DAN

DAN

24 de julio de 1992

Hace un calor absurdo dentro del Dreamerz. Y hay mucho ruido. Dan odia la música incluso antes de que empiece a tocar la banda. ¿Qué clase de nombre es Naked Raygun? Y ¿cuándo se puso de moda parecer sucio a posta? Una interminable serie de chicos hechos unos fantoches, con extraño vello facial y camisetas negras, se arremolinan alrededor del escenario antes de que salga la banda de verdad, que, irónicamente, va mejor vestida, y se ponga a toquetear guitarras, enchufes y pedales. También eso se le hace interminable.

Los zapatos se le pegan al suelo, que es de esos que están cubiertos de bebidas derramadas y colillas. Aunque lo prefiere al balcón de arriba, que está pavimentado con lápidas de verdad, aunque no sabe si lo prefiere al cuarto de baño, empapelado con folletos fotocopiados. El más raro es el de una obra de teatro, Delusis, en el que se ve a una mujer con máscara antigás y tacones. Comparados con eso, los chicos del escenario hasta resultan convencionales.

No tiene ni idea de qué está haciendo allí. Solo ha ido porque se lo pidió Kirby, porque a ella le pareció que sería incómodo encontrarse con Fred. Claro que lo es. Su primer amor, según le contó Kirby. Y eso hizo que Dan tuviese menos ganas aún de conocerlo.

Fred es muy, muy joven. Y estúpido. Los novios de la infancia no deberían regresar nunca, y menos si son novios que estudian cine. Y aún menos si eso es de lo único de lo que hablan. Películas de las que Dan no ha oído ni mencionar. Y eso que él no es un garrulo inculto, piense lo que piense su exmujer. Sin embargo, los chavales han pasado de hablar de películas de autor a hablar sobre una mierda experimental que no conoce ni Dios. No ayuda que Fred esté todo el rato intentando meterlo en la conversación, como buen chico que es, aunque eso, que quede claro, no lo hace merecedor de Kirby.

—¿Conoces el trabajo de Rémy Belvaux, Dan? —le pregunta Fred.

El chico lleva el pelo tan corto que no se le ve más que una pelusilla oscura sobre el cráneo. Completa el look con una perilla y uno de esos irritantes piercings bajo el labio, esos que parecen un gigantesco grano de metal. Dan tiene que contenerse para no arrancárselo.

—De bajo presupuesto. No sale de Bélgica, pero su obra es tan consciente de lo que la rodea, tan real… Se nota que la vive.

Dan piensa en vivir su trabajo golpeando la cara de alguien con un bate de béisbol, solo a modo de ejemplo.

Da gracias al cielo cuando la banda empieza a tocar y acaba con la conversación y, de paso, con el instinto homicida de Dan. El señor Primer Amor se pone a gritar con un entusiasmo demencial y le pasa su cerveza a Dan antes de meterse entre la gente a empujones para llegar hasta el escenario.

Kirby se inclina sobre el periodista y le grita algo al oído. Dan solo escucha algo que acaba en «anza».

—¡¿Qué?! —le responde. Sostiene la limonada como si fuera un crucifijo. Por supuesto, el bar no vende cerveza sin alcohol.

Kirby tira con el pulgar del pequeño bultito de cartílago que está por encima del canal auditivo de Dan y vuelve a gritar:

—¡Considéralo una venganza por todos los partidos a los que me has arrastrado!

—¡Eso es trabajo!

—Y esto también —responde ella, esbozando una sonrisa de felicidad porque, de algún modo, ha logrado convencer a Jim, el de la sección de ocio del Sun-Times, para que la deje redactar la reseña de un espectáculo. Dan echa chispas por los ojos. Debería alegrarse por ella, porque tenga la posibilidad de escribir sobre algo que le interesa de verdad. Sin embargo, lo cierto es que está celoso. No de un modo romántico, eso sería ridículo; pero se ha acostumbrado a tenerla cerca. Si la chica empieza a trabajar para la sección de ocio no estará al otro lado del teléfono cuando Dan esté viajando por la otra punta del país para cubrir un partido en campo contrario, y no podrá contarle los últimos rumores sobre una lesión o un récord de bateo, por no hablar de que tampoco se acomodaría en el sofá de Dan sentada sobre sus pies para ver viejas cintas de partidos clásicos soltando términos de baloncesto o de hockey sobre hielo para fastidiarle.

Su compañero, Kevin, bromeaba con él sobre ella hacía unos días. «¿Te gusta la chica?», le preguntó. «No, hombre, me da pena. Es más como un instinto protector. Paternal», respondió Dan. «Ah, quieres rescatarla». Dan resopló en su vaso y dijo: «No dirías eso si la conocieras».

Sin embargo, eso no explica por qué se le pasa su cara por la cabeza cuando descarga sus frustraciones en su solitaria cama de matrimonio mientras se imagina a un ejército de mujeres desnudas. En esos momentos se siente tan culpable y desconcertado que tiene que parar. Después reanuda la actividad con un espíritu furtivo horrible, aunque imaginándose cómo debe de ser besarla, abrazarla sobre el pecho y notar los de ella apretados contra su piel y meter la lengua en… Dios.

«Lo mejor sería que te la follaras y te olvidaras del tema», le dijo Kevin con actitud filosófica.

«No es eso», contestó Dan.

* * *

De todos modos, sí que es una salida de trabajo. Ella tiene un encargo, lo que significa que NO es una cita con Fred. Solo da la casualidad de que ese capullín engreído está en la ciudad y esta es la noche que mejor le viene a ella verlo. El periodista se consuela con eso. Y espera sobrevivir al ataque auditivo de la banda.

Dan divisa a una adorable camarera pelirroja con tatuajes en ambos brazos y un montón de piercings que lleva una bandeja de nachos a una mesa.

—Yo no lo haría —dice Kirby, repitiendo el truco de la oreja. De repente lo recuerda, como la pista de un crucigrama: «trago», así se llama ese trocito de cartílago—. No son famosos por su comida.

—¿Cómo sabes que no estaba echándole el ojo a la camarera? —le grita Dan.

—Lo sé. Tiene más piercings que una convención de grapadoras.

—¡Tienes razón, eso no me pone!

Dan se da cuenta de que lleva… —hace el cálculo— catorce meses sin mantener relaciones sexuales. Desde una cita a ciegas con una gerente de restaurante llamada Abby que salió bien. O al menos, eso creía él, aunque ella nunca le devolvió las llamadas. Ha analizado la cita y la experiencia mil veces para intentar averiguar lo que hizo mal. Ha repasado cada palabra, porque el sexo sí que fue bueno. Puede que hablara mucho de Beatriz. A lo mejor no había transcurrido el tiempo suficiente después del divorcio. Fue demasiado optimista volver al mercado tan pronto. Cabría pensar que los viajes le darían oportunidades de sobra, pero resulta que a las mujeres les gusta que las ronden, y ser soltero es más difícil de lo que recordaba.

De vez en cuando, todavía pasa con el coche por delante de la casa de Bea. Está en la guía telefónica y no es un delito haberla buscado, aunque ni sabe la de veces que ha marcado su número en el teléfono inalámbrico sin atreverse a hacer la llamada.

Lo ha estado intentando, de verdad. Y a lo mejor ella estaría orgullosa de él si lo viera por ahí, en un club, escuchando a una banda, bebiendo limonada con una víctima de intento de asesinato de veintitrés años y su novio de la infancia.

Sería un buen tema de conversación, y bien sabe Dios que se quedaron sin temas de los que hablar. Para él era un exorcismo contarle de manera compulsiva las cosas que Harrison no le dejaba publicar: los detalles más macabros y, peor aún, los más tristes. Los casos perdidos, los que nunca se resolvían o los que no iban a ninguna parte; los chavales con madres solteras drogadictas que intentaban seguir estudiando, pero acababan en las esquinas porque, sinceramente, ¿adónde iban a ir si no? Pero ¿cuántos crímenes horribles puede soportar una persona? Ahora se da cuenta de que fue un error, un terrible cliché. Esas cosas no se cuentan, y peor todavía es meter a tus seres queridos en el asunto. Jamás debería haberle contado a su mujer que algunas de las amenazas iban dirigidas a ella, ni que se había comprado una pistola, por si acaso. Eso es lo que de verdad la asustó.

Debería haber buscado una terapia en condiciones (sí, claro). Y, por una vez, debería haber intentado escucharla; a lo mejor así habría prestado más atención a lo que le contaba sobre Roger, el carpintero que les estaba haciendo un mueble nuevo para la tele. «Qué exagerada, ni que fuera Jesucristo en persona», le decía a su mujer todo el tiempo. Bueno, el hombre obraba milagros, eso hay que reconocerlo: consiguió hacerla desaparecer de la vida de Dan y la dejó embarazada a los cuarenta y seis. Lo que significa que el problema había sido de Dan desde el principio. Sus soldaditos no tenían redaños. Sin embargo, él creía que su mujer había renunciado a la idea de ser madre hacía ya tiempo.

A lo mejor si hubieran salido más habrían cambiado las cosas. Podría haberla llevado al club Dreamerz (Dios, esa zeta lo sacaba de sus casillas). O puede que no al Dreamerz, pero sí a algún sitio agradable. A escuchar blues en el Green Mill, o a dar paseos junto al lago, de picnic al parque… joder, incluso podrían haber recorrido Rusia en el Orient Express. Les faltó algo romántico y atrevido, en vez de la rutina de todos los días.

—¿Qué te parece? —le chilla Kirby al oído.

Está dando botes sin moverse del sitio, como un conejo demente en un saltador, al ritmo de la música, suponiendo que el ruido que emana del escenario sea música.

—¡Sí! —le grita a su vez. Delante de ellos, unos chicos chocan los unos contra los otros como si fueran un pinball, literalmente.

—¿Eso es un sí malo o un sí bueno?

—¡Te lo diré cuando descifre la letra! —responde, aunque duda de que vaya a conseguirlo en un futuro próximo.

Ella levanta el pulgar y se lanza contra la gente para unirse al baile. De vez en cuando, Dan ve asomar su loco corte de pelo o la pelusilla de Fred por encima de la multitud.

Se queda mirando mientras se bebe la limonada, que se la han servido con demasiado hielo y se ha convertido en agua diluida sin gas y con un tenue sabor a limón.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos de concierto más el bis, los dos jóvenes salen del mogollón, sudorosos y sonrientes. A Dan se le cae el alma a los pies al ver que van de la mano.

—¿Todavía quieres comer? —pregunta Kirby mientras se bebe lo que queda en el vaso de Dan (básicamente, hielo derretido).

* * *

Acaban en El Taco Chino con los rezagados de los otros clubs y bares. Es de las mejores comidas mexicanas que ha probado en plato de plástico.

—Eh, Kirbs, se me ocurre una cosa —dice Fred como si la idea hubiese surgido de repente—, deberías hacer un documental. Sobre lo que te pasó. Y de tu madre y de ti. Podría ayudarte. Puedo prestarte equipo de la uni y mudarme aquí un par de meses. Sería divertido.

—Bueno, no sé… —responde Kirby.

—Es una idea de mierda —interviene Dan.

—Perdona, ¿me recuerdas cuáles son tus conocimientos de cine? —le dice Fred.

—Tengo conocimientos de justicia penal. El caso de Kirby sigue abierto, y si alguna vez pillan a ese tío, la película podría perjudicarla en el juicio.

—Vale, entonces tendría que hacer una peli sobre béisbol y explicar por qué es tan importantísimo. A lo mejor me lo podrías aclarar tú, Dan.

Como está cansado y molesto, y no le interesa ser el macho alfa, Dan recurre a la respuesta fácil.

—Tarta de manzana. Fuegos artificiales el 4 de julio. Jugar al pilla pilla con tu viejo. Forma parte de la esencia de este país.

—Nostalgia, el gran pasatiempo americano —se burla Fred—. ¿Qué me dices del capitalismo, de la codicia y de los escuadrones asesinos de la CIA?

—Esa es la otra parte —coincide Dan, que se niega a dejar que este chico de pelo facial ridículo lo cabree. Dios mío, ¿cómo ha podido Kirby acostarse con él?

Pero Fred todavía está buscando pelea, intentando demostrar algo.

—Los deportes son como la religión, opio para las masas.

—Salvo que no tienes que fingir que eres bueno para ser aficionado a los deportes, y por eso son más poderosos. Es un club al que puede unirse cualquiera, es algo que conecta a todo el mundo, y el único infierno al que te enfrentas es que pierda tu equipo.

Fred apenas lo escucha.

—Y es tan predecible… ¿No te aburres de escribir lo mismo una y otra vez? Un hombre golpea la pelota, otro corre, a otro lo sacan.

—Sí, pero lo mismo ocurre con las películas o con los libros —dice Kirby—. Hay un número finito de tramas. Lo interesante es cómo se desarrollan.

—Exacto —responde Dan, que siente una alegría irracional al ver que ella se pone de su parte—. En un partido puede pasar cualquier cosa. Tienes héroes y villanos. Vives a través de los protagonistas y odias al enemigo. La gente introduce esas historias en sus vidas, vive y muere por su equipo; amigos y desconocidos juntos, con ellos, a escala masiva. ¿Alguna vez has visto a un hombre emocionarse en público por culpa de un deporte?

—Es lamentable.

—Son hombres adultos divirtiéndose, atrapados por algo. Es como si volvieran a ser niños.

—Es un triste ejemplo para la masculinidad —dice Fred.

Como se supone que él es el adulto responsable, consigue contenerse para no decirle que su cara sí que es un triste ejemplo para la masculinidad.

—Vale. ¿Y si te digo que es porque tiene su ciencia y su propia música? La zona de bateo cambia en cada partido, así que debes usar toda tu intuición y experiencia para predecir lo que te va a llegar. Pero ¿lo que de verdad me gusta? Que el fallo va implícito. Ni siquiera el mejor bateador del mundo tiene un porcentaje de éxito mayor de, no sé… ¿el treinta y cinco por ciento?

—Un rollo macabeo —se queja Fred—. ¿Y ya está? ¿Que los mejores bateadores de todos los tiempos si ni siquiera son capaces de darle a la pelota?

—Yo sí lo valoro —interviene Kirby—. Quiere decir que no pasa nada si la cagas.

—Siempre que te diviertas —añade Dan, que brinda con ella con un tenedor lleno de alubias refritas. A lo mejor todavía tiene una oportunidad. A lo mejor significa que lo menos que puede hacer es intentarlo.