Lao Er iba a menudo a comprar cosas para su padre, porque de los tres hijos era el que mejor se desenvolvía en la ciudad. El padre nunca iba a ella si le era dable evitarlo, alegando que no podía respirar bien allí, y la madre tampoco menudeaba sus visitas a la ciudad, diciendo que las gentes de la población hedían.
En esto no concordaba del todo Ling Tan, quien afirmaba que cada clase de humana carne tiene su propio olor, mas su esposa reargüíale que ella prefería estar cerca de su propia clase de carne, la de quienes comían viandas y hortalizas frescas y no estropeadas por una larga estancia en los mercados urbanos. El primogénito, por lo muy confiado, no era persona apropiada para la ciudad, y el más pequeño, por lo muy joven, no debía ir a la ciudad a menudo, a fin de impedir que aprendiera maldades. En resumen, Lao Er era quien realizaba las gestiones de la familia en la capital, quien llevaba los huevos a la tienda del Puente de la Puerta del Sur y quien vendía en las tiendas de arroz el que les sobraba de la cosecha.
Años hacía que se ocupaba de ello, y por lo tanto cuando cruzó la gran puerta de la urbe no se sentía amedrentado ni humillado, ni tropezaba por pararse a mirar cosas, como les ocurría a casi todos los campesinos. Iba con la cabeza alta, tenía lavada la cara, y vestía una decente blusa y calzones de algodón. No usaba calcetines por el calor, pero si unas sandalias que él y sus hermanos tejían con la paja del arroz en las largas veladas del invierno. Cuando entró en una atareada calle de la ciudad se alisó su corto cabello negro. Sabía adónde ir para sus asuntos, y si hablaba a la gente de la ciudad lo hacía con un sereno sentido común unido a la buena cortesía campesina. Si el huevero le daba un penique falso, nada decía Lao Er, la próxima vez llevaba al comerciante tres huevos podridos. Tres huevos valían en todas partes un penique, y así el huevero, al hallar las piezas podridas, sabía que estaban allí y comprendía que Lao Er sabía distinguir un penique falso tan bien como un huevo podrido. De esta manera ambos se entendían como si hubieran hablado y no necesitaban tener disputas. Con medios análogos, Lao Er se había ganado el aprecio de la gente con quien trataba en la ciudad, y él a su vez se apreciaba a sí mismo por su conducta allí.
Mas hoy, al ir a comprar un libro, iba tan desorientado como un niño. Se dirigió a cierta calle donde los libreros exponían sus tomos sobre tableros apoyados en caballetes. Salvo por su tamaño, todos los libros parecían iguales. Viendo al joven pararse largo tiempo, un librero tras otro le preguntaban qué obra deseaba y él contestaba siempre que no sabía. Le avergonzaba decir que quería un libro para su mujer, porque ello haría parecer a su esposa rara y desemejante a otras mujeres, de modo que fingía querer el libro para sí mismo.
Todos los libreros, sin excepción, eran hombres viejos, gastados y menudos, que antaño habían sido estudiantes o profesores de pequeñas escuelas y que no habiendo tenido éxito en la vida, habían terminado dedicándose al comercio de los libros. Pero ninguno pensaba que Lao Er no sabía leer. Uno a uno le mostraban las obras diciendo: «Éste es un libro bueno, de mucha risa, y habla de los diablos extranjeros». O bien: «Ésta es una historia sucia, muy divertida, sobre una monja y su amante». O: «Éstos son Los tres reinos. ¿Quién no los ha leído?». Y le alargaban los volúmenes, que a Lao Er le parecían iguales. El joven, eligiendo al azar uno de brillante cubierta rosa, dijo:
—¿Qué libro es éste?
—Ahí está el título —respondió el librero.
Lao Er rió, abochornado.
—La verdad es que no sé leer.
—Entonces, ¿para qué quieres un libro? —exclamó, incrédulo, el vendedor—. ¿Por qué no compras dulces o juguetes, o una pieza de tela para hacerte un traje, o un hurgaoídos de plata, o cualquier otra cosa…, menos un libro?
Aquella voz despectiva enojó a Lao Er.
—Compraré un libro —repuso—, pero no a ti.
Y se apartó. Iría a casa de su hermana y preguntaría a su cuñado qué libro le recomendaba. Luego, volviendo, lo compraría en el puesto inmediato al del librero despectivo, ante los propios ojos de éste.
Salió de la atrafagada calle, cruzó otras tres más y fue a la tienda que poseía el marido de su hermana. Era un establecimiento de géneros extranjeros, lleno de extranjeras linternas, zapatos de suela de goma, botellas de todas clases, dulces y vituallas de lata, prendas de punto de todos los colores, plumas, lápices, platos y retratos, con marco, de rollizas mujeres blancas de ojos azules y redondos. Únicamente Lao Er pasaba todo su tiempo libre mirando aquellas cosas en las vitrinas, pero esta vez fue en derechura, atravesando las tiendas, a las habitaciones que su hermana ocupaba detrás de un patio. Los dos dependientes, que le conocían, le dejaron pasar.
Halló a su cuñado con su último hijo sobre las rodillas, mientras, reclinado en un asiento, se daba aire con un abanico. Era un hombre grueso para su edad y, desnudo a la sazón hasta la cintura, exhibía un cuerpo fofo y pálido como el de una mujer. Había verdaderos anillos de carne en sus pálidas muñecas y sus dedos eran gordos y puntiagudos. Todos sus amigos afirmaban que, puesto que comía y bebía tan bien, debía de ser que estaba enriqueciéndose; y él, riendo, dejaba que lo pensasen así.
—¡Hola, hermano de mi mujer! —dijo al ver entrar al joven—. Siéntate, siéntate.
Se incorporó un rato, pero sólo lo necesario para acoger al segundo hermano de su esposa, y luego dio voces llamándola.
—¡Aquí está tu segundo hermano, madre de mi hijo! —clamó.
Llegó ella corriendo, floja su blusa por la garganta, animada su faz, como siempre.
—¿De manera que has venido, hermano? —saludó a Lao Er, dando grandes voces, aunque el joven estaba sólo a unos pies de ella—. ¿Y cómo siguen los demás? ¿Por qué no viene nunca a verme mi cuñada? ¿No está embarazada aún? ¿No? ¡No vales nada!
Hablaba rápidamente, lanzando las palabras como pompas de jabón, fuera de su boca roja y gordezuela, y riendo a la vez, de manera que mezclaba palabras y risas. Luego, saliendo, volvió con dulces extranjeros traídos de la tienda y sirvió a su hermano té recién hecho.
Lao Er dio todas las noticias de la familia, jugó con el niño y oyó a su cuñado contarle que los negocios irían muy bien si no fuera porque los estudiantes predicaban día y noche contra la compra y venta de artículos extranjeros. ¿Qué tenían los negocios que ver con los estudiantes y con el patriotismo?
Dicho todo, Lao Er sometió a su cuñado el asunto del libro. Su cuñado, Wu Lien, sabía leer, porque era un hombre de ciudad, como su padre y su abuelo lo habían sido. Pero todos habían tomado por esposas mujeres nacidas fuera de la ciudad, a causa de que, como es sabido, las mujeres ciudadanas, después de una o dos generaciones, se vuelven perezosas y duermen hasta muy tarde, y entretienen las veladas jugando con piezas de bambú, y no amamantan a sus hijos y toleran con harta complacencia que sus maridos tomen concubinas. Wu Lien, en resumen, había leído muchos libros en su juventud y aún los leía a menudo, en los cálidos días del verano o cuando, en invierno, hacía demasiado frío en la tienda y ningún lugar era tan grato como su propio cuarto junto a un fuego de carbón.
Posó al niño en el suelo y habló con gravedad, cual debe hacerlo quien trata de letras.
—Hay libros para todas las necesidades —dijo—. Primero ha de saberse qué libro se quiere y quién ha de leerlo. Hay libros para ser leídos secretamente, de manera que produzcan placer. También hay libros para quien, estando atado a su casa, no puede viajar y desea hacerlo. Y asimismo hay libros para quien gusta de envenenamientos y asesinatos y no se atreve a cometerlos él. ¿Para qué quieres el libro?
Lao Er, sonriendo avergonzado, dijo la verdad.
—Verás, hermano —repuso—. Me casé con mi mujer creyendo que era como todas, y ahora resulta que sabe leer y ansía un libro. Incluso se cortó el cabello para comprar una obra, aunque no me dijo por qué lo había hecho. Así, en vez de unos pendientes que le había prometido, le dije que le compraría un libro, y he venido a buscarlo. Pero ¿cómo distinguir un libro de otro?
—Debiste preguntar a tu mujer qué obra deseaba —dijo Wu Lien.
—No creí que hubiera tanta diferencia en los libros.
Wu Lien meditó un momento y luego se volvió a su esposa, que oía todo aquello con la boca abierta.
—Tú eres sólo una mujer, madre de mi hijo —dijo el comerciante—, pero, si supieras leer, ¿qué leerías con más gusto?
La idea de saber leer hizo a la joven romper a reír poniéndose la mano ante la boca, como siempre hacía, para no exhibir sus dientes, muy negros.
—Nunca he pensado en eso —contestó.
Luego, viendo que su marido la miraba con una expresión de impaciencia en el rollizo rostro, se apartó la mano de la boca, se puso seria y reflexionó.
—Cuando yo era niña —dijo— solía oír en la aldea, al viejo tuerto, historias sobre unos ladrones que vivían a orillas de un lago. Siempre que el viejo las contaba, todos, hombres, mujeres o niños, se inclinaban hacia delante para escucharle, y cuando se detenía en un punto donde un hombre era apresado en una emboscada, o donde iba a reñirse una batalla, él pasaba su cesto en espera de moneditas, y éstas llovían como en granizo en un arrozal maduro.
Wu Lien la miró con orgullo.
—Estás en lo justo —dijo—. Ése es el libro que te conviene, hermano. Porque ya sé cuál es. En él hay de todo, las mujeres que engañan a sus maridos son castigadas y los buenos prevalecen. A veces el libro parece malo, pero los malos acaban castigados siempre y pierden en sus combates contra los buenos. Esa obra se llama Shui Hu Chuan, y hay en ella muchos ladrones buenos. Si, yo lo leí siendo pequeño, y me gustaría volver a leerlo.
Se pellizcó el labio inferior, sonriendo al recordar el placer que aquella obra le había producido. Lao Er se levantó, repitió el nombre del libro, dio las gracias a su cuñado y les dijo adiós. Cruzaba la tienda, llena de parroquianos, cuando le detuvo un son de voces airadas. De tal modo aclamaban aquellas voces, que todos los clientes suspendieron sus compras y volvieron las cabezas hacia la ancha puerta del establecimiento. Lao Er se halló ante una hueste de jóvenes armados de piedras y palos.
Les dirigía un mozo alto, sin sombrero, con el largo cabello cayéndole sobre los ojos. Echóse hacia atrás y gritó a un dependiente que abriera una vitrina. El dependiente se retardaba y entonces el joven rompió con una piedra el cristal.
—¡Son mercancías enemigas! —gritó.
Y cogiendo un puñado de plumas, relojes y chucherías, lo arrojó a la calle.
En el mismo momento, todos los jóvenes, entrando, empezaron a romper vitrinas y tirar objetos. Se elevó un gran gruñido entre los parroquianos, viendo echar a perder tan buenos géneros, y algunos, cargando con lo que pudieron, se lo llevaron. A cada cosa arrojada a la calle, un grupo caía sobre ella. Viendo esto, se redobló la ira de los jóvenes, los cuales apalearon a la gente y golpearon sus cabezas con piedras. Unos cuantos rodearon el montón de géneros y le prendieron fuego, ardiendo prendas de punto, sombreros, camisas, blusas, mantas y zapatos. La multitud rodeaba la hoguera, abriendo mucho los ojos ante tal destrozo inútil, pero nadie se atrevió a decir una palabra. Lao Er, con la boca abierta ante lo que veía, no osaba hablar. Su cuñado no apareció; en la tienda no se veían ya ni vestigios de los dependientes, y ¿quién era él, un hombre solo, para hablar si no lo hacen los interesados? Miró hasta que sintió el corazón abatido, y entonces se alejó.
A mitad de camino de la puerta de la ciudad recordó que no había comprado su libro. Volvió, pues, a la calle de los libreros y, acercándose al puesto contiguo al del hombre que le hablara con dureza, pidió la obra. El librero se la tendió. Era un tomo viejo y grueso, manchado por el mucho uso.
—Un libro tan sucio debe de ser barato —dijo Lao Er, mirando las manchas de grasa y mugre.
—Hace pocos días, si —repuso el librero—, pero últimamente muchos estudiantes que nunca leían esta obra han venido a comprarla. No sé por qué. Ni tampoco sé por qué hacen esos jóvenes las cosas que hacen. Parecen borrachos, y en cuanto a las mujeres que estudian…
Escupió en la losa en que estaba de pie y frotó el salivazo con la suela del calzado.
—¿Cuánto vale este libro? —preguntó Lao Er.
—Tres monedas pequeñas de plata.
—¿Tanto por un libro? —exclamó Lao Er, horrorizado.
—Sí, por un libro —repuso el librero—. ¿Por qué no? Lo mismo te cuesta un trozo de carne de cerdo que desaparece en cuanto se come y sólo deja basura. En cambio, un libro se te fija en la mente, y puedes volver a leerlo cuando se te olvida, y reflexionar en él. ¿Quién sabe lo que podrás sacar de esas reflexiones? Incluso te cabría hacer tu fortuna con ellas…
Lao Er buscó en su faja, sacó el dinero, lo pagó y se enojó viendo que el viejo inmediato, que no había dejado de mirarle, sonreía aviesamente, comentando:
—Sí sabías el nombre del libro, ¿por qué no lo dijiste? Yo lo tengo.
Y lo mostró, nuevo e impoluto, en su tablero.
A pesar de su ira, Lao Er, que en realidad hubiera preferido llevarse el libro nuevo, se limitó a decir, mientras se alejaba:
—Después de tus palabras de esta mañana prefiero comprar el libro sucio a este hombre y no a ti el limpio, ¡oh, huevo de tortuga que tú eres!
Antes de salir de la calle pensó que debía volver a la tienda de su cuñado y ver lo que pasaba, y si los asaltantes se habían ido o no. Al llegar al establecimiento, lo vio cerrado. En la calle había un montón de cenizas. Algunos pordioseros y niños revolvían las cenizas buscando botones y trozos de metal, mientras la gente iba y venía de sus ocupaciones sin preocuparse, como si hubieran contemplado muchas veces el mismo espectáculo.
Se preguntó si debía entrar y ver si sus parientes se hallaban bien o no, más luego meditó que ante todo procedía pensar en sus padres y en su disgusto si le supieran mezclado en aquel enredo. Vaciló, en especial, porque advirtió que en las tablas que cerraban la puerta habían sido trazados grandes signos de intimidadora apariencia. Miró los signos largo rato, pero nada descifraba, y entonces se volvió a un hombre de edad, y de aspecto instruido, que, vistiendo una larga túnica negra, pasaba en aquel instante.
—Señor —dijo el joven—, ¿quieres explicarme lo que anuncian estos signos?
El hombre, deteniéndose, sacó unas antiparras y, plegando los labios, leyó los signos varias veces para sí. Luego manifestó:
—Esos caracteres dicen que lo que le ha sucedido a esta casa le ocurrirá a todas las de la ciudad si venden géneros enemigos. Además, añade que, si esto no basta, se arrancará hasta la vida a quienes compren o vendan artículos enemigos.
—Gracias, señor —repuso Lao Er, alarmado.
Las palabras, en verdad, eran amedrentadoras como parecían, y el joven pensó que su deber era volver en seguida a la seguridad de su casa y no mostrar que tenía parentesco alguno con los de la tienda. Se alejó, pues, sosteniendo bajo el brazo el libro de Jade, envuelto en un lienzo azul que ordinariamente llevaba Lao Er al cuello, para secarse la cara cuando sentía calor. Pensó que eran muy singulares aquellos tiempos en que en una sola mañana podía verse lo que él viera. Se apresuró a salir de la ciudad donde tales cosas ocurrían y, camino de casa, se sintió contento de la paz de los campos y del cielo despejado y claro.
Ya en su morada, dio el libro a Jade, pero hasta del libro se olvidó en el interés de las cosas que Lao Er tenía que contar a todos. Reunidos en el patio, le escuchaban, e incluso Pansiao, la hermana menor, detuvo su telar y salió a oírle. Cuando Ling Tan se hubo informado de todo, chupó su pipa un rato y dijo luego:
—¿Preguntaste el nombre de esos enemigos?
Lao Er puso una expresión embobada.
—¡Repréndeme por necio! ¡No lo pregunté!
Y quedó atónito ante su propia estupidez.
Pero lo que sucedía en la ciudad quedaba muy lejos de los que vivían en aquella casa. La noche cayó como siempre y todos cenaron y se dispusieron a retirarse, pensando que en el campo nada cambiaría, fuesen las que fueran las locuras de la gente de la ciudad. Ling Tan y su esposa hablaron algo antes de dormirse, inquietos por lo que pudiera acaecerle a su hija mayor, y Ling Tan dijo que deploraba no haber casado a su hija con un labrador, aunque éste sólo hubiese hecho la mitad de las promesas que Wu Lien. Pero en esto su mujer no concordó.
—Nuestra hija no vive en nuestra casa —dijo— y lo que le pase es cosa de su marido, al que ha dado dos hijos ya. Si mañana les sucede algo encontrarán medio de avisarnos y veremos si debemos disgustarnos o no.
Él, oyendo esto, prescindió de su desasosiego. Pronto descendió sobre los dos la quietud de la casa en que habían vivido tantos años y la calma de los campos que les daban el sustento y cubrían sus demás necesidades. Ocurriese lo que ocurriera, la tierra era suya y siempre les proporcionaría alimento.
Lao Ta, en su cuarto, dijo a su mujer, mientras amamantaba al niño, lo que pensaba de lo que le sucediera a su cuñado.
—Todo esto es cosa de la instrucción extranjera —afirmó—. Los estudiantes de la ciudad, ahora, no conocen la equidad antigua y no tienen medida con que medirse a sí mismos. Hoy les parece justa una cosa y mañana otra, y no saben que ningún hombre conoce lo que es verdaderamente justo. Orgullosos de su poca instrucción, se dedican a hacer maldades como ésa.
—Así, nuestros hijos no irán nunca a la escuela… —murmuró su mujer.
Y se durmió, con el niño aún prendido a su pecho.
—No —dijo él.
Y prosiguió pensando. Pensaba lentamente y con dificultad y sudaba al hacerlo como si anduviese tras el búfalo arando una tierra difícil. Al fin, llegando a un pensamiento concreto, habló alto, para que su mujer lo oyese.
—El hombre debe estar en su casa —declaró—, y si hace el trabajo que sabe hacer y no se ocupa más que de sí mismo, ¿quién puede destruirle? Y si todos los hombres se portan así, ¿qué enemigo podrá prevalecer contra la nación?
Aguardó a que su mujer abundara en su criterio, pero nada oyó, salvo silencio, primero, y después el suave ronquido de la joven. Le enojó un tanto haber malgastado así su sabiduría, pero tenía harto buen corazón para despertar a su mujer, como otros hubieran hecho viendo que ella se había dormido mientras su esposo hablaba. Dejó sus intensas meditaciones y pronto la quietud de la casa le invadió también, haciéndole dormir.
Pansiao, que pasaba sus días ante el telar, no iba nunca a la ciudad, y lo que oyera le parecía tan extraño, que se disipó de su mente como un sueño que hubiera oído contar. Viviendo en la casa segura siendo una niña. Era la última de los hijos, habiendo nacido tan tarde que su madre había sentido vergüenza de darla a luz. Todos habían sonreído sabiendo que Ling Sao, a los cuarenta y tantos años, estaba embarazada, y en la aldea las mujeres la interpelaban siempre, advirtiendo la hinchazón de su vientre, con estas palabras:
—¡Qué vigor, mujer! Una buena cerda nunca es vieja mientras tiene cría.
Aquel bochorno había puesto como una nube sobre la niña. En la aldea no se podía ocultar nada, y por tanto, Pansiao sabía que su nacimiento había producido vergüenza a su madre. Hasta su mismo nombre implicaba mofa, aunque no se le hubiera puesto con ese objeto. El primo tercero de Ling Tan había elegido el nombre de Pansiao, que significaba Semisonrisa, el cual era bonito, aunque demasiado pretencioso para la hija de un labriego. El primo no quiso negarse el placer de tal nombre, y Ling Tan consintió pensando que lo mismo daba, ya que se trataba sólo de una muchacha Pero los aldeanos, al oír el nombre, le daban un significado burlón y, entre carcajadas, decían «Semisonrisa, Semisonrisa». Con esto ya no hubo modo de cambiar de nombre.
Pansiao, al crecer, había ido amoldándose a su apelativo y era una joven gentil, semisonriente y semimelancólica, que nunca se sentía totalmente bien acogida en ningún sitio, y por lo tanto hacía todo lo posible para que la recibieran bien. A menudo se sentía cansada, porque no era tan fuerte como los otros hijos de su madre; y así aquella noche, a pesar de que había escuchado con asombro lo que su hermano contara, se durmió en cuanto se acostó.
También Lao Er y Jade habían olvidado el episodio. Jade, abriendo el libro, empezó, a la débil luz de la lámpara de grasa vegetal, a leer lentamente los caracteres en alta voz. Lao Er la escuchaba, mirándole los lindos labios. Le parecía mágico que Jade pudiera leer aquellos signos que para él eran como patas de pájaros en el papel y que los ojos de su mujer transmitieran a su voz lo que leían y que su voz hablase de manera que él pudiera comprender perfectamente la lectura.
Y aunque la comprendía, lo que colmaba su mente era su delicia en mirar a Jade y en contemplar sus párpados moviéndose arriba y abajo de la página, y el dedito con que señalaba un signo tras otro. Ella leía despacio, con acento cantarín, como los narradores de cuentos, y él, sofocado de orgullo y amor, creyó menester explicarle sus sentimientos, temeroso de estallar si los callaba.
—Espero —dijo— que no me pase ningún mal, a pesar de que soy tan malvado que te amo más que a mis padres. Tanto que si no hubiese comida más que para ellos o para ti, yo te la daría a ti y dejaría que ellos muriesen de hambre. Los dioses me perdonen, porque no hablo más que la verdad.
Ella alzó la cabeza, con la faz ruborizada y pálida.
—No puedo leer mientras me miras —dijo, con una sonrisa temblando en sus labios.
—Puesto que no puedo mirar al libro y entenderlo, ¿qué voy a hacer más que mirarte a ti? —respondió él.
Ella, para entretener la mente de su marido y hacer que no la avergonzase y la sonrojara con su amor, exclamó:
—Olvidaba que quiero también enseñarte a leer.
Hizo que el joven se inclinase sobre la mesa, con su cabeza junto a la de ella, y le mandó repetir los caracteres que le señalaba con el dedo. Él, obediente, hacía cuanto le decía Jade, pero su ánimo estaba lejos de su cuerpo y sólo pensaba en ella, con lo cual no aprendía nada. Cuando se acostaron, él había olvidado todo lo del día y le parecía que aquella casa en que nació era todo su mundo.
De todos los de la casa, sólo Lao San, el hijo menor, pensaba en lo que viera su hermano. Su lecho era una yacija de bambú en la sala de la casa, porque no había cuarto que dar al mozo, si bien su padre le había prometido hacer añadir una habitación cuando Lao San se casase. El muchacho se revolvía inquieto en su lecho, sin poder dormir, imaginándose los jóvenes que habían asaltado aquella hermosa tienda. ¿Quiénes serían y quiénes los enemigos contra los que clamaban? Se le ocurrió que había en el mundo muchas cosas que ignoraba y se preguntó, como lo hacía con frecuencia, de qué manera podría llegar a saberlas si continuaba en casa de su padre.
Al cabo, harto de dar vueltas, se levantó, y, como hacía en ocasiones cuando no conciliaba el sueño, fue al cobertizo donde estaba atado el búfalo. La grande y silenciosa bestia se había tendido en tierra para reposar y el muchacho, sacando de debajo del búfalo un poco de paja, se acomodó junto al cuerpo caliente y peludo. Aquella presencia tosca y familiar le calmó, y a poco, se quedó dormido.
Cuando la penumbra del largo atardecer de verano se convirtió en tiniebla, la casa, en medio de los campos, estaba tan silenciosa como las tumbas de los antecesores de quienes la habitaban. Mas no era un sepulcro, porque rebosaba vida, eterna aunque durmiente. Una luna vieja y ganchuda brillaba sobre el agua en los campos y sobre la casa silente, como siglos tras siglos había brillado aquella luna, tanto cuando era joven como cuando era decrépita.