Capítulo I

Ling Tan alzó la cabeza. Hasta el arrozal en que se hallaba sumergido en agua hasta las rodillas, le llegaba la fuerte voz de su mujer. ¿Por qué le llamaría a media tarde, esto es, cuando no era hora de comer ni de dormir? En el rincón más lejano del campo, los dos hijos de Ling Tan se inclinaban sobre el agua, moviendo los brazos derechos al unísono mientras plantaban las semillas del arroz.

—¡Eh! —les gritó.

Los dos, como un solo hombre, se detuvieron al oír la voz de su padre.

—¿No llama vuestra madre? —les preguntó.

Escucharon. Eran dos jóvenes recios. Mirándolos, Ling Tan sintió íntimo orgullo. Los dos estaban casados ya, y el mayor, Lao Ta, tenía dos hijos, el último de un mes. Lao Er, el segundogénito, se había casado hacía cuatro meses y su mujer empezaba a mostrar mal carácter. Ling Tan tenía aún un hijo más pequeño, Lao San, quien en aquel momento vigilaba al búfalo que debía pastar en algún lugar cercano, al pie de las redondeadas y herbosas alturas del valle. Dos hijas habían nacido también en el hogar de Ling Tan y sólo una de ellas faltaba por casar. La mayor era esposa de un comerciante de la ciudad cuyos muros se veían claramente desde la morada de Ling.

En aquel momento la voz de su mujer sonó de tal modo que hacía imposible toda confusión, llamando a gritos a su marido, sobre los campos.

—¿Dónde estás? ¿Te has vuelto sordomudo?

—Si, es nuestra madre —exclamó Lao Ta—. Los tres hombres sonrieron. Ling Tan posó en el agua la gavilla de simientes de arroz que tenía en la mano izquierda.

—Suspender el trabajo en plena tarde es tirar dinero —dijo—. No os detengáis.

—Tranquiliza tu corazón sobre ese punto —repuso su primogénito.

Los dos jóvenes volvieron a encorvarse. A cada movimiento de sus manos plantaban una verde semilla en el agua tibia y fangosa. Sus pies se hundían en el fértil lodo del fondo y el sol caldeaba sus espaldas desnudas. Los dos hablaban bajo los anchos sombreros de bambú tejido que cubrían sus cabezas.

Aquellos dos mozos eran buenos amigos y lo habían sido desde que tenían uso de razón. Se llevaban menos de un año. Jamás se habían ocultado cosa alguna. Ni siquiera el casarse con mujeres de distinta familia les había separado. De sus mujeres trataban precisamente cuando su padre fue llamado, y de ellas volvieron a tratar cuando Ling Tan se alejó.

Eran los dos tan jóvenes aún que todo, incluso su propio cuerpo, y lo que comían y bebían, y las incidencias del día y de la noche, les suministraban motivo de reflexión y plática. Para ellos el mundo quedaba limitado por las montañas del valle donde radicaban las tierras paternas, y el centro de ese mundo estaba en el pueblo de Ling, todos cuyos habitantes eran parientes suyos, como lo vinieron siendo entre si hacia centenares de años Incluso la gran ciudad cercana no era para ellos más que su mercado Cuando se recogía la cosecha de grano, legumbres o fruta, se llevaba a la ciudad y se vendía. Y a eso se reducía todo lo que sabían o les importaba de la ciudad. Como su hermana, nacida después de ellos, estaba casada con un mercader de la población, los dos jóvenes a veces se censuraban a si mismos y pensaban que debían ir a ver a su cuñado con más frecuencia, pero rara vez lo hacían. La tierra los mantenía muy atareados.

Seguían hablando bajo sus sombreros, sin disminuir la celeridad con que plantaban en el lodo. Tras ellos se extendía el vacío campo cubierto de agua y delante aparecían las erguidas semillas verdes.

—¿Puede el hombre que planta su simiente en una mujer estar cierto de que arraigará? —preguntó Lao Er.

—Es plantar a ciegas —rió Lao Ta—, y por ello ha de repetirse muchas veces. No es como plantar a la luz del sol, según hacemos aquí. ¿No se te resiste tu mujer?

—Al principio, si; pero, ahora, nunca.

—No la toques en tres días y luego obra como si plantaras por primera vez —dijo Lao Ta, hablando con la suficiencia propia del hermano mayor—. Cuando uno planta su simiente, debe preparar el terreno. O sea, que no debe lanzarse la semilla de cualquier modo Las cosas deben disponerse de modo que la semilla cuaje. Tampoco se ha de dispersar la simiente al viento, sino plantarla profunda en la tierra, así, así, así…

Y a cada palabra hundía su fuerte brazo desnudo en el lodo y plantaba una sólida semilla.

Lao Er le escuchaba con atención.

—Yo soy impaciente —dijo, semiavergonzado.

—Entonces tuya será la culpa si no tienes hijos —replicó el hermano mayor, mirando ladinamente a su hermano y contrayendo la boca entera en una sonrisa—. Cuando lleves un año de casado verás que el hijo tiene más importancia que la mujer.

—¡Cómo se irrita la mía! —observó Lao Er—. ¡Si la oyeras maldecir cuando ve que sigue teniendo los periodos…!

Los dos rieron, pensando en la muchacha de vivo carácter que era esposa de Lao Er. En cambio, la del mayor, joven gruesa y reposada, no tenía carácter alguno, o al menos lo escondía. La mujer de Lao Er era como un viento de poniente. Doquiera que se hallaba, lo ponía todo en movimiento. Lao Er la había amado desde que la conoció.

Lao Ta amaba también a su esposa, pero no, como bien le constaba, con todo su corazón. O sea, que dilataba el ir a acostarse hasta que los demás hombres más viejos habían bostezado y desperezado sus músculos en la casa de té de la aldea o en la explanada que había ante el pequeño templo. Y si al volver a casa Lao Ta encontraba despierto a su padre, se entretenía platicando con él en el umbral. Quería a su mujer, pero sin precipitaciones. Ella estaría ya dormida en el lecho, al que se retiraba temprano, cuando su marido llegase.

La mujer de Lao Er, al revés, era inquieta y nunca su esposo sabía dónde ella podría estar, hasta no verla a su lado. Todas las noches se sentía torturado por el temor de que los demás jóvenes se burlasen si lo veían levantarse el primero, y a la vez por el ansia de ir en busca de Jade. El nombre verdadero de la muchacha era más largo, pero él la llamaba así y tal palabra pronunciaba al entrar en su dormitorio A veces ella se encontraba allí, pero otras, y más frecuentes, no. Sólo en raras ocasiones la encontraba él dos veces seguidas en un mismo lugar de la casa, y desde luego nunca le esperaba en el lecho. Ansiaba saber si ella le quería, mas no osaba preguntárselo, por no verla reír, porque Jade tenía la risa tan pronta como el enojo.

Lao Er guardó silencio, preguntándose si Jade estaría entonces en la casa. Por la mañana ella le había ayudado a plantar en el arrozal, pero después de comer no quiso salir.

—Voy a dormir —le había dicho.

Y tendiéndose en el lecho se durmió ante los propios ojos de su marido. Con gusto él se hubiera tendido también a su lado, mas no lo hizo, temeroso de la reprensión de su padre si éste le veía acostarse en pleno día cuando había que plantar simiente. Salió, pues, dejando dormida a su mujer, lindas como las de una niña sus mejillas prominentes. Mas ¿cuánto tiempo habría dormido Jade y qué abría hecho después?

Lao Er miró al sol. Aún estaba muy alto. Suspiró y prosiguió plantando.

Bajo la estera con que siempre entoldaba su patio, Ling Tan escuchaba a un forastero. Era éste un mercader de sedas de Chantung y de telas floreadas, y vivía viajando al Sur en primavera y vendiendo su mercancía a los meridionales. Luego regresaba a principios de verano, cargado de finas telas del Sur, tales como no saben hacerlas en el Norte. Ahora del septentrión sólo traía unas piezas de tela tan basta que sabía que únicamente la mujer de un labrador podría comprárselas. Y por eso, dejando la ciudad, andaba por los poblados. Viendo aquella casa, mayor que las otras moradas rústicas, y a su puerta una mujer bonita y ociosa, se había acercado allí.

La moza parecía sola, pero no lo estaba. Apenas el mercader la abordó, salió la madre, Ling Sao, diciendo con voz regañona:

—Si quieres hablar con una mujer, háblame a mí y no a la esposa de mi segundo hijo.

—Sólo iba a preguntarle donde se hallaba la madre de su marido —dijo, presuroso, el vendedor, notando que aquella mujer de edad era enérgica y sin duda quien regía la casa—. Vuelvo del Norte y sólo me quedan unos cuantos palmos de buena tela floreada para ropas de verano. En la aldea me contaron que tú eras la mujer más entendida en este contorno.

—Saca la tela y cierra la boca —ordenó la mujer.

El hombre se dio prisa en obedecerla, aunque rió cortésmente cuando ella dijo tal frase. A los pocos minutos ya discutían los dos el precio de la tela.

—Pongo un precio de regalo —afirmaba él— a causa de que este verano hay guerra en el Norte.

—¿Qué guerra es ésa? —preguntó Ling Sao, soltando la tela.

—No es por culpa nuestra —replicó el hombre—, sino de esos enanos del océano oriental, que siempre tienen ganas de pelea.

—¿Llegarán hasta aquí?

—¡Quién sabe!

Entonces fue cuando ella, saliendo a la puerta, llamó a su marido.

Ling Tan escuchaba al mercader, sentados ambos a la mesa, bajo el toldo de estera del patio. Ling Tan sentía las piedras frescas bajo los pies. Era aquél un patio agradable, soleado en invierno y fresco en verano. Un antepasado de Ling Tan había cavado en el centro un estanque y plantado, dentro, un loto en un recipiente. Ahora el loto tenía seis flores, de un intenso rojo en su parte central. La mesa estaba puesta en el patio y en verano la familia comía siempre allí, aunque lloviese, ya que la estera les libraba del agua.

La mujer de Ling Tan les sirvió té y luego se sentó a un lado, en una banqueta. Estaba haciendo zapatos. La suela era gruesa, pero ella usaba una larga aguja de hierro. La clavaba con fuerza en el cuero y con sus firmes dientes blancos tiraba del cabo. Siempre que su mujer hacia esto, Ling Tan apartaba los ojos, sintiendo que se le ponía de punta su propia dentadura, si bien desconocía el motivo y por ello nunca había hablado a su esposa de tal sensación.

—¿De modo que dices que los enanos del océano oriental han matado a algunos de los nuestros? —preguntó al vendedor.

—En el Norte han matado hombres, mujeres y niños.

El mercader alzó su taza y vació el té. Se incorporó.

—Mañana he de llegar a Pengpu —declaró—. Por tanto, me despido de ti.

Era un hombre de aspecto común, como casi todos los mercaderes, y tenía un hablar suavizado a fuerza de usarlo en tantos lugares.

«¿Qué pasará?», se preguntó Ling Tan.

Pero no dirigía la pregunta a nadie, y nadie, en consecuencia, le respondió. El vendedor se echó su fardo al hombro, hizo una reverencia y salió. Ling Tan quedó solo en el patio con su mujer. Ella seguía cosiendo. Ling Tan miró a su alrededor. Los muros de la casa eran de antiguo ladrillo y las techumbres bajas y con tejas. Los tabiques interiores, de ladrillo también, tenían revestimientos de madera cubiertos a su vez de tierra blanqueada con cal. Allí habían vivido y muerto los antepasados de Ling Tan, allí había nacido él, hijo único, y allí residían sus tres hijos y su nieto.

La tarde era plácida y calurosa. Temblaban las corolas de las flores de loto. En el silencio se oyó llorar al nieto. Ling Sao, levantándose, entró en la casa. Ling Tan quedó solo. Pensó que su vida era grata. Tenía la suerte de que sus tierras estuviesen cerca de una gran ciudad y un gran río, en un valle por cuyas laderas bajaba agua en la estación seca. Cuanto deseaba Ling Tan lo tenía. No era rico ni pobre, y sólo se le había muerto una hija. Él nunca había estado enfermo. A los cincuenta y seis años seguía teniendo su cuerpo tan delgado y fuerte como en su mocedad De haber podido su mujer continuar concibiendo hijos, él estaba en condiciones de engendrarlos. Una vieja del pueblo le instaba a que comprase por su mediación una concubina joven, pero él no había querido. Precisamente el día antes había dicho a la ávida vieja.

—Ya tengo hijos.

—En estos tiempos —respondió la mediadora— nunca hay hijos suficientes. Con tantas guerras, y tantos cañones, y tantas cosas extranjeras, ¿quién puede creer que tiene bastantes hijos?

Él se había limitado a reír. Fuera de no poder dar hijos a luz, su mujer era tan buena como siempre, y aún mejor, porque ahora conocía a su marido hasta la médula de los huesos. Ling Tan se sentía satisfecho y no deseaba empezar de nuevo con una joven. Además, la paz huye de la casa donde penetra una segunda mujer.

Dio una manotada en la mesa, bebió el té que quedaba en su taza y, levantándose, se ajustó a la cintura su faja azul.

—¡Me vuelvo al trabajo! —gritó.

No le contestaron ni esperaba respuesta, puesto que sólo mujeres le habían oído. Se puso en marcha.

En el campo, le compungió ver lo cerca que sus hijos estaban del lugar donde él había trabajado. Otra hora larga, y al ponerse el sol el campo quedaría concluso. Era el último ya, y con todos los sembrados su familia tendría arroz suficiente para alimentarse por otro año.

Inclinó la cabeza y vio su rostro en el agua oscura Era una faz flaca, cuadrada en las mandíbulas y las mejillas. Su barbilla, cuadrada también, sostenía siempre firmemente las cintas del sombrero. Había en el pueblo hombres que necesitaban sujetar entre los dientes las cintas del sombrero, a causa de lo puntiagudo de sus barbillas. Él no era de ésos. Además, podía cerrar la boca debidamente y no necesitaba mantenerla siempre abierta, como su primo tercero, aquél que, fuera de eso, era un buen hombre, posesor de alguna ilustración y con el buen sentido suficiente para leer los edictos que los magistrados fijaban en los muros de la ciudad.

Ling Tan no sabía leer, ni le había importado nunca. Afirmaba que más pronto o más tarde uno se entera por oídas de todas las cosas. Las buenas noticias llegaban pronto y las malas, cuanto más tarde, mejor. Tampoco había enviado a sus hijos a la escuela ni lo sentía, a pesar de que a veces llegaban jóvenes estudiantes de ambos sexos, procedentes de las escuelas de la ciudad, y discurseaban en las aldeas, diciendo que todas las gentes debían aprender a leer y escribir. Mirando la traza de aquellos pálidos estudiantes, Ling Tan no veía razón alguna para seguir sus consejos. Él tenía sus métodos y a ellos se aferraba.

No habló a sus hijos ni ellos a él, hasta que los tres se encontraron en el punto donde plantaban la postrera semilla. Entonces los tres se irguieron y, echándose los sombreros hacia atrás, los dejaron pendiendo sobre las espaldas.

—¿Qué quería nuestra madre? —inquirió Lao Ta.

—Había en casa un mercader del Norte, que traía noticias de una guerra —dijo el padre.

Había transcurrido una hora desde que reflexionara en el asunto y éste, a la sazón, no le parecía que tuviera importancia alguna. El Norte estaba lejos Midió con agudos ojos las líneas de simiente, verdes sobre el agua pardusca. Las sombras de las semillas formaban una recta fila negra. Las manos de sus hijos eran tan diestras como las suyas. Se enjugó la faz con el extremo de su faja y dijo al hijo segundo.

—Vete y compra un poco de cerdo en la tienda de tu octavo primo. Tomaremos esta noche la carne con la berza.

—Déjame que vaya yo —repuso, significativo, su primogénito.

Ling Tan, mirando a sus dos hijos, notó que la cara del menor se había tornado carmesí.

—¿Qué os traéis entre vosotros? —inquirió.

Lao Ta rió sin hablar y el más joven hizo una mueca cual la de un chiquillo de pocos alcances. El padre sonrió ¡Sus hijos eran aún unos niños!

—Guardaos vuestros condenados secretos —exclamó—. ¿Qué me importan?

Se volvió hacia la casa, muy satisfecho, y un momento después vio a su segundo hijo anticipársele en cruzar la puerta del patio. Fuese lo que fuera lo que le acuciaba, al menos era una cosa que estaba en el hogar, pensó Ling Tan. No se le ocurrió pensar que la prisa de su hijo fuese motivada por su propia mujer.

Lao Er entró en el cuarto que compartía con Jade. La joven no estaba allí.

—¡Jade! —llamó Lao Er—. ¡Jade! —repitió al no encontrar respuesta.

Bajó la voz. Acaso ella se hubiese escondido. A veces se ocultaba y sólo salía cuando le veía descompuesto, para burlarse de él. Mas ahora no apareció. La alcoba se hallaba vacía.

Sintió el temor que siempre le embargaba cuando no podía hallar a su mujer ¿Habría huido de su lado? Lao Er fue al patio, en busca de su madre. No viéndola, pasó a la cocina. Bajo la tapa de madera del caldero humeaba el arroz de la noche. El joven miró tras el vasto fogón de tierra. Su madre, acurrucada allí, echaba hierba seca en el hornillo. Habló, pues, con voz agria.

—¿Por qué atiendes tú al fuego, madre? Es mi indigna mujer quien debiera hacerlo.

—Bien dicho lo de indigna —replicó Ling Sao—. No he visto a tu mujer desde que el sol estaba en medio del cielo ¡Estas jóvenes! La casamentera nos engañó. Todo esto viene de que las mujeres tienen ahora los pies sueltos. Cuando yo era muchacha, todas andábamos con los pies ligados, de manera que no salíamos de casa. Pero ahora las mozas corren por todas partes como cabras.

—Voy a buscarla, a traerla y a darle unos golpes —repuso él.

Tan enojado se sentía que, de tener a Jade delante, la hubiese golpeado, en efecto.

—Hazlo —contestó su madre, llenos de risa los ojos—. Pero piensa primero si podrás hacerlo ¡No es tan fácil pegar a las mujeres en estos tiempos!

Emitió una risa seca y apagada y esparció sobre las llamas la hierba. Ling Tan no era un labrador pobre y el padre de ella misma había labrado también ricas tierras, pero a Ling Sao le habían enseñado que en ninguna casa, rica o pobre, deben malgastarse los alimentos, las telas ni el combustible.

Cuando Ling Sao tejía una pieza de tela y se cortaba con ella un vestido, los retazos sobrantes le cabían en la palma de una mano. La casamentera había garantizado esto, y era verdad. Pero ahora resultaba difícil encontrar mozas así. Orquídea, la esposa del hijo mayor, había tenido los pies ligados en la niñez, pero llegó la revolución antes de que la cosa se completase y su padre mandó librar de ligaduras los pies de su hija. El mismo Ling Tan se había negado a que a sus hijas les fuesen ligados los pies.

La madre prosiguió alimentando el fuego, hoja a hoja, brizna a brizna, ramita a ramita, tallo a tallo, mientras meditaba en sus nueras. Buenas o malas, son las mujeres de los hijos las que hacen la dicha o la desgracia de una casa, y de ellas han de depender los viejo. En los hijos no cabe confiar, porque dentro de las casas las mujeres son más poderosas que los hombres ¿Era, pues, verosímil que Lao Er pegase a Jade cuando la encontrara?

—No le pegará —murmuró Ling Sao.

Su marido le había pegado dos veces en su juventud, una vez por enfado y otra por celos; pero él era más fuerte que sus hijos. Además, Ling Sao no había soportado los golpes con calma. Por el contrario, aporreó a su marido, le arañó las mejillas y le mordió el lóbulo de la oreja derecha de tal modo, que aún persistían las señales.

—¿Quién te mordió? —le preguntaba la gente.

—Un tigre de las montañas —reía él. Porque su mujer procedía de un pueblo de los montes.

Mas ¿qué hombre podría pegar a Jade? Suspirando, Ling Sao dejó el fuego crecer y bajar alternamente. Le dolían las piernas, pero no reparaba en ello. Alzó la tapa del caldero para oler el arroz. El aroma era bueno y el arroz se hallaba casi a punto. Ajustó la tapa. No hacía falta más fuego. Bastaba con el vapor para concluir la cocción. Bostezando, alcanzó las escudillas alineadas en un anaquel de la chimenea de tierra. Mezclaría con el arroz la col que quedara al mediodía, y el pescado que había quedado también haría las veces de carne. Nada costaba el pescado, porque había peces en el estanque de la casa y bastaba meter la red en él.

Puso las escudillas en la mesa del patio y luego se dirigió a la alcoba que compartía con su marido. Allí estaba él, lavándose en un recipiente lleno de agua fría. No hablaron, pero los rostros de los dos expresaban intensa placidez. Sentándose, la mujer retiró de su peinado su mondadientes de plata y principió a limpiarse la dentadura, mirando a su esposo mientras se lavaba y pensando que el cuerpo de aquel hombre seguía igual que cuando ella lo vio por primera vez: recio, moreno y delgado. Ling Tan se movía ágilmente y con vigor, se mojaba, retorcía la toalla que su mujer tejiera, como tejía casi todas las ropas de la casa, y se secaba después. Era un hombre limpio; nunca olía. Cuando abría la boca para reír, sus dientes aparecían fuertes y su aliento grato. En cambio, el aliento de su primo tercero hedía como el de un camello.

—¿Cómo puedes dormir a su lado? —había preguntado un día Ling Sao a la mujer del primo.

—¿No huelen todos los hombres? —había replicado la mujer.

—El mío, no —había dicho Ling Sao con orgullo.

—Quiero cenar —dijo Ling Tan de pronto, subiéndose los anchos calzones de algodón azul y envolviéndose con una limpia faja la cintura. Luego recordando al cerdo, añadió—. He mandado al mayor a buscar puerco.

Su mujer abrió mucho los ojos.

—Tenemos pescado que quedó del mediodía.

—Quiero comer cerdo —replicó él con voz recia.

—Pues cómelo —replicó ella, levantándose para prepararlo.

Entrando en la cocina, vio el cerdo ya encima de la mesa, sobre una hoja seca de loto. Cogió la carne para examinarla, temerosa, como siempre, de ser engañada por su octavo primo, el carnicero, aunque en realidad no lo había sido nunca. El hombre la temía y estimaba a Ling Tan, de manera que, aun cuando tenía carnes malas, como todos los carniceros, nunca se las vendía a ellos. Aquella libra de puerco era tan buena como la mejor. Ling Sao no pudo hallar defecto alguno en las capas blancas y encarnadas que se extendían bajo la blanca piel, blanda y espesa. Aderezó la carne con ajo y sal, la cortó, la hizo albóndigas y las echó en agua hirviente Era buena cocinera, y por tanto su marido no había fumado más que dos pipas cuando el guisado se halló dispuesto.

Saliendo a la puerta de la cocina, la mujer gritó a su hijo mayor:

—¡Tu padre espera ya para comer!

Lao Ta salió de su alcoba, lavado y limpio, con su niño en brazos.

—Aquí estamos —dijo.

Ling Tan, desde la puerta, dio voces al hijo segundo.

—¡No te oirá! —gritó su esposa en la cocina—. ¡Está buscando a su mujer!

Y mezcló la col fría al arroz hirviente.

En el patio sonaron risas, las risas de dos hombres cuyas mujeres no desaparecen nunca. La madre sirvió el arroz en las escudillas y se unió a la algazara. La esposa del hijo mayor apareció y se detuvo en el umbral, abotonándose la chaquetilla.

—Déjame servir a mí, madre —dijo.

Pero hablaba por mera cortesía, porque no se movió. Luego, viendo que todos reían, rió también aunque sin saber el motivo. Mas como en aquella casa se reía siempre y por cualquier cosa, Orquídea, que era una mujer amable, creía natural reírse sin detenerse a pensar en el porqué.

Mientras los hombres se sentaban, llegó el tercer hijo, conduciendo al búfalo por una cuerda prendida al hocico. El muchacho, alto y taciturno, aún no contaba dieciséis años. Nadie le habló al verle entrar, ni él esperaba que le hablasen. Pero advirtió la expresión de la rápida ojeada de su madre y de la mirada de su padre Ambos le examinaban para ver si nada malo le ocurría. A Lao San le constaba lo que no a sus padres: que él era el más querido de los hijos y el que más inquietudes despertaba a causa de su carácter. En muchos minúsculos aspectos él aprovechaba su posición privilegiada de menor con respecto a los dos hermanos de más edad, y ellos se lo consentían, limitándose a aporrear su pelada cabeza si les enojaba en exceso. En cambio, con sus padres era a menudo antojadizo y propenso a la furia, y por ello Ling Tan, deliberadamente, enviaba el búfalo a las montañas, a fin de apartar de la casa a aquel hijo rebelde. De este modo evitaba la necesidad de reprender las terquedades del muchacho.

Y todo radicaba en la belleza del rostro de Lao San. Tan hermoso era, en efecto, que sus padres, desde que nació, vivieron temiendo su muerte, ya que ¿cómo no habían los dioses de sentir celos de aquella belleza? Tenía los ojos alargados, con pupilas negras como el ónice bajo el agua y límpidos blancos en las órbitas. Su rostro era cuadrado y sus labios llenos y bien cortados como los de un dios. Su falta capital consistía en su soñadora indolencia, pero se la perdonaban como le perdonaban todo. En los dos últimos años, el muchacho había crecido tan de prisa como en los cuatro anteriores. A la sazón vertía el agua de un jarro en un balde de madera y se lavaba junto al patio, entre los bambúes. Luego, acercándose, ocupó su lugar en la mesa.

El padre pensaba que el mirar a sus hijos daba alientos al corazón. Aún seguía vacío el puesto de Lao Er, pero más pronto o más tarde él llegaría y la mesa quedaría completa. Lao Ta mantenía sobre sus rodillas a su hijo y de vez en cuando le ponía en la boca, rosada como un capullo de loto, una masa de arroz previamente masticada y ablandada. El aire del anochecer iba refrescando y se cerraban ya los lotos. Reinaba completo silencio, sólo interrumpido por el son del telar en el cuarto donde la hija de Lao Tan tejía y seguirla tejiendo hasta que le llegase su hora de comer.

La madre puso al búfalo un puñado de paja. Llegó el perro amarillo, caricioso y humilde, en espera de algún bocado Era un animal fiero como un lobo ante los desconocidos, de quienes no aguardaba nada, pero ante su dueño aparecía manso como un gatito. Acurrucóse bajo la mesa, anheloso de alguna sobra. Ling Tan apoyó los pies en el perro, como en un escabel, y sintió los pelos cerdosos de la bestia rozándole la piel desnuda de la pierna, y el calor de su cuerpo traspasando la suela del zapato. Se inclinó y ofreció al can un buen trozo de pescado con repentina ternura hacia aquel ser que era también parte de la familia.

En los campos próximos a la casa Lao Er continuaba buscando a Jade. El sol no se había puesto aún, y sus largos rayos amarillos descansaban como una capa de miel sobre el verdor. Si la joven andaba cerca serla fácil divisar su vestido azul. El trigo había sido segado y el arroz no había medrado aún. Jade no tenía dónde esconderse. Pero, pues no estaba allí, era menester que se hallase en el pueblo. Lao Er pensó rápidamente en qué lugares podría encontrarla. No en la casa de té, adonde sólo iban los hombres. Tampoco con la familia del primo tercero, porque el hijo del primo era de la misma edad que Lao Er y había deseado a Jade por esposa cuando la casamentera andaba buscando buen marido para la joven. Aquel cuarto primo había visto a Jade en la puerta de la casa de su padre, en otro pueblo, y la había amado. Pero Lao Er la había visto antes y amándola también, y de tal suerte nació entre los dos mozos un gran odio, que les conducía a buscar todo pretexto de querella. El caso llegó a ser conocido por toda la aldea y no había quien no tuviese los ojos sobre los dos, a fin de separarlos si se enzarzaban.

La propia Jade no había sabido a cuál de los dos prefería. Cuando su madre le hablaba de ellos, la muchacha, encogiendo sus finos hombros, respondía:

—Puesto que los dos tienen piernas y brazos, y dedos en las manos y en los pies, y puesto que no son bizcos ni sarnosos, ¿qué diferencia hay entre ellos?

De manera que su padre resolvió elegir al joven cuyo padre diera el mejor precio por Jade, y entonces ambos muchachos instaron a sus respectivos progenitores, amenazando con suicidarse si no se casaban con la muchacha. De tal manera conturbó esto la paz de la familia, que Ling Tan, buscando un día a su primo tercero en la casa de té, le dijo:

—Puesto que soy más rico que tú, déjame que te dé treinta pesos de plata a cambio de que anuncies a tu hijo que es el mío el que va a casarse con la moza. Si no, nunca viviremos en paz.

El primo accedió, porque treinta pesos eran tanto como ganaba con su profesión en medio año, y la cosa quedó convenida. Lao Er se comprometió con Jade y se casó con ella tan pronto como pudo. Pero lo singular era que el muchacho, en el fondo de su corazón, no lograba perdonar a su mujer el que no le hubiese escogido ella misma, aunque no se atrevía a preguntarle por qué no lo había hecho. A veces, por la noche, tendido a su lado, planeaba interrogar así a su esposa, cuando la conociese mejor.

—¿Por qué no me elegiste a mí cuando te dieron a escoger?

Mas aún no se lo había preguntado. Conocía muy bien el cuerpo de su esposa, pero no su alma, y de este modo su amor por ella era un amor inquieto y lleno de dolores latentes.

Se dirigió, presuroso, hacia el pueblo. Sin demostrarlo exteriormente, sus ojos escudriñaban con ansia en busca de una mocita con chaquetilla y pantalones de algodón azul y con el cabello cortado a la altura de la nuca. Menos de veinte días antes, Lao Er se había enfurecido cuando, al regresar a su casa, vio que Jade se había cortado su largo cabello negro.

—Me daba calor —respondió ella a las furibundas miradas de su marido.

—Tu cabello era mío —contestó él— y no tenías derecho a cortártelo.

Mas ella no respondió y Lao Er le insistió.

—¿Qué has hecho de tu cabello?

Jade, sin una palabra, fue a su cuarto y volvió con su larga trenza, Había anudado su extremo con una cinta roja. Él, tomando la trenza, la puso sobre sus rodillas. Allí estaba, recta, suave y negra, aquella cosa que ella, arteramente, le había quitado. Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, como por un ser viviente que él hubiera poseído y no existiese ya.

—¿Qué hacemos con esto? —preguntó en voz baja—. No podemos tirarlo.

—Véndelo —dijo ella— y me compraré con el dinero unos pendientes.

—¿Pendientes? ¡Si no tienes agujeros en las orejas!

—Puedes hacérmelos.

—Te compraré los pendientes —dijo él—, pero no vendiendo tu pelo.

Y lo guardó en su maleta de piel de cerdo, donde ponía sus ropas de fiesta y la cadenita de plata que llevara de niño y un par de cosas propias más. Cuando ella fuese vieja y tuviera el cabello blanco y él, viejo también, hubiese olvidado el aspecto que su mujer presentaba de joven, sacaría aquella trenza y lo recordaría.

Todavía no había tenido tiempo de comprar los pendientes. Hasta aquel momento la plantación del arroz le había mantenido atareado de mañana a noche. A la sazón, entrando en el pueblo como si fuera de paseo y mirando por doquier en busca de su esposa, pensaba que, si no la hallaba haciendo nada malo, al día siguiente iría a comprarle los pendientes a la ciudad. Esta noche le preguntaría cómo le gustaban.

Pero no la veía. Comenzó a asustarse y recordó a aquel joven no casado todavía con ninguna mujer, en su enojo al no tener por esposa a la que deseaba. Fue hacia la casa de su primo y vio a la esposa de éste en la puerta. Era una mujer corpulenta, con hechuras de cerda, y en la mano tenía una escudilla en la que comía como en una gamella. Lao Er no se proponía mencionar en su presencia el nombre de Jade.

—¿Estás comiendo, prima hermana? —le preguntó cortésmente.

—Ven y come también —contestó ella, retirándose la escudilla de la boca.

—No, gracias —contestó él—. ¿Estás sola en casa?

—Tu primo y señor mío está comiendo, pero tu primo e hijo mío no ha vuelto a casa aún.

—¿Pues por dónde anda?

—Fue hasta la ciudad, o dijo que iba allí, cuando el sol pendía sobre este sauce. No sé dónde está ahora.

Y, acercándose la escudilla a la cara, siguió comiendo. El corazón de Lao Er latía con fuerza. Si Jade estaba con aquel primo suyo, él mataría a los dos y pondría sus cadáveres en la calle, para que todos los vieran. La sangre afluía a las venas de su garganta, hinchaba sus mejillas y sus ojos y crispaba su mano derecha.

En aquel momento llegaba a la explanada, ante la casa de té. Allí se congregaba una multitud, como sucedía a menudo cuando pasaba alguna compañía de actores o prestidigitadores, o algún viajante de comercio con mercancías extranjeras. Mas entonces no había ninguna de ambas cosas, sino un grupo de cuatro o cinco jóvenes de ambos sexos, gente de la ciudad sin duda alguna, que exhibían mágicas imágenes sobre un lienzo blanco que habían tendido entre dos bambúes. Lao Er no veía las imágenes, porque sólo tenía ojos para su primo, sentado en un banco de madera. Tan seguro estaba Lao Er de que Jade se hallaba con el joven, que miró repetidamente, contando ver. Pero no la vio. Por un momento se sintió desconcertado. Su ardiente sangre se enfrió, y se notó todo él cansado y hambriento. Pensó que cuando encontrase a su mujer la golpearía aunque no estuviese haciendo nada malo, porque no permanecía en el lugar de una esposa, que es su casa, esperando a su marido.

Sonó la voz de un joven que llevaba un rato hablando, mas a quien Lao Er no había oído hasta entonces.

—Y hemos de quemar nuestras casas y campos, sin dejar ni un bocado para el enemigo, a fin de que perezca de hambre ¿Estáis dispuestos a eso?

Nadie en la turba habló ni se movió No comprendían el significado de aquellas palabras. No hacían más que mirar las imágenes sobre el lienzo blanco. Lao Er miró también. Se veía una ciudad con muchas casas de las que salían grandes llamas y negro humo.

Todos callaban, mirando. De pronto alguien saltó era Jade. La muchacha se sacudió el negro cabello.

—¡Estamos dispuestos! —gritó.

Lao Er se sintió temeroso ¡Su mujer gritando ante toda aquella gente! ¿Qué significaban sus palabras? ¿Qué derecho tenía ella a vociferar no estando presente él?

—¡Vamos a casa! —la llamó—. Tengo hambre.

La joven, volviéndose, le dirigió la vista sin parecer verle. Pero el grito de Lao Er había devuelto a la gente el sentido de su pueblo y de su vida monótona.

Todos se desperezaron, y bostezaron, y los hombres, levantándose, mascullaron que también ellos sentían hambre y lo habían olvidado. Uno a uno se dirigieron a sus moradas y Lao Er saludó a su primo con un ademán de cabeza, aunque se sentía furioso de no poder reprocharle nada. Esperó por Jade. No sería suave con ella, pensó mientras la contemplaba con el rabillo del ojo, para no tener la vergüenza de mirar a su mujer en presencia ajena.

—¡No olvidéis que he estado mostrándoos cosas reales! —clamaba el joven de la exhibición.

Pero nadie le atendía. Lao Er aguardó a que Jade se le acercase, y luego empezó a caminar, mirando a hurtadillas para cerciorarse de que la muchacha le seguía. No le habló hasta que estuvieron lejos del pueblo, y entonces lo hizo con voz fosca.

—¿Por qué me haces pasar la vergüenza de mostrarme ante todos?

Ella no contestó. Lao Er oyó su paso igual sobre el polvoriento sendero, a espaldas suyas. Continuó, con voz tan fuerte como pudo.

—Fui a casa con el vientre rugiéndome como un león hambriento.

—¿Pues por qué no comiste?

La voz de la joven sonaba clara y benigna.

—¿Cómo voy a comer cuando tú no estás dónde debes? —gritó él sin volver la cabeza—. ¿Y cómo voy a preguntar dónde estás? Me avergüenza verme ante mis padres y no saber por dónde andas.

La joven no contestó. Él, incapaz de continuar sin saber lo que ella pensaba, volvió la cabeza, a despecho suyo, y halló que los rientes ojos de Jade esperaban aquel movimiento de su marido. Cuando los ojos de ambos se encontraron, Jade rompió a reír y todo el enojo de Lao Er se disipó como el viento. Dando dos pasos hacia delante, ella le cogió la mano, y él no supo libertarse del apretón, aunque no quería perdonar a su esposa.

—Me tratas muy mal —dijo con voz débil.

—Por eso estás tan flaco y tan pálido y con tanta cara de sufrimiento —rió ella—. ¡Cuánta lástima mereces! ¡Si estás orondo como un nabo!

Lao Er no sabía qué pensar. Ni tampoco lo que deseaba, pero estaba cierto de no desear aquella risa burlona. La luna, que hasta entonces pareciera una nube blanca, se había tornado áurea en la oscuridad y las aguas estaban colmadas de croar de ranas. La mano de Jade yacía en la de él como un pequeño y palpitante corazón. El joven se llevó aquella mano a su garganta. Ansiaba una cosa grande, grande, y no acertaba a definirla en palabras. Siempre encontraba pocas expresiones para lo que sentía. Le bastaba para la vida cotidiana, pero no para momentos como éstos.

—Quisiera —dijo con dificultad— ser un hombre instruido y encontrar palabras.

—¿Palabras? ¿Para qué?

—Para poder explicarte lo que siento.

—¿Qué sientes?

—Lo sé, pero no acierto a decirlo.

Permanecían mirándose mutuamente, en el angosto camino entre los arrozales, lejos por el momento de cualquier casa. Un alto sauce inclinaba sus grandes ramas sobre ellos. Lao Er pasó la mano por el hombro de su mujer y la atrajo hacia sí. La sostuvo un momento, sin que ella se moviera. Estaban solos en la noche quieta, más próximos que nunca.

—Tampoco yo soy muy instruida —cuchicheó ella.

—¿Y por eso me hablas tan pocas veces?

—¿Cómo voy a hablarte si tú nunca me dices nada? Sin embargo, hablando se entiende la gente.

Él meditó esto un instante, y sus brazos aflojaron la presión que hacían sobre su mujer. Los dos esperaban que el otro hablase primero, sin saber qué decir entretanto.

—¿Me contarás todo lo que hay en ti si yo te cuento todo lo mío? —preguntó Lao Er.

—Si.

Lao Er dejó caer los brazos. No tocaba a Jade, pero se sentía más cercano a ella que nunca.

—Pues esta noche hablaremos —dijo.

—Sí —repuso la muchacha.

Su voz, por suave, no parecía la suya, mas Lao Er la oyó. Ella pasó su brazo por el de su marido y los dos anduvieron hacia la casa. Cerca de la puerta ella recobró su lugar, a espaldas del joven.

En el patio, los hombres habían concluido de comer, y a la mesa estaban la madre, la esposa del hermano mayor y la hermanita.

—Habéis tardado mucho —dijo la madre—. No era cosa de esperar más.

—No hacía falta que me esperaseis —replicó Lao Er. Y dijo a su esposa, hablando con rudeza para que los demás no le creyesen vergonzosamente enamorado—. Ponme la comida en una escudilla y la tomaré ahí donde están mis padres y mi hermano.

Jade, como buena esposa, le llenó la escudilla y se la entregó antes de ocupar su puesto entre las mujeres. Ya había olvidado lo que dijera en la explanada el joven de las imágenes, aunque mientras le oía le hubiera parecido imposible olvidar sus palabras jamás. Alzó su escudilla meditando y sintiendo el corazón harto agitado para permitirse sentir apetito. ¿Conocería aquella noche cómo era el hombre con quién estaba casada?

Ling Sao habló a Jade al levantarse.

—Ya que no has hecho la comida, bien puedes limpiar la mesa.

Jade se alzó a la voz de su suegra.

—Lo haré, madre.

Tan raro era en ella obedecer así, tan suave sonaba su voz, que la madre la miró en la media luz. Pero nada dijo y se encaminó a la puerta del patio.

«Me parece que al fin y al cabo mi hijo le ha pegado», pensaba al cruzar el umbral.

Ling Tan se sentaba junto a la puerta, en un banco, y sus hijos le rodeaban, instalados en la dura y resuelta tierra. El más pequeño dormía, hecho un ovillo, sobre un montón de paja de trigo. Ling Sao miró fijamente a su segundo hijo, que comía con satisfacción, sin exteriorizar otra cosa que alegría.

«Le ha pegado», se repitió, contenta de que lo hubiese hecho. El mejor matrimonio es aquel en que el hombre golpea a la mujer. Se sentía orgullosa de su hijo.

«¿Quién hubiera creído —se preguntaba Lao Er— que una mujer y un hombre pudieran adquirir más intimidad hablando que mediante la carne?». Y, sin embargo, eso les sucedía aquella noche a ambos.

Al principio de su matrimonio se había sentido tan extraño a su mujer que le producía vergüenza tenderse a su lado. «Es Jade», se decía a si mismo, para calmarse, pero, sin embargo, seguía pareciéndole más extraña que lo fuera el día de su boda. Veía y comprendía su cuerpo, mas ¿qué se escondía detrás de su lindo rostro y su suave cutis? No lo sabía. Y ahora no deseaba tocarla, sino escucharla, oírla. Esperaba y yacía silencioso.

—¿También tú esperas? —dijo al fin.

—Sí.

—¿Quién habla primero de los dos?

—Tú. Pregúntame lo que quieras.

¿Qué diría? La cosa estaba en su mente y fluyó a la punta de la lengua.

—¿Piensas alguna vez en ese primo mío que quería casarse contigo? —profirió.

—¿Eso es lo que querías saber? —exclamó ella, sentándose en el lecho y cruzando los brazos sobre las piernas—. ¡Oh, qué necio! ¿Y eso te preocupaba? Pues no, no y no. Por mucho que me preguntes siempre te diré «No».

Lao Er sintió que la cabeza le giraba como si un remolino de agua se agitase en ella.

—Entonces, ¿en qué piensas durante todo el día, cuando estás callada, y qué piensas durante la noche, que no hablas tampoco? —interrogó.

—Pienso a la vez en veinte o treinta cosas —dijo Jade—. Mis pensamientos son como una cadena y se enlazan unos a otros. Si empiezo a pensar en un pájaro, pienso en cómo vuela, y en por qué podrá levantarse del suelo y yo no. Y después pienso en los barcos voladores extranjeros, y en si habrá algo mágico en ellos o si será que los extranjeros saben más cosas que nosotros, y ahora al pensar en esto pienso en lo que dijo aquel joven ante la casa de té acerca de esos barcos que vuelan en el Norte y lo destrozan todo y hacen a la gente correr y esconderse.

Él interrumpió aquella concatenación de meditaciones. Las ciudades del Norte estaban muy lejanas.

—¿Por qué fuiste hoy allí?

—Me senté a coser tu blusa azul. Pero se me acabó el hilo, y tu madre no lo tenía más que blanco. Así que fui a comprar hilo azul. Y en el pueblo vi a aquella gente, y…

Él la interrumpió otra vez.

—No me gusta que salgas sola.

—¿Por qué?

—Porque pueden verte otros hombres.

—Yo no les miro.

—Pero no quiero que te miren a ti. Eres bonita y eres mi mujer.

—¿Voy a estar siempre en el patio? Éstos no son los tiempos antiguos.

—Quisiera que lo fuesen. Así te encerraría.

—Pues si me encerraran no querría comer y me moriría.

—No te dejarla morir.

—De todos modos estamos en los nuevos tiempos y yo puedo entrar y salir —dijo Jade, riendo.

—¿Te había alguna vez algún hombre?

—Lo mismo que a cualquier otra conocida y no más.

Guardaron silencio. Luego él comenzó:

—Dime qué pensaste de mí la primera vez que me viste.

Ella manoseó la colcha de algodón, blanca y azul.

—No me acuerdo.

—Quiero decir… después que nos casamos.

Jade volvió la cabeza. A la luz lunar él veía su frente su naricilla, su barbilla llana, su labio inferior, algo recogido respecto al de arriba.

—Me alegré de que fueras más alto que yo. Para mujer soy alta.

—No lo eres.

Jade dejó pasar aquel aserto sin rechazarlo.

—¿Y luego qué pensaste? —insistió Lao Er.

Ella inclinó la cabeza.

—Me pregunté qué pensarías tú de mi.

—Ya sabías que te quería.

Jade alzó la cabeza.

—Después pensé si alguna vez hablaríamos en confianza o si iríamos a ser lo que son los demás casados. Y pensé si te ocuparías de lo que yo soy o sólo de que fuese la madre de tus hijos. Y si seria tuya o sólo pertenecería a tu casa. Y si aprenderías a leer…, porque en los libros pueden saberse muchas cosas. ¿Me comprarás un libro? Ése…, ése es mi secreto. En vez de pendientes, cómprame un libro. Por eso me corté el pelo; para venderlo y comprar un libro. Luego tuve miedo y te dije lo de los pendientes. Pero era un libro lo que quería.

Y se inclinó hacia él, anhelosa de que la oyese.

—¡Un libro! —exclamó Lao Er—. ¿Y qué pueden personas como nosotros hacer con un libro?

—Yo quiero un libro.

—¡Si no sabes leer!

—Te engañas. Se leer.

Si Jade hubiera dicho que sabía volar como un ave, no hubiera sido mayor el pasmo de su marido.

—¿Cómo que sabes leer? Las mujeres como tú no saben leer.

—Aprendí algo hace tiempo —dijo ella—. Mi padre envió a la escuela a uno de mis hermanos y él me enseñó algunas cosas. Pero no tengo ningún libro mío.

Lao Er reflexionó un momento.

—Si es eso lo que quieres —repuso con voz despaciosa—, te lo compraré. Pero nunca creía ver leer a una mujer en esta casa.

Y así siguieron hablando la mitad de la noche, hasta que se sintieron soñolientos y cansados.

—Es hora de dormir —dijo él al fin—. Mañana hay que trabajar. Y si, además, he de ir a la ciudad a comprar el libro…

Se detuvo y refrenó el aliento. Porque mientras él hablaba, Jade se había hecho una rosca a su lado, acercándose como no se le acercara nunca. Tan dulce era aquel movimiento, tan afectuoso, que el joven no acertó a decir palabra. Fue el mejor instante de su vida, mucho mejor que la noche de sus bodas, porque era la primera vez que Jade se le aproximaba por su propia voluntad. Se preguntó cómo habría sido tan necio que no había acertado a comprender lo que era el corazón femenino. Pero nadie se lo había explicado. Había tropezado casualmente con aquel conocimiento, y ello merced a su disgusto de ver que ni siquiera el matrimonio le había dado íntegramente a la muchacha. Ahora la poseía en realidad, porque ella se le ofrecía.

Cuando se durmió, Lao Er sabía con tanta certeza como si un dios se lo dijese en su interior, que aquella noche Jade concebiría un hijo. Sí; de aquella noche le nacería un hijo a Lao Er.