HARPER
Fuera del tiempo
En la granja había un gallito bantam al que le daban ataques. Se los podías provocar si le apuntabas a los ojos con una luz. Harper se tumbaba boca abajo sobre la alta hierba que le hacía estallar la cabeza en verano y usaba un trozo de espejo roto para aturdir al gallo, el mismo fragmento de espejo que usó para cortarle las patas a uno de los pollitos, apretando la parte de atrás del cristal plateado con la mano envuelta en una camiseta vieja.
El gallo se ponía a arañar la tierra y a agitar la cabeza al estúpido estilo de los pollos, hasta que de repente se quedaba sin expresión, paralizado y con los ojos vidriosos; se quedaba vacío. Un segundo después regresaba, completamente ajeno a lo sucedido, como si el cerebro le hubiese tartamudeado.
Eso es lo que siente en la Habitación: un tartamudeo.
Se puede quedar varias horas seguidas sentado en el borde de la cama observando la galería de arte que ha reunido. Los objetos siempre están ahí, incluso cuando se los ha llevado.
Los nombres de las chicas han sido repasados una y otra vez, y las letras han empezado a deformarse. Recuerda haberlo hecho. No recuerda haberlo hecho. Una de las dos opciones debe ser cierta. Siente que algo le oprime el pecho, como si se le hubiera dado demasiada cuerda al engranaje de un reloj.
Se frota las puntas de los dedos y nota el tacto sedoso del polvo de tiza. Ya nada está claro. Se siente como si estuviera condenado. Se siente desafiante, con ganas de hacer algo solo para ver qué pasa. Como con Everett y el camión.
* * *
Su hermano lo descubrió con el pollito. Harper estaba en cuclillas mirando cómo el animal agitaba las alas regordetas y se arrastraba por el suelo sin dejar de piar. Los muñones dejaban gruesos regueros de sangre en el polvo, como babas de caracol. Oyó llegar a Everett, el chancleteo de sus zapatos heredados con el talón medio pelado. Harper levantó la cabeza y vio al chico mayor, que lo observaba desde arriba sin decir nada, con el sol de la mañana detrás de la cabeza, de modo que el pequeño no distinguía su expresión. El pollito chillaba y aleteaba siguiendo su entrecortado camino por el patio. Everett desapareció, regresó con una pala y redujo al ave a pulpa.
Lanzó el amasijo de plumas y entrañas viscosas por los aires en dirección a la alta hierba de detrás del corral. Después le dio una bofetada tan fuerte a su hermano que lo tiró de culo.
—¿Es que no sabes de dónde salen los huevos? Estúpido —añadió, y se inclinó para ayudarlo a levantarse y sacudirle el polvo de la ropa. A su hermano nunca le duraba mucho el enfado con él—. No se lo digas a Pa —dijo Everett.
A Harper ni se le había pasado por la cabeza. Igual que no se le había pasado por la cabeza tirar del freno de mano el día del accidente.
Harper y Everett Curtis fueron al pueblo a por pienso. Parece el inicio de una canción infantil. Everett lo dejó conducir, pero Harper, que tendría unos once años, se cerró demasiado al tomar la curva de la esquina con el Red Baby y se metió un poco en la cuneta. Su hermano agarró el volante y tiró del camión para devolverlo a la carretera, pero por el pastoso batir de goma y la poca tensión del volante, hasta Harper se dio cuenta de que había pinchado.
—¡Frena! —chilló Everett—. ¡Más fuerte!
El hermano mayor se aferró al volante, y Harper pisó el pedal con todas sus fuerzas, provocando que la cabeza de Everett rebotara en la ventanilla y resquebrajara el cristal. El camión se torció hacia un lado y los árboles se pusieron a dar vueltas y se convirtieron en un borrón, hasta que el camión se detuvo, tembloroso, en el centro de la carretera. Harper apagó el motor, que dejó escapar clics y chasquidos.
—No es culpa tuya —le dijo Everett mientras se sujetaba la sien, donde ya le empezaba a salir un chichón—, es mía. No debería haberte dejado conducir. —Entonces abrió la puerta y salió a la bruma matinal, ya húmeda—. Quédate aquí.
Harper se giró dentro de la cabina para ver a Everett buscar la rueda de repuesto en la parte de atrás. Una brisa agitaba los maizales, demasiado suave para hacer otra cosa que no fuera mover un poco el calor.
Su hermano rodeó el camión y se puso delante con la llave para cambiar las ruedas y el gato. Gruñía mientras lo metía bajo el camión y lo subía. La primera tuerca salió fácilmente, pero la segunda estaba atrancada. Everett tenía los enclenques hombros tensos por el esfuerzo.
—Tú quédate ahí. Puedo hacerlo —le gritó a Harper, que no había pensado moverse.
Everett se puso a darle patadas al mango de la llave, y ahí fue cuando el camión se inclinó, dejó de apoyarse en el gato y empezó a rodar despacio de vuelta a la cuneta.
—¡Harper! —chilló Everett, irritado; después, con un tono más agudo, presa del pánico al ver que el camión se le echaba encima—. ¡Tira del freno de mano, Harper!
No lo hizo. Se quedó sentado mientras Everett intentaba frenar el camión con las manos sobre el capó. El peso del vehículo lo derribó antes de atropellarlo. Su pelvis crujió con una piña en una chimenea. Costaba oír algo que no fueran los gritos de Everett. Al final, Harper salió a mirar.
Su hermano tenía el color de la carne pasada, la cara de un gris amoratado y el blanco de los ojos inyectado en sangre. Un fragmento de hueso le sobresalía del muslo; le sorprendió lo blanco que era. Había un espeso charco de grasa alrededor del neumático, en el punto en que tocaba la cadera de su hermano. Hasta que Harper se dio cuenta de que no era grasa. Todo tiene el mismo aspecto cuando lo pones del revés.
—Corre —graznó Everett—. Ve a por ayuda. ¡Corre de una vez!
Harper se quedó mirando y empezó a caminar, volviéndose de vez en cuando para mirar. Fascinado.
—¡Corre!
Tardó dos horas en ir en busca de alguien a la granja Crombie, que estaba un poco más allá, en la misma carretera. Fue demasiado para que Everett pudiera volver a caminar. Su padre le dio una zurra que lo dejó en carne viva y, de no haber quedado lisiado, también se la habría dado a Everett. El accidente los obligaba a contratar mano de obra y Harper tenía más obligaciones que antes, cosa que no le gustaba nada.
Everett se negaba a reconocer su presencia. Se agrió, como el puré de patatas cuando se guarda demasiado tiempo. Se quedaba tumbado en la cama mirando por la ventana. El año siguiente tuvieron que vender el camión. Tres años después, la granja. Que nadie se crea el cuento de que los problemas de los granjeros empezaron con la Gran Depresión.
Clavaron tablas en las ventanas y en las puertas. Le pidieron prestado un camión a un vecino, cargaron sus cosas y se fueron a vender todo lo que pudieron. Everett era como una maleta más.
Harper saltó del camión en el primer pueblo por el que pasaron. Se fue a la guerra, pero nunca regresó al lugar en el que se había criado.
* * *
Piensa que esa misma posibilidad también la tiene ahora, podría abandonar la Casa y no regresar nunca, llevarse el dinero y huir, sentar la cabeza con una buena chica, no volver a asesinar, no volver a sentir el movimiento de la navaja y la seda caliente de las entrañas de una chica al derramarse mientras observa el fuego morir en sus ojos…
Contempla la pared y el tartamudeo de los objetos. El casete salta sobre él, urgente, exigente. Quedan cinco nombres. No sabe qué sucederá después de eso, pero sí sabe que ya no le basta con perseguirlas a través del tiempo.
Piensa que le gustaría animar un poco las cosas y jugar con los bucles que ya ha descubierto, cortesía del señor Bartek y del buen doctor.
Le gustaría probar a matarlas primero y después volver a buscarlas al pasado, cuando aún no saben nada del destino que las aguarda. Así podrá conversar educadamente con ellas, más jóvenes e inocentes, y prepararlas para lo que ya les ha hecho, mientras revive en su cabeza las imágenes de los asesinatos. Una caza a la inversa, para hacer las cosas más interesantes.
Y la Casa parece bien dispuesta. El objeto que ahora brilla con más fuerza, deseando que lo coja, es una chapa roja, blanca y azul con un cerdo volador.