Ling Tan vivía una existencia amplia y profunda, aunque rara vez saliese de sus tierras. No necesitaba hacerlo, porque en ellas encontraba cuanto quería. Bajo la piel de la tierra que cultivaba como lo hicieran sus padres, estaba el cuerpo de la tierra misma. No era como otros, que sólo poseen la superficie de la tierra. No; a su familia y a él les pertenecía la tierra que se hallaba bajo el suelo. Ling Tan solía reflexionar sobre tal posesión. ¿Qué habría, se preguntaba en los largos días de lento y solitario arar, o en las aún más largas jornadas destinadas a quitar los hierbajos de entre las cosechas, qué habría bajo la blanda y morena piel en que arraigaban sus semillas?
Una vez, siendo joven, había cavado un pozo para su padre y entonces vio por primera vez lo que había bajo los campos. Primero la profunda y espesa capa de tierra, fértil y suelta merced al repetido laboreo de sus antecesores y a sus propios excrementos, con que ellos abonaban el campo año tras año. Tan rica era aquella tierra que en primavera fructificaba casi sola. Alimentada, por el desarrollo de las plantas, nutrida por la cosecha, estaba ávida de semilla, como una mujer lo está, ansiosa de verse ocupada en lo que le corresponde.
Esta tierra la conocía Ling Tan. Pero bajo ella seguía una dura costra de amarillenta arcilla, casi tan dura cual el fondo de una cazuela. ¿Cómo estaría tal arcilla allí? Ling Tan no lo sabía, ni su padre tampoco, pero lo cierto era que allá estaba la arcilla dura, pronta a retener la lluvia para las raíces que la necesitaban. Bajo aquel fondo amarillento seguía un lecho de roca, no sólida, sino partida en pequeños fragmentos, entre los que se veía parda arena. Bajo aquella capa había otra, la más recia de todas. Se hallaban en ella tejas rotas, restos de cerámica azul y hasta una rara moneda de plata tal como Ling Tan no viera nunca. Tras esto halló una vasija blanca y, al fin, un jarrón profundo y oscuro, esmaltado y lleno de un polvo pardo. Ling Tan había llevado esas cosas a su padre y los dos las examinaron largamente.
—Son objetos que usaron nuestros antepasados —había dicho el padre—. Pongámoslos en las tumbas de los abuelos.
Se hizo así y Ling Tan continuó cavando, y de aquellas honduras salió una mañana agua como si de una fuente se tratara. Desde entonces, nunca faltó líquido en el pozo.
Pero, como a menudo meditaba él, bajo aquel río la tierra seguía siendo suya. Otros la habían poseído y vivido en ella y convertido en parte de ella misma. Los viejos de la aldea decían de ordinario, que si un hombre cavaba lo bastante profundamente en su tierra o en cualquier otra, encontraría cinco veces consecutivas las ruinas y restos de lo que antaño fueran grandes ciudades, templos y palacios. El abuelo de Ling Tan, abriendo una vez una tumba para su padre, halló un pequeño dragón de oro, que al parecer debía haber decorado la techumbre de un palacio imperial, y vendiéndolo pudo comprar con su importe una joven concubina que anhelaba. Pero ello fue una aciaga suerte, como se sabía de generación en generación, porque la concubina era mala y privó a la familia de paz y de bienes, sin que el abuelo se opusiera. Tanto la amaba, que a causa de ese amor hubiera perdido cuando poseía, incluso la tierra, si no fuese porque la abuela, viendo lo que les esperaba, envenenó a tiempo a la concubina. La suerte adversa persistió, puesto que el hombre, viendo muerta a su manceba, se suicidó. Pero la tierra, al menos, quedó para su hijo. Desde entonces se dijo que la concubina era un duende y el dragón, no un dragón, sino un espíritu avieso que se había infiltrado en el cuerpo de aquella mujer.
Fuese ello verdad o no, la tierra estaba allí y persistía profunda, más allá del manantial, el río y las rocas. Toda pertenecía a Ling Tan, por mucho que descendiese, y después pertenecería a sus hijos.
Ling Tan había oído decir que la tierra era redonda. Tal fue lo que afirmó cierto joven, que un día de verano llegó a la aldea, diciendo cosas muy singulares. Aseguraba que venía a ayudar a la gente común y a beneficiarlos con lo que él llamaba instrucción. Las gentes de la aldea de Ling eran corteses y amables, y por ello escucharon al joven, tanto más cuanto que era día de fiesta y no trabajaban. Así oyeron noticias sobre la redondez de la tierra, y sobre lo nocivas que eran las moscas. El joven exhibía imágenes de moscas grandes como tigres, que sostenía en alto para que todos las viesen. Las mujeres gritaban ante tales moscas, pero Ling Tan las tranquilizó diciéndoles después que bichos así sólo los había en países extranjeros. En cambio, aquí no eran sino seres minúsculos, que el hombre podía aplastar entre los dedos si gustaba, aunque no se ocupaba de ellos porque no tenían aguijón ni dañaban a nadie.
Parecía difícil creer que la tierra fuera redonda, y a menudo Ling Tan pensaba en aquel joven, mozo bondadoso que debía de ser peregrino de alguna religión e ir de poblado en poblado predicando su ciencia. Y cuando Ling Tan halló entre sus melones uno redondo, se dijo: «La tierra es así». Mas no comprendía cómo, si la tierra era redonda, podían andar los hombres del lado inferior. Habló de ello una tarde en la casa de té, y su tercer primo le adujo que debía de ser verdad, porque él había oído decir que las gentes de al otro lado de la tierra hacían todo al revés de como debe hacerse. Sus hijos nacían con un cabello claro que se volvía oscuro según crecían, empujaban las sierras hacia fuera en vez de atraerlas hacia sí, cubrían el suelo de telas en vez de cubrir sus lechos, y todo lo ejecutaban, en fin, de manera irrazonable y loca. De manera que podía ser cierto que anduviesen con la cabeza vuelta hacia abajo y se complugiesen en ello.
Ling Tan, meditando estas cosas mientras araba, reía pensando que, abajo, muy lejos, al extremo de aquel mismo lugar, sobre la opuesta superficie de la tierra que era posesión suya, habría otros hombres que indudablemente sembrarían y recogerían la cosecha, convencidos de que lo hacían en tierras de su propiedad.
—Debiera pedirles la renta —comentaba, riendo.
Sus hijos le preguntaban el porqué de la risa que llenaba su rostro bajo el sombrero de bambú, y Ling Tan contestaba:
—Estaba pensando que, en el fondo de mi tierra, habrá algún extranjero que recoja su grano sin permiso mío, y se me ocurre que podría reclamarle apelando a la ley, si supiera cómo.
Sus ojillos negros chispeaban y sus hijos se unían a su risa. Ninguno de ellos había visto de cerca a un extranjero, aunque en la ciudad había veintenas de ellos, que vivían tranquilamente, ocupados en sus negocios. Una vez, Ling Tan preguntó al sirviente de un extranjero, que venía a buscar huevos frescos de gallina, si su señor andaba cabeza abajo o cabeza arriba, y al saber que andaba cabeza arriba, como él mismo, le estimó por haber aprendido a obrar con buen criterio en este país. Pero el extranjero de la otra cara de sus tierras se convirtió en tema de risa en casa de Ling Tan, y si había sequía se decía fingidamente que el extranjero se había llevado toda el agua, o también, si los nabos salían pequeños, que el extranjero tiraba de sus raíces. De tal suerte, la familia había acabado concibiendo sentimientos amistosos hacia los extranjeros de todas partes, aunque en rigor no conocía ninguno. A causa de aquella disposición afectuosa, si algún extranjero hubiese ido a la casa, Ling Tan le hubiera invitado a comer y tomar el té con él.
Además de poseer cuanta tierra había bajo sus pies, Ling Tan poseía todo el aire que ascendía sobre su tierra. Las estrellas de encima de su tierra eran suyas y lo que más allá de ellas hubiese, también. Nada sabía de los astros, porque nadie sabía lo que eran los cielos. Tenía las estrellas por un puñado de luces, faroles o acaso joyas, juguetes y adornos y, en resumen, cosas de embellecimiento y no de utilidad, como los pendientes de las mujeres. Las estrellas no hacían ningún mal, y el bien que hiciesen no podía él decirlo, salvo que le satisfacía verlas en el cielo, en vez de una negrura sobre su cabeza.
En ocasiones pensaba que podían ser como un séquito de la luna, o quizá fragmentos desprendidos del sol. Que existía enemistad entre el sol y la luna, nadie lo ignoraba. Dos o tres veces, en la vida de Ling, la enemistad se había trocado en batalla, y ambos astros habían procurado devorarse. Toda la gente se asustó y salieron dando gritos y batiendo gongs, tambores, calderos y cuanto tenían a mano susceptible de hacer ruido. Cuando éste fue lo suficientemente estruendoso, la luna y el sol se separaron al fin y, lentamente, reanudaron sus caminos respectivos. Pero, de no oír la conmoción en la tierra, hubiesen proseguido peleando hasta vencer uno u otro y con esto la mitad de la luz del cielo habría perecido. Lo peor hubiese sido que, perdiendo el sol, lo hubiera devorado la luna.
Fuesen lo que las estrellas fueran, eran suyas, decíase Ling Tan, puesto que estaban encima de su tierra. Con frecuencia pensaba si en la otra vida podría tener una estrella en la mano y si le quemaría o no.
Tales eran las meditaciones de Ling Tan, mezcladas con otras concernientes al precio del trigo, a las posibilidades de su cosecha y a si, cuando le llegase su hora, debería dividir la tierra entre sus tres hijos o dársela al mayor, para que el segundo le ayudara. En este caso, ¿habría alimentos bastantes el día que se casase el tercero y tuviera sus propios hijos? ¿No nacerían querellas entre los hermanos si escaseaban las provisiones? Porque la sabiduría rústica de Ling Tan le decía que los hombres, cuando tienen tierra suficiente para nutrirlos, no pelean no siendo sobre cosas cuyos recuerdos se disipan en una noche. Pero si se disputa por tierra, los hombres son capaces de matarse entre sí.
Un día habló de ello a su primogénito, no porque se sintiese viejo e incapaz de trabajar, sino porque a todo hombre le llega su tiempo, y hay ocasiones en la vida para todo, y ésta era la de arreglar aquel asunto, mientras todavía la mente y el cuerpo de Ling Tan eran vigorosos.
—¿Podrá esta tierra sostener a tres hombres, con sus mujeres e hijos, cuando yo falte? —preguntó al hijo mayor.
Lao Ta sacaba en aquel momento agua del pozo. Tomó el cubo, bebió, y vertió el liquido sobrante sobre sus desnudos brazos y hombros.
—Si, podrá, si me das la tierra con esa condición —repuso—, porque yo comeré menos carne si mis hermanos quieren, y así viviremos los tres en paz.
Ling Tan no preguntó más, satisfecho de la respuesta y de la sinceridad que percibía en su hijo. Le dejaría la tierra a él, seguro de que repartiría los productos por igual entre todos. Y si a los demás no les agradaba aquello, las cenizas de Ling Tan no se conmoverían en su sueño, puesto que había hecho oportunamente lo que era justo.
Ling Sao no pensaba jamás en asuntos como el sol o las estrellas. ¿Qué tenía eso que ver con ella?, hubiera dicho. La casa abundaba en cosas de que ella tenía que ocuparse, porque había sobradas materias que atender y que arreglar y las vidas de todos dependían de ella. Su nieto menor iba creciendo y aún no distinguía si era su verdadera madre la que lo amamantaba o la fuerte y corpulenta mujer que a menudo le llevaba a caballo sobre sus caderas, mientras trabajaba, y le daba arroz bien reblandecido con sus propios labios. Para él, madre y abuela eran lo mismo. Y respecto a sus hijos, aunque Ling Sao deseaba verlos casados, y pronto, a fin de que no hubiese tropiezos en la casa, no dejaba de pensar que nunca sus mujeres serían para ellos lo que ella había sido, y le gustaba oír sus voces, ahora voces hombrunas, llamándola, como en los balbuceos de la infancia: «Ma…má».
—Voy, tortita mía de carne —contestaba ella.
Y a nadie le extrañaba que dijese cosas así cuando Lao Ta, padre ya a su vez, acudía a pedirle que le cosiese un botón de la blusa o le afirmase la tira de una sandalia. Porque Orquídea era una de esas mujeres que en cuanto dan a luz quedan atónitas de lo que han hecho y no piensan en nada más que en su último hijo, y pasan el tiempo embobadas mirándole y escuchándole respirar mientras duerme, y creen que lo muy ocupadas que están les impide limpiar sus habitaciones, o coser la ropa de su marido, o hacer una suela. Por cuya causa la madre maldecía a Orquídea en secreto y se quejaba de ella a Ling Tan.
—Esta Orquídea —le dijo una noche, en el lecho—, desde que ha dado a luz su último niño, no tiene tiempo para nada, ni siquiera para el mayor. Si no fuera por mí, nuestro hijo moriría de hambre, y andaría andrajoso como un mendigo. Ella se pasa el tiempo sentada mirando al niño, aunque es tan pequeño que puede dejársele en cualquier sitio sin que se mueva. ¿Qué pasará cuando empiece a gatear y a andar luego, y qué cuando ella tenga tres hijos o cuatro? Yo nunca he dado importancia a tener un hijo. ¿Recuerdas que, ya con dos, atendía los campos, y segaba el grano, y llevaba al más pequeño encima, y ponía a los dos en una tina para poder trabajar? ¿Venía algún mal de eso? Pero Orquídea imagina que el hijo se le va a morir si no está todo el día atendiéndole. ¡Ni que fuera a tragarse una mota de polvo de las que flotan en un rayo de sol!
—Es que hay pocas mujeres como tú —concordaba Ling Tan, medio dormido.
—Pues ¿y Jade? —se quejaba Ling Sao—. ¿De qué me vale Jade? No piensa más que en ese libro que le trajo nuestro hijo. Y cuando tenga el niño…
—¿Va Jade a tener un niño? —exclamó Ling Tan, despertando.
Ling Sao plegó los labios en la oscuridad.
—Hace diez días que se le retrasa la regla.
Hablaba con solemnidad, porque, como buena madre, creía su deber preguntar a sus nueras sobre aquellos extremos.
—No sé —prosiguió— lo que pasará si cuando venga el niño no ha terminado de leer su libro. Estoy segura de que seguirá con el tomo en la mano y dejará que el niño se las entienda como pueda. ¡Mal haya el día que vino ese libro a nuestra casa! Nada es peor para una mujer que la lectura. Preferiría que tomase opio.
—Opio, no —rechazó él—. He visto lo que le pasó a mi madre por tomar opio, y no permitiré que entre nunca un grano de opio en esta casa.
—Tienes razón: opio tampoco —convino ella.
Sabía bien el mal que había caído sobre la familia cuando la madre de Ling Tan, a los cuarenta y seis años, había empezado a fumar opio para mitigar un dolor que sentía en el vientre. No le importaba carecer de ropas y alimentos, pero exigía opio por encima de todo y pasaba noche y día con los ojos entornados, soñando y durmiendo y no despertando más que si intentaban curarle aquel hábito. Tampoco tenían ánimos para intentarlo a fondo, porque el dolor se hacia intenso y sólo gracias al opio podía la mujer respirar. Siete años había durado aquello y se había gastado más en comprar opio que cuanto se invirtiera en ropas y comida. Lo peor era que el opio había sido entonces prohibido por los magistrados, y quien lo compraba, usaba o vendía, corría riesgo de vida. El padre de Ling Tan, sabiéndolo, vedó a su hijo que lo adquiriera, y él mismo iba a buscarlo en lugares secretos, sin decirlo a nadie. Tan peligroso llegó a ser el caso, que cuando el padre de Ling Tan salía a comprar el opio, cada mes poco más o menos, dejaba arreglados todos sus asuntos y advertía que, de no volver, nadie fuera a buscarle, porque estaría preso sin posibilidades de ayuda, y Ling Tan debía conducirse como si su padre se hallara muerto, y recordar que su deber era continuar viviendo.
Siempre padre e hijo se miraban sabiendo que podrían hacerlo por última vez. Nunca mientras viviera olvidaría Ling Tan aquella valerosa faz arrugada mirándole cada vez que el padre volvía a arriesgarse por su vieja esposa. Ling Tan se alegró cuando, en tres días, el cólera se llevó a sus progenitores, y primero a su madre, con lo que el padre pudo morir en paz, sabedor de que su hijo no tendría que proseguir tan arriesgada aventura. Así, el opio era, para Ling Tan, cosa destructora de toda paz, y le satisfacía ver que iba convirtiéndose en cosa cada vez más rara, peligrosa y prohibida, al punto de que ya era excepcional oír que nadie, excepto los muy ricos, pudieran fumar una pipa de opio.
Si Ling Sao empezaba a hablar de sus hijos, no prescindía del tema con facilidad. Y sus palabras fluían en la paz de las tinieblas.
—Cuando Pansiao se case —dijo—, ¿quién tejerá? Pansiao tiene ya quince años y es tiempo de pensar en buscarle marido. Jade debe aprender a manejar el telar. Tu deber es indicárselo a tu segundo hijo. Y al primero has de decirle que su mujer debe ayudarme más en la casa, porque el día que yo falte ella tendrá que sustituirme mientras Jade trabaja en el telar. Y cuando hayamos de casar a nuestro tercer hijo, tenemos que encontrarle una mujer fuerte, para que ayude a la labranza. De este modo, todas las cosas de nuestra vida estarán atendidas cuando nosotros faltemos.
Ling Tan no contestó porque se había dormido. Nada le arrullaba mejor que oír la voz de su mujer hablando de la casa y de los hijos. Ling Sao prosiguió, estimulada por el silencio:
—Y aunque he dicho que no debemos preocuparnos de nuestra hija mayor, porque no es ya de nuestra casa, no obstante me preocupo, porque yo, al fin y al cabo, le he dado la vida y la he criado a mis pechos y quiero saber cómo está y si su marido tiene bien otra vez la tienda y cómo anda todo. Hago mal, pero no puedo dejar de pensar en mi hija…
Un ronquido de Ling Tan hizo comprender a su esposa que no debía esperar respuesta de él. Calló y se dijo que, siempre que se llegaba a lo esencial de cualquier cosa, era ella quien tenía que hacerla. Los hombres, a pesar de todas sus baladronadas, eran niños durante toda su vida. Cuando en la casa había que realizar algo, a la mujer le correspondía. Por tanto, Ling Sao, al día siguiente, aunque los demás padeciesen hambre, iría a la ciudad y vería cómo estaba su hija y, sobre todo, los dos niños.
«Y si encuentro algún estudiante de éstos de ahora haciendo daños en la tienda de mi yerno, no temeré. Iré tras ellos y les golpearé las narices. ¿Qué pueden hacerme a mí, que soy una vieja?».
Y así reflexionando, sintióse confortada y se durmió pacíficamente.
Cuando Ling Sao despertó, se acordó de lo que había resuelto hacer y, por tanto, se levantó antes de que los otros despertaran, empezó a disponer la casa para su ausencia de aquel día. Por ninguna ventana entraba un solo hilo de claridad y las estrellas brillaban en el cielo negro, tan grandes y suaves como si fuese medianoche, aunque Ling Sao sabía calcular bien la hora que era. Luego de que se hallase vestida, barrida la casa y lavado el arroz, faltaría poco para cantar el gallo.
En efecto, al tercer lavado del arroz, mientras lo ponía en el caldero y lo cubría de agua, oyó los gallos repitiendo su llamada de aldea en aldea. Ling Tan se movió al ruido. De ordinario, al cantar el gallo, si bien no despertaba, Ling Tan ya no dormía con igual intensidad, conociendo, en su sueño, que pronto había de levantarse.
Era harto temprano para encender el fuego. Ling Sao volvió a su cuarto y buscó la caja de sus peines. Púsole junto a una vela en la mesa del patio, frotó el espejito y empezó a peinarse y engrasarse el cabello para entrar con decoro en casa de su hija. Casi no necesitaba espejo, porque toda su vida había llevado el mismo peinado, dejándose, cuando era muchacha, un fleco sobre la frente, y luego haciéndose con el fleco un moñito a partir de la víspera de su boda, como su madre le mandó. El cabello, pues se mantenía en su lugar espontáneamente, y apenas requería engrasado alguno. No obstante, Ling Sao se lo anudó con una cuerda fuerte antes de peinarlo y lo embadurnó a conciencia con un aceite preparado por ella misma empleando las aserraduras de un olmo metido en agua. Después se enroscó el moño en torno al largo alfiler de plata rematado en dos azules cabezas esmaltadas. Aquel alfiler era el mismo que figuraba entre sus dones nupciales, con dos anillos, unos pendientes y un mondadientes de plata que terminaba en un hurgaoídos por el otro lado. El mondadientes lo llevaba siempre en el moño, listo para uso.
Después de peinarse, lavarse la cara y enjuagarse la boca, ya no necesitaba bujía. Era tiempo de cocinar el arroz del mediodía y sacar las zanahorias y el pescado salado que lo había de acompañar. Uno a uno iban levantándose los de la casa, Jade y su marido eran los últimos siempre. Ling Sao permitiría esto algún tiempo más, porque el primer año de casados aún no había concluido, pero después les diría que había de levantarse cuando los otros, para trabajar.
Todos, al mirar a la madre, comprendían que estaba preparada para algo insólito. Llevaba su mejor camisola de algodón blanco, sus zapatos más nuevos y sus pendientes de oro.
Ling Tan la miró con sorpresa.
—¿Qué pasa, madre de mis hijos?
—He pensado por la noche —repuso ella— y me parece que debo ir a ver a mi hija y saber cómo siguen ella, su marido y sus pequeños…
—¿Vas a ir sola a la ciudad?
Ling Sao movió la cabeza.
—¿Temo yo a algún hombre?
Comió y, llamando a su hija y a sus nueras, les dijo lo que habrían de hacer en ausencia suya.
—Tú, Orquídea, te atarás a la espalda al niño pequeño y de ese modo tendrás las manos libres para guisar la comida. Tú, Jade, te ocuparás de preparar la lumbre, para que el humo no dañe los ojos de mi nieto. Tú, Pansiao, tejerás como siempre, pero si tu padre llama, irás a ver lo que quiere, porque las otras dos tienen que atender a sus maridos. Tú, hijo mío menor, pide a tu hermana lo que necesites. Mantened el té caliente en el cuévano y no me guardéis comida, porque en casa de mi hija comeré bastante. Siempre me compra algún extraordinario de carne, y dulces o tortas. Comeré lo suficiente para dos días.
Todos la escucharon. Ling Tan, entrando en su cuarto, sacó algún dinero que su mujer rechazó con muchos aspavientos.
—¿Por qué voy a gastar nuestra buena plata? Te aseguro que no la quiero. Guárdala para comprar simientes en otoño. Además, no necesito nada. Si me ofrecieras un regalo, no sabría qué pedirte.
Riendo, Ling Tan insistió hasta que ella tomó el dinero, como se proponía hacer desde el principio, según a él le constaba. De no habérselo dado, ella se lo hubiera pedido, pero puesto que su esposo había sido tan cortés, era natural corresponder con igual cortesía.
Al fin hallóse lista para marchar y todos la acompañaron hasta la puerta, deseándole un buen día. Salió Ling Sao, llevando envueltos en su pañuelo albérchigos y varias frutas secas.
Cuando inició su caminata, a paso regular, el sol se había alzado bastante sobre la montaña, mas no tanto que hubiese caldeado el cielo aún. Pero luego haría calor, porque no se veía una nube, ni había alguna brisa que rizara el agua de los arrozales. Ling Sao iba animada, hiciera el día que hiciese, porque le gustaba la novedad de vez en cuando, y visitar a su hija, oír noticias, y notar el respeto que las dos sirvientas dedicaban a la madre de su señora. Aquel respeto no se parecía en nada al que prodigaban a su suegra, pero aún así era lo suficiente para hacer comprender a Ling Sao que no la acogían como a una visitante común.
En la hora matutina pasaba a veces algún vecino llevando hortalizas o paja a los mercados de la ciudad, y le preguntaba a voces cómo estaban ella y su marido y adónde iba. La mujer respondía con jovialidad, preguntando a su vez a sus interpelantes cosas que ella conocía relativas a sus casas. Con esto, resultaba corto el paseo hasta la capital. Mas ya el sol calentaba mucho cuando Ling Sao alcanzó la sombra de las puertas de la población, y por tanto le agradó la frescura que allí había. Se sentó en la banqueta de un vendedor de melones y comió un melón temprano. Luego lo lamentó, al notar que no le había sentado bien. Pero tomó té caliente en una tiendecilla y, sintiendo ya bien el estómago, llegó finalmente a casa de su hija.
La puerta estaba abierta y dentro los dos dependientes, pero no todas las vitrinas se hallaban llenas ni todos los cristales reparados. Mirando lo que allí solía haber, advirtió Ling Sao que faltaban muchas cosas. Lo que quedaban eran telas y cosillas como las que pueden hallarse en cualquier establecimiento de aldea. Las raras y atrayentes mercancías extranjeras, como lámparas, linternas, juguetes, sombreros de paja, zapatos de goma, tazas, vasijas y platos con flores pintadas de un color extranjero, habían desaparecido. Ling Sao comprendió que la pérdida había sido muy grande y que el marido de su hija no había osado reponerla aún porque temía nuevas complicaciones.
Con los carnosos labios muy apretados, pasó a las habitaciones y lo halló todo peor que esperaba. Su yerno, derrengado sobre una silla, había perdido tantas carnes que su piel parecía un vestido que le viniera demasiado grande. Nunca había visto su suegra pender de unas mejillas tan fláccidas bolsas, ni hallado un vientre tan repentinamente deshinchado, como un saco vacío. Cuando Ling Sao entró, su yerno dormía y su esposa le abanicaba. Viendo la joven a su madre, le recomendó silencio con un signo, sin atreverse a dejar de abanicar a su marido.
Ling Sao cuchicheó al oído de su hija:
—¿Cómo tiene tu esposo tan mala traza? ¿Está enfermo?
—Enfermo de mala suerte —respondió la muchacha—. No come nada.
Ling Sao sabía bien que cuando un ser, hombre, mujer o animal, no come, está en camino de la tumba. Asustada al pensamiento de que su hija quedase viuda tan joven, penetró en la casa y, sin detenerse a mirar a los niños ni a buscar a su consuegra, fue a la cocina y apartó a la criada que se hallaba ante el hornillo.
—Hazme el fuego —dijo con tal imperio que la mujer no osó replicar, ni saludar siquiera—. Empieza por hacerlo menudo, luego déjalo alzarse durante cien alientos y después hazlo pequeño otra vez.
Con los huevos que traía, unidos a algunos trozos de carne y cebolla que halló en una escudilla inmediata, compuso un plato que despedía un grato aroma. Wu Lien, que medio despertaba para espantar una mosca, percibió la fragancia y abrió los ojos.
—¿Qué es eso que huele tan bien? —preguntó.
—Mi madre ha traído del campo huevos frescos y está preparándolos —dijo su mujer.
—Los comeré —repuso Wu Lien.
Su mujer, al oírle, corrió a la cocina y cogió el recipiente en que Ling Sao estaba poniendo los huevos.
—¡Los quiere! —exclamó la joven.
Y se los llevó.
Wu Lien no había comido nada desde el día de la ruina de su tienda, y como era hombre que de ordinario se atiborraba tres veces diarias, su hambre crecía en su interior sin que él se diera cuenta. Ahora tenía ante la nariz una buena comida con huevos tan frescos como un hombre de la ciudad no prueba desde que nace hasta que muere, y por tanto se acercó la escudilla al rostro y no la retiró hasta que estuvo vacía. Ling Sao y su hija le contemplaban, cambiando miradas de placer. Cuando Wu Lien apartó la escudilla vacía, las dos rieron. Wu Lien lanzó un gran eructo y las dos volvieron a reír.
Ling Sao exclamó:
—¡Ya sé por qué adiviné que tenía que venir aquí! Mi vieja gallina negra, que sólo pone un huevo una o dos veces al mes, ha estado últimamente poniendo un huevo cada cuatro días, y la amarilla un huevo dos días seguidos. De este modo mostraron los dioses su voluntad. Ahora estás bien, yerno. Tú, hija, tráete un té tan caliente como lo pueda tomar y tu esposo quedará tan bueno como el día en que nació.
Mientras su hija le obedecía, Ling Sao gritó que le trajesen el niño pequeño, porque la buena mujer nunca se sentía a sus anchas si no tenía un chiquillo en el regazo o sobre sus caderas. Con el niño en las rodillas, completamente desnudo aparte de la empapadera que ella mantenía bajo él, Ling Sao miraba a Wu Lien apurar el té. El comerciante soltó un último eructo, y Ling Sao comenzó a hacerle recomendaciones útiles.
—Te pase lo que te pase, nunca debes dejar de comer, porque si lo haces te echarás a perder el cuerpo. Recuerda que tienes padres e hijos y que un hombre no se debe más que a sus antecesores y a sus sucesores. Si él se mata o se deja morir, se perjudicará la parentela y se hundirá la nación.
Wu Lien la contempló y dijo con tristeza:
—La nación se hundirá de todos modos, madre.
Ling Sao, sin comprender, miró a su hija.
—Siempre está diciendo que la nación va a hundirse —declaró la joven.
Ling Sao se abanicó con fuerza.
—La nación son las gentes, y las gentes somos nosotros —repuso—. Tú, Wu Lien, no debes amilanarte por un día de mala suerte, compra más géneros extranjeros, pide a los magistrados que te protejan y anímate.
—Tengo malas noticias que dar —gruñó Wu Lien—. Tres días las he callado, cuatro con mañana, y…
Ling Sao le interrumpió:
—Has hecho mal en callártelas. Guardarse malas noticias daña el hígado y seca la bilis. Los disgustos y las malas noticias deben decirse, para la salud del cuerpo.
—No son malas noticias para mí solo, sino para la nación —dijo Wu Lien—. Los enemigos del océano oriental han enviado sus barcos a la costa cercana, sus soldados han desembarcado en nuestra tierra y los nuestros, aunque han querido rechazarlos, no han sido lo bastante fuertes para ello.
Wu Lien, mientras hablaba, sabía que las dos mujeres no le entenderían. No habían salido nunca de aquella ciudad o de los contornos, y para ellas las doscientas millas que aproximadamente había hasta la costa, eran como dos mil. Nunca habían viajado en un tren o en un vehículo extranjero de motor, ni siquiera bajado las siete millas que había hasta el puerto del río, para ver un barco extranjero. No sabían sino que, algunos años atrás, las naves extranjeras habían cañoneado a un ejército que estaba en la ciudad y que había apresado a algunos extranjeros. Desde el campo se oían las detonaciones y en casa de Ling Tan dieron mucho que hablar, pero luego todos se olvidaron de ello.
—¿Recuerdas aquella vez que oísteis cañonazos? —preguntó Wu Lien—. Pues ahora hay en la costa cañones de ésos, destruyendo la ciudad que está allí.
—Ya me acuerdo —dijo Ling Sao con calma—. Yo estaba fregando con arena el caldero del arroz, y sentí que me saltaba en la mano y producía un eco. Grité a mi marido que había un temblor de tierra; pero luego no nos pasó ningún mal.
—Pues ahora si ocurrirá —dijo Wu Lien, rezongando.
Él era un mercader y dos veces al año bajaba a la ciudad a comprar mercancías. Conocía muy bien la ciudad y sabía lo que se preparaba. Los estudiantes que destruyeron sus géneros sólo eran una avanzada de otros males inminentes. No volvería a atreverse a comprar mercancías extranjeras y, en tal caso, ¿qué podría tener en su tienda que no pudiera adquirirse en cualquier sitio?
—Tranquilízate —le dijo Ling Sao—. El mar está muy lejos, y el mismo río está bastante lejos también. ¿Qué pueden hacernos?
—Tienen barcos voladores —repuso él con acritud.
Le enojaba ver que aquellas mujeres no temían. Hubiera querido hacerles compartir sus inquietudes. Prosiguió, con voz tan lúgubre como pudo articular:
—Esos barcos voladores llegarán desde el mar en dos horas y soltarán sus huevos sobre nosotros, destruyendo nuestra casa. ¿Qué podremos hacer contra eso?
—Vendréis todos a nuestra aldea —contestó, obstinada, Ling Sao—. Siempre he dicho que en las ciudades no hay más que peligros. Si vivierais en nuestra casa yo vería a diario esta tortita de carne… ¡Oh, cielos! ¡Qué me muero!
Le arrancó tales alaridos el hecho de que en aquel momento el pequeño se orinó y ella, hablando con Wu Lien, olvidó protegerse con la empapadera, y todo el líquido fue a dar sobre sus ropas de fiesta. La hija saltó hacia ella y quiso tomar al niño. Ling Sao se negó a soltarlo y las dos forcejearon.
—¡No, maldita sea! —exclamó, riendo—. ¿Qué importa un poquito de agua? No es el primer niño que me orina. En un par de alientos quedaré seca.
En medio del tumulto salió la madre de Wu Lien del cuarto en que había estado durmiendo, y entonces Ling Sao hubo de levantarse, porque Wu Sao, como madre de Wu Lien, tenía más categoría que ella y era menester saludarla.
—Aquí me tienes incomodándoos otra vez —empezó—, pero he oído lo de la tienda y quise informarme. He dicho a tu hijo que no se disguste. El hombre debe comer, acordándose de sus padres, y puesto que no tiene padre, tu hijo debe pensar en ti, hermana mayor, y ocuparse de tu bien, porque su carne es tuya y no suya.
La madre de Wu Lien era una mujer tan obesa que no podía andar más de tres o cuatro pasos de un lugar a otro. La gordura le impedía hablar también, convirtiendo su voz en un cuchicheo, y por tanto se limitó a sonreír, asentir y sentarse. Y cuanto se hubo sentado comenzó a toser, más no con una tos normal, sino con una tos que le sacudía todo el cuerpo, tomando saltones sus ojos y empurpurándole la cara. La hija de Ling Sao corrió en busca de azúcar moreno y Wu Lien sirvió té a su madre, mientras la criada llegaba a la carrera desde la cocina, para frotar la espalda y el cuello de la anciana. Así, entre el niño y la vieja, cuando se restableció la quietud ya se había olvidado lo que dijera Wu Lien, y éste no quiso repetirlo en presencia de su madre.
Lejos de ello, se excusó diciendo que tenía que salir a la tienda. En realidad lo que le pasaba era que había notado de pronto una invencible aversión a la presencia de aquellas mujeres. Wu Lien no era un necio, ni mucho menos. Leía un periódico una o dos veces al mes, frecuentaba la casa de té mayor de la ciudad y allí oía cuanto se comentaba de lo que sucedía en todas partes. De manera que le constaba el significado de las cosas que había oído, si eran ciertas. Su temor crecía por el hecho de que no odiaba a los hombres del océano oriental y porque la guerra sería la ruina para su negocio y para otros muchos. En la guerra todo se pierde y sólo en la paz hay prosperidad. Su país no era como otros, donde, según él oyera, únicamente la guerra daba ocupación a todos. A menudo, en la casa de té, atendía a lo que contaban los que viajaran por tierras extranjeras, y él había sacado en limpio que en el extranjero la guerra era un buen negocio, mientras en China nunca lo había sido.
Súbitamente harto de tanto ajetreo de mujeres en su casa, resolvió pasar un rato en la casa de té adonde la vergüenza le había impedido ir desde el día de la ruina de su tienda. Se vistió en su cuarto, viendo con disgusto lo flojos que sus calzones quedaban en torno a su vientre y cuán largo era ahora el colgante de su faja. No salió por el cuarto donde estaban las mujeres, ni tampoco siguió la calle principal, sino una más retirada. En la casa de té ocupó una mesita en un rincón en vez de la grande y central donde solía instalarse con sus amigos. Sabía que todos estarían informados de lo de su tienda, y puesto que ninguno le había visitado, no sabía si debía considerarse como un honrado mercader o como un traidor a su patria. Esperó, pues, a saber lo que era.
Poco tiempo necesitó para ello. Durante un rato agradóle hallarse allí, donde todos eran hombres y no había niños ni mujeres que perturbasen las pláticas. Pero hoy no era como de costumbre. El lugar, aunque lleno de hombres, estaba callado. Los clientes bebían silenciosamente su té, y si hablaban algunas palabras no tardaban en recaer en su mutismo. Se comía muy poca carne y no había en las mesas hombres sudorosos inclinados sobre las viandas y apurando tazas de vino. Todos iban vestidos con cuidado y ninguno se quitaba la blusa o chaqueta para calmarse el sudor. Todos parecían, lejos de ardorosos, helados de miedo.
Esperó a ver si alguien le saludaba. Pidió té verde y cuando un descuidado camarero llegó y limpió la vasija con un paño sucio, Wu Lien no encontró ánimos para reprenderle. Sopló el líquido, bebió lentamente y aguardó que hubiese un rostro que le mirara. Si le saludaban, todo iría bien. Si no, debía entender que le consideraban mal patriota. Porque los estudiantes no sólo destruían, sino que en las puertas de la ciudad, en las paredes y en los periódicos anunciaban los nombres de los mercaderes cuyos artículos habían destruido, y los calificaban de traidores.
En el momento de llenar su vasija por segunda vez, vio a un conocido suyo, de su mismo gremio, con quien bebiera té y comiera a menudo en aquel mismo sitio. Si no había novedad, el hombre le daría una voz y Wu Lien le invitaría a ir a su mesa. Pero el ojo de su conocido pasó sobre Wu Lien como sobre una piedra.
«Soy un mal patriota», pensó Wu Lien. Tan de prisa había cambiado el mundo que lo que pocas semanas antes fuera negocio honrado, hoy se convertía en traición.
El té súpole a salmuera. Dejó en la mesa sus monedas de cobre, levantóse y salió. En la misma calle donde Lao Er adquiriera su libro, Wu Lien compró un periódico y se paró allí mismo a leerlo. La ciudad de la costa estaba, según las noticias, ardiendo y entre las llamas combatían los dos ejércitos. Wu Lien rezongó al leer nombre tras nombre de buenos establecimientos arruinados. No tenía la menor idea de por qué había ello de ser así. Un mes escaso antes habían surgido pequeñas complicaciones en el Norte. Cierto que los estudiantes llevaban años de prédicas contra la gente del océano oriental, pero ¿qué hombre de negocios les escuchaba? Wu Lien y los de su clase prosperaban y si, una vez al año, conocían a algún mercader del océano oriental, le hallaban lleno de amabilidad y cortesía, aunque su lengua fuera torpe cuando hablaba un idioma distinto al suyo. Por cortesía también Wu Lien había aprendido algo del lenguaje de aquellos hombres con quienes negociaba. No tenía con ellos querella alguna, ni ¿cuál podían ellos tener con él?
Tal aspecto presentaba Wu Lien mientras leía, que el librero le preguntó si le dolía el vientre o tenía algún otro mal interno. Wu Lien denegó con la cabeza, dobló el periódico y, siguiendo calles excusadas, entró en su casa por donde saliera.
A través de la ventana abierta oyó la cháchara de las mujeres. Dio una voz a su esposa y le mandó que le llevase la comida allí, para poder tomarla en paz. Luego de comer haría inventario de los géneros que le quedaban.
«No compraré más mercancías —pensó con tristeza—. Mi casa y yo estamos arruinados, sin que yo sepa jamás el motivo, ni por qué se convierte en crimen lo que he hecho honradamente durante toda mi vida».
Ling Sao no conocía nada de todo esto. Comió con apetito las viandas de su hija, examinó a los niños de pies a cabeza y cuando su consuegra se volvió a dormir y ella quedó a solas con su hija, preguntóle por todas sus cosas para poder juzgar la felicidad de la joven y cómo marchaba su hogar.
—¿Sigues gustando lo mismo a tu marido? —preguntó.
—Si acaso, más —contestó la joven, riendo—. Siempre me llama a mí cuando necesita algo y yo soy quien le sirvo. Antes de que la tienda fuera asaltada, me regaló una pieza de seda para un vestido y ahora dice que siente no haberme dado muchas más cosas del establecimiento. Dice siempre que soy una mujer tal como a él le agradan.
—¿Sale por la noche? —preguntó Ling Sao, plegando los labios.
Sabía, aunque no lo transmitió a su hija, que la mujer muy mimada por su marido debe andar con cuidado, porque los mimos y los elogios pueden provenir de una conciencia culpable.
—Nunca —respondió la muchacha con orgullo.
El corazón de su madre se tranquilizó. Nunca olvidaba que en la ciudad había mujeres muy diferentes a su hija Esta hija era una mujer honrada que no se pintaba nunca sin ponerse la pintura al través, para que lo notasen todos, y que ya estaba engordando y tenía los pechos pletóricos para el sustento de su último hijo. En cambio, las mujeres de la ciudad, según Ling Sao sabía, se conservaban delgadas como serpientes, no tenían pecho y tan hábilmente se daban pintura y polvos que parecían haber nacido así, si no fuera porque todos conocían que no hay en ningún sitio mujeres tales.
El día concluyó muy gratamente para Ling Sao, que se dispuso a regresar a su casa. Ató en su pañuelo varios dulces que le dio su hija, tomó un último sorbo de té, olfateó las mejillas de los dos niños, estrechó en sus brazos sus cuerpecillos y se despidió de Wu Sao, la cual sólo había hablado dos veces en todo el día, una para pedir comida y otra té. Hizo luego un ademán de adiós a su hija y cruzó la tienda donde estaba Wu Lien. Pero como había otros hombres allí, Ling Sao se limitó a inclinarse, para hacer ver que tenía buenas maneras, y salió a la calle.
Nunca le había parecido la ciudad tan próspera como aquella vez. Las tiendas estaban llenas y en las calles pululaban transeúntes que reían y hablaban. Había cesado el viento y hacía más calor que durante el día. En las calles muchas gentes habían sacado sus lechos para dormir al fresco y estaban cenando fuera a fin de ver cuanto pasaba. Por doquier había risas y saludos en alta voz, sin que nadie se parase a observar si conocía al otro. Ling Sao díjose que todos estaban contentos como si perteneciesen a una sola familia.
«Todos somos de la misma sangre —pensó, satisfecha—. Todos somos gentes de Han, y aunque los de la ciudad tienen cierto olor, también tenemos el nuestro los que vivimos en el campo. Pero todos somos de la misma sangre».
Mientras caminaba sonriente, recordó que había oído decir que los extranjeros tenían diverso color de cabello y ojos. Cada uno nacía con un color distinto.
«Les compadezco —reflexionó—. Si fuera yo y no estuviera segura de que un hijo mío había de tener el pelo y los ojos negros, como todos los seres humanos, creo que la desazón me haría dar a luz demasiado pronto».
De regreso a casa reparó en la fertilidad de los campos. En los arrozales secos, el arroz primicial prometía buena cosecha. La tierra iba bien, y si la tierra iba bien nada podía marchar mal.
En casa todos la esperaban y todos habían cumplido sus órdenes. El día pasado fuera hacía a Ling Sao hallarse contenta de regresar al hogar. Mirando una cara tras otra, parecían más hermosos que antes. Hasta Jade se le antojó más bonita, y pensó: «No me extraña que mi segundo hijo la quiera tanto». De Orquídea se dijo: «Tiene un corazón bueno y dulce y no debo ser dura con ella». Y viendo los callos que el tejer producía en las manecitas de su hija, le anunció:
—Mañana no tejas. Descansa un día y ponte aceite en esos callos.
Cuando Ling Sao se mostraba blanda y amable, la casa respiraba júbilo y todos gozaban de él como de un fuego tibio de un sol no caluroso en exceso o de un viento no frío en demasía. Sentados mientras cenaban, invadíales una sensación de beatitud. Escuchaban cuanto tenía que contar, y ella hablaba y hablaba y en medio de tanto hablar olvidó lo que había dicho Wu Lien.
Uno a uno todos se retiraron al lecho, dejando solos a Ling Tan y a su esposa. Éstos arreglaron las últimas cosas, dejaron al perro fuera de la puerta, al búfalo atado y a su tercer hijo durmiendo en su lecho, y entonces se acostaron también. De la tierra no se elevaba otro sonido que el croar de las ranas en los charcales. Juntos los dos, y pensando que su mujer había estado separada de él todo el día, Ling Tan se sintió afectuoso hacia ella y le alargó los brazos.
—Vieja mía —murmuró—, eres la mejor vieja del mundo.
Y así, hasta a su marido olvidó Ling Sao hablar de la guerra.