HARPER
16 de agosto de 1932
Pesadas frondas de helechos arborescentes caen, ondulándose, a ambos lados del escaparate de la floristería del Congress Hotel, como si fueran las cortinas de un escenario, y convierten la compra en una actuación para la gente que pasa por el vestíbulo. Se siente expuesto. Hace demasiado calor, y el olor de las flores, demasiado dulzón, se le mete por detrás de los ojos, denso y sofocante. El conjunto hace que desee salir de allí lo antes posible.
Sin embargo, el marica gordo del delantal insiste en enseñarle todas las posibilidades de ramos, clasificadas por color y variedad. Claveles para expresar gratitud, rosas para amor, margaritas para amistad o amor fiel. El hombre lleva las mangas subidas, de modo que muestra los pelos oscuros, rizados como vello púbico, que le cubren la piel desde las muñecas hasta casi los nudillos.
Está siguiendo un impulso; está corriendo un riesgo a pesar de haber sido tan cuidadoso con todo lo demás. Ha esperado meses para no despertar sospechas ni parecer demasiado ansioso.
En ella no hay luz, no es como sus chicas; sin embargo, está por encima de las lelas de clase baja que arrastran los pies de un lado a otro, todas intercambiables entre sí, salvo por la ropa, da igual en qué Chicago te encuentres. Le gusta la crueldad infantil de esta, le gusta sentir que está desafiando algo.
Sin prestar atención a la variedad de amarillos pálidos y rosas, toca el pétalo de un lirio abierto en actitud obscena. Al tocarlo, el estambre derrama oro en polvo sobre las baldosas negras y blancas.
—¿Es para expresar sus condolencias? —pregunta el florista.
—No, es una invitación.
Pellizca la cabeza de la flor para cerrarla y algo que hay dentro le pica. Agita la mano, aplastando la flor y tirando del cubo algunos de los largos tallos. El aguijón le tiembla en el dedo. El saco de veneno de la punta está desinflado y vacío. Del destrozo de flores del suelo surge una abeja que avanza a rastras, con las alas arrancadas y las patas inservibles.
El florista la aplasta de un pisotón.
—¡Maldito insecto! Lo siento mucho, señor, debe de haber venido de la calle. ¿Quiere un poco de hielo?
—Solo las flores —responde Harper, sacudiendo la mano para quitarse el aguijón. Nota una quemazón feroz, pero le sirve para aclararse la mente.
«Enfermera Etta —dice la tarjeta, porque no recuerda su apellido—. Elizabethan Room, Congress Hotel. 8 p. m. Saludos, Un admirador».
Sale, con la mano todavía palpitándole por culpa del veneno, y vacila en la puerta de la joyería antes de comprar la pulsera de plata con dijes del escaparate. Una recompensa, por si aparece. Se dice que el que coincida con la que ya está clavada en su pared es una casualidad.
* * *
Ella ya está sentada a la mesa cuando llega, con las manos en el regazo sujetando con fuerza el bolso y examinando la sala por si ve a su admirador. Se ha puesto un vestido beis que resalta su figura, a pesar de que le aprieta un poco los brazos, por lo que Harper supone que lo ha pedido prestado. Se ha cortado la melena castaño-rojiza y se ha peinado con ondas al agua. Cuando ve que es él, parece hacerle gracia. Un pianista toca una melodía dulce y hueca mientras la banda se prepara.
—Sabía que eras tú —dice ella mientras tuerce la boca en una sonrisa irónica.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Se me ocurrió arriesgarme —responde él, y añade sin poder resistirse—. ¿Cómo está aquel caballero amigo tuyo?
—¿El doctor? Desapareció. ¿No lo sabías? —pregunta ella. Los ojos le brillan a la luz amarilla de las lámparas de araña.
—¿Crees que habría esperado tanto si lo supiera?
—Se rumorea que dejó preñada a alguna chica y que huyó con ella. O que se metió en problemas de apuestas.
—A veces pasa.
—Cabrón. Ojalá estuviera muerto.
El camarero les sirve limonada, lleva una rodaja de limón por la que Harper ha pagado un extra, pero está demasiado ácida y tiene que contenerse para no escupirla sobre el mantel.
—Te he traído una cosa —le dice a la enfermera mientras se saca del bolsillo la cajita de terciopelo de la joyería y la empuja hacia ella por encima de la mesa.
—Soy una chica con suerte —responde ella, sin moverse para cogerla.
—Ábrela.
—De acuerdo. —Saca la pulsera y la sostiene a la luz de la vela—. ¿A qué viene el regalo?
—Me pareces interesante.
—Solo me quieres tener porque no pudiste tenerme antes.
—Puede. O puede que matara a ese doctor.
—¿Ah, sí?
Tras colocarse la pulsera alrededor de la muñeca, la extiende para que él cierre el enganche, echando la mano hacia atrás de tal modo que el tendón destaca entre la fina red de venas bajo su piel. Esta mujer hace que se sienta inseguro. Su carisma no funciona con ella como con las demás.
—Gracias. ¿Quieres bailar? —le pregunta Etta.
—No.
Las mesas que los rodean se están llenando. Las mujeres son mejores y llevan vestidos más peligrosos, con lentejuelas y tirantes finos. Los hombres lucen sus trajes con una confianza obscena. Esto ha sido un error.
—Pues vamos a tu casa.
Harper se da cuenta de que es una prueba, tanto para ella como para él.
—¿Estás segura? —pregunta mientras le palpita la mano, que todavía recuerda el dolor de la picadura de la abeja.
* * *
La lleva dando un rodeo, porque a pesar de que por ahí el camino es más largo, las calles están más vacías. Etta se queja de los tacones y, al final, se los quita, junto con las medias, y camina descalza. Harper le tapa los ojos para que recorra a ciegas las últimas manzanas. Un anciano los mira con el ceño fruncido, pero Harper besa a Etta en la cabeza. «¿Ve? —parece decir—. No es más que un juego de amantes». Lo es, en cierto modo.
No le destapa los ojos mientras abre la puerta y la guía bajo los tablones que la cruzan.
—¿Qué está pasando? —pregunta ella entre risitas.
Por los suaves jadeos, Harper se da cuenta de que está emocionada.
—Ya lo verás.
Cierra la puerta con llave antes de permitir que mire y la conduce al salón, más allá de la mancha oscura de la madera picada y abollada del pasillo.
—Qué elegante —comenta ella mientras examina los muebles. Divisa la licorera de whisky, que él ha rellenado—. ¿Tomamos un trago?
—No —responde él, agarrándole los pechos.
—Vamos al dormitorio —susurra ella cuando la empuja hacia el sofá.
—Aquí —dice él mientras la tumba sobre el estómago e intenta subirle el vestido.
—Es una cremallera —le explica Etta, sacando una mano para buscar el tirador.
Se retuerce y consigue subirse el vestido hasta las caderas. La erección de Harper empieza a perder fuerza, así que le sujeta las manos detrás de la espalda.
—No te muevas —le ordena entre dientes.
Entonces cierra los ojos y rememora las imágenes de las chicas abriéndose bajo él, con las entrañas derramándose, su forma de llorar y de retorcerse…
Acaba demasiado pronto. Harper gruñe al apartarse, con los pantalones por los tobillos. Quiere pegarle, es culpa suya. Zorra.
Pero ella se vuelve para besarlo con esa lengua astuta y veloz.
—Ha estado bien.
Baja la lengua hasta el regazo de Harper y, aunque no consigue que se le ponga dura, al final resulta ser más satisfactorio.
* * *
—¿Quieres ver una cosa? —pregunta Harper mientras se restriega con aire ausente la mancha de pintalabios de los testículos.
Ella se lía un cigarrillo sentada en el suelo, a sus pies, con el vestido colgándole de los hombros.
—Ya la he visto —responde con una sonrisa lasciva.
—Vístete —ordena tras guardársela en los pantalones.
—Vale.
La pulsera le tintinea en la muñeca cuando le da una larga calada al cigarrillo. Deja escapar una nube de humo entre el perfecto arco de sus labios.
—Es un secreto —le dice Harper.
Contárselo lo emociona, a pesar de que es consciente de que es una violación del acuerdo, pero necesita compartir con alguien su terrible gran misterio. Joder, es como ser el hombre más rico del mundo y no tener nada en que gastar el dinero.
—Vale —repite ella, y se le forma una arruguita cómplice en la comisura de los labios.
—No puedes mirar —la avisa.
No la llevará demasiado lejos, primero tiene que comprobar sus límites.
Esta vez utiliza el sombrero para taparle la cara antes de cruzar con ella el umbral que da a la calle, pero, aun así, Etta ahoga un grito al notar la luz. Salen a una cálida tarde de insistente brisa y llovizna de primavera. Ella lo entiende muy deprisa, como Harper había supuesto.
—¿Qué es esto? —pregunta mientras le clava los dedos en los brazos y contempla la calle.
Tiene los labios entreabiertos, lo suficiente para que Harper le vea la lengua pasar veloz sobre los dientes, adelante y atrás, adelante y atrás.
—Todavía no has visto nada —responde.
La lleva al centro, que no está muy cambiado, y comienzan a seguir a la muchedumbre hasta el parque Northerly Island, donde tiene lugar la Exposición Universal. Primavera de 1934. Ya ha pasado por aquí en sus excursiones.
«El siglo del progreso», rezan las pancartas. «La ciudad arcoíris». Atraviesan un pasillo de banderas entre el gentío emocionado y contento. Ella lo mira con ojos como platos y contempla las luces rojas que suben por el lateral de la estrecha torre construida para parecer un termómetro.
—Esto no está aquí —comenta, maravillada.
—Ayer, no.
—¿Cómo lo has hecho?
—No te lo puedo decir.
Harper no tarda en cansarse de las maravillas, que le parecen pintorescas. Los edificios son raros y, como bien sabe, temporales. Etta chilla y se aferra a su brazo al ver los dinosaurios que mueven la cola y la cabeza de un lado a otro, aunque a él no le impresionan los toscos mecanismos.
Hay una réplica de un fuerte con pieles rojas y un edificio japonés que parece un paraguas roto, todo lleno de pinchos. La Casa del Futuro en realidad no lo es, y la exposición de General Motors es risible. Un niño gigantesco con rostro deformado de muñeco está sentado a horcajadas en una carretilla roja extragrande, camino a ninguna parte.
No debería haberla llevado allí, es lamentable. Esos son los límites de la imaginación, el futuro pintado en colores chillones, como una puta barata, cuando él ha visto la realidad que los espera, rápida, densa y fea.
Ella nota su humor e intenta cambiarlo.
—Mira eso —exclama, señalando las góndolas con forma de cohete del Sky Ride, que corren entre dos enormes postes a ambos lados de la laguna—. ¿Quieres subir? Seguro que la vista es impresionante.
Harper compra las entradas a regañadientes, y el ascensor los lleva hasta arriba a una velocidad de vértigo. Y puede que arriba el aire sea más puro o quizá sea que amplía sus perspectivas. Tiene toda la ciudad ante él, la exposición al completo, extraña y nueva desde esa altura.
Etta lo toma por el brazo y se aprieta contra él, de modo que Harper nota su calor y la presión de sus senos a través del vestido. A la enfermera le brillan los ojos.
—¿Te das cuenta de lo que tienes?
—Sí —responde él.
Una compañera. Alguien que lo comprenderá. Ya sabía que Etta es cruel.