MARGOT
5 de diciembre de 1972
Bingo, Margot ha descubierto que un tipo las está siguiendo. Va detrás de ellas desde la estación de la calle 103, a cinco manzanas de allí. Una calle de más para ser coincidencia, en su opinión. Y, vale, a lo mejor se pasa de precavida porque hoy va de Jane, o a lo mejor es que caminar por Roseland a estas horas de la noche la pone más tensa que las cuerdas de un banjo. De todos modos, de ninguna manera piensa dejar que Jemmie vuelva a su casa sola en ese estado. Intentan ponérselo fácil a las mujeres, pero duele, da miedo y no deja de ser ilegal.
Piensa que es posible y completamente razonable que el tío solo esté dando un paseo por la misma ruta, a la misma hora de la noche, bajo la lluvia, como en una canción, lalala.
«Gánster, pervertido, poli encubierto; gánster, pervertido, poli encubierto»… canturrea en su cabeza, repasando todas las opciones al ritmo de los pasos de Jemmie. La chica arrastra los pies como una anciana y apoya todo su peso en el brazo de Margot mientras se aprieta el estómago. «Lleva una americana larga, podría ser un poli, o un pervertido. Pero ha estado en una pelea, lo que significa pervertido o gánster. La mafia parece haber entendido al fin que lo que hace el Colectivo Jane no da beneficios. No es como los médicos “respetables”, que cobran 500 dólares o más por que alguien te recoja en una esquina, te vende los ojos para que no lo identifiques, te raspe el útero y al final te deje tirada en el mismo sitio en el que te recogió sin un “buenas noches tenga usted”. O puede que solo sea un tío normal. Un viva la vida sin más».
—¿Cómo has dicho? —pregunta Jemmie con la voz entrecortada por el dolor.
—Ay, perdona; estaba pensando en voz alta. No me hagas ni caso, Jemmie. Eh, oye, mira, ya estamos llegando a casa.
—No lo era, ¿sabes?
—¿Que no era qué? —pregunta Margot, que la escucha a medias.
El hombre ha acelerado el ritmo, corre a contraluz, dando saltitos por la calle para no perderlas. Se mete hasta el tobillo en un charco, suelta un taco y sacude los zapatos; después le dedica a Margot una sonrisa tontorrona que, sin duda, está pensada para resultar encantadora.
—Un viva la vida, como insinuabas —responde Jemmie, enfadada con ella—. Estamos prometidos y nos casaremos cuando vuelva, en cuanto yo cumpla los dieciséis.
—Fantástico —asegura Margot.
No está en su mejor forma. Normalmente habría regañado a Jemmie por decir aquello, por defender a un hombre adulto que se lía con una menor y le promete el mundo entero antes de embarcar rumbo a Vietnam cuando ni siquiera es capaz de ponerse una goma. Catorce años. Solo un poquito mayor que los chicos de la profe a la que sustituye en el instituto Thurgood Marshall. Le duele el corazón cuando lo piensa, en serio. Pero está demasiado distraída para soltarle el sermón completo porque no deja de darle vueltas a la incómoda idea de que el tío que las sigue le resulta familiar. Y eso la devuelve a la letanía de gánster, pervertido, poli encubierto. O quizá peor. El estómago le da un vuelco. La pareja contrariada. Ya las han tenido antes. El marido de Isabel Sterritt, que le reventó la cara y le rompió el brazo a su mujer cuando se enteró de lo que había hecho. Y precisamente por eso ella no quería tener otro hijo con él.
Por favor, por favor, que no fuese la pareja lunática de alguna mujer.
—¿Podemos… parar un momento?
Jemmie tiene el mismo color que el chocolate rancio que se te derrite en el bolso. La frente, llena de acné, le brilla de sudor y lluvia. Coche roto, sin paraguas… ¿Qué más podía salir mal?
—Ya casi estamos, ¿vale? Lo estás haciendo muy bien. Sigue adelante, solo una manzana más. ¿Puedes hacerlo?
Jemmie deja que la arrastre, aunque a regañadientes.
—¿Vas a entrar conmigo? —le pregunta a Margot.
—¿No le parecerá raro a tu madre que una chica blanca te acompañe a casa con retortijones en el estómago?
Margot es una mujer de las que no se olvidan, y es por su altura. Mide metro ochenta y se peina el pelo rubio rojizo con la raya en el medio. Jugaba al baloncesto en el instituto, pero era demasiado despreocupada como para tomárselo en serio.
—Pero ¿puedes entrar de todos modos?
—Si quieres, lo haré —responde, intentando reunir entusiasmo. Explicárselo a la familia no siempre sale bien—. A ver cómo nos va, ¿vale?
Ojalá Jemmie los hubiera encontrado antes. El servicio aparece en la guía telefónica con el nombre de «Jane How», pero ¿cómo saberlo si no lo sabes? Les pasa lo mismo con los anuncios en los periódicos alternativos o los que dejan pegados en los tablones de las lavanderías. Una chica como Jemmie no tenía manera de encontrarlos, salvo por una recomendación personal, y para eso necesitó tres meses y medio y una trabajadora social sustituta que simpatizaba con la causa. A veces le da la impresión de que son los sustitutos los que marcan la diferencia. Profesores, trabajadores sociales y médicos sustitutos. Miradas frescas que veían la imagen en su conjunto y daban un paso adelante. Aunque solo fuera algo temporal. A veces con eso basta.
Las quince semanas son el límite, no se puede correr el riesgo de pasar de ahí. Veinte mujeres al día y no han perdido ni una. A no ser que cuenten a la chica a la que rechazaron porque tenía una infección terrible. Le dijeron que fuera al médico y que volviera cuando estuviera curada. Después descubrieron que había muerto en el hospital. Si la hubieran visto antes… Como a Jemmie.
Jemmie había sido uno de los últimos casos elegidos. Los fáciles se cogían enseguida. Todos los voluntarios se sentaban en la cómoda salita de Big Jane en Hyde Park, con las fotografías de sus niños en la estantería y Me and Bobby McGee sonando en el tocadiscos, mientras bebían té y regateaban entre ellos sobre los pacientes que iban a elegir, como en una compraventa de caballos.
¿Alumna de universidad mixta, veinte años, cinco semanas de embarazo, de la zona de Lake Bluff? Esa ficha vuela en la primera ronda. Pero ¿la madre de cuarenta y ocho años cargada con siete hijos que no se ve capaz de volver a pasar por eso? ¿La granjera cuyo feto de veintidós semanas está tan deformado que el médico dice que no vivirá más de una hora tras su nacimiento, pero insiste en que lleve el embarazo a término? ¿La chica de catorce años del West Side que aparece con un tarro lleno de peniques porque es lo único que tiene y te suplica que no se lo digas a su mamá? Esas fichas aparecen una y otra vez hasta que Big Jane gruñe, exasperada: «Bueno, pues alguien tendrá que hacerlo». Y, mientras tanto, los mensajes siguen llenando el contestador automático, se siguen transcribiendo en fichas nuevas que se repartirán mañana y pasado mañana. «Deje su nombre y un teléfono en el que localizarla. Podemos ayudar. La llamaremos».
¿Cuántas veces ha ayudado ya Margot? ¿Sesenta? ¿Cien? Ella no hace los legrados en sí, es torpe, en el mejor de los casos. Es por culpa de su tamaño. El mundo no estaba diseñado para adaptarse a ella, y ella no se fía de sí misma con una delicada legra. Pero se le da muy bien dar la mano y explicar lo que sucede. El conocimiento ayuda, saber lo que te están haciendo y por qué. «Vamos a ponerle nota», bromea ella. Da a las mujeres una escala de referencia. «¿Es mejor o peor que golpearte el dedo del pie? Y ¿comparado con averiguar que no le gustas al chico que te gusta? ¿Con un corte hecho con un papel? ¿Con romper con tu mejor amiga? Y ¿qué me dices de averiguar que te estás convirtiendo en tu madre?». Las mujeres se ríen de verdad. Sin embargo, también la mayoría llora después. A veces porque se arrepienten, porque se sienten culpables o porque están asustadas. Hasta las más seguras tienen dudas. Sería inhumano no tenerlas. Aunque, sobre todo, lloran de puro alivio. Porque es difícil y terrible, pero cuando ha terminado pueden seguir con sus vidas.
Cada vez cuesta más, y no es solo por los matones de la mafia ni por los polis que aparecen desde que la mojigata hermana de Yvette Coulis se indignara tanto porque se hubiesen atrevido a practicarle un aborto a su hermana que escribió cartas al ayuntamiento para quejarse y, en general, para fastidiar así a todo el mundo. Todavía empeoró más cuando la hermana empezó a pasarse por el Frente para molestar a los amigos, maridos, novios, madres o, a veces, padres que iban con las mujeres para prestarles su apoyo. Tuvieron que trasladar el Frente a otro piso para librarse de ella. Los polis empezaron a husmear después de aquello. Eran los hombres más altos que había visto, como si fuera un requisito indispensable para entrar en el Departamento de Homicidios; todos con gabardinas a juego y todos ponían la misma mala cara que daba a entender que aquel seguimiento era una pérdida de tiempo.
Sin embargo, ni siquiera ese es su principal problema. Lo peor es que ahora lo han legalizado en Nueva York. Eso debería ser bueno, puede que Illinois sea el siguiente, ¿no? Pero significa que las chicas con dinero se suben a un tren, a un autobús o a un avión, y las que recurren a Jane son las que están realmente desesperadas: las pobres, las jóvenes, las viejas y las de embarazos avanzados.
Esas últimas son las que más le cuestan. Son difíciles incluso para las Jane más duras. Sin duda. Prueba a envolver tu primer feto en una camiseta vieja a modo de mortaja y tíralo a un contenedor a cinco kilómetros del lugar, a ver si te gusta. Nadie dijo nunca que fuera bonito arrancarle la desesperación a una mujer.
Entonces, el hombre la agarra por el brazo.
—Perdone, señora, creo que se le ha caído esto —dice, y le da algo que tiene en la mano.
Margot no tiene ni idea de cómo las ha alcanzado tan súbitamente, pero está segura de que conoce esa sonrisa torcida.
—¿Margot? —pregunta su compañera, asustada.
—Vete a casa, Jemmie —le dice Margot con su mejor y más autoritaria voz de maestra de escuela, aunque, teniendo en cuenta que solo tiene veinticinco años, tampoco se le da demasiado bien—. Te alcanzo en un minuto.
Ahora no deberían presentarse complicaciones, pero si tiene que ir al hospital, los médicos no le pondrán problemas. Las Jane han empezado a usar pasta de Leunbach: sin dolor, sin sangre, sin problemas, sin forma de probar que el aborto ha sido inducido. No le pasará nada.
Tras asegurarse de que Jemmie se ha alejado, se vuelve hacia él, echa los hombros hacia atrás y se endereza para mirarlo directamente a los ojos.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor?
—Te he estado buscando por todas partes. Quería devolverte esto.
Al final mira el objeto que le está poniendo delante de la cara. Es una chapa de protesta hecha a mano. Lo sabe porque la dibujó ella: es un cerdo con alas. «Pigasus, presidente», había escrito con sus letras mayúsculas, torcidas de manera irregular hacia la derecha. El candidato oficial de los yippies en el 68, porque un cerdo no podía ser mucho peor que los políticos de verdad.
—¿Lo reconoces? ¿Me puedes decir cuándo lo viste por última vez? ¿Me recuerdas? Tienes que recordarme —le pregunta con una intensidad terrible.
—Sí —responde ella con voz ahogada—, la convención demócrata.
Lo recuerda todo de golpe, como una bofetada. La escena sucede en el exterior del Hilton, ya que su líder, Tom Hayden, les ha pedido que salgan del parque porque la policía ha empezado a cargar contra la gente y a bajarlos de las estatuas a las que se habían subido.
Si arremetían contra ellos con gas lacrimógeno, toda la ciudad acabaría gaseada, gritaba Hayden. Si derramaban sangre en Grant Park, ¡la derramarían por todo Chicago! Siete mil personas salieron corriendo por las calles mientras la policía intentaba contenerlos. Todavía enfadados por lo de Martin Luther King, todo el West Side ardía. Revivió la sensación del ladrillo de hormigón que salió volando de su mano como si tirasen de él con una cuerda. Era consciente del poli que cargaba contra ella, de la porra que le rozó el costado, pero no sintió dolor alguno hasta después, en la ducha, cuando vio el moratón.
Recordó también las cámaras de las noticias y los focos en los escalones del hotel, y cómo cantaba a pleno pulmón con el resto de la multitud: «¡El mundo os observa!». Hasta que los polis rociaron a todo el mundo con gas lacrimógeno, ya fueran yippies, transeúntes o periodistas. A todos. Le pareció oír a Rob graznar: «Los cerdos son zorras». Pero no lo encontraba entre la gente que lloraba y empujaba a los de al lado mientras los focos se reflejaban en los cascos azules de la policía, que estaba por todas partes, dejando caer las porras de manera mecánica.
Margot estaba apoyada en el capó de un coche en Balboa, con la cabeza gacha, escupiendo saliva y restregándose los ojos con el borde de la camiseta, lo que solo servía para aumentar el lagrimeo. Algo hizo que levantara la mirada, y lo vio acercarse cojeando. Era un hombre alto con actitud feroz. Como un ladrillo agarrado a una cuerda.
Se detuvo frente a ella y esbozó una sonrisa torcida, inofensiva, incluso encantadora. Estaba tan fuera de lugar en aquel caos que Margot gimió e intentó apartarlo de un empujón, aterrada de repente, igual que se había sentido aterrada por los polis, por la multitud y por el ardor que casi le provoca un ataque cardíaco.
La cogió por las muñecas y le dijo: «Nos hemos visto antes, pero no te acordarás».
Era un comentario tan extraño que se le quedó grabado.
«Venga —añadió, agarrándola por la solapa, como si pretendiera ayudarla a levantarse, aunque lo que hizo fue arrancarle la chapa—. Ya está».
La soltó de una forma tan abrupta que se cayó sobre el coche entre sollozos de indignación y pasmo.
Volvió a casa cojeando, deseando darse una ducha de una hora antes de dejarse caer en el sofá y fumarse un porro para calmarse. Sin embargo, cuando abrió el cerrojo y apartó la cortina de cuentas, se encontró a Rob follándose a una chica en la cama que compartían.
«Ah, hola, nena. Esta es Glenda —dijo sin dejar de metérsela—. ¿Te apuntas?».
Ella usó su pintalabios para escribir la palabra «gilipollas» en el espejo, apretándolo tanto que lo rompió por la mitad.
Se pasaron cinco horas y media peleando después de que Glenda por fin lo pilló y se largó. Hicieron las paces. Se acostaron para hacer las paces, pero no salió demasiado bien (resulta que Glenda tenía ladillas). Rompieron una semana después. Rob huyó a Toronto para que no lo reclutaran y ella terminó la carrera y se metió en la enseñanza porque no habían conseguido cambiar el mundo y estaba desilusionada. Hasta que encontró al Colectivo Jane.
Y lo del espeluznante tío cojo al que le había gustado tanto su chapa que se la robó en medio de una revuelta se convirtió en una anécdota graciosa que podía mencionar en las fiestas o en las reuniones; pero después le sucedieron historias mejores, historias que de verdad iban a alguna parte. No había pensado en todo aquello desde hacía siglos. Hasta ahora.
Él aprovecha su desconcierto para rodearla con un brazo, atraerla hacia él y clavarle la navaja en el estómago. Justo allí, en medio de la calle, bajo la lluvia. Margot no se lo puede creer. Abre la boca para gritar, pero solo consigue dejar escapar un hilo de voz porque él le retuerce la navaja. Un taxi pasa junto a ellos con la luz encendida y les salpica, mojan los pantalones rojos de Margot mientras la sangre empieza a empaparle la pretina, metiéndose por los surcos de la pana, desprendiendo un calor obsceno. Busca a Jemmie con la mirada, pero ella ya ha doblado la esquina. Está a salvo.
—Dime el futuro —le susurra él, calentándole la oreja con su aliento—. No me obligues a leerlo en tus entrañas.
—Que te den —consigue decir ella, aunque con menos estridencia de lo que se había imaginado en su cabeza.
Intenta apartarlo de un empujón, pero ha perdido toda la fuerza de los brazos y él ha aprendido de otras veces. Peor aún, ahora sabe que es invencible.
—Como tú quieras —responde, encogiéndose de hombros, sin dejar de sonreír.
Le retuerce el dedo hacia atrás causándole un dolor insoportable, y lo usa para llevarla hasta un solar en construcción.
La tira sobre el lodo del pozo de cimentación, la ata con un cable, la amordaza y se toma su tiempo para matarla. Cuando termina, lanza la pelota de tenis al hoyo, con ella.
No es su intención que no la encuentren, pero a la mañana siguiente el hombre que conduce la excavadora que empuja los escombros hacia el pozo solo ve un atisbo de pelo rojizo y se convence de que no es más que un gato muerto, aunque a veces se desvela por las noches pensando que no lo es.
Harper se lleva el objeto que necesita y después tira el bolso de Margot en un solar vacío. Algunos mezquinos aprovechados lo dejan vacío, pero un buen ciudadano lo lleva a la comisaría. Para entonces, todo lo que pudiera resultar útil ya ha desaparecido. Los polis no son capaces de identificar a nadie por lo que ha grabado en un casete. Son copias de la música que suena en el reproductor de Big Jane, en el piso de Hyde Park, distorsionada y en baja fidelidad por la penosa conexión entre la pletina y el tocadiscos. The Mamas & The Papas, Dusty Springfield, The Lovin’ Spoonful, Peter, Paul & Mary, Janis Joplin…
Jemmie se va a la cama temprano la noche de su aborto ilegal y se queja de que ha comido algo en mal estado. Sus padres no le hacen preguntas y nunca llegan a descubrir la verdad. Su hombre no vuelve de Vietnam, o a lo mejor sí; en todo caso no vuelve con ella. Saca buenas notas en el instituto, empieza a estudiar una carrera universitaria de dos años, pero lo deja para casarse a los veintiuno. Tiene tres hijos sin complicaciones. Se matricula otra vez en la universidad a los treinta y cuatro, y acaba trabajando para los parques de la ciudad.
Las mujeres de Jane se mueren de preocupación por Margot, pero no hay nada que demuestre que no se ha cansado y se ha largado, a lo mejor para reunirse con aquel exnovio suyo que está en Canadá. Y, además, ya tienen sus propios problemas. Un año después, hacen una redada en el Colectivo y detienen a ocho mujeres. Su abogada consigue retrasar el caso durante muchos meses, a la espera del resultado de un gran juicio que, según ella, cambiará para siempre el derecho de la mujer a ser dueña de su cuerpo.