KIRBY
23 de marzo de 1989
Las nubes, como barcos esponjosos, se deslizan rápidamente sobre el lago con la luz gris de la mañana. Apenas son las siete, y Kirby no estaría despierta tan temprano ni loca, si no fuera por el Maldito Perro.
Antes de que pare el motor del coche, Tokyo trepa por el asiento delantero de su Datsun de cuarta mano y le aplasta el brazo con sus torpes patazas cuando ella va a tirar del freno de mano.
—Ay, bruto —le dice Kirby mientras lo empuja hacia el asiento, un servicio que él le paga dejando escapar una ventosidad en su cara.
Eso sí, tiene la decencia de poner ojitos de culpa durante nada más y nada menos que un segundo, y después empieza a golpear la puerta con las patas y a gimotear para que lo deje salir, dándole coletazos a la funda de piel de oveja que oculta lo cuarteado que está el asiento.
Kirby pasa el brazo por encima del perro y consigue abrir el pestillo. Tokyo abre la puerta con la cabeza y sale al aparcamiento. Le da la vuelta al coche corriendo para llegar al lado de Kirby, salta para colocar ambas patas sobre la ventana, saca la lengua y empaña la ventana con su aliento mientras ella intenta salir del coche.
—No tienes remedio, ¿lo sabías? —gruñe Kirby, empujando la puerta con dificultad por culpa del peso del perro.
Tokyo ladra de placer. Galopa hasta donde empieza la hierba y vuelve corriendo para meterle prisa, como si la playa fuese a desaparecer. Como si ella fuese a dejarlo tirado.
Ese pensamiento hace que se sienta un poco mal, porque ha estado ahorrando para irse de casa de Rachel, y las residencias para estudiantes que ha encontrado son más estrictas que la Gestapo en lo que respecta a los compañeros de cuarto peludos. Se dice a sí misma que solo estará a dos pasos del El, que podrá sacarlo de paseo los fines de semana y que ha convencido al chico de enfrente para que le dé una vuelta a la manzana una vez al día por un dólar, aunque eso sea cinco pavos a la semana, veinte al mes. Mucha comida china.
Kirby sigue a Tokyo por el sendero que lleva a la playa a través del susurrante pasillo de hierbas altas. Debería haber aparcado más cerca de la orilla, pero está acostumbrada a ir los fines de semana a mediodía, y a esas horas no se encuentra un sitio vacío por nada del mundo. Sin el barullo, parece un lugar completamente distinto, casi siniestro, con esa niebla y el viento frío que sale del lago y corta la piel. La temperatura habrá espantado a todos los corredores, salvo a los más entusiastas.
Se saca la mugrienta pelota de tenis del bolsillo. Está agrietada, pelada en algunas zonas y blanducha de tanto mordisco. La lanza formando una alta parábola por encima del horizonte del lago, apuntando a la Torre Sears, como si pudiera derribarla.
Tokyo estaba esperándolo, tiene las orejas de punta y la boca cerrada, está concentrado. Se da media vuelta y sale a toda velocidad detrás de la pelota, anticipándose a su trayectoria con precisión matemática y atrapándola en el aire cuando baja.
Y eso es lo que la vuelve loca, cuando se pone en plan escurridizo con la pelota. Salta hacia delante como si fuera a soltarla en la mano de Kirby, pero se aparta a un lado cuando ella intenta cogerla y se pone a gruñir de felicidad.
—¡Perro! Te lo advierto…
Tokyo dobla las patas delanteras y levanta el culo mientras agita el rabo de un lado a otro como loco.
—Grrr —dice de nuevo el animal.
—Que me des la pelota si no quieres que… te convierta en alfombra.
Kirby hace un amago de lanzarse a por él, y el perro recula dos pasos, lo justo para ponerse fuera de su alcance, y adopta otra vez su posición. El rabo es como un helicóptero demente.
—Está muy de moda, ¿sabes? —dice ella mientras camina sin prisa por la playa con los pulgares metidos en los bolsillos de los vaqueros, como si no fuera con ella, para dejar claro que no va a perseguirlo—. Las de osos polares y de tigres están demodé, pero ¿las alfombras de piel de perro, sobre todo las de los perros molestos? Son de categoría, chaval.
Se lanza a por él, pero Tokyo estaba prevenido desde el principio, así que da un ladridito de alegría, aunque el sonido lo amortigua la pelota que lleva entre los dientes, y sale pitando por la playa. Kirby aterriza apoyando una rodilla sobre la arena húmeda mientras que él se mete en la helada espuma con una sonrisa canina tan grande que su dueña la ve desde donde está.
—¡No! ¡Perro malo! ¡Tokyo Meteoro Mazrachi! ¡Vuelve ahora mismo!
Él no la escucha, nunca lo hace. Perro mojado en el coche, una de sus situaciones favoritas.
—Venga, chico —insiste, y silba cinco notas cortas.
Él obedece, más o menos; sale del agua al fin y suelta la pelota en la arena blanqueada antes de sacudirse como un aspersor perruno. Ladra una vez, contento; todavía está jugando.
—Ay, por amor de Dios —dice Kirby mientras se le hunden las zapatillas de deporte moradas en el lodo—. Cuando te pille…
De repente, Tokyo vuelve la cabeza en la otra dirección, ladra una vez y sale disparado por la hierba que hay cerca del muelle.
Un hombre con un impermeable amarillo de pescador está al borde del agua, junto a un carro con un cubo y un extintor. Se da cuenta de que debe de ser una extraña técnica de pesca, ya que mete la plomada en un tubo de metal y usa la presión del extintor para enviarla hacia el centro del lago, más lejos de lo que podría lanzarlo con el brazo.
—¡Eh! ¡Nada de perros! —exclama el hombre en tono amable, y señala el cartel descolorido que hay en la hierba. Como si lo que él estuviera haciendo con el extintor fuese legal.
—¡No! ¿En serio? Bueno, le alegrará saber que en realidad no es un perro, ¡sino un proyecto de alfombra!
Su madre dice que eso es su campo de fuerza sarcástico, con lo que mantiene a raya a los chicos desde 1984. Si ella supiera… Kirby recoge la magullada pelota de tenis y se la mete en el bolsillo. Animal del demonio…
Enfadada, piensa que será un alivio mudarse a la residencia. El vecino puede quedarse con el perro. Ella se encargará los fines de semana si tiene tiempo y ganas. Pero ¿quién sabe? Puede que deba quedarse en la biblioteca, o que tenga resaca, o incluso es posible que tenga que entretener a un tío bueno en ese momento dulce e incómodo del desayuno del día después, ahora que Fred se ha ido a la uni de Nueva York a estudiar cine, como si, en realidad, no le hubiese robado a Kirby el sueño de toda su vida para salir corriendo porque, encima, él si podía costeárselo. Aunque la hubieran aceptado (y la habrían aceptado, joder, tenía más talento en su oreja izquierda que él en todo su sistema nervioso central), no habría podido pagarlo de ninguna manera. Así que estudia Historia e Inglés en DePaul, dos años y una vida entera de deudas por delante, suponiendo que encuentre trabajo después de graduarse. Por supuesto, Rachel no ha hecho más que animarla. Kirby estuvo a punto de meterse en Contabilidad o en Empresariales para fastidiarla.
—¡Tokyooo! —le chilla Kirby a la maleza, y silba otra vez—. Deja de hacer el tonto.
El viento se le cuela por debajo de la ropa y le eriza el vello desde las manos hasta la nuca. Debería haberse puesto una chaqueta de verdad. Como era de esperar, el perro se ha metido en la reserva de pájaros, y pueden ponerle una multa de las buenas por no llevarlo con la correa. Cincuenta dólares, o dos meses y medio de pagos al vecino que lo paseará. Veinticinco paquetes de fideos chinos.
—¡Un adorno, perro! —le chilla Kirby a la playa vacía—. ¡Eso vas a ser cuando acabe contigo!
Se sienta a la entrada del santuario, en un banco en el que alguien ha escrito unos nombres (Jenna + Christo 4ever), y se pone otra vez las zapatillas. La arena se le clava en los dedos, se le ha metido entre ellos, dentro de los calcetines. Entre los arbustos se oye cantar a un papamoscas. A Rachel siempre le han gustado los pájaros. Le decía cómo se llamaban todos. Kirby tardó años en darse cuenta de que se lo inventaba, de que no existían nombres como «el pájaro carpintero caperucito» o «la malaquita arcoíris de cristal». Solo eran palabras que a ella le gustaba emparejar.
Entra hecha una furia en la reserva. Los pájaros han dejado de cantar, silenciados, qué duda cabe, por la presencia de un perro mojado y molesto que anda armando escándalo por alguna parte. Hasta el viento ha cesado, y las olas son un ruido ahogado de fondo, como el tráfico.
—Venga, maldito perro.
Silba otra vez, cinco notas ascendentes.
Alguien le devuelve el silbido.
—Vaya, muy gracioso —dice Kirby.
El silbido regresa, burlándose de ella.
—¿Hola? ¿Atontao? —Suele aumentar el sarcasmo en función de lo nerviosa que esté—. ¿Has visto a un perro? —Vacila un segundo antes de salirse del sendero y meterse entre los densos matorrales para acercarse al origen del silbido—. Ya sabes, animal peludo, dientes que pueden arrancarte el cuello…
No hay respuesta, salvo un carraspeo, una tos. Parece un gato intentando vomitar una bola de pelo.
Solo tiene tiempo de soltar un gritito de sorpresa cuando un hombre sale de entre los matorrales, la coge por el brazo y con una fuerza sorprendente la tira al suelo con un movimiento rápido. Ella se tuerce la muñeca cuando la extiende automáticamente para frenar la caída. Se da un golpe tan fuerte en la rodilla contra una roca que, por un instante, lo ve todo blanco. Cuando se le aclara la visión, ve a Tokyo tumbado de lado en los arbustos. Alguien le ha enrollado una percha de alambre al cuello de tal modo que se le ha clavado en la carne y le ha dejado el pelo empapado de sangre. Está agitando la cabeza, sacudiendo los hombros, intentando soltarse, porque el alambre está enganchado de una rama que sobresale de un árbol caído. Pero cada vez que se mueve, se le clava más. La tos que oía era él intentando ladrar con las cuerdas vocales cortadas. Le ladra a algo que hay detrás de ella.
Ella se obliga a incorporarse sobre los codos, y lo consigue justo a tiempo de ver al hombre que le golpea la cara con una muleta. El impacto le destroza el pómulo y desencadena un estallido de dolor que le recorre el cráneo. Cae sobre la tierra húmeda hecha un ovillo. Y él se le pone encima, apretándole la espalda con una rodilla. Ella se retuerce y da patadas mientras él le pone los brazos a la espalda y gruñe mientras le ata las muñecas con alambre.
—Suéltame, cabrón —escupe ella al mantillo de tierra y hojas; sabe a cosas podridas y mojadas, lo nota suave y arenoso entre los dientes.
Él le da la vuelta sin miramientos, jadeando, y le mete la pelota de tenis en la boca antes de que pueda gritar, de modo que le parte el labio y le astilla un diente. Se comprime al entrar y después se expande y la obliga a mantener la mandíbula abierta. Ella se ahoga con el sabor de la goma y del perro, con la saliva y con la sangre. Intenta empujarla con la lengua, pero solo le sirve para encontrar el fragmento de esmalte de un diente roto. Le dan arcadas al notar en la boca ese trocito de su dentadura. Lo ve todo borroso y morado con el ojo izquierdo. Es el pómulo, que le empuja la órbita. Pero no importa, todo se está contrayendo.
Le cuesta respirar con la pelota en la boca. El hombre le ha apretado tanto el alambre de las muñecas, atadas a su espalda, que se le han quedado las manos entumecidas. Los bordes se le clavan en la columna. Entre sollozos, agita los hombros para intentar arrastrarse y escabullirse de debajo de él. No tiene un destino concreto en mente, solo quiere salir, salir, Dios mío. Pero él está sentado en los muslos de Kirby y la sujeta con su peso.
—Tengo un regalo para ti. Dos —dice el hombre.
La punta de la lengua le asoma entre los dientes, y deja escapar una especie de resuello agudo cuando se mete la mano en el bolsillo.
—¿Cuál quieres primero? —pregunta mientras extiende las manos para enseñarle los regalos a Kirby. Por un lado, una cajita reluciente blanca y plateada; por el otro, una navaja con empuñadura de madera.
—¿No consigues decidirte? —pregunta el hombre. Enciende el mechero y la llama salta como una caja con sorpresa; después vuelve a cerrarlo—. Esto es de recuerdo. —A continuación saca la hoja de la navaja—. Y esto es lo que tengo que hacer.
Ella intenta apartarlo de una patada, desequilibrarlo, mientras grita con furia con la pelota en la boca. Él se lo permite y la observa. Se divierte. Después le coloca el encendedor en la cuenca del ojo y le aprieta el borde duro contra el pómulo roto. Unos puntos negros estallan en la cabeza de Kirby y el dolor le recorre la mandíbula hasta bajarle por las vértebras.
El hombre le levanta la camiseta, le deja la pálida piel de invierno al descubierto. Le recorre el estómago con las manos y le clava las puntas de los dedos en la piel, aferrándose a ella, codicioso. Le deja moratones. Después le clava la navaja en la cavidad abdominal, la retuerce y le hace un irregular corte de un lado a otro, siguiendo la trayectoria de su mano. Ella se arquea contra él y grita detrás de la pelota.
Él se ríe.
—Tranquila, tranquila.
Ella solloza incoherencias. Las palabras no tienen sentido dentro de su cabeza, así que menos aún en su boca: «Noporfavornononiseteocurracoñononoporfavorno».
Los dos respiran al compás, él con resuellos de excitación y ella con aliento de conejo asustado. La sangre está más caliente de lo que ella se imaginaba, como si se hubiera meado encima. También es más espesa. A lo mejor ya ha terminado, a lo mejor ha terminado. Quizá solo quería hacerle un poco de daño, demostrarle quién manda antes de… Se le queda la mente en blanco ante las posibilidades. No se atreve a mirarlo, le dan demasiado miedo las intenciones que pueda leerle en la cara. Así que se queda donde está, contemplando el pálido sol de la mañana que asoma a través de las hojas, y escucha sus respiraciones acompasadas, entrecortadas y veloces.
Pero él no ha terminado. Kirby gruñe y se retuerce para intentar liberarse antes de que la punta de la hoja le toque la piel. Él le da una palmadita en el hombro y esboza una sonrisa salvaje; el esfuerzo le ha dejado el pelo pegado de sudor.
—Grita más fuerte, cariño —dice con voz ronca el hombre; le huele el aliento a caramelo—. A lo mejor te oye alguien.
Vuelve a introducir la navaja y corta hacia el otro lado. Ella grita lo más fuerte que puede, pero la pelota amortigua el sonido y, al instante, se desprecia a sí misma por haber obedecido. Después se siente agradecida porque le haya permitido gritar. Y eso la avergüenza aún más. No puede evitarlo, su cuerpo es un animal independiente, se ha separado de su mente, que es una cosa bochornosa y suplicante, dispuesta a hacer lo que sea para que pare la tortura. Lo que sea con tal de vivir. Por favor, Dios. Cierra los ojos para no tener que ver su cara de concentración ni la forma en que se tira de los pantalones.
El hombre sube y baja el arma siguiendo un patrón que parece predeterminado. Igual que está segura de que estar atrapada debajo de él también lo es. Se siente como si nunca hubiera estado en otra parte. Bajo el ardor punzante de las heridas nota que la hoja se frena en el tejido adiposo. Como si el desconocido estuviera cortando un solomillo, joder. Huele a matadero, a sangre y mierda. Porfavorporfavorporfavor.
Se oye un ruido terrible, peor aún que el aliento del hombre o que el sonido de la navaja al rasgar la carne. Kirby abre los ojos y, al volver la cabeza, ve a Tokyo temblando y retorciendo la cabeza, como si sufriera un ataque. Ladra y gruñe como puede, a pesar de la garganta destrozada. Está enseñando los dientes, que están manchados de espuma roja. El tronco entero tiembla con el movimiento. El alambre corta la rama en la que estaba enrollado, y trocitos de corteza y liquen salen volando. Unas relucientes burbujas de sangre le perlan el pelaje como si fueran un collar obsceno.
—No —consigue decir ella, aunque apenas se oye la ene.
El hombre cree que habla con él.
—No es culpa mía, cariño —le dice—. Es tuya. No deberías ser luminosa. No deberías obligarme a hacer esto.
Entonces le acerca la navaja al cuello. No ve a Tokyo liberarse del tronco hasta que lo tiene encima. El perro se lanza sobre él y le clava los dientes en el brazo atravesando la americana. La navaja se deja llevar por un movimiento brusco y le corta el cuello a Kirby, y aunque es un corte poco profundo, le hace una pequeña incisión en la carótida antes de que el hombre la deje caer.
El desconocido ruge de furia e intenta sacudirse al animal, pero las mandíbulas de Tokyo no se inmutan. El peso del perro lo tira al suelo. Busca a tientas la navaja con la otra mano y Kirby intenta rodar para taparla con su cuerpo, pero es demasiado lenta y no puede coordinar los movimientos. Él consigue coger el arma, y entonces Tokyo deja escapar un largo suspiro rasposo, y el hombre se arranca al perro del brazo y empieza a tirar de la navaja que le ha clavado a Tokyo en el cuello. Kirby pierde las pocas fuerzas que le quedan. Cierra los ojos e intenta hacerse la muerta, aunque la traicionan las lágrimas que le caen por las mejillas.
El hombre se arrastra hacia ella sujetándose el brazo.
—No me engañas —dice, y le toca con afán diagnóstico la herida del cuello, lo que la hace gritar otra vez mientras mana la sangre.
—Da igual, te desangrarás en un momento.
Le mete la mano en la boca y le saca la pelota de tenis, que aplasta entre sus dedos. Ella le muerde con todas sus fuerzas, le clava los dientes en el pulgar. Más sangre en la boca, aunque esta vez es de él. El hombre le da un puñetazo en la cara y ella pierde el conocimiento durante un instante.
Despertar la deja conmocionada. El dolor la aplasta en cuanto abre los ojos, como si tuviera el yunque del Coyote sobre la cabeza. Empieza a llorar. El hijo de puta se aleja cojeando con la muleta en la mano, como si fuera de atrezo. Se detiene, de espaldas a ella, y busca algo en el bolsillo.
—Casi se me olvida —le dice a Kirby antes de lanzarle el encendedor, que aterriza al lado de su cabeza, sobre la hierba.
Ella se queda tumbada, esperando la muerte, esperando que pare el dolor. Pero no muere y el dolor no cesa, y entonces Tokyo deja escapar un diminuto gruñido, como si tampoco estuviera muerto, así que ella empieza a cabrearse en serio. A la mierda el puto tío de la navaja.
Apoya todo el peso en la cadera e intenta girar la muñeca, lo que hace que se le despierten las terminaciones nerviosas, que envían un chillido en código morse al cerebro. El tipo ha sido descuidado. Los alambres eran una medida a corto plazo para retenerla, no sirven para mantenerla atada, especialmente después de haberse librado de su peso. Tiene los dedos demasiado entumecidos para que le funcionen bien, pero la sangre le facilita la tarea: aceite lubricante para bondage, piensa, y, para su sorpresa, se le escapa una risa amarga.
A la mierda.
Se suelta una mano con mucho trabajo y se desmaya al intentar sentarse. Tarda cuatro minutos en ponerse de rodillas. Lo sabe porque cuenta los segundos, es la única forma de no perder la conciencia. Se enrolla la chaqueta en la cintura para intentar contener la sangre, pero no consigue atarla. Le tiemblan demasiado las manos, sus habilidades motoras están inservibles, así que se la remete como puede en la parte de atrás de los vaqueros.
Se arrodilla al lado de Tokyo, que pone los ojos en blanco al verla e intenta mover el rabo. Ella lo levanta, lo coge en brazos y se lo lleva al pecho. Casi se le cae.
Tambaleándose, se dirige al sendero, al sonido de las olas, con su perro en brazos. El animal mueve el rabo débilmente contra su muslo.
—No pasa nada, chico. Ya casi estamos —le dice.
Cuando habla, de la garganta le emerge un borboteo horrible. La sangre le cae por el cuello, le empapa la camiseta. La gravedad es un suplicio, parece que se ha multiplicado por un millón. No es el peso del perro, que tiene el pelo cubierto de sangre, sino el peso del mundo. Nota que algo se le suelta por la cintura, algo caliente y resbaladizo. Mejor no pensar en ello.
—Ya casi estamos. Casi estamos.
Los árboles dejan paso a un camino de cemento que conduce al muelle. El pescador sigue allí.
—Ayuda —dice con voz ronca, pero demasiado bajito para que la oiga—. ¡Ayúdeme! —grita, y el pescador se vuelve, abre mucho la boca y yerra el tiro de la plomada de la tubería, de modo que la bola roja rebota en el cemento, entre los sábalos que ha desechado.
—Pero ¿qué…? —El hombre suelta su barra, saca un bastón de madera del carro y corre hacia ella mientras lo agita sobre la cabeza—. ¿Quién te ha hecho eso? ¿Dónde está? ¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude! ¡Ambulancia! ¡Policía!
Kirby esconde la cara en el pelaje de Tokyo. Se da cuenta de que el perro no agita el rabo, de que, en realidad, no lo ha hecho en ningún momento.
Era pura física, el movimiento de cada paso que daba. Una reacción igual y opuesta.
La navaja sigue asomando del cuello de Tokyo. Está tan metida entre sus vértebras que el veterinario tendrá que extraerla quirúrgicamente, lo que la dejará casi inservible para los forenses. Por eso el hombre no pudo sacarla y terminar el trabajo que había comenzado con ella.
«No, por favor», piensa, pero está llorando demasiado para poder hablar.