KIRBY

KIRBY

13 de abril de 1992

—Hola, becaria —la saluda Matt Harrison al colocarse junto a su escritorio acompañado de un anciano caballero vestido con traje azul, que a ella le recordó a un pulcro y atildado abuelo.

—Hola, jefe —responde Kirby mientras coloca con disimulo un archivo sobre la carta que ha estado escribiéndole al abogado de los supuestos asesinos adolescentes de Julia Madrigal. Solicitaron defensa conjunta, lo que ya significa algo: que no se volvieron los unos contra los otros para intentar conseguir una condena más corta.

Está de prestado en uno de los escritorios de la sección cultural porque Dan pasa tanto tiempo fuera que ni siquiera tiene un escritorio propio, por no hablar ya de uno que pudiera compartir con ella. Se supone que su trabajo consiste en recopilar toda la información que pueda sobre Sammy Sosa y Greg Maddux después de la victoria de los Cubs.

—¿Quieres probar con una historia de verdad? —le pregunta Matt.

Se nota que está impaciente y de muy buen humor. Kirby sabe que no debería haber llamado su atención. Maldita sea.

—¿Crees que estoy preparada? —pregunta ella en un tono que en realidad quiere decir «depende».

—¿Has oído hablar de la inundación de esta mañana?

—Era difícil no darse cuenta de que estaban evacuando a medio Loop.

—Calculan miles de millones en desperfectos. Incluso se han encontrado peces en el sótano del Merchandise Mart. Lo estamos llamando «la gran inundación de Chicago», como «el gran incendio de Chicago».

—Chistes privados e históricos, me gusta. Perforaron un viejo túnel de carbón por accidente, ¿no?

—Lo que hizo que el río entrara a borbotones, por lo menos es la versión oficial. Pero el señor Brown, aquí presente —añadió, señalando al anciano vestido de punta en blanco—, tiene una perspectiva distinta, así que esperaba que pudieras entrevistarlo. Si vas bien de tiempo.

—¿En serio?

—Normalmente no me gusta que la gente se dedique a temas que no sean de su sección, pero es un lío gordo y pringoso, y estamos intentando cubrir todos los flancos.

—Claro, cuenta conmigo —responde Kirby encogiéndose de hombros.

—Esa es mi chica. Señor Brown, siéntese, por favor —le indica al anciano mientras le acerca una silla. Después se queda allí de pie, de brazos cruzados—. Como si no estuviera. Solo voy a supervisar.

—Un momento, deje que busque un boli —dice Kirby antes de ponerse a hurgar en el cajón del escritorio.

—Espero que no me haga perder el tiempo —comenta el anciano mirando a Matt con el ceño fruncido.

Tiene unas cejas muy finas, casi invisibles, lo que lo hace parecer aún más frágil. Las manos le tiemblan un poco, puede que sea Parkinson, o solo la edad. Debe de rondar los ochenta años. Kirby se pregunta si se ha vestido de bonito para ir al periódico.

—En absoluto —responde la chica mientras pesca un bolígrafo de punta redonda y lo coloca en posición sobre el cuaderno—. Estoy lista. Cuando usted quiera. ¿Empezamos por lo que vio? ¿Estaba presente cuando perforaron el túnel?

—No, no lo vi.

—Vale, pues dígame por qué ha venido. ¿Por la empresa de reparación de puentes? He oído que el alcalde Daley lo sacó a concurso público para dárselo al licitador más barato.

—Sí que prestas atención —comenta Matt.

—No lo digas como si te sorprendiera —le suelta Kirby, aunque con un tono lo bastante juguetón como para no alarmar al dulce señor Brown.

—No sé nada de eso —responde el anciano con voz temblorosa.

—Técnicas para entrevistas, primer curso. A lo mejor deberías dejarlo hablar —le aconseja Matt—. ¿Es que Velasquez no te enseña nada?

—Lo siento. ¿Por qué no me cuenta de qué quería hablarnos? Lo escucho.

El señor Brown mira a Matt en busca de confirmación, y este asiente con la cabeza un segundo para asegurarle que la chica lo hará bien. El anciano se muerde el labio, deja escapar un largo suspiro, se inclina sobre la mesa y susurra:

—Alienígenas.

En el segundo que tarda en asimilarlo, Kirby se da cuenta de que el resto de la sala de prensa ha estado guardando silencio desde el mismísimo principio.

—Yyy… creo que ya puedes seguir tú sola —dice Matt, sonriente, mientras se aleja. La abandona con el anciano loco, que mueve la cabeza arriba y abajo con tanta fuerza que le vibra hasta el cuello.

—Oh, sí. No les gusta que hurguemos en el río. Viven ahí abajo. Su elemento base es el hidrógeno, obviamente.

—Obviamente.

Kirby se lleva la mano a la espalda y les hace una higa a sus compañeros, que intentan no reírse.

—Si no fuera por los alienígenas, nunca habríamos sido capaces de invertir el flujo del río. Dicen que es ingeniería, pero no te lo creas, niña. Hicimos un trato con ellos. Pero no es bueno provocarlos. Ya han invertido el flujo del río y han inundado la ciudad, ¿de qué más serán capaces? ¿Eh?

—Sí, ¿de qué más? —responde Kirby, suspirando.

—Bueno, escríbelo —dice el señor Brown entre gestos de impaciencia, lo que dispara una nueva ronda de risas apenas reprimidas.

* * *

El bar es un antro. Huele a cigarrillos rancios y a frases de ligoteo caducadas

—Ha sido una putada —dice Kirby mientras golpea con fuerza la bola blanca, una táctica que nunca falla cuando no las tienes bien alineadas—. ¡Tenía trabajo de verdad pendiente!

Había sido idea de Matt ir a jugar al billar con parte del grupo después de terminar el turno. Al final se apuntaron Victoria, Matt, Chet y ella, porque Emma se había ido a cubrir la inundación de verdad.

—Un rito de iniciación, becaria —responde Matt.

Está apoyado en la barra bebiendo un vodka con lima y medio atendiendo a la CNN que tienen sintonizada en la tele de la esquina. Se supone que forma pareja con Chet, pero no parece muy interesado en jugar.

—Brown es uno de los fijos —le explica Victoria—. Aparece siempre que hay una historia que tiene que ver con agua. Pero hay más como él. ¿Cuál es el sustantivo para denominar a un grupo de personas dementes?

—¿Una gansada de locos? —propone Kirby.

—Tenemos a una vagabunda que cada octubre nos entrega cuadernos llenos de poesía ininteligible y sujetos con gomas, y a una vidente que llama para ofrecer su ayuda cuando salta una noticia de asesinato o avisamos de que se ha perdido una mascota en los anuncios clasificados. Gracias a Dios, yo solo tengo que encargarme de las fotos falsas de porno infantil.

—También hay mucho cascarrabias en los deportes —dice Matt mientras se aparta de las noticias lo justo para intervenir—. ¿Todavía no has tenido que vértelas con ninguno de ellos? Tu hombre, Dan, se niega a coger el teléfono cuando está en la oficina. Llaman para quejarse de los malos árbitros, de los malos entrenadores, de los malos jugadores, de los malos lanzamientos… Todo es malo, en general.

—Mi favorita es la señora racista que nos trae galletas —lo interrumpe Chet.

—¿Por qué no los detiene nadie?

—Deja que te cuente una historia, becaria —anuncia Matt. En la tele, las noticias han entrado en bucle. Como si quince minutos de titulares resumieran lo que pasa en el mundo.

—Ay, Dios —dice Victoria con cariño, aunque pone los ojos en blanco.

—¿Has estado en el Tribune? —pregunta Matt sin hacerle caso.

—He pasado por delante, claro —responde Kirby. Le da a la bola blanca en el lateral, y la bola cruza la mesa y dispersa el grupo que hay junto a la esquina de la izquierda.

—Espera, no haces más que perseguirlas por la mesa —le dice Victoria, y le corrige la posición de la mano—. Ahora, inclínate sobre el taco, alinéalo y, cuando estés lista, suelta el aire despacio mientras le das a la bola.

—Gracias, profesora Billar.

Pero esta vez consigue una elegante trayectoria de la bola blanca que cuela la catorce en la tronera de la esquina. Kirby se endereza, sonriente.

—Buen trabajo —dice Victoria—. Ahora solo tienes que concentrarte en meter las de tu color.

Entonces es cuando se da cuenta.

—Las nuestras son las lisas, joder —murmura, y deja caer la cabeza, avergonzada, antes de pasarle el taco a su compañera.

—¿Me escucha alguien? —se queja Matt.

—¡Sí! —gritan los tres a la vez.

—Bien. En fin, que si vas a la Tribune Tower verás que tienen fragmentos de rocas históricas unidas con cemento a la pared exterior, la de la acera. Tienen un trozo de ladrillo de la Gran Pirámide, otro del Muro de Berlín, del Álamo, de las Cámaras del Parlamento Británico, un trozo de roca antártica, e incluso un pedazo de la Luna. ¿Lo has visto?

—¿Por qué no las han arrancado para llevárselas? —pregunta Kirby mientras se quita de en medio para que Chet no le pegue un golpe con el retroceso del taco al tirar.

—No lo sé. Ese no es el tema.

—El tema es que se trata de un símbolo —dice Chet, que no logra meter ninguna bola—. Representa el alcance y el poder globales de la imprenta. Es un ideal romántico, porque en realidad no es así desde la época de Charles Dickens. O, mejor dicho, desde la televisión.

Kirby se queda mirando el taco e intenta usar su fuerza de voluntad para obligar a la bola a ir en la dirección correcta. No lo consigue. Se endereza, enfadada.

—¿Cómo se hicieron con un trozo de la pirámide? ¿No es eso contrabando ilegal de antigüedades? ¿Por qué no provocaron un escándalo diplomático internacional?

—¡Ese tampoco es el tema! —Matt agita el vaso delante de ellos para enfatizar su discurso, y Kirby se da cuenta de que está bastante borracho—. La cuestión es que el Tribune atrae a los turistas y nosotros, a los locos.

—Eso es porque tienen una seguridad de verdad y hay que firmar en recepción. La gente viene a vernos, se meten en el ascensor y llegan directamente a la sala de prensa.

—Somos el periódico de la gente, Anwar. Tenemos que ser accesibles. Es lo esencial.

—Estás borracho, Harrison —dice Victoria mientras dirige al jefe de la redacción de noticias a una mesa—. Vamos, te invito a una Coca-Cola. Deja a los jóvenes en paz.

Chet agita el taco al ver que abandonan la partida.

—¿Quieres seguir jugando?

—Qué va, doy pena. ¿Quieres salir a tomar el aire? El humo me está matando.

* * *

Están plantados en el bordillo, incómodos. El barrio del Loop se está vaciando, los últimos grupos de hombres y mujeres de negocios se vuelven a sus casas, aunque tomando sus respectivos desvíos por culpa de la inundación. Chet juguetea con su anillo de cráneo de pájaro. De repente, se ha vuelto tímido.

—Bueno, sí, aprendes a distinguirlos —empieza—. A los locos, me refiero. Hagas lo que hagas, no los mires a los ojos, y si cometes el error de hablar con ellos, suéltaselos a otra persona lo antes posible.

—Lo recordaré.

—¿Fumas? —pregunta Chet, esperanzado.

—No, por eso tenía que salir del bar. No puedo volver a fumar, me duele demasiado el estómago cuando toso.

—Ah, sí, lo leí. Vamos, que he leído sobre ti.

—Lo suponía.

—Soy bibliotecario.

—Sí. ¿Has averiguado algo que yo no sepa? —pregunta, aunque intenta hacerlo como si no le importara, procurando que no se note la chispa de esperanza.

—No, creo que no —responde él—. En fin, tú estabas allí —añade entre risas nerviosas.

Ella reconoce el tono de veneración y empieza a sentir esa angustia que le resulta tan familiar.

—Claro que estaba allí —dice alegremente. Sabe que eso no ayuda, pero le fastidia que a Chet le alucine lo que le pasó. Lo que quiere decirle es que, en realidad, no fue en absoluto genial y que mueren chicas asesinadas todos los putos días.

—Estaba pensando una cosa —comenta Chet intentando cerrar el cisma a la desesperada, aunque ya es demasiado tarde para Kirby.

—¿El qué?

—Tengo una novela gráfica que deberías leer —responde él lanzándose de cabeza al tema—. Es sobre una chica a la que le ha pasado algo terrible y que crea un mundo mágico en su cabeza, y después aparece un vagabundo que se convierte en su superhéroe protector, y hay animales fantasmas. Es increíble, de verdad.

—Suena… genial. —Creía que Chet se mostraría más impasible con todo ese asunto, pero eso es problema de Kirby, no de él. No es culpa de Chet. Debería haberlo visto venir a kilómetros de distancia.

—Supongo que creía que te parecería interesante —comenta el chico. Tiene cara de sentirse fatal—. O útil. Pero al decirlo suena a tontería.

—A lo mejor me lo puedes prestar cuando lo acabes —responde ella, aunque con un tono que en realidad significa: «Por favor, no lo hagas. Por favor, olvídalo y no vuelvas a sacar el tema, porque mi vida no es un puto cómic».

Cambia de tema para intentar salvarlos a los dos de sí mismos y del agujero negro de incomodidad que se ha abierto entre ellos.

—Y ¿Victoria y Matt?

—¡Dios mío! —exclama él, más contento—. Llevan años que si sí, que si no. Es el secreto peor guardado del mundo.

Kirby intenta mostrar entusiasmo por los cotilleos de la oficina, pero en realidad no le importan una mierda. Podría preguntarle a Chet por su vida amorosa, pero eso daría pie a que él le preguntara por la de ella, y el último tío que significó algo en su vida fue un compañero de su clase de Filosofía de la ciencia. Era listo, llevaba el pelo de punta y tenía un atractivo interesante. Sin embargo, en la cama resultó ser tan tierno que no lo soportaba. Le besaba las cicatrices como si pudiera hacerlas desaparecer con la ayuda mágica de su lengua. «Eh, que estoy aquí —había tenido que decirle después de aguantar que le besara el estómago y recorriera suavemente cada centímetro de su tejido cicatrizado—. O un poquito más abajo. Tú decides, cielo». Huelga decir que la relación no duró mucho.

—Son muy monos cuando fingen —consigue comentar, pero solo sirve para que el silencio incómodo vuelva a caer sobre ellos.

—Ah, ¿esto es tuyo? —pregunta Chet tras meterse la mano en el bolsillo de los vaqueros y pasarle un recorte de la sección de anuncios clasificados del sábado.

Se busca: Información sobre asesinatos de mujeres en el área metropolitana de Chicago, 1970-1992, con objetos extraños junto al cadáver. Privado y confidencial. Cartas a KM, apartado de correos 786, Wicker Park, 60622.

Obviamente, lo había puesto en el Sun-Times, aunque también en todos los otros periódicos y hojas informativas de la comunidad, además de colgarlo en los tablones de anuncios de tiendas de alimentación, centros femeninos y tiendas de cannabis desde Evanston hasta Skokie.

—Sí, fue idea de Dan.

—Guay.

—¿Qué? —dice Kirby, molesta.

—Que tengas cuidado.

—Sí, vale, lo que tú digas. Tengo que irme.

—Sí, y yo —responde Chet. Está claro que es un alivio para los dos—. ¿Nos despedimos de ellos?

—Creo que no hace falta. ¿Hacia dónde vas?

—A la línea roja.

—Yo voy en dirección contraria.

Es mentira, pero no soporta la idea de tener que alargar la charla de camino a la estación. A estas alturas debería saber que no es buena idea intentar conectar con la gente.