DAN

DAN

2 de marzo de 1992

Lo que Dan debería estar haciendo es preparar las maletas para irse a Arizona. Los entrenamientos de primavera empiezan al día siguiente y ha reservado un billete para el vuelo de primera hora porque es el más barato, pero, sinceramente, la idea de comenzar a organizar su equipaje de soltero es demasiado deprimente.

Acaba de acomodarse para ver la repetición de las mejores imágenes de las Olimpiadas de Invierno cuando el timbre de la puerta deja escapar ese enfermizo resuello electrónico al que se ha visto reducido. Otra cosa que hay que arreglar, como si no tuviera ya bastante con sacar las pilas del mando a distancia del vídeo para ponérselas al de la tele. Se levanta como puede del sofá y, al abrir la puerta, se encuentra a Kirby al otro lado de la rejilla. Lleva tres botellas de cerveza en la mano.

—Hola, Dan. ¿Puedo entrar?

—¿De verdad puedo elegir?

—¿Por favor? Aquí hace un frío del copón. He traído cerveza.

—No bebo, ¿recuerdas?

—Es sin alcohol. Pero si lo prefieres puedo ir a comprarte unos palitos de zanahoria.

—No, lo que traes está bien —responde, aunque sabe que llamar «cerveza» al brebaje sin alcohol de Miller Sharp es ser muy optimista—. Pero no esperes que me ponga a ordenar la casa —añade mientras abre la puerta de rejilla.

—Jamás se me ocurriría —dice ella antes de meterse bajo su brazo para entrar en el piso—. Eh, bonita casa.

Dan resopla.

—Vale, lo cambio: qué bonito es tener casa.

—¿Vives con tu madre? —pregunta él, que ha hecho los deberes y ha buscado la noticia sobre su historia y sus notas para volver a familiarizarse con los detalles más relevantes del caso.

En la transcripción manuscrita de la entrevista que le había hecho a su madre, Rachel, había escrito: «¡Una mujer preciosa! Distraída (y me distrae a mí). No dejaba de preguntar por el perro. ¿Es su forma de enfrentarse al dolor?».

Su cita favorita de la entrevista era: «Nos lo hacemos a nosotros mismos. La sociedad es una rueda de hámster envenenada». Por supuesto, el secretario de redacción lo eliminó en la primera revisión.

—Tengo un apartamento en Wicker Park —responde Kirby—. Aunque entre las bandas callejeras y los adictos al crack es bastante ruidoso, me gusta. Estoy rodeada de gente.

—La unión hace la fuerza, claro. Entonces ¿por qué has dicho eso? ¿Lo de que es bonito tener una casa?

—Por entablar conversación, supongo. Y porque hay gente que no la tiene.

—¿Vives sola?

—La verdad es que no se me da bien el rollo social. Y tengo pesadillas.

—Me lo imagino.

—No, no te lo imaginas.

Dan se encoge de hombros, no se lo va a negar.

—Entonces ¿qué les has sacado a nuestros amigos de la biblioteca?

—Un montón de cosas.

Coge una cerveza y le pasa las otras dos a Dan. Después se sienta, se mete la botella bajo la axila para poder quitarse las enormes botas negras y se acurruca en el sofá con los calcetines puestos. A Dan, por algún motivo, le parece que es muy descarada.

La chica empuja hacia un lado el revoltijo de cosas que tiene Dan sobre la mesa de centro: facturas, más facturas, una tarjeta de lotería del Reader’s Digest con una de esas pegatinas doradas que hay que rascar (¡Ya es un ganador!) y, lo más vergonzoso, la revista Hustler que había comprado siguiendo un impulso en un momento en que se sentía solo y cachondo. Entonces le había parecido la elección menos bochornosa, quién lo iba a decir. Sin embargo, Kirby no se da cuenta o es demasiado educada para comentarlo. O siente pena por Dan. Dios.

La chica saca una carpeta de su mochila y empieza a colocar los recortes sobre la mesa. Dan se da cuenta de que son originales y se pregunta cómo coño ha conseguido sacarlos sin que Harrison lo notara. Se pone las gafas para verlos mejor. Son un montón de espantosas muertes por apuñalamiento, los mismos temas deprimentes sobre los que escribía antes. Verlo ahí de nuevo hace que se sienta cansado.

—Bueno, ¿qué piensas? —lo reta Kirby.

—Ay, bendito, niña —responde él mientras selecciona unos cuantos recortes—. Mira el perfil de las víctimas. No hay ninguno. Tienes desde una prostituta negra tirada en un parque infantil hasta un ama de casa apuñalada en la entrada de su casa y que, por cierto, es evidente que fue víctima de un robo de coche con violencia. Y este, ¿1957? ¿En serio? Ni siquiera es el mismo modus operandi. Encontraron su cabeza en un barril. Además, en tu declaración dijiste que ese tío tenía treinta y pocos años. Aquí no hay nada.

—Todavía no —responde ella, y se encoge de hombros sin inmutarse—. Primero se abarca todo y después se va cribando. Los asesinos en serie tienen una pauta, y yo intento averiguar cuál es el patrón de este. A Bundy le gustaban las universitarias: pelo largo, raya en el medio, pantalones…

—Creo que podemos descartar a Bundy —responde Dan sin pensar en lo insensible que puede sonar hasta que ya es demasiado tarde.

—Bzzz —responde Kirby imitando a la perfección el sonido de una silla eléctrica, lo que hace que sea una gracia todavía menos apropiada.

Lo conmueve ver lo fácil que les resulta tratar el tema, e incluso hacer bromas estúpidas. Y eso que los polis y él solían darle al humor negro cuando Dan informaba sobre crímenes igual de horribles semana sí, semana no. Como las ranas en agua hirviendo. Uno se acostumbra a todo. Pero hasta ahora no había sido personal.

—Vale, vale, tronchante. Supongamos que a tu hombre no le van los habituales objetivos fáciles: prostitutas, drogatas, chicos que se escapan de casa y vagabundos. ¿Cuál de estas víctimas tiene algo en común contigo?

—Julia Madrigal. Misma edad, veintipocos. Estudiante universitaria. Zona boscosa y apartada.

—Resuelto. Sus asesinos se están pudriendo en la cárcel de Cook County. ¿Otro?

—Venga ya, no me dirás que te tragas eso.

—¿No será que no te lo quieres creer porque los asesinos de Julia son negros y el tipo que te asaltó era blanco? —pregunta Dan.

—¿Qué? No, es porque los polis son unos incompetentes y trabajan bajo presión. Ella pertenecía a una buena familia de clase media. Fue una excusa para cerrar el caso.

—Y ¿el modus operandi? Si era el mismo asesino, por qué no usó tus entrañas para redecorar el bosque, ¿eh? Estos tipos se vuelven cada vez más violentos, ¿no? Como ese caníbal pirado que acaban de pillar en Milwaukee.

—¿Dahmer? Claro, es una progresión. Lo complican cada vez más porque lo necesitan para recuperar el subidón. Hay que seguir aumentando las apuestas. —Kirby se levanta y se pone a dar vueltas por el salón mientras agita la botella, ocho pasos y medio, ida y vuelta—. Y si no lo hubieran interrumpido lo habría hecho también conmigo, Dan. Estoy segura. Es una combinación clásica de desorganización, organización y delirios.

—Has estado leyendo sobre el tema.

—He tenido que hacerlo. No he podido reunir el dinero para contratar a un detective privado. De todos modos, supuse que yo estaría más motivada que cualquier detective. Total: los asesinos desorganizados son impulsivos. «Mata cuando puedas». Y eso quiere decir que se los atrapa antes. Los organizados van preparados, tienen un plan, llevan algo para sujetar a sus víctimas, se libran de los cadáveres con más cuidado… pero les gusta la intriga. Son los que escriben a los periódicos para presumir, como el asesino del zodíaco con sus criptogramas. Después están los pirados raritos que creen estar poseídos o lo que sea, como Dennis Rader, que sigue libre, por cierto. Sus cartas son una locura. Pasa de presumir de sus crímenes a demostrar un profundo arrepentimiento y echarle la culpa al demonio que se le ha metido en la cabeza y lo obliga a hacerlo.

—De acuerdo, señorita FBI, tengo una pregunta difícil: ¿estás completamente segura de que es un asesino en serie? En fin, el tío que te hizo… —Vacila y agita la cerveza hacia ella imitando de manera inconsciente el movimiento que haría si intentara destriparla, hasta que se da cuenta de lo que hace y se lleva la puta botella a los labios mientras desea que fuese con alcohol, aunque fuera al dos por ciento—. El tío ese era un cabrón demente, está claro. Pero ¿no podría ser violencia al azar? ¿No es la teoría principal? ¿Que estaba hasta arriba de polvo de ángel?

En las notas casi ilegibles de la entrevista con el inspector Diggs aparecen unas declaraciones más crudas: «Seguramente tenga que ver con drogas». «La víctima no debería haber estado sola». Como si eso fuera una invitación a que te apuñalen, por amor de Dios.

—¿Me estás entrevistando, Dan? —pregunta ella. Después levanta la cerveza y le da un buen trago. El periodista se percata de que, a diferencia de la pálida imitación que bebe él, la de Kirby es de verdad—. Porque la otra vez no lo hiciste.

—Eh, estabas en el hospital, casi comatosa. No me dejaban acercarme.

Es cierto solo en parte. Podría haber usado su encanto natural para entrar, igual que lo había hecho cientos de veces antes. No le habría costado convencer a la enfermera Williams, la de recepción, de que hiciera la vista gorda. Solo le hubiese hecho falta un poco de coqueteo, porque la gente necesita sentirse deseada. Sin embargo, estaba harto de todo, quemado de verdad, aunque tardó otro año en tocar fondo.

Era un asunto deprimente. Las insinuaciones del inspector Diggs, la madre que salió de su aturdimiento inicial y empezó a llamarlo en plena noche porque los polis no encontraban al tío y ella creía que él podría tener las respuestas, aunque acabó gritándole cuando se dio cuenta de que no podía ayudarla. Ella creía que para Dan era algo personal, como para ella, pero no era más que otra puta historia de la puta mierda que las personas se hacen las unas a las otras, y él no podía ofrecerle más explicación que esa. Además, no podía decirle que la única razón por la que le había dado su número de teléfono era porque estaba buena.

Así que para cuando Kirby salió de cuidados intensivos, él ya estaba harto del tema y no quiso hacer el seguimiento. Y agradeció mucho que hubiese un perro —gracias, señor Matthew Harrison—, y eso ofrecía un bonito punto de vista porque todo el mundo adora a los perros, sobre todo a los valientes que mueren intentando salvar a su dueña. Eso convirtió aquella historia en una mezcla entre Lassie y La matanza de Texas. Pero en realidad no había ninguna pista nueva ni más información, y tampoco los putos polis estaban más cerca de encontrar —no hablemos ya de atrapar— al retorcido cabrón que le había hecho aquello a Kirby y que seguía por ahí fuera esperando hacérselo a otra persona. Así que a la mierda el perro y a la mierda la puta historia.

De modo que Harrison envió a Richie a hacer el seguimiento, pero para entonces la madre había decidido que todos los periodistas eran unos hijos de puta y se negaba a hablar con nadie. Dan tuvo que hacer penitencia cubriendo una serie de tiroteos en el barrio coreano. Una estupidez de típicos matones.

Este año el índice de asesinatos es aún peor, así que se alegra todavía más de no seguir cubriendo homicidios. Los deportes, en teoría, son más estresantes, sobre todo con tanto viaje, pero le dan una excusa para largarse y no tener que pensar que está atrapado en un piso desolado. Hacerle la pelota a los representantes es muy parecido a hacerle la pelota a los polis, y el béisbol no es tan repetitivo y tedioso como los asesinatos.

—Era un chivo expiatorio muy fácil —se queja Kirby, arrastrándolo de vuelta al presente—. Lo de las drogas, digo. No estaba drogado. O no estaba drogado con algo que yo conociera.

—Experta, ¿no?

—¿Has conocido a mi madre? Tú también te habrías drogado. Aunque nunca se me dio demasiado bien.

—Lo que estás haciendo no funciona, lo de evitar el tema con bromas. Solo sirve para dejar patente que hay algo que quieres evitar.

—Sus años en la sección de homicidios lo habían convertido en un perspicaz observador de la humanidad, en un filósofo de la vida —recita ella con voz de narrador de avance cinematográfico, dos octavas más baja que la suya natural.

—Sigues haciéndolo —insiste Dan.

Se nota las mejillas calientes. Kirby consigue irritarlo mucho, como cuando era un chaval recién salido de la universidad y trabajaba en las páginas de sociedad con aquella vieja pájara, Lois, que estaba tan molesta por tenerlo en el departamento que solo se refería a él en tercera persona, como en: «Gemma, dile a ese chico que así no se escriben los anuncios de boda».

—Pasé por una mala época cuando era adolescente. Empecé a ir a la iglesia, a la metodista, lo que volvió loca a mi madre, porque ya puestos debería haber ido a la sinagoga. Llegaba a casa rebosante de misericordia y perdón, así que le tiraba la maría al váter, y después nos pasábamos tres horas gritándonos hasta que ella se largaba hecha una furia y no regresaba hasta el día siguiente. La cosa se puso tan mal que me mudé con el pastor Todd y su mujer, que estaban intentando montar una casa de acogida para jóvenes con problemas.

—Espera, me lo imagino. ¿Intentó meterte mano?

—Jo, tío —responde ella, sacudiendo la cabeza—. No todos los líderes religiosos son pederastas. Eran unas personas muy dulces, pero no de las mías. Eran demasiado serios. Me parecía bien que intentaran salvar el mundo, pero no quería ser su proyecto estrella. Y ya sabes… mis historias con la figura paterna y eso.

—Claro.

—Que es en lo que se basa la religión, en realidad. En intentar estar a la altura de las expectativas del Gran Papá del Cielo.

—Vaya, ¿quién es la filósofa aficionada ahora?

—Teóloga, por favor. Lo que quiero decir es que no funcionó. Creía que deseaba estabilidad, pero al final resultó ser un aburrimiento absoluto. Así que le di a mi vida un giro de ciento ochenta grados.

—Empezaste a salir con mala gente.

—Yo era la mala gente —responde con una sonrisa.

—Es lo que te hace la música punk —dice Dan mientras brinda con la botella medio vacía.

—Sin duda. He visto a mucha gente colocada, y ese tío no era uno de ellos.

Deja de hablar, pero Dan conoce ese tipo de pausas. Es como un vaso haciendo equilibrios al borde de la mesa, luchando contra la gravedad. Lo que tiene la gravedad es que siempre gana.

—Hay otra cosa. Está en el informe de la policía, pero no en la prensa.

«Bingo», piensa Dan.

—Suelen hacerlo, lo de no informar de detalles importantes para poder distinguir las llamadas de los locos de las pistas reales —contesta él.

Incapaz de mirarla a los ojos, se acaba el último trago de cerveza temiendo lo que va a escuchar. Le revuelve el estómago el sentimiento de culpa por no haber leído los artículos de seguimiento.

—Me tiró algo después de… Un encendedor negro y plateado, tipo art noveau, antiguo. Tenía algo grabado: «WR».

—¿Eso significa algo para ti?

—No. Los polis lo compararon con los posibles sospechosos y también con las víctimas.

—¿Huellas?

—Sí, las de un hombre de noventa años. Seguramente el propietario original.

—O un vejestorio que comercia con objetos robados, si tienen sus huellas en el archivo.

—No pudieron localizarlo. Y antes de que lo preguntes, ya he repasado la guía telefónica. No hay anticuarios ni tiendas de empeños con las iniciales WR en el área metropolitana de Chicago.

—¿Eso es lo único que tienen sobre el mechero?

—Se lo describí a un coleccionista en un mercadillo, y me dijo que debía de tratarse de un Ronson Princess De-Light. No es el encendedor más raro del mundo, pero puede que valga unos doscientos pavos. Tenía uno parecido y me lo enseñó. Era más o menos de la misma época, años treinta o cuarenta. Se ofreció a vendérmelo por doscientos cincuenta dólares.

—¿Doscientos cincuenta dólares? Me he equivocado de profesión. De todos modos, cosas más raras han dejado los asesinos en la escena de un crimen.

—El estrangulador de Boston ataba a las chicas con medias de nailon y el merodeador nocturno dejaba en la escena del crimen estrellas de cinco puntas invertidas.

—Sabes demasiado de estas cosas y no es bueno que pases tanto tiempo metida en la cabeza de esa gente.

—Es la única manera de sacarlo a él de la mía. Pregúntame lo que quieras. La edad de inicio habitual va de los veinticuatro a los treinta años, aunque siguen matando todo el tiempo que pueden. Suelen ser hombres blancos. Falta de empatía, que se puede manifestar como un comportamiento antisocial o un encanto extremadamente egoísta. Historial de violencia, allanamiento, torturas a animales, infancia jodida, complejos sexuales… Aunque eso no quiere decir que no sean miembros productivos de la sociedad. Algunos eran respetados por la comunidad, incluso estaban casados y tenían hijos.

—Casos en los que los vecinos se confiesan sorprendidos, a pesar de haberle sonreído y saludado por encima de la valla de madera mientras el simpático vecino de al lado excavaba un hoyo para construir su cámara de tortura.

Los que no quieren meterse en los asuntos de los demás se han ganado un puesto de honor en la lista negra de Dan. Es lo que les ocurre a los periodistas que ven demasiados casos de violencia doméstica. Según Dan, un solo caso ya es demasiado.

La chica deja de dar vueltas y se sienta en el sofá, a su lado, lo que hace que los muelles gruñan. Va a por la última cerveza y de pronto recuerda que es sin alcohol, pero la coge de todos modos.

—¿Compartimos? —ofrece.

—No, gracias.

—Dijo que era de recuerdo. No se refería a mí, obviamente. Los muertos no recuerdan una mierda. Se refería a las familias, a los polis o a la sociedad en general. Es su forma de decirle al mundo «que te jodan», porque cree que no lo atraparemos nunca.

Por primera vez percibe una grieta en la coraza de Kirby, así que procura avanzar con especial cuidado. Intenta no pensar en lo raro que le resulta hablar sobre eso mientras los esquiadores saltan del extremo de una rampa en la televisión muda.

—Voy a decirlo y ya está, ¿vale? —empieza, porque cree que tiene que hacerlo—. No debes ir por ahí buscando a asesinos, niña.

—¿Se supone que tengo que olvidarme de esto? —Tira del pañuelo de manchas negras y blancas que lleva atado al cuello y deja al descubierto la cicatriz que lo cruza de un extremo al otro de la garganta—. ¿En serio, Dan?

—No —responde él sin más.

¿Cómo iba a hacerlo? Nadie podría. «Déjalo atrás, sigue adelante», eso dice la gente. Pero ya estaba hasta los putos cojones de aceptar esta puta mierda todos los putos días, y ya era hora de decir que era una puta mentira, joder.

—Vale —dice intentando reconducir la conversación—, entonces esa es una de las cosas que buscas en los recortes: encendedores antiguos.

—En realidad, técnicamente no es antiguo —responde ella disimulando aquel instante de vulnerabilidad pasado—. Tiene menos de cien años, así que es vintage.

—No te hagas la listilla —gruñe Dan aliviado al sentirse de nuevo en terreno seguro.

—No me digas que no sería un buen titular.

—¿El Asesino vintage? Coño, es perfecto.

—¿A que sí?

—Oh, no. Que te esté ayudando no quiere decir que tenga intención de volver con esos gusanos. Yo cubro los deportes.

—Curioso que hables de gusanos, teniendo en cuenta que se usan de cebo y eso.

—Sí, bueno, no pienso morder el anzuelo. Dentro de nueve horas me voy a Arizona, donde pasaré unas semanas viendo a unos tíos golpear unas pelotas. Pero te diré lo que vas a hacer tú: vas a seguir repasando historias antiguas, vas a pedirles a los bibliotecarios que te busquen detalles más específicos, como objetos raros junto a los cadáveres, cosas que parecen fuera de lugar… Parece un buen plan. ¿Encontraron algo similar en el caso de Madrigal?

—No mencionaron eso en las historias que he leído. Intenté ponerme en contacto con los padres, pero se han mudado y han cambiado de número de teléfono.

—De acuerdo, el caso está cerrado, así que el expediente será de dominio público. Deberías ir al juzgado y echarle un vistazo. Intenta hablar con sus amigos, con los testigos e incluso mira a ver si encuentras al fiscal.

—Vale.

—Y vas a poner un anuncio en el periódico.

—¿«Se busca asesino en serie, blanco y soltero, para pasar un buen rato y disfrutar de la cadena perpetua»? Seguro que responde.

—Estás muy bullanguera.

—¡Mira, la palabra del día! —bromea ella.

—El anuncio es para los seres queridos de las víctimas. Aunque los polis no están prestando atención, seguro que las familias sí.

—Genial, Dan. Gracias.

—Pero no creas que eso te va a librar del trabajo real de becaria. Espero que me envíes por fax a mi habitación del hotel las estadísticas actualizadas de los jugadores. Y espero que te pongas al día con las reglas del béisbol.

—Eso es fácil: pelota, bates, goles.

—Ay…

—Estoy de coña. De todos modos, no puede ser más raro que esto.

Disfrutan del silencio en compañía durante un rato y miran cómo un hombre con casco y un reluciente mono azul sale volando por una pendiente casi vertical, agachado sobre sus tablas de carbono, hasta que se endereza cuando la pendiente se curva hacia arriba y lo lanza por los aires.

—¿A quién se le ocurren estas cosas? —pregunta Kirby.

Dan le da la razón. Lo elegante y absurdo del empeño humano.