajando y finjamos no ver a los pájaros volantes. Notando lo muchos que somos, pensarán que no vale la pena ir matándonos a todos, uno a uno.

Hubo un clamor de aquiescencia, y desde entonces los labriegos trabajaban los campos sin alzar la vista cuando pasaban los barcos aéreos. Lo único que hacían, hacia media mañana, era ponerse ramas sobre los sombreros, de manera, que si alguien miraba desde lo alto sólo viera verdor, ya que los anchos sombreros ocultaban los calzones azules y las morenas espaldas de los labradores.

La aldea y las casas que la rodeaban eran como una isla en el continuo torrente de fugitivos. Los de la ciudad habían huido ya, pero a diario llegaban centenares de otros refugiados. Ling Tan les preguntaba de dónde venían y notaba que cada vez procedían de lugares más cercanos y de ciudades conocidas por él, lo que indicaba que los enemigos obtenían la victoria.

—¿No resisten nuestros ejércitos? —inquiría.

La respuesta solía ser descorazonadora. Hombre tras hombre contestaban:

—Nuestros ejércitos se retiran preparándose a dar una gran batalla.

Pero nadie sabía dónde.

Pronto comprendió Ling Tan que la gran batalla sería más allá de su pueblo, porque nadie queda quedarse allí, sino que pensaban en puntos muy distantes. Empezó, pues, a disponerse para cuando él y los suyos hubieran de vivir, de un modo u otro, bajo el Gobierno del enemigo.

¿Era ese enemigo bueno o malo? Imposible descubrirlo, porque los relatos que escuchaba no coincidían unos con otros. Wu Lien decía que los comerciantes del océano oriental a quienes él compraba su género eran corteses y amables. Pero otros contaban que una multitud que huía de la costa en un tren, con banderas blancas, había sido atacada por los barcos aéreos, que causaron cientos de muertos y heridos. De un enemigo así, ¿qué podía esperarse sino mal?

Ling Tan reflexionaba hora tras hora en tales cosas, mientras trabajaba bajo su sombrero cubierto de hojarasca. Sobre su cabeza iban y venían los buques volantes.

«Seguiré con mis labores como siempre», pensaba. Y le parecía que lo más que un hombre podían hacer en tales tiempos era vivir y hacer vivir a los suyos. Así el verano se trocó en otoño y aquel año las cosechas fueron lo que prometían. El arroz había medrado más que cuanto Ling Tan viera desde hacía diez años, y tal era la cosecha que todos los moradores del valle se veían en apuros para recolectarla. No pensaban más que en la siega, y cuando llegaron los soldados que iban a defender la ciudad y pidieron paja para sus lechos y ayuda para cavar trincheras en torno a la población, los campesinos respondieron adustamente:

—Ya estamos hartos de todos los soldados, que no ganan nada y que se alimentan a nuestra costa. Haced vosotros vuestro trabajo, que nosotros tenemos que hacer el nuestro.

Oyendo Ling Tan aquella respuesta dada a los soldados, se congratuló, porque también él despreciaba a todo el que combatía en la guerra. No obstante, un día vaciló, al menos por un momento, al ver que uno de los soldados rechazados así rompía de pronto a llorar y, mirando a su alrededor los semisegados campos y los saludables campesinos que los cultivaban, decía:

—Si no fuera porque nosotros defendemos esta tierra, no quiero pensar en lo que sería de vosotros. Hemos visto con nuestros propios ojos los sufrimientos de nuestros compatriotas en las comarcas de la costa ocupadas por el enemigo.

Pero los demás no entendieron al soldado, y éste y sus compañeros se fueron y la recolección continuó.

Mientras hubo de segarse y agavillarse el grano, Ling Tan estimulaba al trabajo a todos los de la casa, excepto a Wu Lien, que parecía incapaz de aprender a manejar una hoz. Mas la hija mayor, recordando su niñez allí, rió viendo a todos tan satisfechos con la cosecha, y dijo:

—Dejad a mi marido en casa, cuidando de los niños, y yo iré al campo como antiguamente.

Así lo hizo y era un placer para ella sentir entre sus manos las espigas firmes y suaves. Segaba tan bien como cualquier hombre y estaba orgullosa de sí misma.

Esto produjo durante uno o dos días dificultades en la casa, porque la hija mayor, al volver de noche, halló muy enojado a su marido. Le preguntó el porqué, y él la envió a su cuarto y, siguiéndola allí, le dijo:

—¿Eres mi mujer o eres la hija del viejo? ¿He de hacer yo tu trabajo? No me falta sino que me mandes dar de mamar a los chiquillos.

La joven soltó una gran carcajada, porque Wu Lien estaba muy obeso y le avergonzaba andar con el torso desnudo, aun en verano, a causa de que siempre los hombres se burlaban, comentando que tenía formas de mujer. Nunca faltaba alguno que hablase de un varón al que había visto amamantando a un chiquillo. En cuanto Wu Lien dijo aquello, deploró sus palabras, y en su ira dio tal golpe a su mujer, que la bañó toda la boca en sangre. Y lo peor fue que la puñada hizo que los dientes de la joven se le incrustaran en la mano, hiriéndosela.

—¡Encima me muerdes! —clamó.

Tal era su injusticia, que su mujer, casi siempre humilde, se enojó como él no la viera nunca y, envalentonada por estar en la casa paterna, gritó tan alto como pudo:

—¿Acaso no estás viviendo a costa de mi padre? ¿Por qué no he de ayudarle un poco en la siega?

Y le acometió, esgrimiendo las uñas, y mientras él, atemorizado, retrocedía, le llenó de arañazos, en tanto que aún le sangraba a ella la boca. Ling Sao, oyendo las voces, abrió la puerta, saltó entre ambos y arrastró a su hija fuera de allí.

—¿No te da vergüenza? —exclamó—. ¿Quién te ha enseñado a hacer eso con tu marido? Reniego de mi hija, Wu Lien, y si tú la alejas de ti no lo censuraré. Te he engañado sin quererlo, dándote una mujer indigna de ti.

Así Ling Sao calmó al atónito comerciante. Reprendió a su hija, sacó del cuarto a Wu Lien, le puso un abanico en la mano, le sirvió una escudilla de té y dijo a Pansiao que se ocupase ella de los niños. Fue luego a la habitación donde su hija mayor se lavaba la boca y se peinaba, y le preguntó lo sucedido. Cuando lo supo, no pudo reprimir la risa, puesto que Wu Lien no estaba presente.

—Te doy la razón —dijo a su hija— porque nunca he visto hombre más inútil que tu esposo, aunque también es verdad que tiene buen carácter. Pero, en fin, es un hombre de la ciudad, y fuera de ella está como un gato en una charca. Sólo que no puedes censurarle por eso. Cuando tenía su casa te alimentaba bien y era bueno contigo, y día vendrá en que tenga otra. La mujer ha de seguir la suerte de su marido y pensar que nunca sabe lo que le espera. Recuerda que es muy duro para él comer nuestro pan, y que está avergonzado. Por lo tanto, debes respetarle mucho y no despreciarle. Peores maridos hay que el tuyo.

Así adoctrinó a su hija y al fin la envió a pedir perdón a su marido. Éste lo otorgó con tal gravedad como si fuera una cosa que no le afectase en nada.

Luego, Ling Sao dijo a su esposo toda la historia, complaciéndose en ella, y los dos se burlaron, durante la noche, de aquel hombre de la ciudad que era hijo político suyo, y celebraron que su hija hubiese clavado en la rolliza faz de su marido sus uñas, dejándole en cada lado de la cara cinco rojas estrías. No aborrecían a Wu Lien, pero, viéndole allí, tan fuera de su lugar, les parecía ridículo, y en aquellos tiempos era una gran satisfacción encontrar algo de que reír.

Empero, Ling Tan sabía que han de evitarse choques entre marido y mujer, y por tanto prohibió a su hija mayor ir al campo. De tal modo se aplacó Wu Lien. Ling Sao le dio sebo de carnero para curarse los rasguños, y éstos a los siete días quedaron cicatrizados. Mientras ello no fuese así, Wu Lien no salió al patio.

El arroz estaba segado y todo el día resonaba en el valle el estrépito de los mayales vareando el grano en los umbrales. Se derramaba el grano en la tierra golpeada, y los bueyes y búfalos lo trillaban bajo grandes piedras que arrastraban sobre él. El campesino que no tenía ganado trillaba el grano él mismo y las mujeres lo aventaban bajo las brisas ligeras del temprano otoño.

A diario, excepto cuando llovía, las naves aéreas, llegando de las montañas del Oeste, volaban sobre la ciudad. Los días de lluvia eran pocos.

—Tanto hemos orado a los dioses pidiéndoles buen tiempo para la siega, que ahora nos envían días claros en este noveno mes —sentenciaba el viejo de noventa años.

Luego añadía:

—¿Cómo censurar a los dioses si no saben qué hacer? ¿Qué puede pedirse en estos días en que el buen tiempo atrae a los barcos volantes y la lluvia echa a perder la cosecha?

Ling Tan, oyéndole decir esto un día en que el anciano vino a ver cómo iba la recolección, dijo decididamente:

—Yo oraré por lo que siempre he orado, esto es, porque la cosecha madure y el sol brille, a fin de que yo pueda trillar mi grano y almacenarlo en las arcas para el invierno.

—Cierto que es bueno rogar para que ocurra lo que se sabe conviene —dijo el viejo.

Pero ningún labrador que poseyera tanta tierra como Ling Tan podían presumir todo su gasto, sino que había de vender una parte. Además, los que quedaban en la ciudad necesitaban alimentos. Algunos cavaban silos subterráneos donde pensaban proteger contra el fuego y la destrucción sus provisiones de invierno.

Por lo tanto, Ling Tan, contra su deseo, hubo de ir a la ciudad a vender una porción de su cosecha. Entonces añoró más a su hijo segundo, viéndose obligado a hacer él mismo lo que, si no, hubiera encargado a Lao Er.

Esperó a que llegase un buen día de lluvia y, amparándose bajo su cobertura de juncos por los que resbalaba el agua como por las plumas de un pato, fuese a las arrocerías de la ciudad a vender su grano. La caminata fue doble que la usual, porque había de andar sobre lodo, pero salvar la vida merecería la pena de tomarse tal incomodidad.

Hacía un día tristón. Desde que Ling Tan estuviera por última vez en la ciudad, las ruinas se habían multiplicado mucho, y los ricos y gentes que alegraban la población habían partido de ella Los que quedaban tenían una traza lamentable.

No obstante, se respiraba allí un ambiente de valor. Los que quedaban no proferían quejas ni hablaban de fuga Aunque la mitad de los almacenes de arroz estaban cerrados, los tratantes hicieron sus ajustes con Ling Tan y sólo comentaron que, pasase lo que pasara, ellos continuarían allí ¿No tenía la gente, en todo caso, qué comer? ¿Y qué iba a comer sino arroz? Ling Tan pidió un precio más alto que nunca y se lo pagaron, de manera que algo bueno representaban aquellos malos tiempos. Volvió a casa satisfecho, lleno el bolsillo de la plata que los mercaderes le habían dado.

Pero no oyó buenas noticias, y la peor de todas era que incluso los extranjeros blancos iban a evacuar la ciudad. Ling Tan no conocía a ninguno de aquellos extranjeros, más habían vivido allí en tiempos muy malos y sabía que cuando los extranjeros dejaban la ciudad era como cuando las ratas abandonan un buque. Si los extranjeros se iban, debía esperarse lo peor.

—No se irán todos —dijo Wu Lien al saberlo—. Siempre hay dos o tres, o diez, que se quedan, porque no tienen casa en otros sitios. Pero si los demás se marchan, mala noticia es ésa, porque los blancos tienen siempre manera de saber lo que pasa en el mundo. Cuando nosotros no sabemos nada, ellos sí.

—Es una cosa mágica —repuso Orquídea—. Pero ¿cómo lo saben?

—Cogen noticias que vienen por el aire y envían palabras por alambres —explicó Wu Lien, mientras Orquídea le oía con la boca abierta.

—¡Deseo no ver nunca a un extranjero! —exclamó—. Si le viese, me moriría del susto.

Wu Lien, desdeñoso con la ignorancia de la mujer, manifestó:

—Dos o tres veces han visitado los blancos mi tienda, comprando cosas extranjeras y pagándolas como cualquier otro. Tienen dos piernas igual que nosotros y todas las cosas iguales. Sólo que su color y su olor son raros.

—¿Saben hablar? —preguntó Orquídea.

—Sí, aunque mal, como los niños —dijo Wu Lien, condescendiente por la candidez femenina.

—De todos modos, prefiero no verlos —declaró Orquídea.

—Ni te es necesario —repuso Wu Lien.

Y, volviéndose a Ling Tan, le dijo:

—Pase lo que pase, cuanto antes mejor. Creo que si la ciudad cae ya no habrá más barcos voladores y yo podré abrir otra vez mi tienda.

Ling Tan no contestó lo que se le ocurría. Lo que el viejo pensaba era: «Puesto que otros tienen tiendas ahora, ¿por qué no vuelves tú a la ciudad?». Sabía que hay hombres de mucho valor físico y otros de poco. Acaso Wu Lien hubiera nacido con poco, mas ello era cosa que no podía discernirse en nadie hasta que el peligro lo pusiera a prueba.

—No pienso que falta mucho para eso —dijo con cortesía—. Estate aquí hasta que suceda.

En aquellos días, Ling Tan decía a cuantos pasaban por su casa:

—Tengo un hijo, con su mujer, en los países a donde vais. Es un joven alto al que conoceréis porque tiene los ojos muy negros y brillantes. Su mujer es casi tan alta como él y está muy próxima a dar a luz. Si les veis, avisadles que todos vivimos y que las cosas siguen como antes.

Muchos prometían a Ling Tan buscar a su hijo y su nuera, y Ling Tan anhelaba que alguno regresase con noticias, pero ninguno regresó.

Llegó el décimo mes del año. Difícil era decir si aquel mes era o no mejor que el pasado. Los gansos blancos cruzaban los campos, como siempre en otoño, en busca del grano que quedaba tras la siega. El cielo era azul y en las montañas la verde hierba rojeaba y se secaba, pronta a la guadaña. Ling Tan y la gente de su casa salieron a cortar la hierba para el invierno. Todos fueron, excepto Wu Lien, que no sabía segar. Ling Tan mandó a su hija mayor que se quedase en casa, sustituyendo a su madre, puesto que Ling Sao, hoz en mano, era tan hábil como él mismo.

Día tras día trabajaron juntos en las laderas, cortando y agavillando la larga hierba. Por la noche todos regresaban ocultos bajo los fardos, bajo los que sólo se les veían las piernas, y los apilaban contra el muro de la casa. Ya tenían vituallas y ahora reunían combustible, y Ling Tan pensaba: «Pase lo que pase, mi familia dispondrá de lo suficiente».

El décimo día del décimo mes se tomaron un descanso, porque era fiesta. Aquel día llegaron al campo unos cuantos estudiantes, numerosos como la langosta, se esparcían por la campiña, discurseando en las calles y casas de té de las aldeas y diciendo a los labriegos lo que debían hacer, y que debían lavarse a diario, y matar las moscas y mosquitos, y no acercarse a los enfermos de viruela.

—Entonces ¿dejaremos que se mueran? —había preguntado un día Ling Sao, oyendo aquello.

Los campesinos escuchaban a los estudiantes, reían de sus palabras y las creían o no, porque los estudiantes eran jóvenes, y ¿qué aprendían que no hubiese sido ya ensayado de padres a hijos?

Pero el décimo día del décimo mes de aquel año fueron pocos los estudiantes que vinieron. En la aldea de Ling sólo se presentaron dos jóvenes, y esta vez no predicaron lo que todos los demás años.

Eran flacos, estaban amarillentos de tanto leer, tenían el pelo largo, llevaban gafas extranjeras, vestían la ropa azul de los estudiantes y parecían presurosos por irse.

—Hombres de la aldea y hermanos mayores nuestros —dijeron—, escuchad lo que os anunciamos. El enemigo se acerca y todos debéis saber lo que ocurrirá cuando llegue. No esperéis paz, porque no la habrá. El enemigo os regirá y os hará esclavos, os debilitará con el opio y os quitará cuanto tenéis. Doquiera que van, saquean las casas, roban las provisiones y violan muchas mujeres.

Ling Tan, no teniendo quehacer y viendo el día sereno y el aire fresco, había ido a la sala de té en espera de hallar actores ambulantes, como solía haber los otros años. Pero esta vez no había ninguno, sino sólo los jóvenes pálidos. Se sentó, pues, a escucharlos con la demás gente, entre la cual estaban su primo tercero, su esposa y el único hijo de ambos, el que había amado a Jade.

Cuando los jóvenes se hubieron expresado así, Ling Tan dijo a todos:

—Los soldados siempre hacen cosas así, y en cuanto al opio, en tiempo de mi padre los magistrados de nuestra propia ciudad obligaban a plantarlo para poder cobrar los impuestos.

Los jóvenes, enojándose, respondieron:

—Esas cosas son peores si las hace el enemigo.

Entonces el primo tercero de Ling Tan habló a la gente.

—Yo vi a un enemigo hace mucho y tenía los ojos, el pelo y la piel del mismo color que el nuestro. Aparte de ser bajo y zambo, se parecía a nosotros mucho, y si hubiera sabido hablar como nosotros hubiera podido pasar por uno de los nuestros mucho mejor que uno de esos extranjeros blancos que tienen traza de demonios.

Por alguna incomprensible razón, aquello enojó a los dos jóvenes aún más. Se miraron mutuamente.

—¿Por qué perderemos saliva en rústicos como éstos? —preguntó el uno al otro—. No saben lo que es el amor patrio. Con tal de comer y dormir, nada les importa, ni se ocupan de quién los gobierna.

Esta vez fueron los aldeanos los airados, y el primero Ling Tan.

—¿Acaso se han portado bien con nosotros nuestros gobernantes? —gritó—. Nos han puesto contribuciones y nos han devorado vivos. ¿Qué más da, si uno ha de ser devorado, serlo por un tigre o un león?

Mientras hablaba, se encorvó, tomó una pella de barro y la lanzó contra los estudiantes. Los demás campesinos hicieron lo mismo y los jóvenes, de este modo hostigados, corrieron tan de prisa como les fue posible. Eran los últimos estudiantes que había de ver Ling Tan durante muchos días y meses. Y así transcurrió la fiesta.

Por la noche, Ling Sao mató una gallina para conmemorar el día, la desangró, hizo con la sangre, espesándola, un pastel, y los niños comieron tanto que dos se indigestaron. Al siguiente día, Ling Tan despertó satisfecho de que fuese una fecha corriente y hubiera que trabajar y no que andar holgazaneando.

Pero pensó mucho en la acusación de los dos estudiantes respecto a que él no amaba a su patria. Mientras araba la tierra, preparando la cosecha de trigo de invierno, reflexionaba, mirando los oscuros repliegues del suelo: «¿No amo esta tierra yo? ¿Y no es esta tierra mi patria? Los estudiantes dejan la tierra y se ponen a salvo, como Jade y mi hijo: pero yo amo mi tierra demasiado para abandonarla. Aun si muero, seguiré aquí. ¿Puede un hombre amar a su país más que esto?».

Pero no podía decir a nadie lo que pensaba, porque ni siquiera su mujer era capaz de comprender tales cosas. De lo que ella sabía, podía su marido hablarle, más no de las profundas ideas que se le ocurrían de vez en cuando. Él las meditaba, las ponderaba, reservábalas para sí y no olvidaba nunca lo que había pensado.

Todos los días de lluvia, Ling Tan llevaba una carga de arroz a la ciudad, según su promesa, y un día sus hijos fueron con él, para transportar más, y oyeron la mala noticia de que el enemigo, vencedor por todas partes, marchaba directamente sobre aquella región. Quienes se lo dijeron fueron los mercaderes a quienes habían vendido su arroz.

Aquellos mercaderes eran seis hermanos, cuyo padre y tíos habían poseído ya la tienda, y por ser gente buena y grave merecerían que se les creyera.

—No sé quién comerá este arroz —dijo el de más edad, mientras pesaba la carga—, acaso el enemigo esté aquí antes que lo vendamos. Hemos sido derrotados en la costa y todos debemos prepararnos a nuestro destino. Los gobernantes se han ido y la capital ya no está aquí, sino que ha sido trasladada al interior.

En la tienda reinaba aquel día gran confusión. Los seis mercaderes habían decidido no quedarse todos en el establecimiento por fidelidad a sus antecesores, ya que, si lo hacían y morían todos, no sobreviviría ninguno que llevase su nombre. Dos, escogidos por sorteo, debían irse al Oeste, dos al Sur, y dos, el mayor y el joven, permanecerían en la ciudad. La tienda aparecía llena de paquetes, de mujeres anhelosas y niños llorando. ¿Quién sabía si los hermanos volverían a verse? En tiempos como aquéllos nadie podía conocer lo que les esperaba. Ling Tan y sus hijos esperaban que el arroz fuese pesado y pagado, y mientras tanto sentían en sus corazones más temor que nunca. ¿Cómo sería aquel enemigo? ¿Valdría más quedarse o huir? ¿Y qué les pasaría a los que se quedaran?

Nada dijeron hasta que el arroz estuvo medido y el importe en sus manos. Luego, Ling Tan preguntó:

—¿Cuándo podrá llegar el enemigo?

—En menos de un mes, si no se le contiene —replicó el más viejo de los comerciantes.

—¿Y no pueden los gobernantes rechazarlo?

—El enemigo tiene cañones que a nosotros nos faltan —replicó el mercader—. Mientras nosotros hacíamos nuevas escuelas por todas partes y nuevos caminos, el enemigo construía grandes cañones, buques y naves aéreas. ¿Cómo vamos a resistirle con las manos vacías?

Ling Tan no respondió. Guió a sus hijos bajo el aire frío de finales de año, reflexionando sin cesar en lo que el comerciante le dijera. Los antiguos habían enseñado que los hombres buenos no debían dedicarse a la milicia y el hombre de guerra era el que menos derecho tenía a ser respetado. Sin duda los antiguos tenían razón.

«Sigo creyéndolo así —pensaba Ling Tan—. Más vale vivir que morir y la paz es mejor que la guerra. Si bien algunos lo niegan, porque son bandidos, la verdad sigue siendo verdad».

Mas aquel día empezó a examinar la solidez de su puerta y la seguridad de sus goznes. Tapó los agujeros del muro, condenó una ventanita de la cocina que miraba hacia fuera, y resolvió que, si el enemigo llegaba, él pondría dentro a toda la familia y saldría solo a la puerta. Sentía un temor nuevo y profundo de las cosas desconocidas que amenazaban. Nunca hubo días tan valiosos como los pocos que faltaban hasta que el enemigo se presentase. Contaba cada hora de aquellos días como puede un hombre contar las últimas horas de su vida, y veía más claramente que nunca la belleza de las montañas y la atracción de su tierra. Incluso los rostros de los de su casa le eran más queridos que nunca, y así compró a Pansiao un vestido nuevo, de seda azul, y a Ling Sao una pieza de fino algodón blanco tal como no podía urdirse en el telar casero. Dio a cada uno de sus hijos diez dólares de plata, una monedita del mismo metal a cada nieto, y una buena tela de lino a su hija mayor. Ninguno sabía qué hacer con aquellos insólitos regalos, pero él deseaba que experimentasen su buena voluntad hacia ellos y hacia todo en los postreros días de la paz.

Viendo sorprendidos a sus deudos, dijo:

—Ahora puedo hacer esto por vosotros, y no sé si más adelante me será posible.

Tomaron las dádivas con alegría y se sintieron desasosegados, como si Ling Tan creyese que iba a morir.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó su mujer, inquieta, cuando estuvieron en el lecho—. Te noto diferente. No comes como antes.

—No he cambiado ni cambiaré nunca —dijo él con gravedad—. Seré el que soy ahora hasta que muera, y no moriré pronto.

De tal modo habló, que ella le miró y fue a hablar, mas en seguida cerró la boca. Le constaba que su esposo era un hombre que sabía lo que hacía, y por qué lo hacia, y ante un hombre así la mujer debe callar, porque le conviene.