KIRBY

KIRBY

23 de marzo de 1993

—Dame todo lo que tengas —le dice directamente Kirby a Chet.

—Tía, tranqui, que ni siquiera es tu historia —responde el bibliotecario.

—Venga, Chet, alguien tiene que haber escrito una historia de interés humano sobre ella. ¿Chica coreano-americana que trabaja en uno de los barrios más duros de la ciudad? Demasiado bueno para que se resistan.

—No.

—¿Por qué?

—Porque Dan me ha llamado esta mañana y me ha dicho que me colgaría junto a mis pelotas después de cortármelas con unas tijeras escolares de punta redonda. No quiere que te metas.

—Es muy amable por su parte, aunque no sea asunto suyo.

—Eres su becaria.

—Chet, ya sabes que yo doy más miedo que Dan.

—¡Vale! —exclama él levantando las manos con un movimiento entorpecido por el peso de sus joyas—. Espera aquí y no se lo digas a Velasquez.

Ella sabía que no sería capaz de resistirse a la tentación de practicar sus artes arcanas en las pilas de papeles.

Regresa diez minutos después con varios recortes sobre Cabrini y la incompetencia del Departamento de Vivienda social en general.

—También te he sacado información sobre la zona de Robert Taylor Homes. ¿Sabías que los primeros residentes de Cabrini eran en su mayoría italianos?

—No.

—Ahora ya lo sabes. Te he buscado un artículo sobre eso y sobre la huida de los blancos hacia los barrios residenciales en general.

—No te andas con chiquitas.

También saca un sobre de papel manila como si fuera un mago.

—¡Tachán! Día de Corea de 1986, tu chica quedó segunda en el concurso de ensayos.

—¿Cómo lo has hecho?

—Si te lo dijera, tendría que matarte —responde mientras esconde su cabeza de pelo revuelto a posta detrás de La cosa del pantano—. Lo digo en serio —añade sin levantar la mirada.

* * *

Empieza con el inspector Amato.

—¿Sí?

—Le llamo por el asesinato de Jin-Sook Au.

—¿Sí?

—Necesito más información sobre cómo la mataron…

—Búsquese su dosis de morbo en otra parte, señora —responde él, y cuelga.

Ella vuelve a llamar y le explica al agente de servicio que le coge el teléfono que se le ha cortado la llamada por accidente. La pasan de nuevo al escritorio del inspector. Él responde de inmediato.

—Amato.

—Por favor, no cuelgue.

—Tiene veinte segundos para convencerme.

—Creo que están tratando con un asesino en serie. Si habla con el inspector Diggs de Oak Park, él confirmará mi caso.

—¿Y usted es?

—Kirby Mazrachi. Me atacaron en 1989 y estoy segura de que es el mismo tío. ¿Dejó algo al lado del cadáver?

—No se ofenda, señorita, pero tenemos nuestros procedimientos. No puedo darle esa clase de información, pero hablaré con el inspector Diggs. ¿Tiene un número al que pueda llamarla?

Ella le da su número y el número del Sun-Times, por si acaso. Espera que eso los obligue a tomarla en serio.

—Gracias, la llamaré.

* * *

Kirby repasa los artículos que Chet le ha conseguido. No le dicen nada sobre Jin-Sook Au, aunque averigua más de lo que habría deseado saber sobre las prácticas inmobiliarias poco éticas y sobre los altibajos en la historia del Departamento de Vivienda. Hay que ser muy cabezota e idealista para intentar trabajar en esa organización.

Está inquieta, siente la tentación de visitar la escena del crimen pero, en vez de hacerlo, busca más información en la guía telefónica. Hay cuatro Au en el listín y no le cuesta dar con el número correcto, es el que siempre está comunicando porque lo han descolgado.

Al final coge un taxi para ir a Lakeview, al hogar de Don y Julie Au. No responden ni al teléfono ni al timbre. Se queda fuera y espera en la parte de atrás de la casa sin que le importe que haga un frío mortal ni que, a pesar de intentar calentarse las puntas de los dedos bajo las axilas, se las sienta entumecidas. Y, noventa y ocho minutos después, cuando la señora Au sale sigilosamente por la puerta de atrás con su bata y su gorro de ganchillo color crema (adornado con una rosa en la parte delantera), ella está allí esperándola. La mujer tarda una eternidad en llegar al supermercado, como si cada paso que diera fuese una tarea que debía recordarse una y otra vez. A Kirby le cuesta mantenerse fuera de su vista.

En la tienda, se encuentra a la señora Au de pie en el pasillo del té y el café mirando, sin ver, una caja de té de jazmín que sostiene en la mano, como si la caja pudiera darle respuestas.

—Perdone —le dice Kirby, tocándole el brazo.

La mujer se vuelve hacia ella sin verla apenas. Su rostro, surcado de profundas arrugas, es la pura imagen de la tristeza. Kirby se queda paralizada, no puede evitarlo.

—¡Nada de periodistas! —exclama la mujer, que vuelve a la vida y sacude la cabeza con frenesí—. ¡Nada de periodistas!

—Por favor, escúcheme. No soy periodista, técnicamente. Alguien intentó matarme.

La mujer parece aterrada.

—¿Está aquí? Hay que llamar a la policía.

—No, espere —responde Kirby, perdiendo el control de la situación—. Creo que a su hija la mató un asesino en serie que me atacó a mí hace unos años. Pero necesito saber cómo la apuñalaron. ¿El asesino intentó destriparla? ¿Dejó algo al lado del cuerpo? ¿Algo que estuviera fuera de lugar, que usted sepa que no era suyo?

—¿Está usted bien, señora? —pregunta un cajero que ha salido de detrás del mostrador. Le ha pasado a la señora Au un brazo sobre los hombros para protegerla, porque la mujer está colorada y tiembla entre sollozos.

Kirby de repente se da cuenta de que ha estado gritando.

—¡Estás enferma! —grita la señora Au a Kirby—. ¿Que si el hombre que hizo esto se dejó algo en el cuerpo? ¡Sí! Mi corazón. Me lo arrancó del pecho. ¡Mi única hija! ¿Lo entiendes?

—Lo siento, lo siento mucho.

«Mierda, mierda, mierda, ¿cómo he podido hacerlo tan mal?».

—Sal de aquí ahora mismo —le advierte el cajero—. Pero ¿a ti qué te pasa?

* * *

Si todavía tuviera un contestador automático, a lo mejor habría logrado evitarlo. El caso es que llega al Sun-Times a la mañana siguiente y se encuentra a Dan esperándola en el vestíbulo. La agarra por el codo y la lleva afuera casi en volandas.

—Pausa para fumar.

—Tú no fumas.

—Por una vez en tu vida, no discutas. Vamos a dar un paseo, los cigarrillos son opcionales.

—Vale, vale.

Tira del brazo para sacudirse a Dan de encima mientras él la lleva fuera del edificio y bajan hasta la acera. Los bloques se reflejan los unos en los otros. Es una ciudad infinita atrapada en el cristal.

—Oye —dice Kirby—, ¿tú habías oído hablar del acoso inmobiliario? ¿Agentes inmobiliarios cabrones que alojan a una familia negra en un barrio de blancos y después meten el miedo en el cuerpo a los demás residentes con la idea de que el barrio se irá a la mierda, de modo que ellos venden las casas por debajo de su precio, y los agentes se llevan una buena comisión?

—Ahora no, Kirby.

El aire que les llega desde el agua viene frío y se les mete en los huesos hasta la médula. Un barco de mercancías se arrastra por el agua y la agita a su paso antes de deslizarse limpiamente bajo el puente.

Kirby se rinde ante su acusación silenciosa.

—¿Se ha chivado Chetty?

—¿De qué? ¿De tu acceso a recortes de prensa antiguos? Eso no es ilegal. En cambio, acosar a la madre de una víctima de asesinato…

—Mierda.

—Han llamado los polis, no están contentos. Harrison se ha puesto apocalíptico. ¿En qué estabas pensando?

—¿No querrás decir apopléjico?

—Sé muy bien lo que quiero decir. Apocalíptico. Que te va a caer una puta lluvia de fuego encima, vamos.

—No es nada nuevo. Llevo haciéndolo todo el año, Dan, incluso localicé al exnovio de Julia Madrigal. Que era horrible en un sentido muy triste.

—Bendito sea Dios, dame paciencia —se lamenta Dan—. No me lo pones fácil —añade mientras se frota la cabeza.

—No hagas eso, te vas a quedar calvo —le suelta Kirby.

—Tienes que calmarte.

—¿En serio? ¿Es eso lo que quieres decirme en realidad?

—O, al menos, tienes que ser razonable. ¿Es que no ves que cuando te comportas así pareces una loca?

—No.

—Vale, haz lo que quieras. Harrison te está esperando en la sala de juntas.

* * *

Un inspector, un redactor de la sección local y un periodista de deportes entran en una habitación. Y ya está, no hay chiste, solo una movida del copón para ella solita.

El inspector Amato lleva puesto el uniforme completo, con chaleco antibalas incluido, para que Kirby entienda lo serio que es el asunto. Tiene cicatrices de acné en las mejillas, como si se hubiese lijado la cara, lo que le confiere un aspecto de hombre curtido, como un vaquero. «Un toque de chico duro te da clase», piensa Kirby. Pero las mejillas hinchadas y las bolsas bajo los ojos le dicen que no está durmiendo mucho. Ella lo entiende perfectamente. Se pasa la mayor parte del sermón mirándole las manos para mantener la cabeza baja y parecer más arrepentida.

La alianza del poli es de oro, está arañada y se le clava en el dedo, lo que significa que la lleva desde hace mucho tiempo. Le queda un rastro de tinta negra en el dorso de la mano, los restos de un número de teléfono o de una matrícula que ha tenido que apuntar a toda prisa. Eso hace que a Kirby le guste más. El discurso —no se le exige responder, apenas asentir con la cabeza de vez en cuando— es como los que ya le ha oído a Andy Diggs, cuando el inspector todavía respondía a sus llamadas y no se la endilgaba a un agente primerizo para que le cogiera el mensaje.

«No es apropiado», dice el inspector Amato. Ha hablado con el inspector Diggs, que está trabajando en el caso de Kirby. Sí, todavía. Lo ha puesto al corriente. Nadie es más consciente que ellos de lo mucho que está sufriendo. Ellos tienen que tratar con cosas así continuamente. Quieren pillar a los malos, hacer lo que sea por encontrarlos, pero hay un procedimiento.

Ella está tergiversando las pruebas con sus especulaciones y con su forma de mezclar a los testigos. Sí, a la víctima la apuñalaron y le rajaron varias veces el abdomen y la zona pélvica. Los casos tienen eso en común. Pero no se dejó ningún objeto cerca del cadáver. El modus operandi era completamente distinto al del ataque de Kirby. No había ligaduras, ni indicios de que fuese un asalto planificado. Y sentía ser tan sincero, pero el ataque parecía el de un aficionado en comparación con lo que le pasó a ella. Era incluso descuidado, como de un asesino que acabara de empezar a matar. Era un horrible crimen de oportunidad. No descartan a un imitador. Y justo por eso la policía no ha abierto la boca sobre el caso, porque no quieren alertar a nadie, y Kirby debe agradecerle que esté allí de manera extraoficial y que no vaya a quedar constancia de la visita.

Es un apuñalamiento, pero hay muchos apuñalamientos. Debe confiar en que la policía hará su trabajo. Y lo harán. Que, por favor, confíe en él.

Entonces, Harrison se disculpa durante diez minutos mientras el inspector se mueve, nervioso, porque está claro que quiere salir de allí una vez ha soltado el discurso. Harrison explica que ella no es una empleada oficial y que, por supuesto, el Sun-Times siempre ha apoyado el trabajo de la policía de Chicago, y que si hay algo que ellos puedan hacer, ahí tiene su tarjeta, que lo llame en cualquier momento.

El poli se va y aprieta el hombro de Kirby al salir mientras añade:

—Lo cogeremos.

Pero a ella no le parece reconfortante, teniendo en cuenta que todavía no lo han hecho.

* * *

Harrison la mira, expectante, esperando a que diga algo. Y después lo suelta todo.

—¿En qué coño estabas pensando?

—Tienes razón, debería haberme preparado mejor. Quería llegar hasta ella mientras todavía lo tuviera fresco, no esperaba que fuera algo tan… crudo… —Se le encoge el estómago. Se pregunta si Rachel había tenido el mismo aspecto.

—No es momento de que me repliques —exclama Harrison como una fiera—. Has desprestigiado a este periódico, has puesto en peligro nuestra relación con la policía y es posible que hayas perjudicado un caso de asesinato. Además has molestado a una anciana desconsolada que no necesita saber de tu mierda y has incumplido tus obligaciones.

—No estaba escribiendo sobre eso.

—No me importa. Tú cubres deportes. No puedes ir por ahí entrevistando a las familias de víctimas de asesinato, porque para eso tenemos periodistas de homicidios de verdad, con experiencia y sensibles. No te salgas ni medio centímetro de tu sección, ¿me entiendes?

—Publicaste el artículo que hice sobre Naked Raygun.

—¿Qué?

—La banda punk.

—¿Intentas volverme loco? —pregunta Harrison con incredulidad. Dan cierra los ojos y pone cara de sufrimiento.

—Sería una buena historia —insiste ella sin dar muestra alguna de arrepentimiento.

—¿El qué?

—Asesinatos no resueltos y sus consecuencias. Con un toque personal trágico. Carne de Pulitzer.

—¿Siempre es así de imposible? —pregunta Harrison a Dan, pero Kirby se percata de que le da vueltas a la idea. Sin embargo, Dan no pica.

—Olvídalo —interviene—. Ni de coña.

—Es interesante —dice Harrison—. Tendría que escribirlo con un periodista experimentado. Puede que Emma, o Richie.

—No lo va a hacer —insiste Dan en tono duro.

—Oye, no hables por mí.

—Eres mi becaria.

—¿Qué coño te pasa, Dan? —pregunta Kirby, casi a voces.

—A esto me refiero, Matt. Está fatal. ¿Quieres un escándalo en serio? Titular del Tribune: «Periodista novata pierde la cabeza. Redactor jefe de local responsable de crisis nerviosa. Madre de víctima de asesinato hospitalizada por la conmoción. Comunidad coreano-americana indignada. Los casos de homicidio de Chicago retroceden veinte años».

—Vale, vale, ya lo pillo —responde Harrison, agitando la mano como quien espanta una mosca.

—¡No le hagas caso! ¿Por qué le haces caso? ¿De verdad te vas a tragar toda esa mierda? Ni siquiera es plausible. Venga, Dan.

Kirby intenta obligarlo a mirarla por pura fuerza de voluntad. Si la mira a los ojos pondrá al descubierto su farol, pero Dan mira directamente a Harrison antes de dar el golpe de gracia.

—Es emocionalmente inestable. Ni siquiera va a clase. He hablado con su profesora.

—¿Que has hecho qué?

—Quería que la profesora te escribiera una carta de recomendación —responde Dan, ahora sí, mirándola a los ojos—. Para intentar conseguirte un trabajo de verdad aquí. Resulta que no has ido a clase ni has entregado ningún trabajo en todo el semestre.

—Que te jodan, Dan.

—Ya basta —dice Harrison usando el mismo tono con el que dicta los titulares—. Kirby, tienes instinto para las buenas historias, pero Velasquez está en lo cierto, estás demasiado metida en esta. A pesar de todo, no voy a ponerte de patitas en la calle.

—¡No puedes despedirme! Trabajo gratis.

—Pero sí que vas a tomarte un descanso, un tiempo muerto. Vuelve a clase. Lo digo en serio. Medita un poco. Ve a ver a un loquero, si es lo que te hace falta. Lo que no vas a hacer es intentar escribir una historia sobre asesinatos ni molestar a las familias, ni pisar de nuevo este edificio hasta que yo lo diga.

—Podría cruzar la calle y pedir trabajo, o llevar la historia a The Reader.

—Bien dicho. Los llamaré para que sepan que no deben tratar contigo.

—Estás siendo injusto.

—Sí, claro, bienvenida al mundo de los curritos. No quiero verte aquí hasta que te hayas calmado, ¿me entiendes?

—Sí, señor, señor —responde Kirby, que ni siquiera intenta reprimir su rencor. Se levanta para irse.

—Eh, niña, ¿quieres tomar un café? —se atreve a proponer Dan—. ¿Quieres que hablemos? Estoy de tu lado.

En un oscuro momento de rabia, Kirby piensa que lo justo es que Dan se sienta mal. Debería sentirse como la mierda caliente y untada en el parabrisas del coche de una exinfiel.

—No contigo —responde, y se larga hecha una furia.