KIRBY

KIRBY

12 de junio de 1993

La temperatura es insoportable, es incluso peor que en el sótano, donde los cachivaches de Rachel parecen absorber el calor y esparcirlo a su alrededor con asfixiante nostalgia. Un día, su madre morirá y Kirby será la que tenga que ordenar toda esa mierda, así que cuantas más cosas pueda tirar ahora, mejor.

Ha empezado a sacar cajas al jardín para poder examinarlas, a pesar de que no es demasiado bueno para su espalda subirlas por la desvencijada escalera de madera, pero es mejor que quedarse allí encerrada, rodeada de columnas de porquería que amenazan con desplomarse sobre ella. A esto dedica su vida últimamente, a repasar cajas de restos. Aunque sospecha que estas serán todavía más dolorosas, por evocadoras, que las que contienen los archivos llenos de las vidas rotas que documentó el difunto inspector Michael Williams.

Rachel sale al jardín y se sienta con las piernas cruzadas a su lado. Viste unos vaqueros y una camiseta negra, como una camarera; y el pelo se lo ha recogido hacia atrás en una desordenada coleta. Lleva los largos pies descalzos, con las uñas pintadas de un brillante color rojo, tan oscuro que es casi negro. Como todo el mundo en estos tiempos, ha empezado a teñirse el pelo ella misma, así que el castaño, más rojizo de lo habitual, tiene mechones grises.

—Por favor, cuánta porquería. Mejor sería que le prendiéramos fuego —dice Rachel mientras se saca el papel de fumar del bolsillo.

—No me tientes —responde Kirby, aunque le sale con más veneno de lo que pretendía. Rachel no se da cuenta—. Si fuésemos listas, pondríamos todo esto en una mesa y lo venderíamos.

—Me gustaría que no rebuscaras entre esas cosas —comenta Rachel, suspirando—. Es mucho más fácil enfrentarse a ellas cuando están guardadas. —Arranca el extremo de un cigarrillo, llena la mitad del papel de marihuana y la otra mitad de tabaco.

—¿Te estás oyendo hablar, mamá?

—No te hagas la psicóloga, no te pega. —Rachel enciende el porro y se lo pasa a Kirby con expresión ausente—. Ah, perdona, se me había olvidado.

—No pasa nada —responde ella, y le da una calada.

Lo mantiene dentro de los pulmones hasta que el interior de la cabeza se le vuelve dulce y se le llena de estática, como cuando se sintoniza ruido blanco en la tele —siempre que el ruido blanco resulte ser señales codificadas de la CIA transmitidas a través de melaza—. Nunca ha disfrutado de la tolerancia de su madre a la maría. Normalmente la pone paranoica y excesivamente analítica. Sin embargo, tampoco se ha colocado nunca con su madre, así que a lo mejor ha estado haciéndolo mal todos estos años y se ha perdido algún conocimiento secreto que se pasa de madres a hijas y en el que ella tendría que haberse iniciado hace tiempo, como la técnica para hacer trenzas de raíz o para conseguir despertar la curiosidad de los chicos.

—¿Todavía te tienen prohibida la entrada en el periódico?

—Sigo a prueba. Tengo que recopilar en una lista los premios del deporte universitario, pero se supone que no puedo pisar la redacción hasta que haya cumplido con todo lo que me piden para las clases.

—Están cuidando de ti. A mí me parece precioso.

—Me tratan como si fuera una cría, joder.

Rachel saca de una caja un puñado de viejas piezas de juegos de mesa y decoraciones para el árbol de Navidad. Hay relucientes puntos de colores de plástico del Ludo esparcidos por el césped.

—Qué cosas. Nunca te montamos un Bat Mitzvah. ¿Te gustaría que organizáramos uno?

—No, mamá; es demasiado tarde para eso —responde Kirby mientras arranca la cinta adhesiva de otra caja; a pesar de que ha perdido el pegamento con los años, hace un ruido terrible.

Cuentos de Little Golden Books y del Doctor Seuss. El tesoro de los cowboys de Dean, Donde viven los monstruos, Cuentos en verso para niños perversos.

—Te los he estado guardando para cuando tengas hijos.

—No es muy probable.

—Nunca se sabe. A ti no te busqué. De pequeña le escribías cartas a tu padre, ¿te acuerdas?

—¿Qué?

Kirby lucha contra el zumbido de su cabeza. Su infancia es escurridiza y la memoria hay que conservarla. De ahí toda la parafernalia que coleccionas para mantener a raya el olvido.

—Las tiré, por supuesto.

—¿Por qué lo hiciste?

—No seas ridícula, ¿adónde las iba a enviar? Es como si le escribieras a Santa Claus.

—Durante mucho tiempo creí que el tal «Suárez» era mi padre. Ya sabes, Peter Collier. Lo localicé.

—Lo sé, me lo contó. Venga, no pongas esa cara de sorpresa; seguimos en contacto. Me dijo que fuiste a verlo cuando tenías dieciséis años y que lo impresionaste una barbaridad. Le exigiste una prueba de paternidad e insististe en que pagara tu manutención.

En realidad, Kirby recuerda que tenía quince años. Supuso quién era él después de recomponer un artículo de una revista que su madre había hecho pedazos con mucha pasión. La encontró en la papelera de Rachel el día después de que su madre hubo terminado la juerga épica de llantos y destrozo de vajilla que le duró tres días.

Peter Collier, genio creativo de una importante agencia de Chicago —según el adulador articulito—, responsable durante las últimas tres décadas de campañas publicitarias innovadoras, amante esposo de una mujer que sufría una trágica esclerosis múltiple y, aunque el artículo no lo mencionara, eminente hijo de puta con el que había estado obsesionada durante gran parte de su infancia.

Llamó a su secretaria con la voz más grave y profesional que pudo impostar, y concertó una cita en el restaurante más pijo que se le ocurrió con el pretexto de querer tratar sobre «un nuevo negocio con una cuenta que podía resultar muy lucrativa» (vocabulario que había robado del artículo).

Al principio se quedó perplejo al ver que una adolescente se sentaba a la mesa, luego se enfadó y después le pareció graciosa su lista de exigencias: que volviera a ver a Rachel porque era desgraciada sin él, que empezara a pagar su manutención y que reconociera por escrito en la misma revista que había engendrado a una hija fuera del matrimonio. Kirby le informó de que, al margen del citado reconocimiento, ella no se cambiaría el apellido porque se había acostumbrado a Mazrachi y le pegaba. Él la invitó a comer y le explicó que conoció a Rachel cuando Kirby ya tenía cinco años, pero que le gustaba su estilo, así que, si alguna vez necesitaba algo… Ella respondió con una frase hiriente, algo en plan Mae West, sobre lo poco que las mujeres necesitaban a los hombres, y se fue con la última palabra y con el orgullo intacto, o eso pensaba ella.

—¿Quién te crees que ayudó a pagar tus gastos médicos?

—Me cago en la puta.

—¿Por qué te lo tomas como algo personal?

—Porque te usó, mamá. Durante casi diez años.

—Las relaciones entre adultos son complicadas. Y nosotros sacamos lo que necesitábamos el uno del otro, pasión.

—Dios mío, no quiero escucharlo.

—Una red de seguridad. Una especie de consuelo. Podemos llegar a sentirnos muy solos. Duró lo que tenía que durar, y fue bonito mientras lo hizo; pero todo se acaba. La vida, el amor, todo esto… —dice mientras pasea la mano sobre las cajas—. También la tristeza, aunque es más difícil dejarla ir que la felicidad.

—Ay, mamá…

Kirby apoya la cabeza en el regazo de su madre. Es por la hierba. Jamás haría algo así en otras circunstancias.

—No pasa nada —dice Rachel, que parece sorprendida, aunque no le disgusta. Le acaricia el pelo—. Estos rizos salvajes… No sabía qué hacer con ellos. No los heredaste de mí.

—¿Quién era él?

—Oh, no lo sé. Hay un par de opciones. Estaba en un kibutz en el valle de Jule. Criaban peces en estanques. Pero también pudo haber sido después, en Tel Aviv. O en las carreteras de Grecia. Las fechas me bailan un poco.

—Ay, mamá.

—Estoy siendo sincera. Sería mejor que te dedicaras a eso, ¿sabes?

—¿A qué?

—A intentar encontrar a tu padre en vez de al hombre que… te hizo daño.

—Nunca me ofreciste esa posibilidad.

—Podría darte los nombres. Cinco, como mucho. Cuatro o cinco. Algunos son solo nombres de pila, pero es probable que en el kibutz tengan registros, y si era uno de ellos lo encontrarás. También podrías hacer una peregrinación, ir a Israel, a Grecia y a Irán.

—¿Fuiste a Irán?

—No, pero puede ser fascinante. Tengo fotografías por aquí, en alguna parte. ¿Te gustaría verlas?

—Pues la verdad es que sí.

—En alguna parte…

Rachel se aparta a Kirby del regazo y rebusca entre las cajas hasta que encuentra un álbum de fotos forrado con un plástico rojo imitación cuero. Lo abre y aparece la imagen de una joven sacudiéndose el pelo, vestida con un bañador blanco, riéndose y frunciendo el ceño para protegerse del sol que parte en diagonal su cuerpo y el muelle de hormigón al que se está subiendo. El cielo es de un color azul celeste desvaído.

—Esto fue en el puerto de Corfú.

—Pareces enfadada.

—No quería que Amzi me sacara más fotos. Llevaba todo el día haciéndolo y me estaba volviendo loca. Así que, por supuesto, esta es la que dejó que me quedara.

—¿Es uno de ellos?

—No —responde Rachel tras pensárselo—, ese día ya tenía náuseas. Creía que era por el ouzo.

—Genial, mamá.

—No lo sabía. Tú ya debías de estar ahí dentro, pero era un secreto que desconocía.

Sigue pasando hojas. Las fotografías no parecen estar en orden, ya que pasa por las embarazosas fotos punk del baile de graduación de Kirby para llegar a la de un bebé desnudo que está de pie en una piscina hinchable, con una manguera de jardín en la mano, mirando a cámara con picardía. Rachel está sentada en una tumbona de loneta a rayas junto a la piscina, con el pelo cortado casi a lo chico, fumando un cigarrillo detrás de unas gafas de sol extragrandes de carey. La glamurosa dolencia de los barrios residenciales.

—Mira qué mona estabas —comenta Rachel—. Siempre fuiste una niña muy dulce, aunque también muy traviesa. Se te ve en la cara. La verdad es que no sabía qué hacer contigo.

—Se nota.

—No seas cruel —dice Rachel, pero sin molestarse.

Kirby le quita el álbum de las manos y empieza a repasarlo. El problema de las fotos es que sustituyen a los recuerdos reales. Si capturas el momento, eso es lo único que quedará de él.

—Dios mío, mira mi pelo.

—Yo no te dije que te lo afeitaras. Estuvieron a punto de expulsarte de la escuela.

—¿Qué es esto?

Lo pregunta con más énfasis del que pretendía mostrar, pero la conmoción es terrible. El pavor la ahoga.

—¿Hummm? —Rachel le quita la fotografía. Está montada en una tarjeta amarilla y está escrita con una alegre tipografía redondeada: «¡Saludos desde la Gran América! 1976»—. Es ese parque temático. Estabas llorando porque te asustaba subir a la montaña rusa. Me fastidiaba que no pudiéramos salir de viaje sin que te mareases.

—No, digo que qué tengo en la mano.

Rachel examina la imagen de la niña llorando en un parque temático.

—No lo sé, cielo, ¿un caballo de plástico?

—¿De dónde lo sacaste?

—La verdad es que no recuerdo la génesis de todos tus juguetes.

—Por favor, piensa, Rachel.

—Lo encontraste en alguna parte. Te pasaste un siglo llevándolo de un lado a otro hasta que te enamoraste de otra cosa. Siempre has sido así de voluble. Había una muñeca con pelo intercambiable, rubio y castaño. ¿Melody? ¿Tiffany? Algo así. Tenía unos trajes preciosos.

—¿Dónde está ahora?

—Si no está en una de estas cajas, supongo que lo tiraríamos. No lo guardo todo. ¿Qué haces?

Kirby va como loca de una caja a otra y vuelca el contenido de cada una de ellas en la descuidada hierba.

—Ahora estás siendo egoísta —comenta Rachel tranquilamente—. Va a ser mucho menos divertido limpiar eso después.

Hay tubos de cartón de carteles, un horroroso conjunto de té con flores marrones y naranjas que pertenecía a la abuela de Kirby, la de Denver, con la que intentó vivir cuando tenía catorce años; un alto narguile de cobre con la punta de la boquilla rota, incienso desmenuzado que huele a imperios en decadencia, una armónica abollada de color plateado, viejos pinceles y rotuladores secos, gatos bailarines en miniatura que Rachel había pintado en trozos de azulejo y que se vendieron bien durante un tiempo en la tienda de artesanía local. También encuentra jaulas de pájaros indonesias, un trozo grabado de colmillo de elefante, o puede que de jabalí africano —de verdadero marfil, en cualquier caso—, un Buda de jade, una bandeja de imprenta Letraset, y puede que una tonelada de pesados libros de arte y diseño con puntos de libro hechos con trocitos de papel, bisutería enmarañada, un nido de ave tejedora y varios atrapasueños que fabricaron entre las dos durante todo un verano, cuando Kirby tenía diez años. Algunos niños montan puestos de limonada, Kirby intentó vender telarañas falsas con cristalitos colgando. Y se pregunta por qué saldría tan diferente a los demás.

—¿Dónde están mis juguetes, mamá?

—Los iba a regalar.

—Pero seguro que no llegaste a hacerlo —responde Kirby mientras se sacude la hierba que se le ha pegado a las rodillas.

Después vuelve a la casa y baja al sótano con la fotografía aún en la mano.

* * *

Al final encuentra el contenedor de plástico descolorido metido dentro del congelador roto que Rachel usa para almacenaje. Está debajo de una bolsa de basura llena con los sombreros con los que Kirby solía disfrazarse, medio aplastados por una rueca de madera que seguro que tendría algún valor para un coleccionista de antigüedades.

Rachel se sienta en lo alto de la escalera, apoya la barbilla en las rodillas y la observa.

—Sigues siendo un secreto para mí.

—Cállate, mamá.

Kirby levanta la tapa del recipiente, que es como una tartera gigante. Dentro están todos sus juguetes, un bebé que en realidad no quería, pero que tenía todo el mundo en el colegio; barbies y sus baratas primas genéricas con todo tipo de carreras: desde mujer de negocios con maletín rosa hasta sirena, ninguna tenía zapatos y, además, a la mitad le faltaba alguna extremidad. La muñeca del pelo intercambiable estaba desnuda. También encuentra un robot que se convertía en OVNI, una orca en un camión articulado con el logo de Sea World, una muñeca de madera con trenzas tejidas a mano de lana roja, la princesa Leia con su mono de esquiar blanco y Evil Lyn con su piel dorada. Nunca hubo demasiadas niñas con las que jugar.

Y allí, bajo una torre de Lego a medio construir dirigida por valientes indios de plomo fundido, también de su abuela, hay un poni de plástico. Tiene el pelo naranja apelmazado, cubierto de algo seco y pegajoso, puede que zumo, pero los ojos son tan tristes como los recordaba, y la sonrisa, melancólica y boba, y también las mariposas en el culo.

—Dios —dice Kirby con voz ahogada.

—Ahí está, ya lo tienes —responde Rachel, que se agita impaciente sobre los escalones—. Y ahora ¿qué?

—Me lo dio él.

—No debería haberte dejado fumar. No estás acostumbrada.

—¡Escúchame! —le grita Kirby—. Me lo dio él. El cabrón que intentó matarme.

—¡No sé de qué me hablas! —chilla Rachel a su vez, desconcertada y alterada.

—¿Cuántos años tenía en esta foto?

—¿Siete? ¿Ocho?

Kirby comprueba la fecha de la tarjeta: 1976. Tenía nueve. Pero era más pequeña cuando él se lo dio.

—Tus matemáticas son de pena, mamá.

No puede creerse que no haya pensado en ello durante todos estos años.

Le da la vuelta al muñeco. Hay sellos bajo cada uno de los cascos, en mayúsculas: FABRICADO EN HONG KONG. PAT. PENDIENTE. HASBRO 1982.

Todo se vuelve frío. La estática de la hierba sube de volumen y le zumba en la cabeza. Se sienta en la escalera, un peldaño por debajo de Rachel. Coge la mano de su madre y se la lleva a la cara. Las venas se le marcan como afluentes azules entre las finas arrugas y las primeras manchas de la edad. Kirby piensa en que su madre se está haciendo vieja, y esa certeza, por algún motivo, es aún más insoportable que la visión del poni de plástico.

—Tengo miedo, mamá.

—Todos tenemos miedo —responde Rachel. Le abraza la cabeza contra el pecho y le acaricia la espalda mientras todo el cuerpo de Kirby se estremece—. Shh, no pasa nada, cielo; no pasa nada. Ese es el gran secreto, ¿no lo sabías? Todo el mundo tiene miedo. Siempre.