DAN

DAN

13 de junio de 1993

—Aquí dentro —dice el propietario del Finmark Deli mientras acompaña a Dan al despacho de atrás—. Estaba histérica cuando la encontré.

A través del cristal de la puerta, Dan ve a Kirby sentada en una silla con ruedas de cuero falso y respaldo alto, junto a un escritorio de contrachapado, bajo un calendario ilustrado con cuadros en el que se ve un Monet. O un Manet. Dan nunca ha sabido diferenciar sus obras. Esta falsa imagen de buen gusto intelectual se ve malograda por el póster que adorna la pared de enfrente en el que se ve a una chica sentada en una Ducati que se está aplastando las tetas entre los dedos. Kirby parece pálida y permanece encorvada, como si intentara encogerse. Tiene el puño apretado sobre el regazo. Habla en voz baja por teléfono.

—Me alegro de que estés bien, mamá. No, por favor, no vengas. En serio.

—¿Cree que saldrá en las noticias de la noche? —le pregunta a Dan el tío de la tienda.

—¿Qué?

—Porque si sale, debería afeitarme. Por si quieren entrevistarme.

—¿Le importa? —dice Dan, que está dispuesto a tumbarlo si no se calla.

—En absoluto, es mi deber como ciudadano.

—Quiere decir que si le importa dejarnos solos, por favor —interviene Kirby, que está colgando el teléfono.

—Ah, vale. Bueno, es mi despacho… —protesta.

—Y le agradecemos mucho que nos permita usarlo para hablar en privado —insiste Dan mientras lo saca por la puerta casi a empujones.

—¿Sabes que he tenido que suplicarle que me dejara llamar por teléfono? —pregunta Kirby, y esta vez se le rompe la voz.

—Dios, estaba muy preocupado —dice él, y le da un beso en la cabeza, sonriendo de alivio.

—Y yo —dice ella, sonriendo, aunque no es una sonrisa de verdad.

—Los polis están allí.

—Lo sé —responde ella, asintiendo bruscamente con la cabeza—. Acabo de hablar con mi madre. El muy cabrón ha entrado en su casa.

—Dios.

—Lo ha destrozado todo.

—¿Buscaba algo?

—A mí. Pero yo estaba contigo. Y Rachel estaba visitando a un viejo novio. Ni siquiera se enteró de lo que había pasado hasta que llegó a su casa y se lo encontró todo hecho polvo. Quiere venir corriendo. Quiere saber si lo han cogido ya.

—Como todos. Tu madre te quiere.

—No puedo enfrentarme a ella ahora…

—Sabes que tendrás que identificarlo, ¿no? En la comisaría. ¿Podrás hacerlo?

Ella asiente de nuevo. Tiene los rizos lacios y oscuros por el sudor.

—Bien por ti —bromea Dan, y le aparta el pelo de la nuca—. Deberías dedicarte a perseguir asesinos más a menudo. Nunca te había visto el pelo tan manejable.

—No se acabará ahí. Habrá un juicio.

—Claro, tendrás que estar allí cuando llegue el momento, pero podemos evitar el circo mediático. Puedes hacer una declaración oficial y después nos largamos de la ciudad. ¿Has estado en California?

—Sí.

—Es verdad, se me había olvidado.

—Merece la pena olvidarlo.

—Dios, qué preocupado estaba.

—Ya lo has dicho.

Esta vez, la sonrisa de Kirby es real, cansada, pero real. Dan no puede evitarlo, no puede resistirse y la besa. Todo en ella, todo lo que es ella lo atrae. Los labios de Kirby son tan suaves, cálidos y receptivos que apenas logra soportarlo.

Ella le devuelve el beso.

—Estooo —dice el dueño de la tienda.

Kirby se lleva el dorso de la mano a la boca y aparta la mirada.

—¡Por Dios! —chilla Dan—. ¿No sabe llamar?

—Estooo, el inspector quiere decirles algo —responde el hombre, que los mira nervioso, primero a una y después al otro, intentando averiguar cómo convertir aquello en un comentario adecuado para la tele—. Estaré, eeeh… bueno, fuera.

Kirby se pellizca la piel entre las clavículas y con aire distraído se frota la cicatriz con el borde del pulgar.

—Dan.

La forma en que dice su nombre lo trastorna.

—No lo digas, no tienes que hacerlo. Por favor, no lo hagas.

—Ahora mismo no puedo, ¿sabes?

—Sí, lo sé, y lo siento. Es que… Joder —exclama Dan. Ni siquiera es capaz de formar una frase en condiciones. Precisamente en el momento más estúpido.

—Sí, te entiendo —dice ella, sin mirarlo—. ¡Eh! Me alegro de que estés aquí.

Le da un puñetazo en el brazo. Es una forma de rechazarlo, y la ligereza y la irrevocabilidad del gesto lo dejan roto por dentro.

Alguien llama a la puerta y, un milisegundo después, el inspector Amato la abre.

—Señorita Mazrachi, señor…

—Velasquez.

Dan se apoya en la pared con los brazos cruzados para dejar claro que no se va a ninguna parte.

—¿Lo han cogido? ¿Dónde está? —pregunta Kirby mientras mira con miedo la pantalla en blanco y negro conectada a la cámara de vigilancia de la tienda.

El inspector Amato se sienta en el borde del escritorio. Con demasiada familiaridad, en opinión de Dan, como si no se la tomara en serio. Se aclara la garganta.

—Menudo susto que el tipo se presentara en el periódico sin más.

—¿Y la casa?

El hombre parece incómodo.

—Escuche, ha sido una situación muy estresante. Seguirlo fue valiente y estúpido a la vez.

—¿Qué me está diciendo?

—Es normal que se haya confundido, no conoce el barrio.

—¿No lo ha encontrado? —pregunta Kirby, levantándose, pálida de furia—. Le di la dirección, ¿también quiere que se lo envuelva para regalo y se lo ponga bajo el puto árbol de Navidad?

—Tranquilícese, señorita.

—¡Estoy muy tranquila! —grita Kirby.

—Vale, calma. Estamos en el mismo equipo, ¿de acuerdo? —dice Dan.

—No logramos encontrar al yonqui con el que habló. Todavía tengo a mis chicos preguntando por el barrio.

—¿Y la casa?

—¿Qué quiere que le diga? Está abandonada, hecha una ruina. Han arrancado las tuberías, le han quitado los cables de cobre, han reventado las tablas del suelo… Han robado las cosas de valor y el resto lo han destrozado por pura diversión. Allí no hay nadie, sin duda. Pero puede que los chavales hayan estado por allí para fumar o enrollarse. Encontramos un colchón arriba.

—Así que de verdad han entrado —dice Kirby en tono de desafío categórico.

—Claro que sí. ¿Qué intenta decir?

—Y ¿no era más que una ruina?

—Señorita, venga, sé que se lo está tomando mal. No es culpa suya que se confundiera. Ha sido muy traumático. Incluso teniendo un buen día, nadie suele ser un buen testigo, así que si encima ve al tío que intentó matarla…

—Y que ha vuelto para rematarme.

—Entonces ¿ahora qué? —pregunta Dan.

—Vamos puerta por puerta. Tenemos la descripción. Con suerte, encontraremos al yonqui y él nos dirigirá a la casa.

—A la casa correcta —lo corrige ella, decepcionada—. Y ¿después?

—Tenemos una orden de busca y captura en todas las comisarías. Lo encontraremos y lo detendremos. Tiene que permitirnos hacer nuestro trabajo.

—Porque hasta ahora lo han hecho estupendamente.

—¿Me puede echar una mano? —le pide Amato a Dan.

—Kirby…

—Ya lo pillo —responde ella, cortándolo, enfadada.

—¿Tiene algún sitio en el que pasar la noche? Puedo asignarle a un agente.

—Puede quedarse en mi casa —se ofrece Dan, aunque se ruboriza cuando Amato arquea las cejas—. Tengo un sofá cama. Yo dormiré en él. Obviamente.

—¿Lo han cogido ya? ¿Dónde está? —exige saber Rachel, que entra en la habitación diminuta convertida en una tormenta de nervios y pachuli.

—¡Mamá! Te dije que no vinieras.

—Voy a sacarle los ojos. ¿Todavía hay pena de muerte en Chicago? Yo misma le daré al puto interruptor.

Se hace la bravucona feroz, pero Dan se da cuenta de que está a punto de hundirse. Ojos de loca, manos temblorosas. Y que esté aquí hace que Kirby también se tense más.

—Siéntese, señorita Mazrachi —le ofrece, acercándole una silla.

—Veo que los buitres ya han llegado —le suelta ella—. Vamos, Kirby, te llevo a casa.

—¡Rachel!

El inspector aprieta los labios ante la idea de enfrentarse a otra mujer loca.

—Señora, no es aconsejable que vuelva a su casa. No sabemos si el sospechoso querrá ir de nuevo. Esta noche deberían dormir en un hotel. Y buscar ayuda experta. Ha sido algo muy traumático para las dos. El condado de Cook tiene a una persona en urgencias, las veinticuatro horas. O aquí, llamen a este número. Es un amigo que trabaja con muchas víctimas de crímenes.

—Y ¿qué pasa con el cabrón que hizo esto? —pregunta Kirby, furiosa.

—Deje que nosotros nos ocupemos de eso. Usted cuide de su madre, no siga intentando resolverlo sola —le pide el detective, que frunce el ceño, aunque con más comprensión que enfado—. Bien, le enviaré a un dibujante para hacer un retrato robot y le enseñarán algunas fotos. Después irá a ver al terapeuta, se registrará en un hotel y se tomará algo que la ayude a dormir. Y no va a volver a pensar más en esto hasta mañana, ¿lo entiende?

—Sí, señor —responde Kirby sin una pizca de sinceridad.

—Buena chica —dice Amato, cansado y sin creérselo.

* * *

—¡Capullo santurrón! —exclama Rachel mientras se deja caer en la silla vacía—. ¿Quién coño se cree que es? Ni siquiera sabe hacer su trabajo.

—Mamá, no puedes estar aquí, me pones nerviosa.

—¡Yo también estoy nerviosa!

—Pero tú no tienes que hablar con coherencia delante de la policía. Esto es muy importante y tengo que hacerlo bien. Te lo suplico. Te llamaré cuando acabe.

—Yo cuidaré de ella, señorita Mazrachi —dice Dan.

—¿Tú? —se burla Rachel.

—Mamá, por favor.

—El Day’s Inn es pasable —interviene Dan—. Me alojé allí durante mi divorcio. Está limpio y tiene un precio razonable. Seguro que uno de los agentes se ofrecerá a acompañarla hasta el centro.

—De acuerdo, vale —responde Rachel, desinflándose—. Pero ¿irás directa al hotel después?

—Claro, Rachel —dice Kirby mientras la saca de la habitación—. Por favor, no te preocupes, te veré después.

La atmósfera de la habitación cambia en cuanto sale Rachel. Dan casi nota la bajada de la temperatura. Hay una intensidad distinta, aunque la concentración sigue siendo terrible. Dan sabe lo que va a pasar.

—No —se adelanta.

—¿Me vas a detener? —pregunta Kirby. Nunca la había visto tan fría.

—Sé razonable, está oscureciendo. Y no llevas linterna ni pistola.

—¿Ah, sí?

—Y yo tengo ambas cosas en mi coche.

Kirby se ríe, aliviada, y abre los puños por primera vez desde que salió de la casa. Lleva en la mano un encendedor negro y plateado. Un Ronson Princess De-Lightcon diseño art déco.

—¿Una reproducción?

Ella sacude la cabeza.

—No será de la sala de pruebas…

Ella niega con la cabeza de nuevo.

—Es el mismo. No sé cómo explicarlo.

—Y no se lo has enseñado a los polis.

—¿De qué iba a servir? Ni siquiera yo me creo a mí misma. Es una puta locura, Dan. El interior de la casa no está destrozado. Es otra cosa. Me da mucho miedo que entremos y que tú no lo veas como yo lo he visto.

Dan pone una mano sobre las suyas, alrededor del encendedor.

—Yo te creo, niña.