HARPER

HARPER

26 de febrero de 1932

Harper se compra un traje hecho a medida en la Baer Brothers and Prodie Store, donde lo tratan como si fuera una mierda hasta que ven el color de su dinero. Después lleva a cenar fuera a la enfermera Etta y a su compañera de cuarto de la residencia femenina en la que vive. La otra chica, Molly, es una profesora de Bridgeport, un poco tosca en comparación con su espabilada amiga. Molly esboza una sonrisa malvada y afirma que es la carabina, como si él no supiera que lo único que quiere es comer gratis. Lleva zapatos desgastados, y a la lana oscura de su abrigo le han salido bolitas. Parece una oveja. La cerdita y la corderita. Puede que Harper pida chuletas para cenar.

Por encima de todo, se alegra de poder ingerir comida de verdad en vez de pan blanco mojado en leche y puré de patatas. Ha perdido mucho peso por la lesión en la mandíbula. Le quitaron los alambres al cabo de tres semanas, pero no ha sido capaz de masticar hasta hace poco. Las camisas le cuelgan como si fueran sacos y no se había podido contar tan bien las costillas desde que era un niño y su padre le facilitaba la labor dejándole moratones con el cinturón.

Recoge a las chicas en la estación y, paseando por la nieve de La Salle, pasan por delante del nuevo comedor de beneficencia, en el que hay una cola que recorre media manzana. Los hombres se sienten tan avergonzados que no levantan la mirada del suelo. Se dedican a dar pisotones para espantar el frío y avanzan arrastrando los pies. A Harper le parece una pena. Espera que el miserable de Klayton levante la mirada y lo vea con una chica en cada brazo, con un traje nuevo y con un fajo de billetes en el bolsillo, junto a su navaja. Sin embargo, Klayton tiene la vista clavada en el suelo cuando pasan junto a él. Está gris y arrugado sobre sí mismo, como una polla con gonorrea.

Podría volver y matarlo. Podría buscarlo en el portal donde duerma e invitarlo a calentarse en la Casa, sin resentimiento. Le pondría un vaso de whisky en la mano, frente al fuego, y lo mataría a golpes con el martillo, como Klayton quería hacerle a él. Empezaría por romperle los dientes.

—Vaya, cada vez está peor —comenta Etta, chasqueando la lengua.

—¿Crees que esos lo pasan mal? —dice su amiga—. La junta del colegio está pensando en darnos pagarés. ¿Ahora nos van a pagar con cupones en vez de con dinero de verdad?

—Mejor que te paguen en alcohol. Con todo lo que están confiscando… A ellos no les sirve para nada, y así estarías calentita.

Etta aprieta el brazo de Harper y lo saca de la fantasía en la que estaba sumido. Vuelve la vista atrás para echarle una última ojeada a Klayton, y descubre que este lo está mirando con el sombrero entre las manos y la boca abierta.

Harper hace girar a las chicas y les dice:

—Saludad a mi amigo.

Molly obedece agitando los dedos con aire coqueto, pero Etta frunce el ceño.

—¿Quién es?

—Alguien que intentó destruirme. Ahora está probando su propia medicina.

—Hablando de medicinas… —comenta Etta dándole un codazo a Molly, que mete la mano en el bolso y saca una botellita con una etiqueta en la que se lee: «Alcohol».

—Sí, he traído un traguito.

Bebe un poco y se lo pasa a Harper, que limpia el borde de la botella en la americana antes de llevársela a los labios.

—No te preocupes, no es alcohol desinfectante. La fábrica que suministra al hospital tiene un negocio alternativo.

El alcohol es potente, y Molly bebe con ansia, así que, cuando llegan al restaurante de Mme. Galli en East Illinois, la corderita ya está prácticamente beoda.

En las paredes del restaurante hay una gran caricatura de un cantante de ópera italiano y fotografías de varios actores de teatro del centro que han plasmado su firma en sus sonrientes caras. Para Harper no significan nada, pero las chicas exclaman con admiración. Por su parte, el camarero no comenta nada sobre el desaliño de sus abrigos cuando se los lleva para colgarlos del perchero que hay tras la puerta.

El establecimiento está medio lleno de abogados, bohemios y actores. En los dos salones reconvertidos en uno hace una temperatura agradable gracias a las dos chimeneas, una en cada lado, y al alboroto de gente que empieza a llenarlos.

El camarero los acompaña hasta una mesa situada junto a la ventana. Harper se sienta a un lado, y las chicas, al otro, de modo que se ven por encima del alegre cuenco con frutas que hace las veces de centro de mesa. Está claro que Mme. Galli tiene a la ley en el bolsillo, ya que el camarero les lleva, sin hacer aspaviento alguno, una botella de Chianti que tiene en una estantería transformada en armario de licores.

Harper pide chuletas de cordero de primero, y Etta lo imita, pero Molly pide el solomillo con actitud desafiante. A él le da igual, no le importa, cobran un dólar con cincuenta por cinco platos, así que la zorra conspiradora puede pedir lo que quiera.

Las chicas se comen los espaguetis con entusiasmo, retorciendo los tenedores como si hubiesen nacido para ello. Sin embargo, a Harper la pasta le resulta una comida resbaladiza, y el sabor a ajo lo abruma.

Las cortinas están sucias de humo. En la mesa de al lado, la joven que fuma cigarrillos entre plato y plato con la intención de parecer cosmopolita es tan vacua como sus compañeros, que hablan demasiado alto. Todos los mamones del restaurante están actuando, se disfrazan con ropajes y modales.

Se da cuenta de que ha pasado demasiado tiempo, que hace casi un mes que no mata a nadie. Desde Willie. El mundo pierde color en las pausas. La Casa tira de él como si tuviera una cuerda atada a cada vértebra. Intenta evitar la habitación principal y duerme abajo, en el sofá, pero últimamente sube la escalera como en sueños, se queda en la puerta y contempla los objetos. Dentro de poco no le quedará más remedio que salir de nuevo.

Mientras tanto, el ganado de su mesa bate las pestañas y compite por lograr la sonrisa más afectada.

Etta se disculpa para ir a «retocarse el pintalabios» y la chica irlandesa se desliza hasta el otro lado de la mesa para sentarse a su lado y juntar la rodilla con la de él.

—Es usted todo un descubrimiento, señor Curtis. Quiero saberlo todo sobre usted.

—¿Qué quiere saber?

—Dónde se crio, cómo es su familia, si ha estado casado o si se ha prometido, cómo consiguió el dinero… Lo normal.

No puede negar que este interrogatorio tan directo lo intriga.

—Tengo una Casa.

Se siente temerario, y ella está tan bebida que tendrá suerte si recuerda su propio nombre al día siguiente, por no hablar de cualquier declaración extraña que le haga.

—Un propietario —gorjea ella.

—Se abre a otras épocas.

—¿El qué? —pregunta ella, desconcertada.

—La Casa, querida. Quiero decir que conozco el futuro.

—Fascinante —ronronea la chica sin creérselo en absoluto, pero haciéndole saber que está dispuesta a seguirle el juego. Y no solo con la historia, si es que él está interesado—. Vale, cuénteme algo asombroso.

—Habrá otra gran guerra.

—¿En serio? ¿Debería preocuparme? ¿Puede leerme el futuro?

—Solo si la abro.

Como él había supuesto, ella lo entiende de otro modo, se ruboriza un poco, aunque también se excita, y comienza a acariciarse con el dedo el labio inferior y la media sonrisa que forma.

—Bueno, señor Curtis, puede que esté dispuesta. ¿Puedo llamarlo Harper?

—¿Qué estás haciendo? —los interrumpe Etta, roja de rabia.

—Solo estamos hablando, cielo —responde Molly, esbozando una sonrisa de suficiencia—. De la guerra.

—Serás fresca… —dice Etta, y vuelca el cuenco de espaguetis sobre la cabeza de la profesora.

La salsa y la ternera picada le bajan por los ojos, mientras los trozos de tomate, el ajo y los espagueti húmedos se le coagulan en el pelo. Harper se ríe, sorprendido.

El camarero corre hacia ellos con servilletas y ayuda a Molly a limpiarse.

—¡Cáspita! ¿Va todo bien?

Molly está temblando de rabia y de humillación.

—¿Vas a dejar que me haga esto?

—Me parece que ya está hecho —responde Harper, y le lanza la servilleta de lino—. Ve a limpiarte, que estás hecha un desastre.

Después le pone en la mano un billete de cinco dólares al camarero antes de que él les pida que se marchen.

—Ahí también va una propina para usted —explica, y le ofrece el brazo a Etta. A la chica se le ilumina la cara, mientras que Molly se echa a llorar.

Harper y Etta salen alegremente del restaurante. Las farolas forman grasientos charcos de luz por la calle, y pasear hasta el lago parece lo más natural, a pesar del frío. Las aceras están rebosantes de nieve y las ramas peladas de los árboles son como encaje sobre el cielo. Los bajos edificios se apiñan a lo largo de la orilla para protegerse del agua. Los distintos niveles de la fuente de Buckingham están cubiertos por una capa blanca, y los enormes caballitos de mar de bronce luchan contra el hielo sin llegar a ninguna parte.

—Es como un glaseado —dice Etta—. Como una tarta de boda.

—Lo que pasa es que estás molesta por haberte perdido el postre —contesta Harper, apostando por bromear.

—Se lo ha ganado —responde ella, y se le ensombrece el rostro al recordar a Molly.

—Claro que sí. Podría matarla por ti —añade, probándola.

—Me gustaría poder matarla yo misma. Fresca…

Etta se frota los brazos desnudos y se echa el aliento en los dedos cuarteados. Después lo coge de la mano. Harper se sobresalta, pero ella solo lo usa para apoyarse y subirse a la fuente.

—Ven conmigo —le pide, y, tras un momento de vacilación, Harper sube detrás de ella.

La chica se abre paso entre la nieve, patinando sobre el hielo, hasta llegar a uno de los caballitos de mar, sobre el que se reclina posando.

—¿Quieres cabalgar un rato? —pregunta en tono infantil, y él se da cuenta de que es aún más taimada que su amiga.

Sin embargo, la enfermera lo intriga. Hay algo maravilloso en su codicia. Es una mujer de apetitos egoístas que, merecida o inmerecidamente, considera que está por encima del resto de la humanidad.

Entonces la besa, sorprendiéndola. La lengua de Etta se le mete en la boca, veloz y resbaladiza, como un cálido anfibio diminuto. Él la empuja contra el caballito y le mete una mano bajo la falda.

—No podemos volver a mi apartamento —dice ella, retirándose—. Hay reglas. Y está Molly.

—¿Aquí? —sugiere él mientras intenta darle la vuelta y abrirse la bragueta a la vez.

—¡No! Hace mucho frío. Llévame a tu casa.

De repente se le baja la erección y la suelta con aire brusco.

—Imposible.

—¿Qué te pasa? —le grita ella, dolida, cuando Harper se baja de un salto de la fuente y se aleja a paso ligero hacia Michigan—. ¿Qué he hecho? ¡Eh! ¡No me dejes así! ¡No soy una puta! ¡Que te jodan, amigo!

Él no responde, ni siquiera cuando la chica se quita un zapato y se lo tira a la espalda, aunque, por desgracia, se queda muy corta. Tendrá que ir dando saltitos por la nieve para recuperarlo. Harper piensa en su humillación y sonríe.

—¡Que te jodan! —grita ella de nuevo.