KIRBY Y HARPER

KIRBY Y HARPER

22 de noviembre de 1931

El tiempo cura todas las heridas, y las heridas acaban por hacer costra. Las costuras se sueldan.

En cuanto cruza el marco de la ventana, está en otra parte. Cree que se está volviendo loca.

A lo mejor ha estado muriéndose todo este tiempo y lo que ha vivido no es más que un megaviaje alucinógeno, el último hurra de su cerebro mientras ella se desangra en el refugio de aves y su perro sigue atado a un árbol estrangulándose con un alambre.

Se abre paso a través de los pesados pliegues de unas cortinas que antes no estaban allí y entra en un salón anticuado, aunque nuevo. La chimenea está encendida. Hay una licorera con whisky en la mesita auxiliar, que está frente a un sillón de terciopelo.

El hombre al que ha seguido ya no está. Harper se ha ido al 9 de septiembre de 1980 para observar a la niña Kirby desde el aparcamiento de una gasolinera mientras bebe Coca-Cola, porque necesita aferrarse a algo para reprimir el impulso de cruzar la calle, agarrar a la niña por el cuello con la fuerza suficiente como para levantarla en el aire, y apuñalarla una y otra vez allí mismo, delante de la tienda de dónuts.

En la casa, Kirby sube la escalera y llega a un dormitorio decorado con objetos robados a chicas muertas, que todavía no están muertas, que mueren eternamente o que están marcadas para morir. Titilan, enfocándose y desenfocándose. Hay tres que le pertenecen a ella: un poni de plástico, un encendedor negro y plateado y una pelota de tenis que consigue que le duelan las cicatrices y que le dé vueltas la cabeza.

Abajo, una llave gira en la cerradura. Está aterrada y no sabe adónde ir. Tira de la ventana, pero no cede. Se mete en el armario y se agacha allí dentro, intentando no pensar. Intentando no gritar.

—Co za wkurwiaja˛ce gówno!

Un ingeniero polaco, borracho de éxito y de alcohol, trastea por la cocina. Tiene la llave en el bolsillo de la americana, aunque no por mucho tiempo. La puerta se abre detrás de él y Harper entra, cojeando con su muleta, procedente del 23 de marzo de 1989. Lleva una pelota de tenis mordisqueada en el bolsillo y la sangre de Kirby, todavía húmeda, en los vaqueros.

Tarda un buen rato en matar a Bartek a palos, mientras Kirby sigue oculta en el armario del dormitorio, tapándose la boca. Cuando empiezan los chillidos, no puede evitarlo y gime contra la palma de su mano.

El hombre sube los escalones de uno en uno, martilleando el suelo con la muleta, arrastrando la pierna. Toc, toc. Da igual que esto ya haya ocurrido antes en su pasado, porque ahora se ha doblado sobre el presente de ella, como si fuera origami.

Harper llega al umbral del cuarto y Kirby se muerde la lengua tan fuerte que sangra. La boca seca le sabe a cobre. Él pasa por delante sin verla.

Kirby se echa un poco hacia delante, intentando oír algo. Hay un oso loco en el armario, con ella; se da cuenta de que es su propia respiración, está hiperventilando. Debe quedarse quieta, debe controlarse.

Se oye el tintineo inconfundible de la porcelana del asiento de un retrete al levantarse. El chapoteo de la orina. Un grifo abierto cuando se lava las manos. El hombre deja escapar una palabrota en voz baja. Un frufrú. El fuerte ruido metálico de una hebilla de un cinturón al golpear las baldosas. Un grifo de la ducha que se abre. Las anillas de las cortinas al cerrarse.

«Es el momento, tu única oportunidad», piensa Kirby. Debería entrar en el baño, coger la muleta y aplastarle el cráneo con ella. O dejarlo inconsciente, atarlo y llamar a los polis. Sin embargo, sabe que si Harper no consigue arrebatarle la muleta, no parará hasta que el asesino no vuelva a levantarse.

Las conexiones entre el cerebro de Kirby y su cuerpo se han quedado petrificadas. La mano no se mueve para abrir la puerta del armario. «Muévete», se urge a sí misma.

El agua se corta. Ha perdido su oportunidad. Va a salir del cuarto de baño y se dirigirá al armario a por ropa limpia. A lo mejor puede abalanzarse sobre él, empujarlo y salir corriendo. Las baldosas estarán mojadas. Puede que lo consiga.

El siseo de la ducha regresa de nuevo, las tuberías le juegan una mala pasada. O el asesino está jugando con ella. Ahora, tiene que irse ahora. Empuja la puerta del armario con el pie y sale gateando.

Tiene que llevarse algo, alguna prueba. Coge el encendedor del estante. Es exactamente el mismo, aunque no sabe cómo es eso posible.

Llega al pasillo. La puerta del baño está abierta. De debajo del chorro de agua le llega una melodía silbada, es dulce y alegre. Si Kirby pudiera respirar, estaría lloriqueando.

Pasa junto a la puerta con la espalda pegada al papel pintado de la pared. La mano le duele de lo fuerte que aprieta el encendedor, pero no es consciente de ese dolor. Se obliga a dar otro paso. Uno más. No es muy distinto de la otra vez. Y otro paso. Se fuerza a no mirar al hombre cuyos sesos desparramados salpican el suelo que ve al pie de la escalera.

El agua se corta cuando está a medio camino, así que sale corriendo hacia la puerta principal. Intenta pasar por encima del cadáver del polaco, pero va demasiado deprisa para tener cuidado y le pisa el brazo. La sensación es horrible, la carne está demasiado blanda bajo sus botas. «Nopiensesnopiensesnopienses».

Alarga la mano para abrir el pestillo.

Se abre.