¿Cómo, pues, podía Ling Tan estar preparado para lo del siguiente día? Era un día como otro cualquiera. Ling Tan se durmió hasta más tarde que de costumbre, y al advertirlo saltó de la cama. Su mujer estaba levantada ya y en el patio se oía lavarse y enjuagarse la boca al hijo mayor, mientras la madre llamaba a los otros.
Sí parecía un día como los demás. Todos se sentaron a desayunar y Ling dio a sus hijos órdenes para las tareas de la jornada. La única diferencia consistió en que Ling Tan quería que el búfalo arase en vez de pastar la hierba de las montañas, y por eso dijo a su hijo menor:
—Cuando acabes de comer, ata la bestia al arado. Ya es hora de plantar la segunda tanda de coles.
Ésa fue la novedad del día. El cielo estaba despejado y sin nubes. Había llovido tres días atrás y hubiera sido prematuro esperar más lluvia ahora. Araría hoy, plantaría mañana y quizá llovería al tercer día…
Fuese al trabajo, y sus hijos con él, mientras en la casa las mujeres se aplicaban a sus faenas. Oyó a Ling Sao decir a Jade:
—Siéntate un rato al telar y yo te enseñaré. Tú, Pansiao, ocúpate de mi nieto mayor.
Tales fueron las únicas diferencias. Mientras ascendía el sol, Ling Tan empujaba por detrás el arado, su tercer hijo tiraba del terco búfalo, y el trabajo progresaba. En el arrozal contiguo, sus hijos arrancaban cizañas y azadonaban la casi seca tierra. Mirando valle arriba y valle abajo, Ling Tan veía por doquier hombres como él y sus hijos. Eran sus vecinos y amigos, todos en pleno laboreo. El año era bueno. La lluvia y el sol se equilibraban y la cosecha ofrecía una buena promesa. Ling Tan tenía lo que necesitaba y no podía quejarse de que le faltase nada precioso.
No estaba, pues, preparado para lo que vio. A media mañana oyó ruido de barcos voladores. Conocía el ruido por haberlo percibido alguna vez, aunque nunca tan intenso como ésta. Mirando hacia arriba, divisó el sol brillar sobre los plateados seres del cielo, no solitarios, como los viera siempre, sino muy numerosos y moviéndose con tanta gracia como sólo hallara él en los gansos silvestres cuando vuelan al Sur en el cielo de otoño. Por un momento pensó si no serían aves de aquéllas volando a destiempo. Pero no iban de Norte a Sur, sino de Este a Oeste, y eran harto rápidos para gansos.
En un momento, se hallaron sobre su cabeza. Al verlos Ling Tan había interrumpido su trabajo, y como él los demás. Todos miraban al cielo, no con temor, sino con asombro de tanta velocidad y tanta belleza. Que eran aparatos extranjeros, nadie lo ignoraba, porque sólo los extranjeros eran capaces de hacer cosas como aquéllas. Sin envidia y con cordial admiración, Ling Tan y sus vecinos contemplaban los pájaros argentados, pequeños y altos en el cielo.
Mientras los barcos pasaban, vieron desprenderse de uno un plateado fragmento. El fragmento, desviándose algo hacia el Este, cayó con fragor en un arrozal, levantando un surtidor de oscura tierra. Sin miedo y sin conciencia de lo que era, todos corrieron para ver lo que podía ser el objeto. Ling Tan y sus hijos iban con los otros. Mas no vieron nada más que un trozo o dos de metal y un agujero, que el dueño del campo miró con risa.
—Diez años llevaba deseando un estanque en mis tierras, sin cavarlo nunca por falta de tiempo, y ya lo tengo aquí —dijo alegremente.
Y todos concordaron en que el objeto de aquellas máquinas voladoras debía ser cavar pozos, albercas y canales donde hiciera falta. El hoyo medía treinta pasos por un lado y algo más por el otro, como advirtieron todos, midiéndolo para cerciorarse y envidiaron al hombre en cuyo campo se había producido el agujero.
Ocupados en esto, sólo después de disiparse su primer pasmo se les ocurrió mirar y atender a lo demás que pudiera pasar. Un hombre oyó sobre la ciudad los mismos sonidos que cuando se produjera aquel hoyo y mirando vio, a unas tres millas, sobre los muros de la población, elevarse humaredas como de grandes incendios. Una a una se alzaban columnas de humo en el aire quieto, enroscándose hacia arriba como negras nubes de tormenta.
—¿Qué ocurrirá ahora? —dijo Ling Tan.
Nadie le contestó, porque nadie lo sabía. Permanecieron juntos, mirando, todos parecidísimos bajo sus uniformes blusas azules. Contaron ocho incendios dentro de los muros de la ciudad, y uno al lado. Los barcos voladores parecían haberse perdido en las llamas, pero en esto salieron zumbadores del humo oscuro, tan altos ahora que parecían, relampagueantes bajo el sol, estrellas en la bóveda del cielo. Luego se volvieron hacia el sol y desaparecieron.
Los hombres, asombrados ante aquel humo cuyo motivo no conocían, tornaron a sus faenas. No era día de mercado y como el buen tiempo se mantenía y procedía plantar coles antes de que lloviese, nadie podía ir a la ciudad para saber la causa de la humareda, la cual, al ponerse el sol, había palidecido ya. Todos, pues, fueron a cenar y descansar de su día de trabajo.
—Si la cosa merece la pena, oiremos hablar de ella antes de que muramos, y por tanto, no es menester ir a la ciudad —dijo Ling Tan a sus hijos mientras volvían a la casa.
Todos rieron y mientras cenaban envidiaban al hombre que con tanta facilidad había conseguido ver cavado un estanque en sus tierras.
A esa hora de la noche en que se desvanece la luna nueva y reina la negrura hasta que raya el alba, Ling Tan oyó al perro gruñir. Por profundamente que durmiera, Ling Tan despertaba en cuanto el perro gruñía, porque el animal habla sido acostumbrado a dar la alarma si llegaba alguien a robar. Ling Tan oyó un par de fuertes ladridos y luego una mano golpeando la cerrada puerta. Meditó un momento. Si fuese un desconocido, el perro ladraría aún. En consecuencia, o habían matado al perro, o no se trataba de un desconocido.
No hay hombre en sus cabales que abra la puerta en una noche oscura sin saber lo que le aguarda más allá. Ling Tan despertó a su mujer y la sujetó para impedirle que saliera corriendo a ver. Porque ella era una mujer impetuosa y, pues siempre afirmaba no temer a ningún hombre, al oír llamar a la puerta era fácil que no se le ocurriera otra cosa que abrir.
—Por esas prisas, muchas personas rebosantes de salud han sido muertas en un abrir y cerrar de ojos —dijo Ling Tan, aferrando fuertemente los brazos de su mujer.
Tras un momento de plática, y mientras el ruido en la puerta crecía, los dos hermanos se levantaron juntos. Ya los tres hijos, saltando de sus lechos, iban a la puerta también. Ling Tan llevaba, encendida, la lámpara de aceite. Lo inmediato era decidir si se hablaba o no. Él resolvió no hablar, sino atender. Y lo que oyó fue al perro ladrando débilmente con alegría y no con furia.
—Puede que le hayan dado algún buen bocado —cuchicheó Lao Ta.
Percibieron una voz y advirtieron, con sorpresa, que era voz de mujer.
—¿Estarán muertos mis padres, que no me oyen?
Tales fueron las palabras que sonaban con claridad más allá del muro de tierra. Todos conocieron quién hablaba y Ling Sao corrió a la puerta.
—Es nuestra hija mayor —dijo—. Pero ¿por qué se habrá levantado de su buena cama a esta hora?
Abrió y vieron algo que nunca esperaban ver. Allí estaba la hija mayor y Wu Lien, cada uno con un niño en brazos y también la vieja Wu Sao en pie y tan atónita como si no supiese dónde se hallaba ni qué le ocurría Llevaban varios paquetes de ropas, una tetera, prendas de lecho, un cesto con platos, un par de candeleros y el dios de su cocina.
Cuando la hija mayor vio a sus padres rompió en sollozos.
—Poco nos ha faltado para morir —clamó—. De estar diez pies más cerca de la calle, todos hubiéramos muerto. Las dos criadas y los dependientes están enterrados entre las ruinas. La tienda ha quedado medio destrozada. Nada tenemos sino nuestras vidas.
Mientras hablaban, los tres refugiados avanzaban hacia la puerta y Ling Tan, mirando por encima de sus hombros, pensaba que la ciudad debía de haber sido asaltada por bandidos. Hacía cien años que no sucedía, pero en tiempos antiguos los bandidos, a veces, bajando de la montañas irrumpían en la ciudad.
—¿No estaban las puertas cerradas? —preguntó Ling Tan.
—¿Cerradas al cielo? —repuso Wu Lien.
Posó al pequeño en el suelo y se miró. Por el camino el niño le había orinado de arriba abajo, haciéndole parecer humedecido por un aguacero. Contemplábase con disgusto, porque de ordinario era hombre circunspecto e incluso temía ponerse a un niño sobre las rodillas mientras no aprendía sus costumbres.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Ling Tan, alzando la lámpara y mirándole.
—¿No has oído que la ciudad ha sido bombardeada?
—¿Bombardeada? —repitió Ling Tan, que escuchaba aquella palabra por primera vez.
La hija habló:
—Los barcos voladores pasaron sobre la ciudad esta mañana. No nos ocupamos de ellos, porque todos estábamos en nuestras cosas, y recuerdo que uno de los dependientes gritó desde la puerta que era digno de ver los muchos barcos volantes que había. El cielo me guarde como es verdad que sólo dejé de salir porque estaba dando de mamar al niño, mientras el otro jugaba en el suelo y la madre de mi marido dormía. Las dos criaturas corrieron a mirar y entonces hubo un ruido terrible: ¡bom! Di tal salto que retiré el pecho de la boca del niño. La tierra tembló y por todas partes sonaron gritos, y yo grité también. La cal cayó de las paredes y una viga fue a dar sobre la mesa. Pero todo no fue ruido. La tierra, padre y madre míos, se estremeció, y toda la pared del Norte se vino abajo, enterrando la mitad de nuestros géneros y también a los dos dependientes. Uno estaba recién casado y el otro era un joven tan honrado que nunca encontraremos otro igual.
—¿De qué sirve un hombre honrado, si no hay tienda dónde ponerle a trabajar? —rezongó Wu Lien.
Ling Sao pensaba en lo que oía, mas sin comprenderlo. Dejó, pues, de pensar y se dijo que sólo había una cosa cierta: que su hija, sus nietos, el padre de sus nietos y la vieja estaba allí, en la oscuridad de la noche, cansados, asustados y hambrientos.
—Ahora os prepararemos cama a todos —dijo—. Tú, Jade, enciende el fuego para hacer té, y tú, Orquídea, haz unos puches de trigo para que nuestros deudos coman y beban. Por la mañana veremos qué es lo que sucede.
Meditaba para sí que todo debía de ser otra mala pasada de los estudiantes que habían arruinado antes la tienda de Wu Lien, porque juzgaba que aquélla era la única tienda de la ciudad que había sido destrozada desde el cielo.
Jade estaba mejor informada. Sin una palabra, fue a la cocina y Lao Er, que la había seguido, se acurrucó con ella tras el fregón. La joven preguntó, alzando las cejas:
—Son «ellos», ¿verdad?
—¿Quiénes pueden ser sino «ellos»?
Mucho después de que toda la comida hubo sido despachada, cuando los niños y todos dormían tranquilos, Jade y su esposo seguían hablando en el lecho:
—Nuestra tierra está perdida y nuestras ciudades serán tomadas —decía Jade.
—Y todos moriremos —respondía él.
Y, horrorizado a la idea de Jade muerta, se inclinó hacia ella y la estrechó entre sus brazos.
Yacían juntos, sin pasión, porque sus corazones no sentían mutuo amor en aquel momento, sino odio hacia lo que preveían y rabia al ver su impotencia para evitarlo.
—¿Por qué no tendremos lo que todo el mundo tiene? —exclamó Jade, en la oscuridad—. ¿Por qué no tendremos cañones, y barcos voladores, y fortalezas?
—Todas esas cosas las hemos mirado siempre como juguetes —respondió su marido—. ¿De qué valen a gentes como nosotros, que sólo pensamos en vivir?
Jade no contestó. Meditaba con tristeza en lo dulce que era su vida ahora que se sabía embarazada. Vivir y tener hijos, gozar de cada día según viniera, ver crecer nuestras vidas y poner otras en el mundo. Todo ello era bueno. ¡Qué locura destrozar lo que ocupaba la vida!
—Si todos saben jugar con esos juguetes diabólicos —dijo, al fin—, también debiéramos nosotros aprender a manejarlos.
—También eso es insensatez —respondió él, obstinado.
Durante largo rato permanecieron insomnes, pensando en lo que deberían hacer. Se durmieron sin haber resuelto nada.
Al día siguiente a nadie se le ocurrió trabajar. Antes de que todos desayunasen había transcurrido media mañana, y luego pasaron horas oyendo cuanto Wu Lien y su esposa tenían que decir. Incluso la vieja Wu Sao murmuraba, secándose los ojos:
—Era un ruido horrible…, horrible…
Ling Sao comprendió al fin lo sucedido en la ciudad. No se trataba de una cosa pequeña como la ruina de una tienda. Doquiera que los huevos de plata caían, todo quedaba reducido a polvo.
—¿Y la gente? —preguntó Ling Tan.
—La gente —dijo Wu Lien— queda hecha pedazos, como muñecos de barro. Aquí un brazo, allí una cabeza, allá un trozo de pie, una pierna, entrañas, un corazón, sangre y restos de huesos.
Todos se miraron en silencio, sin creer plenamente lo que no habían visto.
—¿Y por qué? —exclamó Jade, diciendo lo que todos sentían.
—¿Quién sabe? —repuso Wu Lien—. El cielo está sobre todos nosotros.
Su mujer lloraba otra vez, y lo mismo hacían Orquídea y Pansiao. Por las senectas mejillas de Wu Sao corrían lágrimas. Nadie osaba consolar a los demás, porque todos ignoraban de qué lado podría venir la muerte ahora. La muerte todos la conocían, pero una muerte tranquila, plácida, abatiéndose como un sueño sobre los viejos o como la curación de los enfermos. Esa muerte dejaba el cuerpo intacto y convertido en una cosa merecedora de cuidados y atenciones, quieta primero en el lecho y honrada más tarde en la tumba. Pero esta nueva muerte era monstruosa y destructora hasta más allá de cuanto podía imaginar el hombre.
Al fin, todos se levantaron, callados, y se fueron a sus tareas. Las mujeres se ocuparon de los niños y de la comida y Ling Tan y sus hijos de los campos. Sólo Wu Lien quedó solo, porque nada entendía de labranza, ni de animales. Era un mercader y a falta de mercancías se hallaba ocioso, con una ociosidad peor que cuanto de malo conociera hasta entonces, puesto que era una ociosidad a la que no se veía el Límite.
Lao Er y Jade habían elegido como punto de reunión el sauce, grande y encorvado, que se alzaba al extremo más apartado de la alberca. Repararon en él por la casualidad el día en que Lao Er buscaba a Jade ante la casa de té, y habían vuelto allí una vez y otra. De la mañana a la noche aquellos dos enamorados no tenían dónde encontrarse. En la casa había siempre gente en todas partes, menos en la alcoba, y a los dos les avergonzaba entrar en la alcoba por el día. Los demás lo hubieran juzgado afrentoso, y en la aldea se habrían burlado si supieran que dos casados no podían esperar a la noche. Pero Lao Er había reparado en que las frondosas hojas del sauce pendían como protectoras cortinas, y a veces decía a Jade que le esperase allí. Entonces se hablaban o permanecían mirándose y sonriendo, sin presencias ajenas. Él tomaba la mano de ella entre las suyas, y así la jornada parecía menos larga.
Cuando aquel día salió Lao Er con su padre, hizo un signo a Jade y ella comprendió que al mediodía debía esperarle bajo el sauce. Así lo hizo y se sentó aguardando a su marido. Reinaba gran quietud y sólo se oía una rana saltando en la alberca y el zumbar, alternadamente fuerte y bajo, de una cigarra.
Era difícil creer que la vida en aquel valle hubiese dejado de ser lo que siempre fuera, y sin embargo, Jade sabía que había dejado de serlo. Por extraña casualidad, el libro que su marido le comprara hablaba de cómo se rompía la paz entre los hombres y de cómo éstos peleaban entre sí. En la guerra había luchas, matanzas, violencias, torturas y las demás cosas atroces que los hombres hacen cuando se pierde la paz.
«¿Cómo nos salvaremos de esto —pensaba Jade— y cómo salvaremos a nuestro hijo?».
Y luego pensó en el joven que en la casa de té había preguntado a la gente si todos estaban dispuestos a quemar casas y cosechas para que el enemigo no las aprovechase, y recordó que ella había dicho: «¡Estamos dispuestos!».
«Pero entonces no estaba embarazada», reflexionó.
Y, meditando en ello, se dijo que la vida le parecía preciosa ahora, porque era una mujer y estaba creando una nueva existencia. Esta tarea tenía que llegar a su fin y ser cumplida por encima de todo.
En aquel momento, Lao Er separó las verdes frondas del sauce y, sentándose junto a su esposa, se secó el sudor de su cuerpo y su rostro.
—Estaba pensando —declaró ella— en el cambio que siento en mí. No me ocupo nada más que de la vida de nuestro hijo.
—Si no fuéramos así —respondió él— la vida humana terminaría. Mientras trabajaba he reflexionado y ahora sé lo que debemos hacer. No nos quedaremos aquí. Iremos a donde el enemigo no pueda alcanzarnos, hasta que des a luz.
—¿Y qué dirá tu padre si abandonamos su casa?
—No le hablaré hasta que encuentre una contestación a lo que me diga —repuso Lao Er.
Tomó la mano de la joven y la retuvo un rato, meditando en lo dulce que era ver a su mujer tan amable como estaba desde que sabía que iba a dar a luz. A su vez, ella se decía que, cuando su misión estuviera cumplida, sería grato saber que su marido se hallaba allí para atenderla. Su antigua caprichosidad se había disipado a la sazón.
—Yo haré lo que tú creas mejor —dijo.
—Y yo lo haré contigo.
Por el momento les bastaba. Él, incorporándose, volvió al trabajo y ella fue a seguir aprendiendo a tejer. Quizá fuese un aprendizaje inútil si había de partir, pero acaso alguna vez le resultase inútil saber hacer ropa.
—¿Dónde estabas? —preguntó Ling Sao, viéndola llegar.
—Había ido a buscar a mi marido —dijo Jade con calma.
Ling Sao; mirando ir al telar a la joven, se sintió extrañada de que le hubiera contestado sin rubor. Y se aplico de nuevo a sus faenas.
Cuando los barcos volantes volvieron, Ling Tan estaba en la ciudad. Cierto que, en su ignorancia, él y sus hijos, y el mismo Wu Lien, pensaban que los barcos habían concluido su obra y no volverían más. Mucha gente de la ciudad pensaba lo mismo, y por tanto todos comenzaron a reparar sus ruinas. Nadie esperaba que aquel desastre pudiera repetirse, como no se repiten un terremoto o una tormenta, o cualquier otro mal enviado por los cielos.
Aquella mañana, Ling Tan dijo a sus hijos que trabajasen solos, porque él iba a la ciudad a ver lo que fuera digno de verse. Nadie le acompañaría, porque no era menester que abandonasen todos las labores. Mas cuando salió de la casa oyó pisadas sobre el polvo y, volviéndose, vio a su hijo menor.
—¿Qué pasa? —gritó Ling Tan.
—Déjame ir contigo —jadeó el muchacho.
—¿Por qué? —preguntó Ling Tan—. Que yo sepa, no es fiesta hoy.
Su hijo, con la punta del pie, trazó un círculo en el polvo y lo miró.
—Quiero ir —dijo, sombrío.
Ling Tan, contemplándole, pensó si sería o no discreto entablar una disputa con aquel hombre a medio crear. El día era alegre y brillante y Ling Tan decidió consentir. No le gustaban las disputas ni siquiera en días malos, y además evitaba, siempre que podía, toda querella.
—¡Ven, pues, maldito seas! —dijo, riendo.
Su hijo alzó la cabeza y los dos avanzaron por los caminos enguijarrados, andando con facilidad sobre sus sandalias. El día anterior había sido plomizo y aunque no lloviera, las nubes habían pendido casi al nivel de los techos de los templos y pagodas. Mas hoy el aire parecía de otoño y no de verano, y Ling Tan y su hijo advirtieron pronto cómo sus corazones se levantaban, alegres bajo el cielo azul, en medio de las espléndidas cosechas que por doquier les rodeaban. En ambiente tal le era imposible el ánimo de sentirse triste, como se lo es a una burbuja permanecer bajo el agua.
Cruzaron la puerta del Sur. Nada delataba lo que ocurriera, salvo el aspecto grave de los transeúntes. Aquella ciudad, empero, era famosa por la jovialidad de sus habitantes. Tratábase de una población vieja que había sido durante siglos residencia de reyes, emperadores y de todos aquéllos que pueden vivir ociosos, comiendo bien y gastando dinero ajeno, por lo cual lo prodigaban con liberalidad a los mismos a quienes se lo quitan. Día y noche resonaban allí risas y músicas, y había mujeres hermosas para los ricos y otras bastante buenas para los pobres. En el lago bogaban barcas de placer, hechas de esculpida madera y en la ciudad existían grandes templos y varias bellas pagodas. Aquéllas eran las cosas que quedaban de los tiempos viejos.
Desde la revolución había dejado de haber reyes y emperadores, pero, en cambio, regían gobernantes que también construían buenos palacios y casas de un nuevo estilo, en las cuales brotaba agua de los muros y donde a un simple contacto se encendía el fuego que esperaba en las lámparas. Estos gobernantes tomaban también el dinero del pueblo y lo gastaban luego con esplendidez en festejos y placeres. De manera que había alegría y buena vida, y grandes tiendas nuevas abiertas por todas partes, y posibilidad de comprar cosas que pocos años atrás no se habían visto ni se sabía que existiesen. Hasta la gente común que empujaba carritos o llevaba fardos al hombro podía ahora usar luces que ardían solas por la noche, sin que ningún viento las apagara, en lugar de bujías en faroles de papel. Y semejantes novedades alegraban a la gente, porque ¿quién sabía qué otra cosa insólita podía aparecer mañana? Todos estaban enterados de que aquellos objetos venían del otro lado del mar, y por tanto admiraban y creían buenos a los extranjeros que las fabricaban. Mas esto sucedía antes de que los barcos volantes pasasen sobre la ciudad.
En la calle y en una casa de té donde pararon a refrescar, Ling Tan y su hijo oyeron a los hombres decir hoscamente que preferían pasarse sin tales cosas si en cambio evitaban males como el último, que podían arruinar la ciudad.
—¿Dónde están las ruinas? —preguntó Ling Tan al camarero.
El hombre rompió a llorar.
—Yo tenía una casita de tierra y paja junto al muro de la de un rico, en la calle del Puente de la Puerta Norte —dijo—, y la casa del rico y la mía han desaparecido. No se quién ha muerto en la casa de él, pero en la mía ya no queda nadie y yo tampoco quedaría de no haber estado aquí. ¡Así no hubiera estado! Yo tenía dos hijitos, nacidos en dos años…
Ling Tan le dio una moneda de más, para consolarle, pero él y el mozo fueron hacia aquella calle. Al llegar vio algo que no esperaba ver a pesar de cuanto había oído. Veinte hombres trabajando durante cien días no hubieran hecho lo que pasara allí en el espacio de un solo aliento. La calle estaba llena de ladrillos, argamasa, vigas y polvo, y sobre aquellos informes montones, gentes enlutadas cavaban con las manos, con trozos de hierro y algunos con azadas. Una mujer dio un grito al descubrir el pie de su marido entre los escombros revueltos.
—¡Conozco su pie! —sollozó.
Y era lo único que podía reconocer la pobre viuda, porque ello y un trozo de pierna era cuanto quedaba de su esposo.
El corazón de Ling Tan le batía en el pecho con tal fuerza que le conmovía todo el cuerpo. Oyó un ruido y, volviéndose, vio a su hijo vomitando.
—No me extraña, porque esto es insoportable —declaró Ling Tan—. Échalo todo, hijo, que si no te emponzoñará.
Esperó hasta que el muchacho hubo devuelto cuanto comiera, y después le llevó otra vez a la casa de té, a fin de que se lavara la boca y tomase un poco de bebida caliente. Notando que el orgulloso muchacho estaba abochornado de su flaqueza, Ling Tan fue amable con él, y le afirmó:
—No es una vergüenza que cosas así den náuseas. Deben dárselas, y también ira, a todo hombre honrado. Sólo bestias feroces no se horrorizan viendo lo que se ha hecho a personas inocentes.
Los dos permanecían callados y abatidos. Ling Tan padecía más, porque no lograba dejar de preguntarse cuál seria el motivo de aquella destrucción. Mientras reflexionaba, entró en la sala de té uno de los jóvenes estudiantes que en aquellos días andaban siempre mezclados con la gente, y, viendo una veintena de hombres en la casa de té, se puso sobre un banco y los arengó.
—Los que améis a vuestro país —dijo—, escuchadme. Ayer el enemigo voló sobre la ciudad y arrojó bombas que destruyeron tiendas y casas y mataron mujeres y niños. La guerra ha comenzado. Tenemos que prepararnos a ella y luchar contra el enemigo. Hemos de resistir hasta la muerte, y luego nuestros hijos continuarán peleando. Escuchad, valientes: el enemigo va ganando al principio, pero no ganará al fin. Ha avanzado cien millas en nuestra tierra, mas no le permitiremos que avance otras cien. Si las avanza, debemos resistir en las cien siguientes.
—¡Bien! —gritó el hijo de Ling Tan.
Otro joven hizo lo mismo. Pero Ling Tan, mirándose las manos vacías, comentó:
—¿Luchar con qué?
El joven estudiante, saltando al suelo, se había alejado ya. Nadie pudo responder a Ling Tan, porque todos tenían las manos tan vacías como las suyas.
Y después, como para burlarse de aquellas manos inermes, se percibió el sonido que la gente conocía ahora tan bien como el latir de sus propios corazones.
—¡Los barcos, los barcos volantes! —gritaron.
Huyeron todos y sólo quedaron en la sala Ling Tan, su hijo y el camarero.
—Más vale que te escondas, señor —dijo el sirviente.
—¿Dónde puedo esconderme de semejante mal? ¿Y por qué no te escondes tú?
—No necesito esconderme —repuso el camarero—, porque he perdido cuanto tenía.
Y mientras el aborrecible zumbido se acercaba, el camarero recorrió la sala vacía, secando las mesas, vertiendo el té en las vasijas que los clientes habían dejado a medio consumir y poniendo los bancos en su lugar.
El ruido se acercó tanto que Ling Tan, al hablar a su hijo, no oía ni su propia voz. Quería hablar, porque viendo al muchacho pasmado de horror, se proponía decirle que ningún hombre muere hasta que le llega su hora. Pero como su voz no se oía, apoyó la mano en el hombro de su hijo. El camarero llegó y les hizo señas de que se ocultaran bajo las mesas, para no ser golpeados por las tejas que pudieran caer. Bajo la mesa, pues, se agazaparon, mientras el camarero iba y venía por la estancia, limpiando y preparándola para cuando volvieran los clientes. Ling Tan se asombró de que el hombre hiciera aquella labor cuando el techo podía desplomarse sobre él de un momento a otro, cubriéndole de escombros a él y a las mesas. Y reconoció que él, por su parte, estaba asustado y deseaba más que cualquier cosa el verse de nuevo en casa.
Se percibían grandes y atronadores ruidos. Ling Tan, recordando lo que viera y oyera caer en el campo de su vecino, comprendió lo que estaba ocurriendo. Se cubrió la faz con las manos, no sólo por su temor de morir en cualquier instante, sino porque le constaba que a cada estruendo perecían algunas personas. Le temblaban y dolían los tímpanos, se le hinchaban los ojos y el aliento se negaba a salir de su pecho.
Miró a su hijo. El muchacho tenía la cabeza entre las piernas, se apretaba las orejas con las rodillas y rodeaba con sus brazos su propio cuerpo.
Así soportaron instante tras instante, hasta que el mal, pasando sobre sus cabezas, se alejó. Parecía haber transcurrido la mitad del día cuando se restableció el silencio. Otros ruidos se oían ahora: el crepitar de los fuegos.
—Salgamos de aquí y vayamos a casa —dijo Ling Tan a su hijo.
Emergieron de debajo de las mesas y, con la manos juntas, salieron. Pero, aunque Ling Tan pensara irse, ¿cómo podía hacerlo dejando incendios atrás, y gritos de gente sepultada entre las ruinas, y lloros de quienes veían quemadas sus casas y muertos los seres amados?
—Tendremos que ver qué se hace —expuso a su hijo.
Y así, contradiciendo toda la sabiduría tradicional, que le aconsejaba no intervenir en el infortunio para no hacerse responsable de las vidas salvadas o perdidas, avanzó hacia el incendio. Pero ¿qué podía hacer un mortal ante tal ruina? Unos cuantos hombres con cubos arrojaban agua, mas las llamas burlonas saltaban hacia ellos. Al fin, desesperadas, las gentes se limitaron a mirar quietamente el incendio, el cual prosiguió hasta que, llegando a una ancha calle nueva, se extinguió al cabo, entre gruñidos y silbidos, resolviéndose en humo.
Mucho enojo habían causado a la gente aquellas calles nuevas, planeadas y construidas por los gobernantes de la revolución, porque para hacerlas rectas y anchas había sido menester arrasar casas y tiendas, e incluso templos. También aquello era una ruina, y de ella se habían lamentado los ciudadanos amargamente, sin poder hacer nada, como ahora, porque tampoco tenían armas en las manos. Pero hoy se sentían contentos de la calle ancha, porque ella había detenido el fuego, con sus ruinas subsiguientes, que eran peores que las otras, por estar causadas por el enemigo.
Al fin, Ling Tan se alejó y su hijo con él. Nunca había mirado con más placer los campos y la tierra. Ninguno de los dos hablaba, sino que andaban sin cesar, el joven en pos del viejo. Ya atardecía cuando llegaron a la aldea. En la calle, los hombres preguntaban a Ling Tan qué había visto. Él se detuvo en medio de la angosta rúa empedrada de guijarros y lo contó todo al grupo que lo rodeaba. Mientras estuvo hablando, nadie dijo nada, y el mutismo persistió un rato después de que Ling Tan concluyó su relato. Luego habló el más viejo del pueblo, un hombre que el próximo año cumplida noventa, y declaró:
—Mejores eran las antiguas cosas y los antiguos tiempos, cuando nosotros estábamos en nuestras tierras y los extranjeros en las suyas. Hay quienes dicen que los extranjeros tienen cosas buenas, pero yo veo que este mal que ahora nos viene es mayor que todo lo bueno de los extranjeros. Quisiera no haber visto una cosa extranjera nunca y que los extranjeros se hubiesen quedado al otro lado del mar, donde los pusieron los dioses. Los mares tienen su objeto y los extranjeros, al cruzarlo, han quebrantado la voluntad de los dioses.
Todos escucharon, en consideración a su ancianidad, y tristemente se volvieron a sus casas. En la de Ling Tan parecía aquella noche, por los muchos duelos y suspiros, que le hubiera pasado algo a un miembro de la familia. Finalmente, creyó Ling Tan que era preciso imponer su autoridad sobre aquellos jóvenes, mujeres y niños, y les mandó callar y oír lo que iba a decirles.
Se sentaron, y por esta vez no se separaron hombres y mujeres, porque todos anhelaban estar juntos. Se hallaban en el patio. Sobre la mesa había vituallas, pero apenas se comió, porque, ¿quién podía probar bocado? En torno a ellos, cielo y campo se sumergían en la calma del verano, y la noche era serena y caliente. Mas ninguno pensaba sino en el mal que sobre ellos se abatía sin tener culpa alguna.
Mirando a los suyos, Ling Tan sentía enternecido el corazón al ver todos los ojos vueltos hacia él: «¿Qué puedo hacer para salvarlos?», pensaba. Podría haberlos salvado de otros males, como de hambres o inundaciones, incluso de enfermedad, de la pobreza y de los males de la usura, de los magistrados crueles y de los demás daños que pesan sobre los hombres. Pero ¿qué cabía hacer ahora?
—En esta nueva calamidad que ha descendido sobre nosotros —dijo— no puedo salvaros, porque no me puedo salvar a mí mismo. Hoy he visto con mis propios ojos lo que tú, Wu Lien, nos expusiste antes. Ahora sé que lo que ha pasado ayer y hoy se repetirá. Nada tenemos más que nuestros cuerpos sin armas contra esos mecanismos extranjeros. Los dioses nos han creado seres humanos, hechos de carne blanda y fácilmente lesionable, porque nos imaginaban buenos y no malos. Si hubiesen previsto lo que los hombres se harían entre sí, nos hubieran dotado de concha, como las tortugas, para esconder nuestras cabezas y partes débiles. Pero no somos así, ni podemos cambiarnos y dejar de ser tales como los dioses nos hicieron. Hemos de soportar lo que venga, sobrevivir si podemos y morir si es menester.
Hablando, miraba a todos, que le devolvían su mirada. Continuó:
—Vosotros, mis dos hijos mayores, sois hombres, y tú, Wu Lien, eres de más edad que ellos. Si algo tenéis que decir, decidlo.
Sus dos hijos contemplaron a Wu Lien, esperando que hablase primero. El cuñado tosió y dijo:
—Yo, en verdad, no tengo tampoco manera de salvarme a mí mismo, y debo pedir tu perdón por haber venido a tu casa con mi familia. Soy un hombre que sólo sé comerciar, pero, en esta hora, ¿con quién puedo hacerlo? En tiempo de guerra, hombres como yo han de vivir donde puedan y como puedan, en espera de la paz.
Lao Ta tomó la palabra.
—Dos cosas cabe hacer cuando baja fuego del cielo: o huir o aguantarlo. Yo, padre, digo que haré lo que tú hagas.
—Yo —dijo el segundo— huiré.
Luego de oír los pareceres, Ling Tan expuso:
—Si yo fuese un hombre sin tierras, huida. Si fuera joven, quizás huyera también. Nada, pues, diré a quien se vaya. Pase lo que pase, caiga la ciudad o no, y hasta si toda la nación cae, como hoy decían algunos por las calles, yo me quedaré aquí. Quienes quieran, que se queden conmigo, y quienes no, que se vayan.
—¡Me reprochas, padre mío!
—No te reprocho —dijo Ling Tan con voz suave—. Me parece bien que te marches. Si todos los que nos quedemos morimos, tú harás perdurar nuestro nombre en otra parte. Sólo te pido que vuelvas a ver si estamos vivos o muertos cuando la guerra termine. Y si hemos muerto, quema incienso en honor nuestro y reclama la tierra.
—Lo prometo —dijo el hijo segundo.
—Las mujeres no hablaron, porque no era ocasión de que alzasen su voz las mujeres. Cada una comprendió cuál era su deber y se preparó a cumplirlo. Cuando todos se separaron, cada mujer dijo a su marido lo que pensaba. La esposa de Wu Lien le alabó por no haber propuesto nada y haber hablado tan bien. A la joven, en efecto, le agradaba estar en la casa donde había nacido y donde se sentía segura con tal de no hallarse en la ciudad. Jade elogió a su marido por su firmeza. Sólo Orquídea suspiró y dijo que le hubiera gustado ir a algún sitio donde sus hijos y ella estuviesen libres de los barcos volantes. Mas su marido le adujo:
—Si todos los del Este nos vamos al Oeste, ¿no será tanto como dejar la tierra al enemigo? Mi padre tiene razón: debemos quedarnos, por la tierra.
—Por lo menos se irá Jade… —murmuró Orquídea.
No queda a Jade, porque ésta hablaba poco con ella y siempre que tenía tiempo de sobra iba a su cuarto, a leer su libro. Además, tenía celos de Jade ahora que la veía embarazada, a causa de que hasta entonces Orquídea había sido la única joven con hijos que vivía en la casa y albergaba la secreta esperanza de que Jade fuera estéril.
—Las mujeres que gustan de leer son siempre estériles —había dicho a menudo. Y lo pensaba así, pero Jade había desmentido su aserto.
Ling Sao, por su parte, felicitó calurosamente a su marido por su decisión de quedarse en su casa y tierras.
—Si nos fuéramos, pronto vendrían a quitarnos lo nuestro —dijo—. Y puede que el enemigo no fuese más lejos que de nuestra aldea. La mujer de ese apestoso primo tercero tuyo, que siempre anda a vueltas con los signos de la escritura como quien anda con granos de trigo, se alegrada mucho de venir a nuestra buena casa, con el pretexto de cuidárnosla. Y prefiero ser saqueada por ladrones, a los que puedo maldecir y castigarlos con la ley, que no por parientes, de los que siempre debo hablar bien y no declarar lo odiosos que en verdad me son.
Nadie preguntó lo que pensaba el tercer hijo, y nada habló él, en consecuencia. Recordando lo que viera en la ciudad, volvía a revolvérsele el estómago, mas no con miedo, sino con ira. Su loca fantasía juvenil planeaba medios de vengarse del enemigo. Pasó la noche insomne, llorando y mordiéndose las uñas al verse tan inútil y joven. Pero nadie lo supo.
La hija menor no pensaba nada, porque nada sabía que pensar. Comprendía muy poco de cuanto se había dicho y nadie la tenía en mucha más cuenta que el perro, con quien todos eran buenos, pero sin atenderle gran cosa.
Al día siguiente volvieron los barcos voladores, y al otro día también, y al otro, y al otro; y a diario era la ciudad flagelada por el fuego y la muerte. Ling Tan no tornó a la ciudad, ni ninguno de su familia. Permanecieron donde estaban, ocupándose de las cosechas y de almacenar víveres para el invierno, como todos los años. El único cambio perceptible era que cuando llegaban los barcos aéreos, todos se escondían entre los bambúes, suspendiendo el trabajo. Porque un día un barco volante había llegado casi a ras de tierra y hecho volar la cabeza de un labrador que lo miraba. Luego el aparato se alejó como si no hubiera ejecutado más que un juego.