KIRBY
13 de junio de 1993
—Ah, hola —saluda Chet levantando la vista de The Maxx, en cuya portada se ve a un enorme tío morado con máscara amarilla—. He encontrado algo muy, muy guay que encaja con lo de tu misteriosa tarjeta de béisbol. —Deja a un lado el cómic y saca la impresión de una microficha de 1951—. Esto provocó un buen escándalo. Una transexual saltó del tejado del Congress Hotel y nadie supo que lo era hasta que le hicieron la autopsia. Pero lo que nos interesa es lo que llevaba en la mano.
Señala la fotografía de la mano muerta de una mujer, estirada bajo el abrigo que alguien le ha puesto encima. Hay un borroso disco de plástico junto a ella.
—¿No es igualito que un paquete de píldoras anticonceptivas de hoy en día?
—O puede que no sea más que un bonito espejito de mano con unas cuentas de adorno —responde Dan sin hacerle caso. Lo que le faltaba era que Anwar animase a Kirby en su locura—. Ahora, haz algo útil y búscame información sobre Hasbro, sobre cuándo lanzaron la gama de ponis y sobre las patentes de juguetes en general.
—Vaya, alguien se ha levantado del futón con el pie izquierdo.
—Me he levantado con el pie izquierdo en una zona horaria distinta —gruñe Dan.
—Por favor, Chet —interviene Kirby—. De 1974 en adelante. Es muy importante.
—Vale, vale. Empezaré con sus anuncios y tiraré de ahí. Y, ah, por cierto, Kirby, acabas de perderte a un pirado de primera clase que preguntaba por ti.
—¿Por mí?
—Muy intenso, el tío. Pero no me trajo galletas. La próxima vez, ¿podrías pedirle que me trajera galletas? No me gusta aguantar ese grado de demencia a no ser que haya alguna compensación rica en calorías.
—¿Qué aspecto tenía? —pregunta Dan, levantando la cabeza.
—No lo sé. Era un loco genérico, pero iba bien vestido. Americana oscura y vaqueros. Tirando a delgado. Tenía los ojos de color azul intenso. Quería que le hablara del artículo del mejor atleta de instituto. Cojeaba.
—Mierda —dice Dan, aunque todavía intenta procesarlo.
Kirby es más rápida. Al fin y al cabo, lleva cuatro años esperándolo.
—¿Cuándo se fue? —pregunta tan pálida que aún se le ven más las pecas.
—¿Qué os pasa a los dos?
—Joder, Chet, ¿cuándo se fue?
—Hace cinco minutos.
—Espera, Kirby —dice Dan, intentando, sin éxito, cogerla por el brazo. La chica ya ha salido corriendo por la puerta—. ¡Mierda!
—Eh, cuánto drama, ¿qué pasa? —pregunta Chet.
—Llama a los polis, Anwar. Pregunta por Andy Diggs o, joder, ¿cómo se llamaba…? Amato. El tío encargado del asesinato de la coreana.
—Y ¿qué les digo?
—¡Cualquier cosa que los traiga aquí!
* * *
Kirby sale volando escaleras abajo y pasa la puerta. Debe elegir una dirección, así que corre por North Wabash y se detiene en medio del puente examinando la multitud en su busca.
Hoy el río es de un verde azulado casi mediterráneo, justo el mismo color del techo del barco para turistas de proa afilada que pasa por debajo de Kirby. Una voz metálica comenta por un megáfono que están pasando cerca de los famosos edificios en forma de mazorcas gemelas de Marina City.
Hay un montón de turistas paseando por la orilla del río, se les identifica tanto por los sombreros de ala ancha y por los pantalones cortos como por las cámaras que llevan colgadas del cuello. Un oficinista con la chaqueta del traje arremangada está sentado en la viga roja, junto a la barandilla, comiéndose un bocadillo y agitando los pies a modo de advertencia para la curiosa gaviota que se le acerca poco a poco. La gente cruza la calle en apretados grupos al ritmo de los pitidos del semáforo en verde y pierden cohesión en cuanto salen del paso de peatones. Eso hace que cueste localizar a uno entre la manada. Pasea la vista de una persona a otra, clasificándolas de una en una por raza, género y constitución. «Tío negro. Mujer. Mujer. Tío gordo. Hombre con auriculares. Tío de pelo largo. Tío con traje. Tío con camiseta granate. Otro traje. Debe de ser la hora de comer. Chaqueta de cuero marrón. Camisa negra. Mono azul. Rayas verdes. Camiseta negra. Camiseta negra. Silla de ruedas. Traje. Ninguno de ellos es él. Se ha ido».
—¡Jodeeer! —grita al cielo, asustando al tío del bocadillo.
La gaviota alza el vuelo y chilla para reprenderla.
El autobús 124 pasa por delante de ella y le tapa la visión. Siente que se le reinicia el cerebro. Un segundo después, lo ve. El movimiento irregular de una gorra de béisbol que se balancea ligeramente, como si el hombre cojeara. Echa a correr de nuevo. No oye a Dan llamándola.
Un taxi crema y blanco da un volantazo para evitarla cuando Kirby cruza como un rayo, y sin mirar, la calle Wacker. El conductor para en seco en medio del cruce, con la mano todavía en el claxon, y baja la ventanilla para gritarle. A ambos lados se inicia un concierto de ansiosas bocinas.
—¿Estás loca? Casi te atropella —la regaña una mujer de pantalones brillantes que la ha agarrado por el brazo para sacarla de la calzada.
—¡Suelta! —grita Kirby, empujándola.
Se abre paso a través de la muchedumbre que llena las calles a la hora de comer. Intentando no perderlo de vista se mete entre una pareja con un carrito de bebé y llega hasta una zona en sombra, bajo las vías elevadas. La opresiva oscuridad a pleno día la desconcierta. Los ojos tardan un momento en ajustarse al cambio y, en esa fracción de segundo, lo pierde.
Busca a su alrededor, desesperada, catalogando y descartando mentalmente a todo el mundo. Entonces le llama la atención el descarado cartel rojo de un McDonald’s. Mira hacia arriba, hacia la escalera suspendida que lleva a la estación de Lake Street, al otro lado. Solo logra verle los vaqueros antes de que desaparezca, pero su cojera se hace más pronunciada cuando sube la escalera.
—¡Eh! —grita, pero su voz se pierde en el tráfico.
Arriba está llegando un tren. Sube corriendo por la escalera mientras busca en el bolsillo las fichas para el transporte. Al final salta por encima del torno de seguridad, sube corriendo el tramo de escaleras hasta el andén y se mete entre las puertas del vagón, que ya se cierran, sin fijarse siquiera en qué línea está.
Le cuesta respirar. Se mira las botas, demasiado asustada para levantar la cabeza, por si él está allí. «Venga —se dice, enfadada consigo misma—. Venga, joder». Levanta la cabeza en actitud desafiante y barre el vagón con la mirada. Los otros pasajeros están muy ocupados procurando no hacerle caso, incluso los que estaban mirando hacia afuera cuando se metió a la fuerza por las puertas medio cerradas. Un niño con una camiseta de deporte de camuflaje azul la mira con la superioridad moral de un niño. «Mini GI Joe azul», piensa Kirby, a punto de reírse de alivio o de la conmoción.
«No está aquí». A lo mejor se ha equivocado. O está en otro tren, en dirección contraria. El corazón le da una vuelta de campana. Avanza por el traqueteante vagón camino de las puertas que lo conectan con el siguiente, procurando agarrarse para no caerse cuando el tren toma las curvas a toda velocidad. El plexiglás está arañado, ni siquiera tiene grafiti, sino líneas que se cruzan en la superficie, grabadas con distintas navajas suizas u hojas de cuchillos X-Acto a lo largo de cientos de viajes.
Se asoma con precaución al vagón contiguo y se aparta de inmediato: él está junto a la puerta, agarrado a la barra de arriba, con la gorra bien calada. Sin embargo, Kirby reconoce su constitución, los hombros caídos, el ángulo de la mandíbula y el perfil irregular que no la mira a ella, sino a los tejados que pasan volando por las ventanillas.
Kirby se agacha con el cerebro acelerado. Mete la mano en la mochila y se pone la chaqueta de Dan para cambiar de aspecto. Se coloca sobre el pelo el pañuelo que lleva al cuello, como una abuela rusa. No es un gran disfraz, pero es lo único que tiene. Mantiene la cabeza hacia un lado, lo bastante como para tenerlo en su campo de visión periférica y saber cuándo se baja del vagón.