DAN
13 de junio de 1993
Dan tarda un segundo en localizar su pelo de loca. Cuesta no verlo, a pesar del alboroto de la zona de llegadas. Se plantea muy seriamente la posibilidad de regresar al avión, pero ya es demasiado tarde, ella lo ha visto y levanta ligeramente la mano, casi como si le preguntara algo.
—Sí, vale, te veo; ya voy —gruñe Dan para sí mientras señala la cinta transportadora y con gestos le indica que va a recoger el equipaje.
Ella asiente con energía y va a su encuentro abriéndose paso entre las hordas de gente: una mujer cuyo chador le hace pensar en un palanquín particular con las cortinas cerradas, una familia agobiada que lucha por no separarse, una cantidad deprimente de viajeros obesos… Nunca ha comprendido a la gente que opina que los aeropuertos son glamurosos. Los que lo piensan no han tenido que hacer nunca la ruta entre Minneapolis y St. Paul. Ir en autobús es mucho menos tedioso y hay mejores vistas. El único milagro que sucede durante los vuelos es que el aburrimiento y la frustración no empujan a más pasajeros a estrangularse los unos a los otros.
Kirby se materializa junto a su codo.
—Hola. Te he estado llamando.
—Estaba en el avión.
—Sí, en el hotel me dijeron que ya habías salido. Lo siento. Tengo que hablar contigo y no puedo esperar.
—La paciencia nunca ha sido tu punto fuerte.
—Esto es serio, Dan.
Él deja escapar un profundo suspiro y observa una docena de maletas que no son suyas pasar por la cinta.
—¿Es sobre la artista drogata de hace un par de días? Porque fue un asunto feo, pero no es tu hombre. Los polis ya han empapelado a su camello, un tipo encantador llamado Huxtable o algo así.
—Huxley Snyder. Sin historial de violencia.
Por fin sale su maleta de la cortina de plástico y cae de la rampa a la cinta. La recoge y empuja a Kirby hacia la salida del El.
—El historial tiene que empezar en algún momento, ¿no?
—Hablé con el padre de la chica. Me dijo que alguien los había estado llamando para preguntar por Catherine.
—Claro. A mi casa llaman continuamente preguntando por mí. La mayoría, agentes de seguros.
Dan empieza a buscar fichas para el transporte público en su cartera, pero Kirby ya ha metido las suficientes para los dos en la ranura de la máquina.
—Dijo que el que llamó era un tipo siniestro.
—Los agentes de seguros son bastante siniestros —responde Dan, que no piensa alentarla.
Hay un tren esperando en el andén, y como está lleno Dan deja que Kirby se quede con el asiento libre y él se apoya en la barra mientras suena el timbre del cierre de las puertas. Odia tocar esas barras. Hay más gérmenes en los pasamanos que en los asientos de los retretes.
—Y la apuñalaron, Dan. No en las tripas, pero…
—¿Te has matriculado ya para el próximo semestre?
—¿Qué?
—Porque sé que no me puedes estar hablando otra vez de esta mierda. Prácticamente tienes una orden de alejamiento.
—Joder, Dan. No he venido aquí a hablar de Catherine Galloway Peck, aunque hay similitudes y…
—No quiero oírlo.
—Vale —responde ella con frialdad—. La razón por la que he venido a verte al aeropuerto es esto.
Kirby se coloca sobre el regazo la mochila maltrecha, negra y anónima que usa. Abre la cremallera y saca la chaqueta de Dan.
—Eh, la he estado buscando.
—Esto no es lo que quería enseñarte.
Desdobla la chaqueta como si fuera una especie de mortaja sagrada empapada en sangre. Dan espera la prueba del segundo advenimiento, por lo menos. El rostro de Cristo impreso en una mancha de sudor. Sin embargo, lo que sale es un juguete, un caballo de plástico magullado.
—¿Y esto?
—Él me lo dio cuando era pequeña. Tenía seis años. ¿Cómo iba a reconocerlo el día que me atacó? Ni siquiera recordaba el poni hasta que vi una fotografía —explica, pero vacila un momento y añade—: Mierda, no sé cómo decir esto.
—No puede ser peor que lo que ya me has contado. Todas esas teorías demenciales, quiero decir.
No puede ser peor que el momento en que se volvió hacia él en el Sun-Times y lo atravesó con una mirada tan preñada de resentimiento por la traición que lo destrozó y le dejó un dolor residual que todavía colea cuando piensa en ella. Y piensa en ella todo el tiempo.
—Esta teoría es la peor de todas, pero tienes que escucharme.
—Lo estoy deseando.
Ella se lo cuenta todo: su poni imposible, que se relaciona con la tarjeta de béisbol imposible de aquella mujer de la Segunda Guerra Mundial, que, de algún modo, está relacionado con el encendedor y con un casete que Julia jamás habría escuchado. Él intenta ocultar su creciente desaliento.
—Es muy interesante —responde alegremente.
—No hagas eso.
—¿Qué estoy haciendo?
—Tenerme lástima.
—Hay una explicación razonable para todo eso.
—A la mierda lo razonable.
—Mira, este es el plan. He pasado seis horas y media en aeropuertos y aviones; estoy cansado y apesto, pero, por ti, y te aseguro que eres la única persona en el mundo por la que lo haría, estoy dispuesto a olvidarme de ir a casa para disfrutar del sencillo y muy necesario placer de ducharme. Vamos a ir derechitos a la oficina y voy a llamar a la empresa de juguetes para aclararlo.
—¿Crees que no lo he hecho ya?
—Sí, pero no estabas haciendo las preguntas correctas —responde, paciente—. Como, por ejemplo, si había un prototipo. ¿Podía haber un comercial que tuviera acceso a ellos en 1974? ¿Es posible que los números 1982 se refieran a una edición limitada o a un número de fabricación en vez de a una fecha?
Ella guarda silencio durante un buen rato y se mira los pies. Lleva unas botazas enormes con los cordones medio desatados.
—Es una locura, ¿eh? Dios.
—Completamente comprensible. Es una serie de coincidencias muy extraña. Es normal que quieras buscarle sentido, y seguramente hayas dado con algo importante al encontrar el poni. Si resulta que había un comercial con un prototipo, eso podría conducirnos directamente hasta él. ¿Vale? Lo has hecho bien. No te preocupes.
—Tú eres el que se está preocupando —responde ella con una sonrisita tensa que no le llega a los ojos.
—Lo aclararemos.
Y, hasta que llegan al Sun-Times, lo piensa de verdad.