HARPER
20 de agosto de 1932
Harper recoge a Etta en el hospital después de su turno y la lleva de nuevo a la Casa. Siempre le tapa los ojos y siempre toma una ruta distinta. Después, la acompaña a la calle en la que tiene alquilada una habitación. Ha cambiado de compañera porque Molly se marchó después del incidente de los espaguetis, según le cuenta Etta.
Harper desahoga su ansiedad con ella. La lubricidad entre gruñidos que se convierte en caliente alivio ahuyenta todo lo demás. Cuando se mueve dentro de ella no tiene que pensar en que leyó mal el mapa y que Catherine ya no tenía luz. La mató deprisa, sin placer ni ritual; le metió la navaja entre las costillas hasta llegar al corazón. No se llevó nada ni dejó nada atrás.
Volver a buscar a su versión más joven en el parque, bajo los fuegos artificiales que florecían en el cielo nocturno, y quitarle el pasador del conejito había sido un acto mecánico. La pequeña Catherine sí que tenía luz. ¿Debería haberle advertido de que perdería su don? «Es culpa mía», piensa. No debería haber intentado darle la vuelta a la caza.
Follan en el salón porque no le permite a Etta subir la escalera. Cuando necesita orinar, le dice que lo haga en el fregadero de la cocina, y ella se levanta el vestido y se agacha allí; fuma y charla mientras vacía la vejiga. Le habla de sus pacientes, de un minero de Adirondacks que tose flemas mezcladas con hollín y sangre, del parto de un feto muerto y de una amputación de ese mismo día: un niño que se había caído en una rejilla rota de la calle y se le había quedado la pierna atrapada.
—Muy triste —dice, pero sonríe al decirlo.
No deja de parlotear. Habla para que él no tenga que hacerlo. Se inclina y se levanta la falda sin que él se lo pida.
—Llévame a alguna parte, cariño —le pide mientras él se la guarda, al cabo de un rato—. ¿Por qué no lo haces? Me dejas con las ganas —añade, deslizando la mano por los vaqueros de Harper, un irritante recordatorio de que se lo debe.
—¿Adónde te gustaría ir?
—A algún lugar emocionante. Tú eliges. Donde tú quieras.
Al final resulta demasiado tentador. Para los dos.
Con ella hace salidas breves. No como cuando salieron la primera vez. Estas duran media hora o veinte minutos, lo que significa que deben quedarse cerca. La lleva a ver la autopista, y ella apoya la barbilla en su hombro y esconde la cara ante el rugido del tráfico, o aplaude y salta sobre los talones con una calculada expresión de felicidad femenina al ver cómo giran las lavadoras de la lavandería. La evidente farsa de su reacción es un placer que ambos comparten. Ella juega a ser la clase de mujer que Harper necesita, pero él sabe que Etta tiene el corazón podrido.
«A lo mejor es posible», piensa él. Quizá con Catherine llegó el final. Tal vez ninguna de las chicas vuelva a ser luminosa y él quedaría así libre. Sin embargo, la habitación sigue vibrando cuando sube. Y la puñetera enfermera no deja de incordiarlo. Restriega los pechos desnudos, sacados del uniforme, contra el brazo de Harper cuando él se remanga la camisa, y le pregunta con su vocecita de niña pequeña:
—¿Es difícil hacerlo? ¿Es que arriba tienes un panel de control, como en las calderas?
—Solo funciona conmigo.
—Entonces, da igual que me lo cuentes.
—Necesitas la llave y la voluntad de mover el tiempo hacia donde debe estar.
—¿Puedo intentarlo? —insiste ella.
—No es para ti.
—¿Como la habitación de arriba?
—No deberías seguir haciendo preguntas.
* * *
Se despierta en el suelo de la cocina. Tiene la cara apoyada en el frío linóleo y unos hombrecillos con martillos le golpean detrás de los ojos. Se sienta, mareado, y se limpia la saliva de la mejilla con el dorso de la mano. Lo último que recuerda es que Etta le preparó un trago del mismo alcohol potente que se tomaron la primera vez que salieron juntos, aunque este dejaba un regusto amargo.
Por supuesto, ella tiene acceso a somníferos. Se maldice por ser tan idiota.
Etta da un respingo cuando él entra en la habitación, pero es un sobresalto momentáneo.
La maleta está abierta sobre el colchón, donde él la puso después de darse cuenta de que faltaban cosas. El dinero está ordenado en montoncitos.
—Es precioso —dice ella—. Mira esto, ¿te lo puedes creer? —pregunta, y cruza el cuarto para besarlo.
—¿Por qué has subido? Te dije que no lo hicieras —responde él, y de una bofetada la tira al suelo.
Ella, todavía en el suelo y con las piernas dobladas bajo su cuerpo, se sujeta la mejilla con ambas manos. Esboza una sonrisa, aunque, por primera vez, parece dudar.
—Cariño —dice para tranquilizarlo—. Sé que estás molesto. No pasa nada. Tenía que verlo y tú no me lo querías enseñar, pero ya lo he visto y puedo ayudarte. ¿Tú y yo? Dominaremos el mundo.
—No.
—Deberíamos casarnos. Me necesitas. Conmigo eres mejor.
—No —repite Harper, aunque es cierto. Le mete los dedos en el pelo.
* * *
Se pasa un buen rato golpeándole la cabeza contra la estructura metálica de la cama hasta que consigue abrirle el cráneo, como si estuviera atrapado para siempre en ese momento.
No ve al joven drogata vagabundo de ojos saltones que se ha colado de nuevo en la casa, en pleno subidón de su último chute y con la esperanza de otro mejor, y que observa aterrado desde el pasillo. No oye a Mal dar media vuelta y bajar volando por la escalera, porque siente pena por sí mismo y ha empezado a sollozar entre lágrimas y mocos que le caen por la cara.
—Me has obligado a hacerlo. Me has obligado. Puta zorra.