ALICE

ALICE

4 de julio de 1940

—¿Por qué no aposentas el trasero de una vez? —dice Luella como puede, ya que está sujetando una horquilla entre los dientes.

Pero Alice está demasiado emocionada para quedarse quieta y cada dos minutos se levanta de su silla junto al espejo para asomarse por la puerta de la caravana y echar un vistazo a los palurdos que entran en manada a la feria, sonrientes y felices, ya pertrechados con palomitas y cerveza barata en vasos de cartón.

La multitud se divide en grupos según sus intereses; se colocan para ver el lanzamiento de aros, el espectáculo de tractores o, asombrados, el gallo que juega al tres en raya. Alice perdió dos partidas de las tres que jugó con él por la mañana, pero ya sabe cómo lo hace, se va a enterar.

Las mujeres se dirigen hacia los vendedores que cantan las virtudes de sus utensilios domésticos, los que transformarían sus cocinas y sus vidas. Los hombres ricos, tocados con sombreros vaqueros y calzados con botas caras que jamás han pisado una pradera, pasean en dirección a la subasta para pujar por los bueyes. Una joven madre pasa a su bebé por encima de la valla para que vea la enorme cerda del premio, Black Rosie, que tiene un hocico chato y blanco, una tripa moteada que le cuelga casi hasta el suelo y unos pezones que parecen dedos rosas.

Un par de adolescentes, un chico y una chica, están admirando la vaca de mantequilla, la que, en teoría, han tardado tres días en esculpir. La figura ya empieza a resentirse por el sol, y Alice detecta un olorcillo a leche rancia entre el del remolino de balas de heno, serrín, humo de tractor, algodón de azúcar, sudor y estiércol de animales.

El chico hace una broma sobre la vaca de mantequilla, algo que seguramente habrá dicho ya todo el mundo, supone Alice, sobre la cantidad de tortitas que se podrían hacer con ella, y la chica suelta una risita y responde con otro cliché similar, que él solo quiere la mantequilla para dorarle la píldora, o algo así. Y el chico se toma el comentario como una invitación y corre a besarla, pero ella, juguetona, le aparta la cara con una mano, aunque a continuación se lo piensa mejor y vuelve para darle un besito en los labios. Después lo suelta y va hacia la noria, riéndose y volviendo la cabeza para mirarlo. Y es una escena tan encantadora que Alice se muere de gusto.

Luella baja el cepillo y la regaña, irritada.

—¿Es que quieres peinarte tú solita?

—¡Lo siento, lo siento! —responde Alice, y corre a sentarse de nuevo en la silla para que Luella pueda seguir con la poco agradecida tarea de intentar planchar y recoger su apagado cabello rubio, que lleva demasiado corto y es demasiado indomable para hacer lo que se le dice.

«Muy moderno», fue lo que comentó Joey en la audición.

—Deberías probar con una peluca —dice Vivian antes de juntar los labios para extender el carmín uniformemente.

Alice ha practicado la misma maniobra frente el espejo, intentando conseguir un descarado besito de despedida. La vivaracha Viv, la atracción principal. Su retrato es el que está pintado en las ilustraciones de la recargada fachada esculpida; ella, con su reluciente melena azabache y esos enormes ojos azules que consiguen parecer a la vez lascivos e ingenuos. Ese es justo el aspecto que mejor se adecúa a la nueva actuación con la que han impresionado a pastores y maestros por igual en seis ciudades distintas. Un espectáculo de chicas sin parangón, gracias al cual habían recibido una invitación especial para asistir a la feria.

—¡A escena, señoritas! Cinco minutos para salir a escena —dice Joey el Griego al abrir la puerta de la abarrotada caravana. Es un hombre con cuerpo de abejorro que va enfundado en un chaleco de lentejuelas verde jade y unos pantalones negros brillantes que empiezan a desgastarse por las costuras. Alice deja escapar un gritito de sorpresa y se lleva la mano al pecho.

—Qué asustadiza. Parece una potrilla, señorita Templeton —dice Joey mientras le pellizca la mejilla—. O una colegiala. Sigue así.

—O un potro al que están a punto de castrar —suelta Vivian.

—¿A qué viene eso, Vivi? —pregunta él, frunciendo el ceño.

—Solo que con Alice te ha tocado más de lo que esperabas —responde Vivian, y se tira de uno de los tirabuzones para ver si rebota bien; como no queda satisfecha, lo vuelve a someter a la plancha.

—¿Porque yo sí soy capaz de recordar los pasos de baile? —comenta Alice, odiándola de corazón.

—Chicas, chicas —las interrumpe Joey dando una palmada—, no quiero peleas de gatas en mi espectáculo, a no ser que esté en el programa y cobremos un extra por ello.

Alice sabe que ha habido otros extras en el pasado. Luella antes hacía un número con linternas en el que los hombres se asomaban para mirarle entre las piernas como si fuera un examen ginecológico. Pero últimamente se respira la mojigatería en el ambiente, así que Joey ha sido lo bastante astuto como para adaptar el espectáculo a los nuevos tiempos.

Estas chicas del espectáculo son como su familia. Se meten todos en sus vagones para ir de una feria a la siguiente. A un millón de kilómetros de Cairo (en Illinois, no en Egipto, a pesar de que Joey afirme que tiene «pómulos de Nefertiti») y de todas las personas que la conocían. De haberse quedado allí, habría perecido de puro aburrimiento o asesinada de verdad a manos del tío Steve. Cuando evacuaron a la gente en la inundación de 1937, Alice aprovechó para evacuarse de Cairo y de su antigua vida. «Que Dios bendiga al río Ohio», piensa.

Joey le agarra el culo a Eva por encima del disfraz y se lo agita con cariño cuando ella se sube a los tacones. Después, guiña un ojo a Alice.

—¡Curvas, princesa! Es lo que les gusta a los hombres. ¡Tienes que ganar más dólares para poder comprarte más tarta, de modo que te salgan más curvas y puedas ganar más dólares!

—Sí, señor Malamatos —responde Alice con una reverencia nerviosa, ya vestida con su falda verde y blanca de animadora.

Joey la examina apoyado en su bastón, que acaba en una esmeralda del tamaño de un puño —y que él jura que es auténtica—, mientras sube y baja las cejas, las sube y las baja en una lasciva mirada de vodevil. «Como orugas con joroba», las describió una vez.

Después alarga la mano hacia la entrepierna de Alice y, por un desgarrador instante, ella se queda helada pensando que va a toquetearla, pero lo que hace es tirarle de la falda de tablas.

—Mucho mejor —comenta—. Recuerda, princesa, este espectáculo es un respetable divertimento familiar.

Se agacha para salir hacia la parte delantera y, ya metido en su discurso, sube con pesadez la escalera que da al escenario, enmarcado por la marquesina tallada en la que están los sugerentes retratos de Vivian, cuya misión consiste en encender la imaginación de los clientes.

—Acérquense, damas y caballeros, acérquense y permitan que les hable de nuestra representación del día. Pero, en primer lugar, se lo advierto: ¡esto no es un espectáculo indecente! ¡No tenemos ni chicas en bañador, ni chicas con hula-hop, ni prohibidas bailarinas orientales!

—Entonces ¿qué tienen? —lo interrumpe alguien de entre la multitud.

—Bueno, señor, ¡me alegra que lo pregunte! —exclama Joey mientras se vuelve hacia él, sonriente—. Para usted, señor, tengo algo mucho más valioso. Para usted, señor, ¡tengo educación!

Se oyen algunos abucheos y burlas, pero Joey ya los tiene enganchados antes de que las chicas hayan puesto un pie en los escalones del escenario.

—Mire aquí, caballero. Acérquese. No sea tímido, señor. ¿Me permite presentarle a este encantador ejemplo de pura inocencia, la señorita Alice?

La cortina se mueve para que Alice pueda salir, y ella parpadea ante la luz del sol. Lleva un traje de animadora: falda de lana con tablas y franjas verdes en el interior de los pliegues, un jersey blanco con un megáfono verde y una uve colegial bordados —«Uve de virgen», bromeó Joey cuando se lo entregó—, calcetines cortos y zapatos.

—¿Por qué no te acercas a saludar, cielo?

Ella saluda con entusiasmo al variopinto grupo de personas allí reunidas, atraídas como niños a una barraca de tiro al blanco, y sube la escalera dando saltitos. Al llegar arriba, hace una voltereta lateral que la lleva justo al lado de Joey.

—¡Caramba! —exclama él, impresionado—. Un aplauso para ella, amigos. ¿A que es encantadora? La auténtica chica americana. Dieciséis dulces años, nunca la han besado. Hasta…, bueno.

—¿Bueno qué? —pregunta alguien.

Los escépticos son los más fáciles de engatusar. Si te los ganas, ya tienes enganchada a la multitud. Alice sabe que los vendedores de los puestos tendrán localizado al bocazas para trabajárselo en cuanto entre en la carpa.

Joey recorre el escenario.

—¿Bueno? Bueno, bueno, bueno —dice, y toma la mano de Alice como si fueran a bailar un vals, le da la vuelta y la pone mirando hacia la multitud.

Ella baja la vista con falsa modestia y se pone una mano en la mejilla, pero observa a los espectadores entre las pestañas para medir su reacción. Ve a la joven pareja de antes al final del grupo; la chica sonríe y el chico parece receloso.

Joey baja la voz con aire de conspirador para que la audiencia tenga que acercarse más si desea escucharlo. Da vueltas alrededor de Alice en el escenario.

—Ya saben que existe cierta clase de hombres que disfruta destruyendo la inocencia, ¿verdad? Arrancándola como quien arranca una cereza madura del árbol.

Joey levanta un brazo como si se llevara una fruta imaginaria a la boca y finge darle un sensual bocado. Se recrea en el momento, lo alarga y, de repente, se vuelve y apunta con su bastón al pie de la escalera.

—Y ¿qué me dicen de la joven esposa atormentada por incontrolables deseos antinaturales?

Eva está detrás de la cortina vestida con una bata con cinturón y una máscara con cuentas bordadas que le cubre los ojos, y sube la escalera con la mano sobre el pecho. Joey sacude la cabeza, al parecer sin darse cuenta de que la mano de Eva ha empezado a moverse sobre la ropa, restregándose los senos.

—Esta pobre joven, disfrazada para proteger lo que queda de su dignidad, es la más lamentable de las criaturas, ya que vive a merced de sus depravadas fantasías. ¡Una ninfómana, damas y caballeros!

Llegados a este punto, Eva deja caer la bata para revelar el picardías de encaje que lleva debajo, y Joey, horrorizado ante la impudicia, corre a taparla.

—Estimadas señoras, amables señores, este no es uno de esos denigrantes espectáculos carnales pensados para excitar y enardecer. ¡Esto es una advertencia sobre los peligros de la decadencia y el deseo, y sobre lo sencillo que es descarriar al sexo débil! O que el sexo débil te descarríe… Pre-sen-ta-mos… —empieza, y Vivian abre la cortina de golpe y sale contoneándose, vestida con una falda de tubo, con los labios pintados de rojo y el pelo recogido en un moño—. ¡A la meretriz! ¡La libertina! ¡La ramera! ¡La malvada seductora! La joven secretaria ambiciosa que le ha echado el ojo al jefe, la que está dispuesta a inmiscuirse entre esposo y esposa. Mujeres, aprendan a identificarla. Hombres, aprendan a resistirse a ella. ¡Esta lasciva depredadora de labios rojos es un peligro para la sociedad!

Vivian se queda mirando a la multitud con una mano en la cadera y se lleva la otra al moño para quitarse la horquilla, de modo que la melena le caiga sobre los hombros. A diferencia de Eva, la atribulada ninfómana, Vivian luce su deseo como otras mujeres lucirían un abrigo de visón.

Joey redobla sus esfuerzos.

—¡Todo esto y más, lo encontrarán dentro! ¡Instrucciones para evitar la inmoralidad! Vengan a ver por sí mismos lo bajo que puede caer fácilmente una buena mujer. ¡Prostitutas y drogadictas! ¡Mujeres víctimas de sus propios deseos incontrolables! ¡Insaciables viudas negras y dulces jóvenes que pierden la inocencia!

Todo aquello resulta ser demasiado para la pareja de adolescentes, así que el chico tira de la chica para buscar otro entretenimiento, alguno más limpio, a juzgar por la mirada de desprecio que les echa. Sus compañeras ya son inmunes al desdén, pero Alice todavía se avergüenza, es como tener un hierro al rojo en la garganta. Se ruboriza y baja la mirada, esta vez sin necesidad de fingir, y, al levantarla de nuevo, lo ve.

Es un hombre delgado y elegante, va bien vestido y sería guapo si no tuviera la nariz torcida. Está de pie en la parte de atrás, mirándola, y no como suelen mirarla los hombres, con cara de hambre lupina y guasona bravuconería. Está fascinado. La mira como si la conociera, como si viera su interior, su yo secreto. Alice se queda tan sorprendida por el puro fervor de su atención que le devuelve la mirada sin oír apenas el discurso final de Joey. El hombre misterioso esboza una sonrisa que hace que Alice sienta calor y mareo a la vez, como si flotara en una nube. No logra apartar la mirada.

—Damas y caballeros, ¡este espectáculo los dejará hipnotizados! —exclama Joey mientras señala con el bastón a una joven del público, que sonríe avergonzada—. ¡La hipnotizará! —asegura Joey antes de señalar al bocazas de antes—. ¡Lo paralizará! —Después levanta el bastón, tieso y tembloroso, pero solo un instante; enseguida mueve tanto el bastón como su rechoncho cuerpo hacia la tienda de abajo—. ¡Pero solo si compran una entrada! Únicamente tres representaciones, damas y caballeros. ¡Entren, entren y permítannos instruirlos!

Joey empuja a las chicas hacia la otra escalera mientras la multitud se dirige a la taquilla, preparada para comprar.

—¿No la baja dando volteretas? —bromea Joey con Alice, pero ella está demasiado ocupada volviendo la vista atrás para buscar al desconocido.

Aliviada, comprueba que sigue allí, que va detrás de los demás para comprar una entrada. Alice se queda pegada a los talones de Eva, y está a punto de tropezarse y tirarlos a todos rodando por la escalera, como las botellas de leche del puesto de tiro con bola cuando el feriante pone la botella más pesada sobre la pirámide para demostrar que no hay truco alguno, amigos.

—Lo siento, lo siento —susurra.

Solo consigue ruborizarse más cuando se asoma por la cortina y ve que él sigue allí, inmóvil como una roca, entre la marea de clientes que intentan quedarse con los mejores sitios. Los vendedores de caramelos ya están con su timo.

—¡Compre caramelos y llévese un premio!

Bobby está camelándose a una pareja mayor, pero Micky localiza al hombre que está sentado solo y se acerca para entrarle.

—Hola, amigo, ¿quiere ganarse algo? Tenemos un caramelo nuevo, Anna Belle Lee, es de una marca nueva en el mercado. Le diré una cosa: estamos tan seguros de que le va a encantar que ofrecemos regalos sorpresa en algunos paquetes para endulzar más la compra. ¡Tenemos relojes de señora y caballero, encendedores, juegos de plumas y carteras de cinco dólares! Pruebe suerte, a lo mejor le toca. ¡Solo por cincuenta centavos! Es una oportunidad. ¿Qué me dice?

El tipo lo aparta sin tan siquiera mirarlo mientras levanta la cabeza para observar el escenario. Está esperándola. Alice lo sabe con absoluta certeza.

Se ha puesto tan nerviosa que está a punto de arruinar su historia. El foco la ciega, de modo que no ve al público, pero nota la mirada del desconocido. No entra en escena cuando debe hacerlo, calcula mal las volteretas y está a punto de caerse del escenario. Por suerte, encaja bien en su actuación, la animadora a la que Micky, con su traje ancho, atiborra de drogas y promesas de tal manera que, en la escena final, Alice está apoyada en una farola subida a unos tacones y apenas vestida, después de haber perdido su inocencia y de haber sucumbido, tal como explica Joey sin aliento, «a la corrupción definitiva». La luz del foco baja para aportar dramatismo, ella sale del escenario para dejar paso a la siguiente escena, y la ninfómana de incógnito ocupa su lugar, tumbada con aire decadente en un sofá que portan dos jóvenes y corpulentos tramoyistas.

—Alguien tiene un admirador —se burla Vivian—. ¿Sabrá él que el premio de la caja de caramelos está defectuoso?

Y, sin más, Alice se le echa encima, le araña la cara y tira de sus rizos perfectos mientras le arranca las gafas. Vivian se pega tal golpe que el ruido llega hasta donde está el público, lo que obliga a Joey a hablar más alto.

—¿Quién habría imaginado que el momento más íntimo y cariñoso entre marido y mujer durante su noche de bodas desataría un hambre oscura e insaciable en su interior?

Luella y Micky las separan. Vivian se pone de pie y se toca los arañazos, sonriente.

—¿No sabes hacerlo mejor, Alice? ¿Es que nadie te ha enseñado a pelear como una señorita?

Mientras ella solloza, sin fuerzas, y Luella y Micky la sujetan, Vivian le da una bofetada. Los anillos le dejan varios cortes en la cara.

—¡Por Dios, Viv! —dice Micky entre dientes.

Pero Vivian ya va de camino a su posición, y llega justo a tiempo, cuando Eva deja caer el picardías en el escenario y las luces se apagan, de modo que los palurdos solo tienen un segundo para comérsela con los ojos, aunque eso basta para arrancar gritos ahogados de horror e indignación de los bienintencionados, y silbidos y vítores en el gallinero. Vivian sale pavoneándose mientras Eva se aleja, desnuda y sonriente.

—Demonios, parece que nunca han visto a una señorita desnuda durante dos segundos seguidos… ¡Por Dios, Alice! ¿Estás bien?

Luella y Eva se la llevan al camerino para limpiarle la sangre y ponerle uno de los ungüentos de la colección de Luella. Es casi una farmacéutica con tantas lociones y aceites. Sin embargo, Alice se da cuenta de que es grave porque ninguna de las dos comenta nada al respecto.

Lo peor aún está por llegar.

* * *

Joey le pide que vaya a verlo a la caravana justo después del espectáculo. Tiene puesta su cara seria, ni rastro del meneo de cejas.

—Quítate la ropa —le dice, más frío de lo que nunca lo ha visto.

Ella todavía lleva el traje de la «mujer caída en desgracia», los tacones rojos y el vestido revelador.

—Creía que no era uno de esos espectáculos —protesta Alice con una risita que no la convence ni a ella.

—Ahora, Alice.

—No puedo.

—Ya sabes por qué te lo pido.

—Por favor, Joey.

—¿Crees que no lo sé? ¿Que no sé por qué te vistes tú sola en el baño? ¿Por qué siempre llevas gomas encima allá donde vas?

Alice sacude un poco la cabeza.

—Deja que te vea —le pide Joey, esta vez con más amabilidad.

Alice se quita el vestido, temblorosa; deja que caiga al suelo para desvelar su pecho plano y la elaborada venda de cinta y elástico que le rodea los genitales. Joey frunce el ceño.

La chica ha luchado contra eso toda su vida, contra Lucas Ziegenfeus, el que vive dentro de ella, o quizá sea ella la que vive dentro de él. Odia su cuerpo físico y esa cosa horrenda y despreciable que le cuelga entre las piernas y que se ata, aunque no se atreva a cortársela.

—Sí, vale —le dice Joey, haciéndole un gesto para que se vista—. Aquí estás desaprovechada, ¿sabes? Podrías ir a Chicago. En Bronzeville tienen espectáculos más especializados. O podrías unirte a un carnaval. Algunos todavía hacen lo del hombre-mujer. O ser la mujer barbuda. ¿Te sale barba?

—No soy un monstruo.

—Pero estás en este mundo, princesa.

—Deja que me quede. Hasta ahora no lo sabías y nadie más tiene por qué enterarse. Puedo conseguirlo, sé que puedo, Joey. Por favor.

—¿Qué crees que nos pasará si alguien te ve? ¿O si la señorita urraca se va de la lengua? La has irritado tanto que está dispuesta a hacerlo.

—Salimos pitando al siguiente pueblo. Igual que cuando Micky se tiró a la hija del tesorero de Burton.

—Esto es distinto, princesa. La gente solo tolera que le tomen el pelo hasta cierto punto. Nos echarían del pueblo, seguramente nos lincharían. Basta con que un paleto te vea vendándote, con que un cliente te meta la mano bajo el vestido antes de que pueda intervenir Bobby para proteger tu modestia.

—Pues dejaré de actuar. Puedo encargarme de los caramelos. Podría limpiar, hacer la comida, ayudar a las chicas con los cambios de vestuario, con el maquillaje…

—Lo siento, Alice. Este es un espectáculo familiar.

* * *

No lo soporta más, sale de la caravana como lo hace una paloma de la manga de un mago y, entre sollozos, cae directa en sus brazos.

—Eh, cielo, ten cuidado. ¿Estás bien?

No puede creerse que sea él. Ha estado esperándola. Alice intenta hablar, pero solo es capaz de dejar escapar sollozos entrecortados. Se tapa la cara con las manos, y él la abraza con fuerza contra su pecho. Es la primera vez que siente que está en el sitio correcto. Levanta la mirada para verle la cara. Los ojos del desconocido están húmedos, como si él también estuviera a punto de echarse a llorar.

—No —le contesta, rebosante de desesperada compasión, tocándole la mejilla con sus largos y esbeltos dedos. «Manos de chica», le decía siempre su tío.

Desea que ocurra con toda su alma. Podría ahogarse en el interior de aquel hombre.

Ver que él está igual de abrumado la emociona. Lo intercepta con sus labios. La boca del desconocido está caliente, le llega un aliento a caramelo antes de que él se retire, entre asombrado y conmocionado.

—Eres una chica asombrosa —dice el hombre, que parece luchar contra un conflicto interno, a juzgar por su rostro.

«Vamos —piensa Alice—. Bésame otra vez. Soy tuya».

A lo mejor el desconocido tiene un don psíquico, como el que Luella afirma tener, porque parece oírla y decidirse.

—Ven conmigo, Alice. No tenemos que hacer esto.

Sí, la palabra está en sus labios, pero Joey lo arruina todo. Es como una aletargada silueta de escarabajo en lo alto de la escalera de la caravana.

—¡Eh! ¿Qué coño cree que está haciendo?

El desconocido la suelta, y Joey baja con pesadez la escalera agitando su absurdo bastón con la gema en el mango.

—No es esa clase de espectáculo, amigo, así que manos quietas, por favor.

—Esto no tiene nada que ver con usted, caballero.

—Bueno, perdone, ¿es que no he sido claro? Las manos quietas, ya.

—Vuelve dentro, Joey —le pide Alice, colmada de una serenidad tan pura que la cabeza le da vueltas.

—Lo siento, princesa, no puedo dejarlo pasar. Como nos descuidemos, todos los paletos van a querer probar.

—No pasa nada —interviene su amante mientras se endereza como si nada el sombrero, desafiando la bravuconada de Joey.

Sin embargo, Alice se da cuenta de que se marcha, así que lo agarra por el brazo, aterrada.

—¡No! No me dejes.

—Volveré a por ti, Alice —responde él tras darle un golpecito bajo la barbilla—. Lo prometo.