HARPER
4 de enero de 1932
—¿Se ha enterado de lo que le pasó a la chica que brilla? —pregunta la enfermera cerdita.
Esta vez sí le ha dicho su nombre de pila, como si fuera un regalo atado con un lazo. Se llama Etta Kappel. Es asombroso lo que puede conseguir el dinero, por ejemplo que te saquen de las alas en las que la gente está más apretujada que el ganado en los corrales y te lleven a una habitación privada con suelos de linóleo, una cómoda con espejo y vistas al patio. Hay una cosa que saben los ricos, que el dinero habla por ti. Cinco dólares por noche sirven para que te traten como a un emperador en el palacio de los enfermos.
—Ehhh —dice Harper mientras señala con impaciencia el frasco de cristal lleno de morfina que hay en la bandeja junto a la cama, que por cierto han inclinado cuarenta y cinco grados para que pueda sentarse.
—Asesinada por la noche —añade la enfermera en un susurro de emoción antes de meterle el tubo de goma por la garganta, entre los alambres que le han atornillado a la mandíbula y que le sujetan los dientes, de modo que le impedirán afeitarse.
—Ngggk.
—Venga, no se queje, que tiene suerte de que esté tan solo dislocada. En fin, está claro que la bailarina se lo buscó. Era una fresca.
Le da un golpecito con la uña al frasco para disipar las burbujas errantes, corta la boca de cristal con un bisturí y extrae el líquido con una jeringa.
—¿Alguna vez visita ese tipo de espectáculos, caballero? —pregunta la chica, como si nada.
Él sacude la cabeza interesado en el sutil cambio en su tono de voz. Conoce a las de su clase: lo contemplan todo desde su superioridad moral. Harper se vuelve a hundir en la cama cuando la droga entra en acción.
Llegar al hospital le había supuesto dos días de atroces dolores. Se había escondido en granjas, había chupado trozos de carámbanos y se había manchado con la grasa del hollín de los astilleros hasta que fue capaz de saltar a un tren que iba de Seneca a Chicago y viajó entre los vagabundos e indigentes que no comentarían nada sobre su cara morada e hinchada.
Los alambres que le sujetan los dientes limitarán su habilidad para encontrar a las chicas, porque necesita hablar. Además tiene que pasar desapercibido y debe reevaluar la forma en que hace las cosas.
No piensa volver a salir herido, tendrá que encontrar el modo de sujetarlas.
Por suerte ya casi no le duele, está ahogado en la niebla de la morfina, pero la maldita enfermera sigue dando vueltas alrededor de su cama de manera innecesaria, por lo que puede ver. No sabe por qué se queda. Desearía que se fuera. Le hace un gesto cansado.
—¿Qué?
—Solo me aseguraba de que estuviera cómodo. Puede llamarme para cualquier cosa que necesite, ¿vale? Pregunte por Etta.
La enfermera le aprieta el muslo bajo la sábana y se marcha rápidamente.
«Oinc, oinc», piensa Harper mientras las drogas se le echan encima y se lo tragan entero.
* * *
Lo dejan tres días en observación. Observación de su bolsillo, sospecha. Estar tumbado en la cama lo mata de impaciencia, así que vuelve a salir en cuanto regresa a la Casa, a pesar de tener la mandíbula repleta de alambres. No volverán a pillarlo desprevenido.
* * *
Vuelve para leer sobre el asesinato. La prensa lo cubre en profundidad y deja claro que es un simple asesinato y no un acto de guerra. El único periódico que publica una necrológica de verdad es el Defender, que también incluye detalles sobre el funeral, que no se oficia en el cementerio en el que la mató, ya que allí solo entierran a los blancos, sino en el Burr Oak de Chicago. No se resiste al impulso de asistir. Se queda detrás y es el único hombre blanco allí presente. Es inevitable que más de uno le pregunte por qué está allí, y él masculla, con la boca llena de alambres:
—La cfonocfía.
—¿Trabajaba con ella? —preguntan los imbéciles, apresurándose a rellenar los vacíos de información—. ¿Ha venido a presentar sus respetos? ¿Desde Seneca? —añaden, sorprendidos.
—Ojalá hubiera más personas como usted, caballero —le dice una señora con sombrero, y lo empujan hacia el frente, hasta que se encuentra junto al ataúd, que está cubierto de lirios a dos metros de profundidad.
No le cuesta localizar a los niños: los gemelos de tres años juegan entre las lápidas sin comprender lo que está pasando, hasta que un pariente les da una torta y los arrastra de vuelta a la tumba mientras ellos berrean; una niña de doce años que lo mira, enfadada, como si lo supiera, y que le da la mano a su hermano pequeño, que está demasiado conmocionado para llorar, aunque deja escapar suspiros entrecortados.
Harper echa un puñado de tierra sobre el ataúd. «He sido yo», piensa, y los alambres que le rodean los dientes le sirven para fingir que su terrible mueca de alegría es involuntaria.
* * *
El placer de haber visto cómo la entierran sin que nadie sospeche de él lo mantiene activo. Revivirlo casi compensa el dolor de la mandíbula. Sin embargo, al final se impacienta, no puede quedarse en la Casa demasiado tiempo. Los objetos empiezan a zumbar de nuevo, lo expulsan. Tiene que encontrar a otra. Y para la búsqueda no necesita emplear su encanto, ¿no?
* * *
Deja atrás la guerra, que le cansa con tanto racionamiento y tanto miedo en los rostros de la gente, y va hasta 1950. Se dice que solo está echando un vistazo, aunque sabe que una de sus chicas está aquí. Eso siempre lo sabe.
Nota el mismo pinchazo en el estómago que lo llevó a la Casa, esa lucidez aguda que se apodera de él cuando entra en el sitio en el que se supone que debe entrar… y reconoce uno de los talismanes de la habitación. Es un juego, debe encontrarlas en distintas épocas y lugares. Están jugando con él, preparadas y a la espera del destino que está escribiendo para ellas.
Como la que está sentada en una cafetería de Old Town con su bloc de dibujo, un vaso de vino y un cigarrillo. Lleva puesto un jersey ajustado con un gracioso motivo de caballos encabritados. Esboza una media sonrisa al dibujar y la melena negra le cae sobre la cara mientras captura las fugaces impresiones de los rostros de otros clientes o de la gente que pasa. Son caricaturas que se hacen en segundos, pero son ingeniosas, por lo que ve Harper al asomarse por encima de su hombro.
Aprovecha la oportunidad que ella misma le da cuando frunce el ceño, arranca el boceto, lo aplasta en el puño y lo deja caer. Como llega hasta cerca de la acera, puede hacer como si lo viera al pasar. Se agacha para recogerlo y desdobla la bola arrugada.
—Oh, no lo haga —dice ella, riéndose un poco, avergonzada, como si la hubiera pillado con la falda remetida en los pantis, aunque se calla, sorprendida, cuando ve el metal que le rodea la cara.
La caricatura es buena, divertida. Ha captado la presumida arrogancia de la guapa mujer de chaqueta con brocado que camina a toda prisa por la calle. La ha dibujado con una afilada mandíbula en uve, unos diminutos pechos puntiagudos a juego y un perrito tan anguloso como ella. Harper deja el boceto en la mesa, frente a ella. La chica tiene una mancha de tinta en la nariz y se la ha restregado sin darse cuenta.
—Fe le ha cfaído.
—Sí, gracias —responde ella, y después se incorpora en la silla y añade—: Espere, ¿puedo dibujarlo? ¿Por favor?
Harper sacude la cabeza, ya ha empezado a alejarse. Ha visto el encendedor art déco negro y plateado en la mesa, y no sabe si podrá controlarse. Willie Rose.
Todavía no ha llegado el momento.