KIRBY

KIRBY

13 de junio de 1993

Debería dejar de seguirlo y llamar a la policía. Algo se lo está diciendo desde lo más profundo de la base del cráneo. Lo ha encontrado. Sabe dónde está. Pero ¿y si…? La idea la angustia. ¿Y si es una trampa? Todo indica que la casa está en ruinas y abandonada, como muchas otras de esa manzana. Podría haber entrado en ella porque sabe que Kirby lo sigue. Lo cierto es que no pasa demasiado desapercibida en este barrio, lo que significa que a lo mejor él la espera dentro.

Se le han entumecido las manos. «Llama a los polis, idiota, pásales a ellos el marrón. Has visto dos cabinas públicas de camino aquí. Sí —añade su mente—, y las dos estaban destrozadas, con el cristal roto y los auriculares arrancados». Se mete las manos bajo las axilas, abatida y temblorosa. Permanece de pie bajo un árbol, porque Englewood, a diferencia del West Side, sigue teniendo muchos. Está bastante segura de que él no la está mirando, porque ella no ve las ventanas rotas de la segunda planta. Sin embargo, ignora si está asomado a alguna grieta de las tablas de contrachapado que tapan las ventanas de abajo o, joder, si está sentado en los escalones de la entrada, esperándola.

La pura y terrible verdad es que, si se marcha, lo perderá.

«Mierda, mierda, mierda, mierda».

—¿Vas a entrar? —pregunta alguien junto a su hombro.

—¡Dios! —exclama ella, sobresaltada.

Los ojos del sin techo son algo saltones, lo que lo hace parecer inocente o muy interesado. A su sonrisa le faltan la mitad de los dientes y lleva una camiseta desgastada de Kris Kros y un gorro de lana rojo, a pesar del calor.

—Yo de ti no entraría. Yo ni siquiera sabía seguro quién era, pero seguí vigilándolo. Sale a horas extrañas, vestido raro. He estado dentro. No lo parece desde fuera, pero todo está muy elegante. ¿Quieres verlo? Necesitas una entrada. —Entonces saca un trozo de papel arrugado, y Kirby tarda un largo segundo en darse cuenta de que es dinero—. Te lo vendo por cien pavos. Si no, no funciona. No lo verás.

—Te daré veinte si me enseñas por dónde puedo entrar —responde ella, aliviada al darse cuenta de que está loco.

—No, no, espera —dice el vagabundo, cambiando de idea—. Yo he estado dentro y no me gustó nada. Ese sitio está maldito. Embrujado. Es cosa del diablo. No deberías entrar. Me das veinte por el buen consejo y no entras, ¿vale?

—Tengo que entrar.

Que Dios la ayude.

* * *

Todo lo que lleva en la cartera asciende a un total de diecisiete dólares y monedas sueltas. El sintecho no está muy impresionado pero, a pesar de todo, la lleva hasta la parte de atrás de la casa y la ayuda a encaramarse a la escalera de madera que sube en zigzag por la fachada.

—Da igual, no vas a ver una mierda. No llevas la entrada. Supongo que estarás bien. No digas que no te lo dije.

—Por favor, no hagas ruido.

Utiliza la chaqueta de Dan para pasar por encima del alambre de espino que enrollaron en la base de la escalera precisamente para evitar que alguien se colara. «Lo siento, Dan —piensa al ver que el alambre le rasga la manga—. De todos modos, necesitas ropa nueva».

La pintura de las tablas está desconchada. La escalera está podrida y se queja bajo su peso con cada uno de los cautelosos pasos que la llevan hasta la ventana de la planta de abajo, que la espera abierta como un agujero en una cabeza. Hay cristales rotos por todo el borde. Los fragmentos están sucios y salpicados de lluvia.

—¿Rompiste tú la ventana? —le susurra al loco de abajo.

—No deberías preguntarme nada —responde él, enfurruñado—. Es cosa tuya si quieres entrar.

Mierda. La casa está a oscuras, pero a través de la ventana abierta ve que está hecha una pena. Los yonquis se han quedado a gusto, han arrancado las tablas del suelo, además de las tuberías, y las paredes están reventadas y peladas hasta los huesos. A través de la puerta que hay al otro lado distingue la porcelana desnuda de un retrete roto. Han arrancado el asiento y el lavabo está tirado y rajado en el suelo. Es absurdo que el asesino se esconda allí para esperarla. Vacila en el borde de la ventana.

—¿Puedes llamar a la policía? —susurra.

—No, señora.

—Por si me mata.

Lo dice con más impasibilidad de la que le gustaría.

—Ya hay gente muerta ahí dentro —susurra Mal a modo de respuesta.

—Por favor, dales la dirección.

—¡Vale, vale! —dice mientras golpea el aire. Espantando promesas—. Pero no pienso quedarme por aquí.

—Claro —responde Kirby en voz baja.

No vuelve la vista atrás, coloca la chaqueta de Dan sobre el alféizar, encima de los cristales rotos. Nota un bulto en el bolsillo y se da cuenta de que es su poni. Entra en la casa.