HARPER

HARPER

10 de abril de 1932

Por primera vez casi es reacio a salir a matar a alguien, y es por la manera en que la chica lo besó, llena de amor, esperanza y deseo. ¿Tan malo es querer eso? Sabe que está posponiéndolo, retrasando lo inevitable. Debería estar dando caza a la versión futura de la chica, no paseando por State Street como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.

Y entonces se encuentra, precisamente, con su enfermera cerdita, que está mirando escaparates bien agarrada al brazo de otro hombre. Está más regordeta, y lleva un abrigo mejor. A Harper le parece que el relleno la favorece, y se da cuenta de que lo piensa con codicia. El caballero que la acompaña es el médico del hospital, el de la melena y la elegante bufanda de cachemira. Según recuerda Harper, la última vez que lo vio estaba boca arriba, mirándolo sin ver desde el fondo de un contenedor de basura en 1993.

—Hola, Etta —dice Harper, acercándose demasiado, casi pisándolos. Le llega su perfume, un olor cítrico demasiado dulce. Huele a puta. Le pega.

—Oh —dice Etta, y por su rostro pasan las estaciones: primero reconocimiento, después consternación y, al final, puro regocijo.

—¿Lo conoces? —pregunta el médico, que esboza media sonrisa vacilante.

—Usted me curó la pierna —explica Harper—. Siento que no me recuerde, doctor.

—Ah, sí —se jacta el hombre, como si supiera perfectamente quién es Harper—. ¿Cómo está su pierna, campeón?

—Mucho mejor, apenas necesito ya la muleta. Aunque a veces resulta útil.

Etta se pega más al médico con la evidente intención de fastidiar a Harper.

—Nosotros íbamos a ver un espectáculo.

—Hoy lleva puestos los dos zapatos —comenta Harper.

—Y pienso ir a bailar con ellos —responde ella con aire desdeñoso.

—Bueno, no sé si lo conseguiremos a este ritmo —interviene el médico, desconcertado por la conversación—. Pero, si te apetece, qué narices, ¿por qué no?

El médico mira a Etta para ver qué responde. Harper conoce a los de su clase, comen de la palma de la mano de sus mujeres como si fueran perritos. Cree que él tiene el control, lo que le permite hacer cosas en deferencia a ella porque intenta impresionarla. Cree que está a salvo en el mundo, pero no sabe ni la mitad.

—Por favor, no permitan que los interrumpa. Señorita Etta, doctor.

Harper los saluda respetuosamente con la cabeza y se marcha antes de que el doctor se recupere lo suficiente como para ofenderse.

—Un placer volver a verlo, señor Curtis —responde ella mientras se aleja. Protegiendo su inversión. O provocándolo.

* * *

Al día siguiente, Harper sigue al buen doctor hasta su casa desde el hospital, cuando acaba su turno. Le dice que quiere invitarlo a cenar para agradecerle la cura de la pierna. Cuando el hombre intenta declinar su invitación educadamente, se ve obligado a sacar la navaja, una nueva, para convencerlo de que regrese con él a la Casa.

—Solo una visita rápida —le asegura, empujándole la cabeza para que entre por debajo de los tablones que tapan la puerta.

Entran, cierra la puerta y la abre sesenta años después, cuando el destino del médico ya lo está esperando. El hombre ni siquiera forcejea, o no mucho. Harper lo lleva hasta el contenedor y lo estrangula con su propia bufanda. Lo más difícil es meterlo después dentro.

—No te preocupes —le dice al cadáver de rostro amoratado—, pronto tendrás compañía.