HARPER

HARPER

12 de junio de 1993

Cuando sale de nuevo lo hace a las primeras horas de la noche del 12 de junio de 1993, fecha que ve en la ventana de la oficina de Correos. Solo han pasado tres días desde el asesinato de Catherine. Está llevándolo al límite. Ya sabe dónde encontrar a Mysha Pathan, está escrito claramente en el último objeto: Milkwood Pharmaceuticals.

La empresa está al otro lado de la ciudad, en lo más profundo del West Side. Es un edificio largo, achaparrado y gris. Se sienta junto a la ventana en una pizzería Dominos del centro comercial del otro lado de la calle y come tiras de queso mientras observa y espera. Ve que el aparcamiento está casi vacío, quizá porque es la noche del sábado, que el vigilante de seguridad está aburrido y no deja de salir a fumar, y que después tira con precaución la colilla a una de las papeleras de tapa abatible amarilla del lateral del edificio, y también ve que utiliza la etiqueta que lleva colgada del cuello para volver a entrar.

Podría esperar hasta que saliera. Caer sobre ella en su casa o por el camino. Podría entrar en su coche. Sabe cuál es porque es el único que queda, uno azul pequeño aparcado justo al lado de la entrada. Podría ocultarse en el asiento de atrás. Pero se siente más inquieto que nunca. El dolor de cabeza se le mete por el cráneo y le baja por la columna vertebral. Tiene que ser ahora.

A las once de la noche, cuando cierra la pizzería, rodea el edificio en un lento paseo cronometrado para coincidir con la pausa del cigarrillo del vigilante.

—¿Tiene hora? —le pregunta acercándose a él deprisa mientras abre la navaja. Por suerte, el frufrú de la americana oculta el chasquido. La velocidad de Harper alarma al vigilante, pero la pregunta es tan inocua, tan ordinaria, que automáticamente se mira la muñeca, momento que aprovecha Harper para clavarle la navaja en el cuello y rajárselo de lado a lado, cortando músculos, tendones y arterias. Enseguida le da la vuelta para que el chorro de sangre salpique las papeleras y no a él. Le da una patada detrás de las rodillas para que caiga hacia delante, entre las papeleras, que Harper empuja para ocultar el cadáver de la vista de cualquiera que pase por allí. Tarda menos de un minuto en hacerlo todo. El vigilante todavía gorgotea un poco cuando Harper se acerca a las puertas de cristal para pasar la tarjeta de acceso.

Sube por la escalera y pasa por delante de varias hileras de puertas cerradas hasta llegar al Laboratorio Seis, que está abierto, esperándolo. Dentro solo hay una luz encima de un banco de trabajo. Se la encuentra de espaldas a él, cantando muy mal, en voz alta y medio bailando al son de la música metálica que sale de unos auriculares ocultos bajo el pañuelo que lleva atado a la cabeza: All That She Wants. Está pulverizando hojas y transfiriendo con delicadeza trocitos de la papilla con una especie de jeringa de plástico a unos tubos cónicos llenos de líquido dorado.

Es la primera vez que no comprende la situación.

—¿Qué haces? —pregunta lo bastante alto como para que lo oiga por encima de la música.

Ella da un brinco y se quita los auriculares con un gesto torpe.

—Dios mío, qué vergüenza. ¿Cuánto tiempo llevas mirando? Madre mía, vaya. Creía que era la única que quedaba en el edificio. Hum, ¿quién eres?

—El nuevo vigilante.

—Ah. No llevas uniforme.

—No tenían de mi talla.

—Ya —responde ella, asintiendo con la cabeza para sí—. Bueno, pues estoy intentando hacer crecer una variedad de tabaco resistente a las sequías, basada en la proteína de una flor de Namibia que es capaz de resucitarse. Pegué el gen y llevo un mes dejando crecer el tabaco, así que ahora compruebo si la proteína que busco está ahí —explica mientras lleva los tubos cónicos a una máquina gris y plana del tamaño de un maletín y abre la tapa para introducirlos en la bandeja—. Lo meto en el espectrómetro para que lo analice… —Pulsa los controles y la máquina empieza a zumbar—. Y si la proteína se ha expresado con éxito, el sustrato se volverá azul. —Sonríe, encantada—. ¿Lo he explicado bien? Porque la próxima semana vendrá un grupo de niños de décimo y… Oh —dice. Ha visto la navaja—. No es un vigilante.

—No, y tú eres la última. Tengo que terminarlo, ¿lo entiendes?

Ella intenta moverse para poner un banco entre los dos y examina la sala en busca de algo que lanzarle, pero él ya le ha cortado el paso. Ahora es más eficiente, hace lo que tiene que hacer. Le da un puñetazo en la cara para derribarla, le ata las muñecas con los cables de los auriculares porque se ha dejado los alambres en la Casa y le mete el pañuelo en la boca para ahogar sus gritos, aunque no hay nadie que pueda oírla.

Tarda un buen rato en morir porque Harper intenta esmerarse más para compensar el poco placer que le reporta la acción. Le desenrolla los intestinos y los coloca formando una espiral a su alrededor. Le extrae los órganos y los dispone en el escritorio en el que trabajaba, bajo el flexo. Le mete hojas de tabaco en las heridas abiertas, de modo que parezca que las plantas le crecen en el cuerpo. Le pone la chapa de Pigasus en la bata de laboratorio. Espera que con eso baste.

Se lava en el baño de señoras, remoja la americana y mete la camisa empapada de sangre en la papelera para productos de higiene femenina. Se pone una bata de laboratorio encima de la americana ensangrentada y sale del edificio con la etiqueta identificativa del vigilante girada, para que no se vea bien.

Cuando llega a la recepción son las cuatro de la mañana y hay un vigilante distinto detrás del mostrador. Parece molesto y está hablando por la radio.

—Te he dicho que ya he mirado en el baño de caballeros. No sé dónde…

—Hola, buenas noches —lo saluda Harper alegremente al pasar junto a él.

—Buenas noches, señor —responde el vigilante, distraído, que solo se fija en la bata y en la identificación cuando levanta la mano para saludarlo automáticamente.

La incertidumbre llega un segundo después, porque es muy tarde y ¿cómo es que no reconoce al tipo? ¿Dónde coño está Jackson? La incertidumbre se convertirá en culpa demoledora cuando se encuentre en la comisaría, revisando la grabación de la cámara de seguridad de la entrada de los laboratorios, después del descubrimiento del cadáver de la joven bióloga, y se dé cuenta de que ha dejado que el asesino se escape delante de sus narices.

Arriba, en el laboratorio, el azul brota y florece en el líquido dorado de los tubos cónicos.