KIRBY Y DAN

KIRBY Y DAN

13 de junio de 1993

En el coche está tensa, no deja de jugar con el encendedor. Lo abre, lo cierra, lo abre, lo cierra, lo abre, lo cierra, clic, clic, clic. Dan no la culpa, la presión es insoportable. Clic. Están siendo catapultados hacia algo que podría evitarse, hacia un accidente de coche a cámara lenta. Y no se trata del típico rasponazo. Esto es como un choque en cadena de diez coches en medio de la autopista con helicópteros, camiones de bomberos y gente llorando en la cuneta por la conmoción. Clic, clic, clic.

—¿Puedes parar? ¿O, al menos, poner un cigarrillo en el extremo que quema? No me vendría mal uno —dice Dan.

Intenta no sentirse culpable por Rachel. Por estar poniendo a su hija en peligro.

—¿Tienes uno? —pregunta ella, ansiosa.

—Mira en la guantera.

Levanta la tapa y el compartimento le vomita en el regazo un montón de porquería: bolígrafos variados, condimentos de Al’s Beef, un vaso de refresco aplastado… Kirby hace una pelota con el paquete vacío de Marlboro Lights.

—No, lo siento.

—Mierda.

—¿Sabes que en las versiones light hay tantas sustancias cancerígenas como en las normales? —pregunta Kirby.

—Nunca se me ocurrió que al final sería el cáncer lo que me mataría.

—¿Dónde tienes la pistola?

—Bajo mi asiento.

—¿Cómo sabes que no te vas a volar el tobillo en un bache?

—No la suelo llevar ahí.

—Supongo que son circunstancias especiales.

—¿Estás nerviosa?

—Estoy histérica. Tengo mucho miedo, Dan. Pero se acabó. Llevo esperando toda la vida. No tengo elección.

—¿Ahora vamos a hablar del libre albedrío?

—Tengo que volver allí, es lo que hay. Sobre todo si la poli no va a hacerlo.

—Te darás cuenta de que no es «tengo», sino «tenemos», amiga. Me estás arrastrando contigo.

—«Arrastrar» es una palabra demasiado fuerte.

—Y también «justicieros».

—¿Quieres ser mi Robin? Te quedarían bien las mallas amarillas.

—Frena un momento. Yo soy Batman, sin duda. Lo que te convierte a ti en Robin.

—Siempre me ha gustado más el Joker.

—Eso es porque te identificas con él. Los dos tenéis un pelo horrible.

—¿Dan? —dice ella mientras observa por la ventanilla el crepúsculo que se arrastra sobre los solares vacíos, sobre las casas abandonadas y sobre las pocilgas que se caen en pedazos. Cuando abre de nuevo el encendedor, la llama hace que el rostro se le refleje en la ventanilla del coche.

—¿Sí, niña? —pregunta él con cariño.

—Tú eres Robin.

* * *

Kirby lo lleva por un callejón demasiado aislado incluso para esa zona, y Dan, de repente, compadece profundamente al inspector Amato.

—Para ahí —dice Kirby.

Dan apaga el motor y deja que el coche se detenga detrás de una valla de madera que se inclina como un borracho.

—¿Esa? —pregunta, asomándose a la hilera de casas con ventanas tapiadas y rodeadas de malas hierbas que alcanzan alturas de jungla y están repletas de flores de basura.

Es evidente que hace tiempo que no pasa nadie por allí, y menos para establecer en una de esas casas una guarida oculta y diseñada con opulencia de antaño. Intenta que no se le note el recelo.

—Vamos —dice Kirby mientras abre la puerta y sale del coche.

—Espera un segundo.

Dan se agacha junto a la puerta abierta del conductor, fingiendo atarse los cordones del zapato, y mete la mano bajo el asiento para sacar el revólver. Es un Dan Wesson. El nombre le hizo gracia en su momento. Beatriz lo odiaba. Igual que odiaba la idea de que de verdad lo necesitaran.

Al enderezarse, lo ciega un rayo de sol que se refleja en la ventana de atrás. Definitivamente, el día se acaba.

—¿No podríamos haber hecho esto a las once de la mañana de un día soleado?

—Vamos —insiste Kirby abriéndose paso entre la mala hierba para llegar hasta la desvencijada Z que forman los escalones de madera que recorren la parte posterior de la casa.

Dan se pega la pistola a la cadera para que no la vea cualquiera que pase por allí. Aunque no le vendría mal que pasara alguien por allí. Tanta tranquilidad es inquietante.

Kirby se quita la chaqueta de Dan y la deja caer sobre el alambre de espino que bloquea la escalera.

—Permíteme —dice Dan.

Pisa con el talón la chaqueta, empujándola sobre los afilados rollos de alambre, y le ofrece la mano para ayudarla a subir. Después, él pasa detrás de ella y, en cuanto libera la presión, el alambre salta como un resorte y rasga la tela.

—Da igual, la compré de rebajas. Elegí la primera que pillé.

Se da cuenta de que habla por los codos. Nunca se ha considerado una persona habladora. Nunca se le habría ocurrido que acabaría entrando en casas abandonadas.

Están en el porche de atrás. La mierda que se ve a través de la ventana no presagia nada bueno, la penumbra proyecta sombras verdes y desperdicios por todas partes. Es como si hubiesen pelado las paredes y las hubiesen esparcido por el suelo como confeti.

Kirby pone un pie en el alféizar.

—No te pongas nervioso.

Después, se mete dentro y desaparece. Literalmente. Ahora está en el marco de la ventana, ahora no está.

—¡Kirby!

Se lanza por la ventana y se corta la mano con un fragmento de la ventana rota que, milagrosamente, permanece en su sitio.

—¡Me cago en la puta!

Ella aparece de nuevo y lo sujeta por el brazo, y Dan entra en la casa dando tumbos. Todo cambia.

* * *

Pasmado, se queda donde está, plantado en el comedor. La incredulidad que siente bastaría para provocar una conmoción cerebral. Kirby conoce la sensación.

—Vamos —susurra.

—No dejas de repetir eso —responde Dan, pero nota la voz pastosa y lejana.

Parpadea con fuerza. Las gotas gordas de sangre que le caen de la palma de la mano salpican el suelo. No se da ni cuenta. La chimenea despide un brillo naranja irregular sobre los tablones del oscuro pasillo. En el vestíbulo no hay ni rastro del hombre muerto por encima del que Kirby había tenido que pasar para escapar.

—Reponte, Dan. Te necesito.

—¿Qué es esto? —pregunta él en voz baja.

—No lo sé. Pero sé que es real.

No es cierto, se ha pasado todo el camino dudando de sí misma, pensando que a lo mejor tenían razón los demás y que ella no era más que una chiflada con alucinaciones y que lo que de verdad necesitaba era una dosis de antipsicóticos y una cama de hospital desde la que ver los jardines a través de unos barrotes. Ha sido un tremendo alivio comprobar que él también lo ve.

—Y sé que estás sangrando —añade—. Deberías darme la pistola.

—Ni de coña, eres inestable —responde él, en broma, aunque no la mira. Pasa la mano por el papel pintado de la pared para verificar que es real—. ¿Dijiste que estaba arriba?

—Estaba. Hace tres horas. Espera, Dan.

—¿Qué? —pregunta él, volviéndose al pie de la escalera.

—No puedo subir otra vez —responde ella, vacilante.

—Vale —dice él, y añade con más decisión—: Vale.

Dan entra en el salón, y a Kirby se le contraen las costillas. «Dios mío, como esté ahí, sentado en el sillón, esperando…». Pero Dan regresa con un pesado atizador negro que ha cogido de la chimenea. Le pasa la pistola.

—Quédate aquí. Si entra por la puerta, dispárale.

—Mejor nos vamos —dice ella, como si eso todavía fuera una opción.

Él la obliga a coger el revólver, que pesa más de lo que ella había imaginado. Le tiemblan mucho las manos.

—Cubre todas las entradas y utiliza las dos manos. No tiene seguro. Tú apunta y dispara. Pero no me dispares a mí, ¿vale?

—Sí —responde con voz temblorosa.

Dan sube la escalera enarbolando el atizador, como si fuese un bate de béisbol. Kirby aprieta los omóplatos contra la pared. «Es como jugar al billar, hay que dejar escapar el aire antes de apuntar y disparar. No hay problema», piensa en un instante de odio.

La llave se mueve en la cerradura.

Kirby aprieta el gatillo en cuanto la puerta se abre.

Harper se agacha cuando el disparo roza el marco de la puerta y astilla la madera (atraviesa 1980 y se mete por la ventana de la casa de enfrente para acabar incrustándose en la pared, al lado de una imagen de la Virgen María).

Harper ni se inmuta con el tiro.

—Cariño —le dice a Kirby—, te estaba buscando. Y aquí estás —añade mientras empieza a sacar la navaja.

Ella mira el revólver apenas un milisegundo para ver si necesita recargar o colocar la recámara en su sitio. Seis balas. Quedan cinco. Dan ya ha recorrido media habitación cuando ella vuelve a levantar la vista. Justo en su línea de tiro.

—¡Quita de en medio!

Dan deja caer el atizador con todas sus fuerzas, pero Harper, más avezado en la lucha, lo intercepta con el antebrazo. Aun así, le rompe el hueso. Harper aúlla de dolor y clava la navaja en el pecho de Dan, que deja escapar un chorro de brillante líquido rojo. El impulso hace que ambos hombres caigan contra la puerta, que solo tiene puesto el pestillo, no está cerrada con llave. Los dos caen juntos en otro tiempo, destrozando las tablas clavadas en la puerta, que se cierra detrás de ellos.

—¡Dan!

Son solo unos metros, pero le parecen eternos. A lo mejor lo son. Cuando abre la puerta se encuentra en la noche de verano de la que venía y no hay ni rastro de ellos.