WILLIE

WILLIE

15 de octubre de 1954

El primer reactor nuclear que alcanzó la criticidad estaba bajo el crecido césped del estadio de fútbol americano de la Universidad de Chicago. Fue en 1942 y ¡era un milagro de la ciencia! Sin embargo, no tardó en convertirse en un milagro de la propaganda.

El miedo ulcera la imaginación. No es culpa del miedo, solo es su forma de ser. Engendra pesadillas y los aliados se convierten en enemigos, se ven subversivos por todas partes, y cuando los rojos tienen la bomba, la paranoia justifica cualquier persecución y la privacidad se convierte en un lujo.

Willie Rose comete el error de pensar que eso es solo una cosa de Hollywood. Walt Disney testifica ante la Alianza Cinematográfica para la Protección de los Ideales Estadounidenses que los dibujantes comunistas quieren convertir a Mickey Mouse en ¡una rata marxista! Qué absurdo. Por supuesto que ha oído hablar de carreras destrozadas y nombres en listas negras por no jurar lealtad a los Estados Unidos de América y todo lo que representa, pero ella no es Arthur Miller; ni Ethel Rosenberg, ya puestos.

Así que cuando entró a trabajar el miércoles en Crake & Mendelson, en la tercera planta del edificio Fisher, no esperaba encontrarse los dos cómics sobre su mesa de dibujo, como si fueran una acusación.

«Fighting American: No te rías, ¡no tienen gracia! POISON IVAN y HOTSKY TROTSKY». Un superhéroe vestido con la bandera de Estados Unidos y su compañero con aspecto de niño bonito se preparan para acabar con los horribles mutantes rojos que salen a rastras de un túnel que está debajo de ellos. En la cubierta del otro cómic, un guapo agente secreto forcejea con una dama de rojo que va armada, mientras un soldado ruso de gran barba se desangra sobre la alfombra. Un cuadro en el que se ve un paisaje nevado con un cielo surcado de rojo cuelga sobre la chimenea, y por la ventana se distinguen las características siluetas de unos minaretes. «Las misiones secretas del almirante Zacharias: ¡Peligro! ¡Intriga! ¡Misterio! ¡Acción!». La mujer se le parece un poco a ella, tiene el cabello del mismo color negro azabache. Qué poco sutil. Risible. Aunque en realidad no lo es.

Se sienta en su silla giratoria, la que tiene una rueda suelta que se inclina a un lado en precario equilibrio, y hojea los cómics con semblante serio. Después da media vuelta en su asiento para reprender al gigante de escaso cabello y camisa azul con cuello blanco que la observa desde el dispensador de agua. Dos metros de altura y un imbécil de pies a cabeza. Es el mismo tipo que le había dicho que solo contrataban a una mujer, aunque fuese arquitecta, para que atendiera el teléfono. Número de veces que había contestado al teléfono desde que empezó a trabajar allí, hace ocho meses: cero.

—Eh, Stewie, tus cómics no son cómicos.

Después los deja caer en la papelera que tiene a los pies con un gesto teatral, usando las dos manos, como si pesaran una tonelada. La tensión que flota en el aire, de la que no se había percatado, por fin se relaja, y algunos de sus colegas se ríen. La buena de Willie. George finge darle un uno-dos en la mandíbula a Stewart, K. O. El muy imbécil levanta las manos fingiendo haber sido derrotado y todos vuelven al trabajo, más o menos.

¿Se lo parece a ella o la posición de las cosas de su escritorio es algo distinta? Su rapidógrafo de 25 mm está a la derecha de la regla en T y de la regla de cálculo, cuando ella suele dejarlo al otro lado porque es zurda.

Por amor de Dios, no es miembro del Partido Comunista, si ni siquiera es socialista. Sin embargo, es una artista, y en estos días basta con eso. Porque los artistas socializan con todo tipo de personas, como negros, radicales de izquierdas y gente con opiniones propias.

No importa que William Burroughs le parezca incomprensible, al igual que todo el revuelo con el Chicago Review por atreverse a publicar su exagerada pornografía. Nunca ha sido una gran lectora. Pero tiene amigos en la colonia de la Calle 57: escritores, artistas y escultores. Ha vendido sus bocetos en el mercado de arte. Desnudos femeninos de amigas que posan para ella. Algunas de forma más íntima que otras. Pero eso no la convierte en roja, joder, aunque hay cosas que preferiría mantener en secreto. De todos modos, la mayoría de la gente no diferencia entre unas cosas y otras. Rojos, subversivos, maricas…

Para que no le tiemblen las manos, se pone a juguetear con la maqueta de cartón de los nuevos bungalós de Wood Hill en la que ha estado trabajando. Ha dibujado cincuenta bocetos, pero le resulta más sencillo imaginárselo en tres dimensiones. Ya ha hecho cinco maquetas con las ideas más prometedoras, alejándose en distintos grados del concepto original que le había entregado George. Buscaba su oportunidad, aunque cuesta tener una idea original cuando el director de la empresa te da instrucciones demasiado específicas. No se puede reinventar la rueda, pero sí hacerla girar a tu manera.

Son casas para la clase obrera que forman parte de un plan de viviendas aislado y situado con todo el descaro en Park Forest, el cual incluye un centro urbano autosuficiente y sus propios grandes almacenes Marshall Fields. Le permiten encargarse de todo, incluso de los armarios y de la iluminación, pero no podrá presentar el proyecto, aunque George le ha dicho que sí lo gestionará en el emplazamiento. En realidad se lo han confiado porque el resto del personal está obsesionado con los edificios de oficinas para el proyecto del Gobierno que pretenden conseguir y que todos tratan en secreto.

Wood Hill no es de su gusto, nunca renunciaría a su piso de Old Town, al bullicio y a la vida de la ciudad, ni a la facilidad con la que puede colar en su casa a una chica guapa si sube la escalera con sigilo. Eso sí, diseñar estos utópicos hogares modelo la satisface. En un mundo ideal, le gustaría que fueran modulares, al estilo de Kecks, de modo que pudieras cambiar los componentes de sitio y darle un aspecto diferente, consiguiendo una comunicación fluida entre los espacios interiores y exteriores. Hace poco había estado leyendo libros sobre Marruecos, y le parece que la idea de un patio central cerrado funcionaría en los brutales inviernos de Chicago.

Adelantándose a los hechos, había pintado una acuarela artística de su diseño favorito. En ella se ve una familia feliz, con mamá y papá (¿es culpa suya que el padre parezca algo sobrenatural con esos pómulos tan altos?), dos niños, un perro y un Cadillac en la puerta. Tiene un aspecto acogedor, sin complicaciones aparentes.

Cuando empezó a trabajar en esta empresa le molestaba tener que hacer modificaciones en aquellos hogares precocinados. Sin embargo, Willie es una mujer que ha hecho las paces con sus ambiciones. Había intentado entrar en la colonia de Frank Lloyd Wright, pero la habían rechazado (se rumoreaba que, de todos modos, el hombre estaba en la bancarrota y no volvería a terminar ningún edificio, así que él se lo perdía). Y jamás sería una Mies van der Rohe, lo que no era necesariamente malo teniendo en cuenta que Chicago tenía un excedente de aspirantes a Van der Rohe. Ratoncitos ciegos detrás del flautista de Mies. La descripción no es de Willie. Ese Wright es un viejo amargado con sentido del humor.

Le habría gustado encargarse del proyecto de algún edificio público, un museo o un hospital, pero tuvo que luchar por conseguir este trabajo tanto como había luchado por ganarse una plaza en el MIT. Crake & Mendelson fue la única empresa que la invitó a una segunda entrevista, y ella la aprovechó bien, se puso su falda de tubo más ajustada y se armó de su humor más descarado y de una muestra de trabajos que demostraba que era algo más que eso, aunque la contrataran por otras razones. Hay que sacarles partido a las ventajas que te ofrecen la madre naturaleza y tus propias tretas.

Los últimos encontronazos han sido culpa suya. No dejaba de profetizar que los barrios de los suburbios transformarían las vidas de las familias de clase obrera. Le gusta que construyan comunidades alrededor de los trabajos, que los obreros puedan tener sueños de administrativos y salir de la ciudad, en la que viven diez familias apretujadas en un piso diseñado para una sola. Ahora se da cuenta de que esos comentarios podrían ser interpretados como un alegato a favor de los trabajadores, de los sindicatos y de los comunistas. Debería haber cerrado la boca.

La ansiedad la envenena, como el exceso de café. Es por el modo en que Stewart le lanza miraditas dolidas. Entonces se percata de que ha cometido un terrible error, de que él será el primero en ponerla contra la pared, porque eso es lo que hace la gente ahora. Los vecinos se asoman entre las cortinas, los profesores se chivan de los niños de su clase y los colegas delatan a los subversivos de la mesa de al lado.

Todo esto viene desde la primera semana en la que empezó a trabajar allí. Sigue dolido porque se rio de él cuando fueron en grupo a tomar una copa. Él se había achispado un poco y la siguió hasta el baño de señoras. Trató de besarla con esos labios tan finos y secos que tiene, la empujó contra el lavabo de grifos dorados y azulejos negros intentando subir por su falda mientras se llevaba la mano a los pantalones. Los recargados espejos art noveau reflejaban interminables iteraciones de sus torpes movimientos. Willie lo quiso apartar, pero como no cedía metió la mano en el bolso (que descansaba sobre el lavabo porque estaba retocándose el pintalabios cuando entró él) y sacó el encendedor art déco plateado y negro que se había comprado para celebrar que había conseguido entrar en el MIT.

Stewart chilló y se apartó para lamerse la ampolla que ya empezaba a salirle en el nudoso hueso de la muñeca. Ella no se lo dijo a los otros, porque aunque fuese un poco bocazas, de vez en cuando sabía cuándo cerrar el pico. En cualquier caso, alguien debió de verlo salir, todavía rojo por la humillación, porque se corrió la voz. Desde entonces estaba empeñado en amargarle la vida.

Trabaja durante la hora de la comida para no tener que encontrárselo al salir, aunque el estómago le ruge como si fuera un tigre. Espera hasta que Stewart va a reunirse con Martin para recoger su bolso y dirigirse a la puerta.

—¿Ahora vas a comer? —pregunta George con aire afable mientras consulta la hora en su reloj.

—No tardaré nada. Estaré de vuelta en el escritorio antes de que me veas marcharme —responde.

—¿Como Flash? —pregunta el otro, y ahí está, es prácticamente una confesión.

—Igualito —dice ella, a pesar de que no ha leído el maldito cómic.

Después le guiña un ojo con coquetería, sale por la puerta bamboleando las caderas y recorre las relucientes baldosas con forma de mosaico que parecen escamas de pez hasta llegar a las recargadas puertas del ascensor.

—¿Está usted bien, señorita Rose? —le pregunta el portero en la recepción cuando sale del ascensor. Tiene la calva tan reluciente como los plafones.

—Como una flor, Lawrence —contesta ella—. ¿Y usted?

—Tengo la gripe, señorita. A lo mejor me paso después por la farmacia. Está usted pálida, espero que no la haya pillado. Es una gripe de las buenas.

En la calle, nada más salir del edificio Fisher, se apoya en el arco del umbral y nota contra la espalda los ángulos del pez dragón esculpido en la fachada. El corazón le palpita en el pecho como si intentara salírsele.

Quiere irse a su casa y acurrucarse en la cama sin hacer (las sábanas todavía huelen al coño de Sasha, que estuvo allí el miércoles por la noche). Sus gatos estarían encantados de tenerla en casa a media tarde, y todavía le queda una botella de Merlot en el frigorífico. Sin embargo, si se fuese en plena jornada laboral, ¿qué pensarían? Sobre todo George.

«Actúa con normalidad, por amor de Dios —piensa—. Recupera la compostura». Ya empiezan a mirarla y, peor, a preguntar por su salud. Se aparta de la arcada antes de que una anciana entrometida con arrugas en el cuello se acerque a preguntarle si se encuentra bien. Sube por la calle con aire decidido en dirección a un bar que está a varias manzanas de distancia, donde es poco probable que se encuentre con uno de sus colegas.

Es uno de esos locales que están en un semisótano, desde cuyas ventanas solo se ven los zapatos de la gente que pasa. El camarero se sorprende al verla. Todavía está preparándose para abrir, bajando las maltrechas sillas de unas mesas igual de maltrechas.

—Aún no hemos abierto…

—Un whisky sour. Solo.

—Lo siento, señorita…

Ella deja un billete de veinte dólares sobre la barra, así que el camarero se encoge de hombros, se vuelve hacia las botellas que hay en los estantes y empieza a mezclar la bebida con más detenimiento del necesario, o por lo menos es lo que le parece a Willie.

—¿Es usted de Chicago? —pregunta el hombre a regañadientes.

Ella le da unos golpecitos al billete.

—Soy de donde hay más billetes si cierra el pico y me prepara la bebida.

En el fino fragmento de espejo de detrás de la barra puede ver el reflejo de las piernas de los viandantes. Zapatos de cuero negros, merceditas color canela, una niña con calcetines tobilleros y zapatos de cordones, un hombre con muleta que arrastra los pies… Eso despierta un recuerdo en su memoria, pero cuando se vuelve para mirar, ya no está. ¿Qué más da? Al menos ya le han servido la bebida.

Willie se la bebe y después pide otra. Cuando va por la tercera ya se siente capaz de volver, así que desliza el billete de veinte por la barra hacia el camarero.

—Eh, ¿qué pasa con el siguiente?

—Buen intento, campeón —responde ella, y regresa a la oficina nadando, como si flotara.

Cuando llega a la puerta del edificio, la sensación se ha convertido en mareo. Se siente como si tuviera un peso encima, como si una tormenta se estuviera formando sobre de su cabeza. Nota que la presión barométrica aumenta con cada paso que da, de modo que necesita toda su fuerza de voluntad para poner buena cara cuando abre la puerta de la oficina.

Dios, cómo ha podido equivocarse tanto al identificar a sus enemigos. Stewart la mira con preocupación, no con desdén. A lo mejor sabe que aquella noche se pasó de la raya. Willie se da cuenta de que ha sido un auténtico caballero desde entonces. Martin se ha molestado porque no estaba en su puesto cuando ha ido a buscarla. Y George… George sonríe y arquea las cejas, como diciendo: «¿Por qué has tardado tanto? Por cierto, que sepas que te estoy vigilando».

El papel vitela con los planos se desdibuja delante de sus ojos. Se pone a golpear con furia las paredes de la cocina con su polvo secante; están todas mal y tendrá que cambiar la configuración.

—¿Estás bien? —le pregunta George mientras le pone una mano en el hombro con excesiva familiaridad—. Pareces algo indispuesta. A lo mejor deberías irte a casa.

—Estoy perfectamente, gracias.

Ni siquiera se le ocurre una réplica ingeniosa. El querido George, el mimoso, peludo e inofensivo George. Recuerda la noche que ambos se quedaron hasta tarde trabajando en el proyecto de Hart, y que él sacó la botella de whisky escocés que Martin guardaba en su despacho y se quedaron hablando hasta las dos de la mañana. ¿Qué le dijo a George? Se devana los sesos intentando recordarlo. Le habló de arte y de su infancia en Wisconsin y de por qué había querido ser arquitecta, de sus edificios favoritos, de los que desearía haber diseñado… De las altas torres de Adler y Sullivan, y de sus detalles esculpidos. Eso la llevó a hablar de Pullman y de que los trabajadores que vivían en su barrio residencial estaban obligados a seguir esas reglas tan ridículas y paternalistas. Y él apenas pronunció palabra, la dejó divagar. La dejó incriminarse.

Se queda paralizada. Podría esperar a que se le pasara, quedarse en su mesa hasta que se fueran todos y después intentar encontrarle sentido a la situación. Podría volver al bar o irse directamente a su casa para destruir cualquier cosa que pudiera parecer pervertida o subversiva.

Llegan las cinco de la tarde y sus colegas empiezan a marcharse uno a uno. Stewart es uno de los primeros y George, uno de los últimos. Remolonea un poco, como si la esperara.

—¿Vas a irte ya o te dejo las llaves? —pregunta, y ella se da cuenta por primera vez de que tiene unos dientes demasiado grandes para su boca. Son grandes losas de esmalte blanco.

—Vete tú. Pienso acabar con esto aunque sea lo último que haga.

—Llevas todo el día trabajando en eso —responde con el ceño fruncido.

—Sé que has sido tú —responde ella, incapaz de seguir conteniéndose.

—¿Cómo?

—Los cómics. Es una estupidez y no es justo.

Furiosa, empieza a notar que los ojos se le humedecen, así que los abre mucho, negándose a parpadear.

—¿Eso? —dice George—. Llevan varios días dando vueltas por la oficina. ¿Por qué te enfadas tanto?

—Ah —responde Willie, y la tremenda inmensidad de su error cae sobre ella y le quita el aliento.

—¿Conciencia culpable? —pregunta él. Después le da un apretón en el hombro y se cuelga el maletín—. No te preocupes, sé que no eres una roja.

—Gracias, George, no…

—Rosa, como mucho —añade él sin sonreír, y le deja las llaves en la mesa que tiene delante—. No quiero que nada se interponga entre la empresa y este proyecto del Gobierno. No me importa lo que hagas en tu vida privada, pero escóndelo todo bien bajo la alfombra, ¿de acuerdo?

Dobla el dedo hacia ella como si fuera el gatillo de una pistola y sale por la puerta.

Willie se queda donde está, pasmada. Se pueden esconder las revistas radicales, hacer trizas los bocetos de depravado contenido sexual y quemar las sábanas, pero ¿cómo se borra la esencia misma de una persona?

Casi se muere del susto cuando alguien llama a la puerta. Ve el perfil de un hombre a través del cristal estriado en el que está escrito a mano el nombre de la empresa. Qué vergüenza que su primera idea sea: «¡FBI!». Sería ridículo. Seguro que es uno de los chicos, se le habrá olvidado algo. Mira a su alrededor y ve la chaqueta de Abe colgada del respaldo de su silla. Es Abe, que seguramente se ha dejado en el bolsillo la cartera con el abono del autobús. Coge la chaqueta y se le ocurre que, de camino, podría irse ya.

Pero cuando abre la puerta descubre que no es Abe, sino un hombre de extremada delgadez que se apoya en una muleta. El desconocido esboza algo que pretende ser una sonrisa, de modo que enseña los alambres que lleva atornillados a la mandíbula, entre los dientes. Ella retrocede, asqueada e intenta cerrarle la puerta en las narices, pero él mete la muleta en el hueco y empuja. La puerta le da a ella en la cara, le rebota en la frente y rompe el cristal. Willie cae de espaldas contra uno de los pesados escritorios Knoll. Choca contra el borde de metal, que le da en la parte baja de la espalda, y cae deslizándose hasta el suelo. Si consigue llegar al escritorio de Stewie le podría atacar con la lámpara grande.

Pero no puede levantarse, a sus piernas les pasa algo. Gime al ver que el hombre se acerca cojeando, haciendo muecas alrededor de los alambres de la boca, y que cierra la puerta sin hacer ruido detrás de él.