MAL

MAL

16 de julio de 1991

Limpiarse es fácil. Solo tienes que largarte unos meses a alguna parte en la que todavía no hayas jodido a nadie, donde te admitan, cuiden de ti y te alimenten un poco, puede que incluso te pongan a trabajar. Mal tiene una prima segunda —o es la hermana de su padrastro, no está seguro—, en Greensboro, en Carolina del Norte. Lo malo es que tratar con la familia es complicado, aunque no sea tan lejana. Pero la familia es la familia.

Sin embargo, la tía Patty, le toque lo que le toque, le da un respiro. «Solo lo hago por tu pobre madre», procura recordarle periódicamente. La misma pobre madre que lo introdujo en el consumo de hierba y que estiró la pata a la avanzada edad de treinta y cuatro años por un mal chute. Sin embargo, Mal es demasiado listo para sacar el tema. Además, a lo mejor por eso lo está ayudando; la culpa es una gran motivación humana.

Las primeras semanas son como una muerte recurrente. Le dan los sudores, los temblores y le suplica a la tía Patty que lo lleve al hospital a por metadona. En vez de eso, ella lo lleva a la iglesia, y él se queda sentado en un banco, entre tiritones, dejando que ella le haga levantarse cada vez que hay que cantar un himno. A pesar de todo, tener a un montón de gente rezando alrededor hace que se sienta mejor de lo que se imaginaba. Es gente que se interesa de verdad por tu futuro y que llama a Dios en tu nombre para que te cure de la enfermedad. Alabado sea.

A lo mejor es la intervención divina o quizá sea todavía lo bastante joven como para librarse de la mierda mala, o puede que estuviera tan cortada que, en realidad, no fuera tan mala. El caso es que supera el mono y se recupera.

Consigue un trabajo llenando bolsas en un súper de Piggly Wiggly. Es listo, agradable y cae bien a los clientes. Eso le sorprende. Asciende a cajero. Incluso empieza a salir con una buena chica, una compañera de trabajo, Diyana, que ya tiene un bebé de otro hombre, y trabaja mucho y estudia a tiempo parcial para poder llegar a gerente, o puede que incluso a directora de oficina. Quiere una vida mejor para su hijo.

A Mal no le molesta. «Siempre que no hagamos uno propio», le dice, y se asegura de tener siempre protección porque ya no quiere cometer más errores estúpidos.

«Todavía no», responde ella, sonriendo con satisfacción, como si supiera que lo tiene pillado. Y a él tampoco le molesta eso, porque a lo mejor es verdad, y no sería esa una mala vida. Ella, él y una familia, todos trabajando para mejorar. Podrían abrir su propia franquicia.

* * *

¿Mantenerse limpio? Eso es otra cosa. Ni siquiera tienes que ir a buscarlo, los problemas saben dónde encontrarte. La esquina te encuentra, incluso en Greensboro.

Un tirito por los viejos tiempos.

Engaña con el cambio al viejo señor Hansen, que está medio ciego y, de todos modos, no distingue los números. «Estaba convencido de que era un billete de cincuenta, Malcolm», le dice con voz temblorosa.

«No, señor —responde Mal procurando parecer amable y preocupado—. De veinte, se lo aseguro. ¿Quiere que abra la caja y se lo enseñe?».

Es demasiado fácil. Los viejos hábitos se mezclan con los nuevos y, antes de que te des cuenta, estás en el siguiente autobús de vuelta a Chicago con un billete de cinco mil dólares quemándote en el bolsillo. Atrás solo dejas un montón de malos sentimientos.

* * *

Dos años antes había llevado el billete a una tienda de empeños, por curiosidad, y el hombre de detrás del mostrador le dijo que no valía nada, que era dinero del Monopoly, pero se ofreció a comprárselo por veinte dólares (como «regalo singular»), por lo que Mal supo que, en realidad, valía mucho más.

Ahora mismo, mientras camina de vuelta por Englewood sin un centavo en el bolsillo y oye a los chicos vender Red Spiders y Yellow Caps, veinte dólares le suenan a gloria. A gloria. Pero solo hay algo peor que no colocarse: que te timen. Mal no se va a dejar liar por el tipo de una casa de empeños.

Tarda un par de semanas en instalarse y ponerse en marcha. Le da un sablazo a su colega Raddisson, que todavía le debe, y empieza a preguntar por el señor Objetivo.

De vez en cuando le llegan noticias de los yonkis que saben que lo busca, y le piden a cambio de la información un dólar o un tirito. Y Mal apoquina sin problemas si ellos demuestran que no se lo están inventando. Quiere detalles: cómo cojea el tío, qué pinta tiene la muleta y en qué lado la lleva. En cuanto describen metal, sabe que mienten, pero es lo bastante astuto como para no decirles en qué se han equivocado. No se puede timar a un timador.

Sobre todo se dedica a vigilar la casa, cree saber cuál es y sabe que hay algo dentro, a pesar de que ha merodeado una y otra vez por la calle, ha mirado por las ventanas de las casas en ruinas y ha comprobado que las han dejado hechas mierda. Sin embargo, supone que el tío es listo, que habrá escondido su alijo de drogas o dinero. A lo mejor está debajo de una tabla del suelo o dentro de las paredes. Algo así.

Pero ¿cuál es la otra gran motivación humana? Ah, sí, la codicia. Se instala en una de las casas de la acera de enfrente, arrastra al interior un viejo colchón e intenta asegurarse de irse a dormir lo bastante colocado como para que los mordiscos de las ratas no lo molesten.

Y un día lluvioso lo ve salir. Sí, eso es. El señor Objetivo sale cojeando, esta vez sin muleta, aunque con ropa rara. Lo ve comprobar el terreno, mira a la izquierda y a la derecha, y a la izquierda otra vez, como si fuera a cruzar la calle. Cree que nadie lo observa, pero ahí está Mal. Lleva meses esperándolo. «No te olvides de la casa —se recuerda—. Que no se te vaya de la cabeza».

En cuanto su víctima dobla la esquina, Mal sale con una mochila vacía de su escondrijo plagado de ratas, cruza a toda velocidad la calle y sube la escalera de la entrada de la vieja casa de madera podrida. Intenta abrir la puerta, pero está cerrada con llave. Las tablas clavadas delante están de adorno. La rodea y trepa por el alambre de espino que han puesto en la escalera para, en teoría, espantar a la gente como él. Después se mete en la casa por una ventana rota.

* * *

Por dentro es como una de esas mierdas de David Copperfield, digna de Las Vegas. Seguramente con espejos y eso, porque lo que parecía una ruina saqueada por fuera se convierte en una chabola de lujo al entrar. Es algo anticuada, eso sí, como salida de un museo, aunque le da igual con tal de que tenga algo de valor. A Mal se le pasa por la cabeza la posibilidad de que sea vudú de verdad, pero lo descarta al instante.

Y puede que el billete de cinco mil dólares que lleva en el bolsillo sea un billete de ida.

Empieza a introducir en la mochila todo lo que encuentra: candeleros, cubertería, un puñado de billetes que localiza en la encimera de la cocina… Hace un rápido cálculo mental al metérselo en la mochila: billetes de cincuenta en un fajo tan gordo como una baraja de cartas; como mínimo, dos mil pavos.

Tendrá que planificar el traslado de los objetos más grandes. Es mierda decrépita, pero está seguro de que algunas cosas son caras de verdad, como el gramófono o el sofá con patas de animal. Preguntará a anticuarios auténticos y después ideará la forma de sacarlos. Está todo a punto de caramelo.

Cuando va a subir a la planta de arriba, oye pisadas en el porche delantero y se lo piensa dos veces. Ya ha disfrutado suficiente por un día y, a decir verdad, la casa le pone los pelos de punta.

Hay alguien en la puerta principal. Mal se dirige a la ventana, pero el corazón le late a mil por hora, como si se hubiese metido un chute chungo porque ¿y si no consigue salir? El diablo conoce a los de su calaña. «Jesús bendito, llévame a casa», piensa irracionalmente, ya que ni siquiera se cree esa mierda religiosa.

Pero sale al verano de 1991, y lo encuentra todo tal y como lo dejó. Están cayendo chuzos de punta, así que corre por la calle en busca de refugio. Vuelve la vista atrás, hacia la casa, que es de nuevo una construcción en ruinas, y se le ocurre que, si no fuera por la bolsa llena de mercancía que ha pillado, pensaría que todo ha sido una alucinación.

—Joder —dice entre dientes al mirar atrás—. Trucos y efectos especiales. Mierda de Hollywood. Qué estupidez asustarse por eso.

Pero no volverá por nada del mundo, se dice a sí mismo. Aunque es evidente que lo hará, y él lo sabe.

Se colará de nuevo en cuanto le falte la pasta. Cuando sienta el mono. La droga no tiene compasión por el amor ni por la familia, ni, por descontado, por el miedo. Si enfrentas en un ring a la droga y al demonio, la droga gana. Siempre.