KIRBY
27 de agosto de 1992
Kirby ha estado publicando el anuncio el primer sábado de cada mes, y cada martes mira el correo. A veces solo hay una o dos cartas. El mes que más sacó fue uno en el que había dieciséis y media, contando la postal con obscenidades garabateadas.
Si Dan está en la ciudad, va a su casa para repasarlo todo los dos juntos. Hoy está preparando pez gato con puré de patatas para ella, y va como loco por su cocina de soltero mientras ella repasa el botín.
La primera misión de cualquier día de correo es clasificar las respuestas por categorías: triste, pero poco útil; posiblemente interesante, y pirados.
Muchos de los mensajes te rompen el corazón, como el de un hombre cuya hermana había muerto de un disparo. Ocho folios por las dos caras escritos a mano en los que detallaba cómo le dio una bala perdida desde un coche en movimiento. El único objeto raro de la escena no estaba lo que se dice fuera de lugar, eran casquillos de bala.
Algunos estaban trastornados, por ejemplo la mujer que aseguraba que el espíritu de su madre se le había aparecido después de su muerte en un robo que salió mal para pedirle que no se olvidara de darle de comer al gato; o el novio que se culpaba porque si hubiera permitido a los ladrones que se llevaran el reloj no se habría disparado la pistola y ella aún seguiría viva. Ahora ve el mismo reloj por todas partes: en las revistas, en los escaparates, en las vallas publicitarias y en las muñecas de los demás. «¿Cree que es un castigo divino?», le preguntaba.
Kirby responde a estos y a los demás casos sin solución con una carta breve y sincera en la que da las gracias por escribir y les ofrece la información sobre terapia gratuita y grupos locales de apoyo a las víctimas que Chet le ha buscado.
En todos estos meses, solo dos cartas parecían merecer la pena. La primera era sobre una chica apuñalada en un club nocturno, a la que encontraron con una antigua cruz rusa al cuello. Sin embargo, la carta era de su novio, miembro de la mafia rusa, que pretendía que Kirby negociara con la policía de su parte para recuperar la cruz, ya que era de su madre y, claro, él no podía dirigirse a ellos directamente, dado que sus negocios eran lo que había conducido a la muerte de la chica.
La otra era acerca de un chico adolescente —«Hay que ampliar la búsqueda», se recordó— al que habían encontrado en un túnel en el que se reunían los skaters. Le habían dado una paliza y le habían metido un soldadito de plomo en la boca. Kirby se había entrevistado con los padres. Estaban destrozados, sentados en su salón con las manos unidas como si se les hubieran fundido los dedos, en un sofá sobre el que habían echado una manta peruana, y le preguntaron a ella si tenía alguna respuesta para ellos. Por favor, era lo único que querían. ¿Por qué? ¿Qué había hecho su hijo para merecer aquello? Era una idea insoportable.
* * *
—¿Alguna foto de Jota? —pregunta Dan mirando por encima del hombro de Kirby.
Jota es un habitual que les envía fotografías de escenas de asesinatos muy bien elaboradas. La víctima siempre es una chica con mucho lápiz de ojos y el pelo rojo. Podría ser la misma Jota, suponiendo que fuera una mujer, o la novia de Jota. La han visto ahogada en un estanque vestida con un vaporoso vestido blanco y el pelo flotando a su alrededor, o muerta con un vestido de encaje negro y guantes hasta los codos, con una rosa blanca en la mano, en medio de un charco de sangre con sospechoso aspecto de pintura roja. La foto que había esta vez en el sobre negro era de Jota sentada en un sillón de cuero con las piernas estiradas, enfundadas en medias con liga y botas militares, la cabeza echada hacia atrás y una salpicadura roja en la pared del fondo; de los dedos sin vida (y con una manicura perfecta) le cuelga un revólver.
—Te apuesto lo que quieras a que es una estudiante de Bellas Artes —se queja Kirby. A Jota nunca le contestan, pero ella sigue enviando fotos fetichistas.
—Son mejores que los de cine —comenta Dan como si nada mientras filetea el pescado.
—Sigues muerto de curiosidad, ¿verdad? —pregunta ella, sonriendo.
—¿Por qué?
—Por saber si me acosté con él.
—Claro que lo hiciste. Fue tu primer amor. Menuda sorpresa, niña.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—No es asunto mío —responde él, encogiéndose de hombros como si no fuera nada, cosa que la molesta, y debe admitir que bastante.
—Vale, pues no te lo cuento.
—Sigo pensando que no deberías hacer un documental.
—¿Estás de coña? Ya he rechazado a Oprah.
—¡Ay, mierda! —exclama él, que se ha quemado con el vapor al escurrir las patatas—. ¿En serio? No lo sabía.
—Fue mi madre la que la rechazó. Yo aún estaba en el hospital y ella se puso frenética con los periodistas, decía que o eran unos cretinos, o intentaban entrar en mi habitación del hospital para conseguir una entrevista o no le devolvían las llamadas.
—Ah —dice Dan, sintiéndose culpable.
—Muchos programas querían entrevistarme, pero era todo demasiado voyeur, ¿sabes? En parte fue por eso por lo que me largué. Para alejarme de esa historia.
—Lo entiendo.
—Así que no te preocupes, le dije a Fred por dónde podía meterse el documental. —Kirby se lleva un sobre de color melocotón a la nariz y añade—: Este hasta huele bien. Seguro que es una mala señal, ¿verdad?
—Espero que no digas lo mismo de mi receta.
Kirby suelta una risita y abre el sobre. Saca dos hojas de papel de cartas anticuado. Las hojas están escritas por ambas caras.
—Bueno, venga, léelo —le pide Dan mientras aplasta las patatas. Para él es un orgullo dejar el puré sin un solo grumo.
Querido señor KM:
La carta que me dispongo a escribir es tan peculiar que confieso haber vacilado antes de decidirme a hacerlo, pero su (algo obtuso) anuncio en el periódico exige respuesta, ya que está vinculado con un misterio familiar con el que llevo mucho tiempo obsesionada, a pesar de que no entra dentro de las fechas que usted especificaba.
Es algo alarmante compartir esta información con usted sin tener ni idea de cuáles son sus intenciones. ¿Cuál es el propósito de su anuncio? ¿Estudio académico o curiosidad malsana? ¿Es un inspector de la policía de Chicago o un timador que se aprovecha del dolor de la gente para obtener algún tipo de satisfacción?
Le ahorraré el resto de mis especulaciones porque, supongo, esto no es más que una oportunidad y, como todas las oportunidades, conlleva sus riesgos. Sin embargo, confío en que cuando lea esto me conteste, aunque solo sea para aclarar su interés por el asunto.
Me llamo Nella Owusu, de soltera Jordan. Mi padre y mi madre murieron durante la Segunda Guerra Mundial, él en el extranjero, de servicio, y ella en Séneca, durante el invierno de 1943, víctima de un horrible asesinato sin resolver.
Mis hermanos y yo pasamos por varios orfanatos y hogares de acogida, pero de mayores logramos recuperar el contacto, y ellos creen que mi obsesión es poco apropiada, pero yo era la mayor y soy la que mejor lo recuerda.
Su anuncio especificaba que, en concreto, le interesaban los «objetos fuera de lugar».
Bueno, cuando enterramos el cuerpo de mi madre para su eterno descanso y nos entregaron las posesiones que llevaba encima en el momento de su muerte, entre los «objetos» había una tarjeta de béisbol. Lo menciono porque mi madre no sentía interés alguno por ese deporte. No se me ocurre ninguna razón por la que llevara una tarjeta encima al morir.
Confío en que responda a mi misiva y no me deje elucubrando posibles motivos.
Saludos cordiales,
N. Owusu
Unidad 82, Complejo Residencial para Jubilados Floradale.
—A la pila de los pirados —sentencia Dan mientras deja el plato delante de ella, en la mesa de centro.
—No sé, a lo mejor merece la pena comprobarlo. Parece una señora muy interesante.
—Si te aburres seguro que te encuentro algo que hacer. Necesito información sobre el próximo partido del Saint Louis.
—La verdad es que pensaba intentar escribir algo sobre todo esto. Crónicas de asesinatos.
—El Sun-Times nunca los publicaría.
—No, pero a lo mejor sí me los publica algún fanzine. The Lumpen Times o Steve Albini Thinks We Suck.
—A veces es como si hablaras en otro idioma —comenta Dan con la boca llena.
—Ponte al día, tío —dice ella imitando a la perfección a Bart Simpson mientras se encoge de hombros.
—¡¿Habla… usted… mi… idioma?! —le grita Dan, como hacen los turistas cuando viajan al extranjero.
—Son revistas alternativas y de poca tirada.
—Ah, eso me recuerda una cosa. Hablando de publicaciones no tan pequeñas ni alternativas, Chet me pidió que te pasara esto. Me dijo que sabe que no apuñalaron a nadie, pero que tú eres la única persona en la sala de prensa, salvo él, capaz de apreciar lo raro que es.
Tras decir aquello, saca de su maltrecho maletín de cuero un recorte.
LA POLICÍA DESCUBRE BILLETE ANTIGUO EN REDADA ANTIDROGA
Englewood. Una redada policial en un antro de drogadictos dejó al descubierto algo más que frascos de crack y dosis de heroína. En el piso de Toneel Roberts, un conocido traficante, se encontraron varias pistolas y 600 dólares en moneda caducada de 1950, antes conocida como «certificados de plata». Estos billetes se identifican fácilmente gracias al sello azul de la parte delantera. La policía especula que el dinero procede de un alijo antiguo y han advertido a los propietarios de los negocios locales que la moneda no es de curso legal.
—Qué amable por su parte —comenta Kirby, y lo dice en serio.
—Supongo que sabrás que, cuando te saques el título, a lo mejor puedo conseguirte un trabajo de verdad en el periódico —dice Dan—. Incluso puede que en la sección de ocio, si es lo que quieres.
—Y eso es muy amable por tu parte, Dan Velasquez.
Él se ruboriza y mira el tenedor fijamente.
—Suponiendo que no quieras ir al Tribune o a uno de esos fanzines clandestinos o como se llamen.
—La verdad es que no he pensado mucho en ello.
—Sí, bueno, mejor que empieces a hacerlo. Vas a resolver el caso y después ¿qué?
Sin embargo, por la forma en que lo dice, Kirby es consciente de que Dan no cree que consiga resolverlo.
—El pescado está muy bueno —comenta.