ZORA
28 de enero de 1943
Los barcos se yerguen por encima de las praderas en sus armazones de acero, todos preparados para salir navegando de sus amarraderos y surcar los campos de trigo helados. En realidad, bajan por el río Illinois hacia el Mississippi, dejando atrás Nueva Orleans para llegar al Atlántico y avanzar por el mar hasta las hostiles playas del otro lado del mundo, donde se abrirán las grandes puertas de los muelles de carga de proa, y se bajará la rampa como un puente levadizo para descargar hombres y tanques sobre la espuma helada y la línea de fuego.
En la Chicago Bridge & Iron Company los fabrican bien, con la misma minuciosidad con la que construían las torres de agua antes de la guerra. Aunque producen tantos que ni siquiera se molestan en bautizarlos. Botan siete barcos al mes con capacidad para 39 tanques Stewart Light y 20 Sherman. El astillero funciona las veinticuatro horas del día, y en cuanto salen de fábrica, entre chirridos y chasquidos, ponen en marcha los LST, los buques de desembarco de tanques. Trabajan también por la noche: hombres y mujeres, griegos, polacos e irlandeses, aunque solo hay unos cuantos negros. La segregación de Jim Crow sigue vivita y coleando en Seneca.
Hoy botan uno de los barcos. Una dignataria de la United Service Organizations tocada con un exquisito sombrero revienta una botella de champán contra la proa del LST 217, cuyo mástil está tendido en cubierta. Todos aplauden, silban y patean el suelo mientras 5500 toneladas se deslizan de lado por la rampa, porque el Illinois es muy estrecho. El LST deja escapar penachos de humo como si fueran cañonazos y toca el agua por el lado de babor produciendo una ola monstruosa que hace que se balancee en el agua antes de enderezarse.
En realidad esta es la segunda botadura del LST 217, ya que la primera vez se encalló en el Mississippi y hubo que remolcarlo para repararlo. Da igual, cualquier excusa es buena para celebrar una fiesta. Si hay bebida y baile después, se sube la moral como si fuera una bandera en el asta.
Zora Ellis Jordan no está entre los obreros que han «abandonado el barco» del turno de noche para salir a celebrarlo. Imposible, teniendo cuatro niños en casa a los que alimentar y un marido que no regresará de la guerra porque un submarino alemán al acecho voló su barco por los aires. La Armada le envió de recuerdo sus papeles, junto con la pensión. No le concedieron una medalla porque era negro, pero sí que incluyeron una carta del Gobierno en la que le daban su más sentido pésame y alababan su valor por haber dado la vida al servicio de su país como electricista del barco.
Ella trabajaba en la lavandería de Channahon antes de aquello, y cuando una mujer llevó para lavar una camisa de hombre con marcas de quemaduras en el cuello, le preguntó cómo se lo había hecho. Cuando más tarde se presentó al puesto, le dieron a elegir entre soldadora y remachadora. Ella preguntó por el mejor pagado.
«Una mercenaria, ¿eh?», repuso el jefe, pero Harry estaba muerto y la carta de pésame no especificaba cómo se suponía que iba a alimentar, vestir y educar a los hijos de Harry ella sola.
El jefe creía que no aguantaría ni una semana. «Ninguno de los otros negros ha aguantado», le dijo. Sin embargo, ella es más dura que los otros. A lo mejor es porque es mujer. Las miradas lascivas y las palabras groseras le resbalaban; no significaban nada si las comparaba con el hueco vacío que había quedado junto a ella en la cama.
La empresa no ofrece alojamiento oficial para los negros, por no hablar de sus familias, y ella tiene que pagar el alquiler de una casita de dos habitaciones con una letrina exterior en una granja a tres kilómetros de distancia, a las afueras de Seneca. La hora que tarda en ir y volver a pie todos los días merece la pena solo por poder ver a sus hijos.
Sabe que la vida sería más sencilla en Chicago. Su hermano, que sufre epilepsia, trabaja para Correos y dice que podría conseguirle un trabajo, y su cuñada la ayudaría con los niños. Pero duele demasiado. La ciudad está plagada de recuerdos de Harry. Al menos ahí, entre el mar de caras blancas, no corre peligro de creer atisbar a su marido muerto, salir corriendo para alcanzarlo, tirarle del brazo y, al volverse hacia ella, descubrir que es un desconocido. Sabe que se está castigando, que no es más que estúpido orgullo. ¿Y qué? Es su lastre, lo único que la mantiene en pie.
Gana un dólar veinte la hora, y cinco céntimos más por las horas extra. Así que cuando se bota el barco y empiezan a arrastrar el siguiente casco hacia el amarradero del 217, Zora ya está de vuelta en la cubierta de otro buque, con el casco puesto y el soplete encendido, y la pequeña Blanche Farringdon agachada a su lado para pasarle las varillas con aire sumiso cada vez que se las pide.
Diferentes equipos de trabajo con distintas especialidades construyen los barcos por fases. Cada uno va a lo suyo hasta que la nave pasa al siguiente equipo.
Zora prefiere trabajar en cubierta. Antes sentía claustrofobia en las entrañas del barco, cuando soldaba las planchas de la comba, como un zócalo para el cableado o las válvulas de volante que inundarían de agua los tanques de lastre para equilibrar el buque de fondo plano en su viaje por el océano. Era como agazaparse en el interior del caparazón de un gigantesco insecto helado y metálico. Había pasado el examen de soldadura sobre la cabeza hacía unos meses. El sueldo era mejor y le permitía trabajar al aire libre, aunque lo más importante de todo era que le tocaba soldar las torretas ametralladoras que harían picadillo a los nazis de mierda.
Está nevando, los grandes copos se posan como polvo en los gruesos monos de hombre y se derriten dejando pequeñas manchas húmedas que, al final, absorbe la tela, igual que las chispas del soplete se introducen en ella y la chamuscan. La máscara le protege la cara, pero tiene el cuello y el pecho picados, llenos de diminutas quemaduras. Al menos ella se puede calentar con su trabajo. Da pena ver cómo tiembla Blanche a pesar de tener encendidos a su alrededor los sopletes de repuesto.
—Eso es peligroso —le suelta Zora. Está enfadada con Leonore, Robert y Anita por haberse ido a bailar dejándolas solas a ellas dos.
—Me da igual —responde Blanche en tono lastimero.
Tiene las mejillas enrojecidas por el frío. Las cosas entre ellas siguen un poco tensas después de que Blanche intentó besarla la noche anterior en la barraca en la que guardan los equipos comunes. Se puso de puntillas y apretó los labios contra los de Zora justo cuando esta se quitó el casco. En realidad no fue mucho más que un casto besito en los labios, pero la intención quedaba clara.
Zora agradece el sentimiento porque Blanche es una chica encantadora, a pesar de ser delgaducha y pálida, de tener la barbilla algo hundida y de que una vez se prendiera fuego en el pelo por presumida. Después de aquello siempre se lo recoge, aunque todavía se pinta para ir a trabajar, de modo que el maquillaje se le corre con el sudor. Sin embargo, y aunque dispusiera de tiempo después de los turnos de nueve horas y de intentar cuidar de sus niños, Zora no está diseñada para eso.
La tentación está ahí, por supuesto. Nadie la ha besado desde que Harry se marchó con la Marina mercante. Pero tener brazos de luchador por dedicarse a fabricar buques no significa que Zora sea lesbiana, ni tampoco que en el país falten hombres.
Blanche no es más que una niña, apenas tiene dieciocho años. Y es blanca. No sabe lo que hace y, además, ¿cómo iba Zora a explicárselo a Harry? Todas las mañanas, durante el largo camino de vuelta a casa, charla con él. Le habla sobre los niños o sobre la agotadora tarea de construir barcos, que, aparte de ser tan útil, le sirve para mantener la mente ocupada y no echarlo tanto de menos. Aunque «tanto» no describe adecuadamente el doloroso vacío que arrastra con ella.
Blanche corre por la cubierta para tirar del grueso cable y acercárselo a Zora. Lo deja caer en el suelo, a sus pies, y le dice:
—Te quiero.
Se lo dice muy deprisa, al oído, y Zora finge no haberse enterado. El grosor del casco lo hace creíble, pero no puede soportarlo.
Trabajan en silencio durante las cinco horas siguientes porque pueden comunicarse mecánicamente: pásame esto, acércame aquello. Blanche le sujeta la almohadilla de anclaje para que Zora le ponga el cordón de soldadura y después utiliza el martillo para quitar la escoria. Hoy golpea con torpeza, a destiempo.
Por fin suena el silbato del final del turno, lo que las libera de su mutuo tormento. Blanche sale corriendo escaleras abajo, y Zora baja tras ella, más despacio porque la ralentizan el casco y las botas de trabajo de hombre. Las lleva desde que vio cómo una caja caía y le rompía todos los huesos del pie a una mujer que calzaba mocasines, aunque ha tenido que rellenarlas de papel de periódico para que encajen en sus pies porque no ha encontrado unas del número cuarenta.
Zora baja de un salto al dique seco y camina entre la gente del cambio de turno. Los altavoces montados en postes junto a los focos escupen música a todo volumen, alegres éxitos radiofónicos para levantar el ánimo. Bing Crosby da paso a los Mills Brothers y Judy Garland. Por los altavoces suena Al Dexter cuando Zora termina de guardar su equipo y se abre paso entre los buques en distintas fases de montaje y las zanjas excavadas para acomodar las grúas móviles sobre orugas. Pistol-packin’ Mama. Corazones y armas. Depón las armas, nena. Su intención nunca fue confundir a la pequeña Blanche.
Cada vez hay menos gente. Las mujeres se dirigen a sus transportes compartidos o a las baratas casas de los obreros, que están al lado, en las que hay literas de madera tan altas como las que sueldan a los camarotes de los LST.
Se dirige al norte por Main Street, a través de Seneca, que ha pasado de ser un diminuto municipio sin cine ni colegio a un bullicioso campo de trabajo para 11.000 personas. La guerra es buena para los negocios. El alojamiento oficial para las familias de los trabajadores está en el instituto, pero no es para los de su clase.
Las botas hacen crujir la grava bajo sus pies cuando pasa por encima de las gruesas traviesas de la línea de Rock Island, la que ayudó a civilizar el Oeste, la que transporta esperanza en cada uno de los vagones cargados de itinerantes obreros blancos, mexicanos, chinos… pero, sobre todo, negros. Había que salir por piernas del Sur, así que te metías en un tren en dirección a Baltimore y a las ofertas de trabajo que publicaba el Chicago Defender o, a veces, como en el caso de su padre, a los trabajos en el Chicago Defender, donde trabajó de linotipista durante treinta y seis años. Las vías del tren son las que ahora traen las piezas prefabricadas. Y su padre ya lleva bajo tierra dos largos años.
Cruza la autopista 6, tan silenciosa a estas horas de la noche que pone los pelos de punta, y de camino a la granja sube por la empinada colina que deja atrás el cementerio de Mount Hope. Podría haber avanzado más, pero no mucho más. Está a medio camino de la pendiente cuando el hombre, apoyado en una muleta, sale de entre las sombras de los árboles para acercarse a ella.
—Buenas noches, señora, ¿le importa que la acompañe un rato? —pregunta Harper.
—Oh, no gracias —responde ella rechazando la propuesta de un hombre blanco que no debería estar por ahí a esas horas. Por gajes del oficio, lo primero que piensa es «saboteador», antes incluso que «violador»—. No, gracias, señor. Ha sido un día muy largo y me voy a casa con mis niños. Además, creo que ya es por la mañana.
Es cierto, acaban de dar las seis, aunque sigue oscuro y hace un frío de mil demonios.
—Vamos, señorita Zora, ¿no me recuerdas? Te dije que nos volveríamos a ver.
Ella se para en seco sin creerse del todo que tenga que vérselas con esa mierda precisamente en ese momento.
—Señor, estoy cansada y dolorida. He hecho un turno de nueve horas, tengo a cuatro niños esperándome en casa y usted me pone los pelos de punta. Le sugiero que se marche con su muleta y me deje en paz de una vez, porque puedo con usted.
—No puedes —responde él—. Eres luminosa. Te necesito —añade sonriendo como un santo o un loco y, por algún perverso y equivocado motivo, eso la tranquiliza.
—No estoy de humor para cumplidos, señor, ni para conversiones religiosas, si es usted uno de esos tipos de Jehová… —dice ella sin hacerle mucho caso.
Ni siquiera a la luz del día habría reconocido al hombre que se quedó en los escalones de su edificio hace doce años. Aunque la regañina que le echó su padre aquella noche sobre tener más cuidado le produjo tal sensación de terror y rebeldía que no la olvidó durante muchos años. De hecho, un tendero blanco le dio una vez una bofetada por haberse quedado mirándolo fijamente. Sin embargo, lleva mucho tiempo sin pensar en eso, está oscuro y el agotamiento la ha llevado hasta el límite de sus fuerzas. Le duelen los músculos y el corazón. No tiene tiempo para esto.
El cansancio se le pasa de golpe cuando, por el rabillo del ojo, ve que el hombre saca una navaja de la americana. Ella se gira, sorprendida, ofreciéndole a Harper la oportunidad perfecta para clavarle la hoja en el estómago. Zora jadea y se dobla. Él saca la navaja, y a ella se le doblan las piernas como si fueran una soldadura chapucera.
—¡No! —chilla, furiosa con el hombre y con su cuerpo por traicionarla.
Se agarra del cinturón de Harper y lo tira al suelo, junto a ella. Él intenta levantar la navaja otra vez, pero Zora le da un puñetazo tan fuerte al lado de la oreja que le disloca la mandíbula, así que él le rompe tres dedos. Los nudillos crujen como palomitas al calor del fuego.
—¡Serás zorra! —grita Harper, aunque con las consonantes embarulladas, puesto que la mandíbula ya se le está hinchando como si fuera una naranja.
Zora le tira del pelo y le estrella la cara contra la gravilla para intentar ponerse encima de él.
Presa del pánico, Harper la apuñala bajo la axila. Es un golpe torpe y no lo bastante profundo como para llegar al corazón, pero ella grita, se aparta por instinto y se agarra el costado. Harper aprovecha la oportunidad para rodar sobre ella y sujetarle los hombros con las rodillas. Aunque Zora tenga cuerpo de luchador, nunca ha estado en un ring.
—Tengo niños —dice ella mientras la herida del costado la hace llorar de dolor. Tiene un pulmón perforado y sangre borboteándole en los labios.
Nunca ha estado tan asustada, ni siquiera cuando tenía cuatro años y toda la ciudad se encontraba en guerra consigo misma por los disturbios raciales, y su padre corría con ella envuelta en su abrigo porque sacaban a los negros de los tranvías para darles palizas mortales en plena calle.
Ni siquiera cuando pensaba que Martin iba a morir, porque nació pequeñito y cinco semanas antes de la fecha prevista, y ella se encerró en el cuarto con él, echó a todo el mundo fuera y lo soportó de la única forma que sabía, minuto a minuto durante nueve semanas, hasta que lo sacó adelante.
—Se estarán despertando ahora —jadea a través del dolor—. Nella preparará el desayuno para los pequeños… Los vestirá para ir al colegio, aunque Martin intentará hacerlo solo y se pondrá los zapatos al revés. —Consigue dejar escapar una mezcla entre tos y sollozo. Está histérica, sabe que farfulla—. Y los gemelos…, esos dos tienen una vida secreta. —No consigue controlar sus pensamientos—. Es demasiada responsabilidad para Nella sola… No lo conseguirá. Solo tengo… veintiocho años… Tengo que verlos crecer. Por favor…
Harper sacude la cabeza sin decir nada y le clava una vez más la navaja.
* * *
Le deja la tarjeta de béisbol metida en el bolsillo del mono. Es Jackie Robinson en el jardín de los Brooklyn Dodgers. Se la había arrebatado recientemente a Jin-Sook Au. Estrellas luminosas se unen a través del tiempo. Es una constelación de asesinatos.
La cambia por la letra «z» Cooper Black de una antigua bandeja de imprenta que Zora llevaba siempre consigo, como un talismán, después de que su padre la cogió de su trabajo en el Defender para regalársela. «Hay que luchar por lo que es justo», les había dicho a los niños antes de darles una letra a cada uno, todas con el sello, ya obsoleto, de Barnhart Brothers & Spindler en la parte de atrás. «Pero no se puede detener el progreso», había añadido su padre.
La guerra había terminado para Zora. El progreso continuaría sin ella.