HARPER
1 de diciembre de 1951
Entran como si nada en el vestíbulo del Congress y pasan junto a la escalera mecánica, que no funciona y sigue cubierta como un cadáver bajo su mortaja. Nadie repara en ellos. El hotel está en obras y Harper supone que los soldados han dejado su huella en las habitaciones durante la guerra. Tanto beber, fumar y putañear…
Sobre las puertas doradas de los ascensores, adornadas con guirnaldas de hiedra y grifos, el disco giratorio se ilumina con los números de las plantas, en una cuenta atrás hacia ellos. Son los minutos que le quedan a la chica. Harper se agarra la parte delantera de los pantalones para ocultar su excitación. Nunca había sido tan descarado. Mete la mano en el bolsillo y toca el disco de plástico blanco del paquete de píldoras de Julia Madrigal. No hay forma de deshacerlo, todo es como debe ser, como él decide que debe ser.
Salen en la tercera planta, empuja las pesadas puertas dobles y las abre lo justo para guiarla hasta la Sala Dorada. Busca el interruptor de la luz. No ha cambiado ni un solo mueble desde la última vez que estuvo allí, bebiendo limonada con Etta, la semana anterior, hace veinte años, aunque las mesas y las sillas ahora están apiladas y las gruesas cortinas de las galerías están cerradas. Los arcos renacentistas con figuras desnudas entre el follaje tallado intentan tocarse de un extremo al otro de la sala. Romanticismo clásico, supone Harper, aunque a él le parecen almas torturadas que intentan alcanzar un consuelo que se les niega, perdidas sin la música.
—¿Qué es esto? —pregunta Alice con voz ahogada.
—La sala de fiestas. Una de ellas.
—Es preciosa, pero no hay nadie.
—No quiero compartirte —responde él, dándole la vuelta para acallar la duda en su voz.
Harper empieza a tararear una canción que ha oído, aunque todavía no se ha compuesto, y a bailar con ella por la sala. No es un vals, pero se le parece. Ha aprendido los pasos igual que lo aprende todo, observando a los demás para poder fabricar su personaje.
—¿Me has traído aquí para seducirme? —pregunta Alice.
—¿Me dejarías?
—¡No! —exclama ella, aunque él se da cuenta de que quiere decir «sí».
Alice aparta la mirada, nerviosa, para después levantar la vista y observarlo de soslayo. Tiene las mejillas todavía rosas por el frío. Eso lo enfada y lo desconcierta, ya que quizá sí que desea seducirla. Etta ha conseguido que se sienta despreciable.
—Tengo algo para ti —dice Harper mientras intenta superar ese sentimiento. Se saca del bolsillo la cajita de terciopelo de la joyería y la abre para revelar la pulsera de dijes, que lanza sombríos reflejos de luz. Era suya desde el principio. Había sido un error dársela a Etta.
—Gracias —responde ella, algo sorprendida.
—Póntela —le ordena excesivamente agresivo.
La agarra demasiado fuerte por la muñeca, se da cuenta por la mueca que hace Alice, y algo dentro de ella cambia. De pronto es consciente de que está en un salón de baile vacío con un desconocido al que vio hace una década.
—Creo que no la quiero —responde la chica con cuidado—. Ha sido muy agradable volver a verte… Dios mío, ni siquiera sé tu nombre.
—Harper, Harper Curtis, pero eso da igual. Tengo que enseñarte una cosa, Alice.
—No, de verdad…
Alice consigue soltarse, y cuando Harper se abalanza sobre ella, empuja una de las pilas de sillas amontonadas delante de él. Mientras Harper intenta abrirse paso entre el enredo de muebles, ella corre hacia la puerta lateral.
Él la persigue, empuja la puerta y sale a un oscuro pasillo de mantenimiento lleno de cables que cuelgan del andamio de tuberías instalado en lo alto. Abre la navaja.
—Alice —la llama con una voz amistosa y alegre—. Vuelve, cariño. —Camina despacio, con actitud poco amenazadora, con la mano medio oculta detrás de la espalda—. Lo siento, querida, no quería asustarte.
Dobla la esquina. Hay un colchón guateado con una mancha verdosa apoyado en la pared. Si fuera lista, se habría escondido detrás y habría esperado a que él pasara.
—He sido demasiado impulsivo, lo sé. Llevo mucho tiempo esperándote.
Más adelante hay un cuarto de almacén, por la puerta entreabierta se ven más sillas apiladas. Podría estar escondida allí, agachada, asomándose entre las patas.
—¿Recuerdas lo que te dije? Eres luminosa, cariño. Podría verte en la oscuridad.
Y en cierto modo, es verdad; es la luz lo que la delata… más exactamente, la sombra que proyecta en la escalera que sube al tejado.
—Si no te ha gustado la pulsera, solo tenías que decirlo.
Hace un amago de torcer a la derecha, como si pensara alejarse y seguir adentrándose en las entrañas del edificio, pero después sale corriendo hacia la desvencijada escalera de madera, sube los escalones de tres en tres y llega hasta donde se esconde Alice.
La luz de neón es cruda y poco favorecedora, hace que parezca aún más asustada. La ataca con la navaja, pero solo le acierta en la manga de la chaqueta, donde le deja un largo rasguño. Ella grita de terror y escapa corriendo escaleras arriba, alejándose de la ruidosa caldera de grifos de cobre y de las manchas de hollín de las paredes.
Tira de la pesada puerta del tejado y sale a la cegadora luz del día. Él va un segundo por detrás, lo justo para que ella tenga tiempo de cerrar la puerta. Con el golpe le pilla la mano izquierda. Harper chilla y la aparta.
—¡Zorra!
Sale rápidamente a la luz del sol con los ojos entornados y la mano herida metida bajo la axila. El portazo solo se la ha magullado, no la tiene rota pero le duele como la madre que la parió. Ya no se molesta en ocultar la navaja.
Ve a Alice de pie junto al saliente de la pared, al borde de una fila de rejillas de ventilación redondas cuyas aspas giran perezosamente. Aprieta un ladrillo con la mano.
—Ven aquí —le dice Harper, moviendo la navaja.
—No.
—¿Quieres hacerlo más difícil, cariño? ¿Quieres una muerte mala?
Ella le tira el ladrillo, que rebota por el alquitrán inclinado a kilómetro y medio de su objetivo.
—De acuerdo, de acuerdo; no te haré daño —insiste Harper—. Es un juego. Ven aquí, por favor —dice, y extiende las manos mientras esboza su sonrisa más candorosa—. Te quiero.
—Ojalá fuera cierto —responde Alice esbozando a su vez una sonrisa radiante.
Después se da media vuelta y salta desde el borde del tejado. Él se queda tan sorprendido que ni siquiera grita.
Abajo, las palomas levantan el vuelo. Después solo quedan él y el tejado vacío. Una mujer grita en la calle una y otra vez, como una sirena.
No tendría que haber sido así. Saca la caja de anticonceptivos del bolsillo y se queda mirando el círculo de píldoras de colores marcadas con los días de la semana como si fuera una señal que pudiera interpretar. Pero no le dice nada. No es más que un objeto gris y muerto.
Lo aprieta tan fuerte que el plástico cruje. Después, asqueado, lo lanza sobre Alice. La cajita cae haciendo piruetas, como el juguete de un niño.