HARPER
En cualquier momento
Lo revive dentro de su cabeza una y otra vez, tumbado sobre el colchón del dormitorio principal, desde donde, con solo levantar la mano, puede recorrer con los dedos las espirales de lentejuelas de las alas mientras se tira de la polla y piensa en aquel instante de decepción que le atisbó en la cara.
Ha bastado para satisfacer a la Casa. De momento. Los objetos guardan silencio y la fuerte presión de la cabeza ha remitido. Tiene tiempo de adaptarse y explorar, y de librarse del cadáver del polaco, que sigue pudriéndose en la entrada.
Prueba con días diferentes, procurando que nadie lo vea entrar o salir, ya que recuerda el encuentro con el joven vagabundo de ojos saltones. La ciudad siempre cambia. Barrios enteros caen y emergen, se maquillan un poco y, al limpiarlos de nuevo, aparece la enfermedad. La ciudad manifiesta síntomas de decrepitud: feas marcas en las paredes, ventanas rotas, basura que se coagula… A veces puede trazar la trayectoria; otras, el paisaje se hace completamente irreconocible y tiene que orientarse por el lago y por algunos puntos de referencia que ha memorizado: la aguja negra, las rizadas torres gemelas o los meandros y las curvas del río.
Cuando pasea sin rumbo, procura caminar como si fuera a algún sitio. Compra algo de comer en tiendas de comida preparada y en restaurantes de comida rápida en los que pueda pasar inadvertido. Evita las charlas para no dejar huella en nadie. Es amable, pero discreto. Observa a la gente con atención y roba los comportamientos más adecuados para después imitarlos. Solo entabla conversación si necesita comer o usar el servicio, y le dedica apenas el tiempo suficiente para obtener lo que desea.
Las fechas son importantes, por eso procura comprobar el dinero que usa. No ha encontrado una manera más sencilla de averiguar qué día es que mirándolo en los periódicos, aunque hay otras pistas que indican la época, si se es perspicaz: el número de coches que abarrotan el asfalto; los carteles con los nombres de las calles, que cambian de amarillo con letras negras a verde; el excedente de productos; la forma en que los desconocidos reaccionan en la calle ante los demás, si son abiertos o están a la defensiva, hasta qué punto son reservados…
En 1964 se pasa dos días enteros en el aeropuerto, durmiendo en los asientos de plástico de la sala cuyos ventanales dan a las pistas, y se dedica a observar los aviones que despegan y aterrizan. Son monstruos metálicos que tragan gente y maletas, y después los escupen.
Un día de 1972 le puede la curiosidad y aprovecha el descanso de uno de los obreros de la construcción que está trabajando en la estructura de la Torre Sears para darle palique. Vuelve un año más tarde, cuando ya está terminada, para subir en ascensor a lo más alto. La vista lo hace sentirse como un dios.
Decide probar los límites. Solo tiene que pensar en una fecha y la puerta se abre a ella, aunque no siempre está seguro de si se trata de sus pensamientos o si es la Casa quien decide por él.
Volver atrás en el tiempo lo inquieta. Le preocupa quedar atrapado en el pasado. Y, en cualquier caso, no puede retroceder más allá de 1929. En cuanto al futuro, la fecha límite es 1993, año en que el barrio es una ruina absoluta, hay casas abandonadas por todas partes y no hay nadie que lo moleste. Puede que se trate del Apocalipsis, que el mundo se consuma en una bola de fuego y azufre. Le gustaría verlo.
Lo que está claro es que el final de la línea ya ha llegado para el señor Bartek. Harper decide que lo más seguro es abandonar al tipo lo más lejos posible de su propia línea temporal. El proceso resulta laborioso. Primero le ata una cuerda alrededor del cuerpo, bajo las axilas y entre las piernas. Las entrañas en licuefacción empiezan a calarle la ropa, así que, a medida que Harper, apoyado en la muleta, arrastra el cadáver en dirección a la puerta principal, este va dejando un rastro de caracol por el suelo de madera.
Harper se concentra en una época lejana y sale justo antes del alba de un día de verano de 1993. Todavía está oscuro, aún no se han despertado los pájaros, aunque un perro ladra en alguna parte con un ronco guau, guau, guau que rompe el silencio. De todos modos, Harper se queda un largo minuto en el porche para asegurarse de que no haya nadie antes de bajar el cadáver sin muchos miramientos por los escalones.
Le cuesta otros veinte minutos de palabrotas y tirones llevarlo hasta un contenedor que ha encontrado a dos manzanas de allí, en un callejón, y cuando levanta la pesada tapa metálica descubre que ya hay un cadáver dentro. Tiene la cara hinchada y morada por culpa del estrangulamiento, le sale la rosada lengua entre los dientes, tiene los ojos saltones inyectados en sangre, pero la mata de pelo es inconfundible, es el médico del Hospital de la Misericordia. Debería sorprenderse, pero su imaginación tiene límites. El cadáver del hombre está ahí porque se supone que tiene que estar ahí. Con eso le basta.
Suelta a Bartek encima del médico y les echa algo de basura encima. Se harán compañía mientras alimentan a los gusanos.
* * *
Siempre regresa a la Casa, que es como una tierra de nadie, pero cuando sale y piensa en su propia época descubre que los días siguen transcurriendo como siempre.
Se pierde el Año Nuevo de 1932 sin querer, aunque sale el día siguiente para disfrutar de un buen filete. De vuelta a casa se cruza con una chica de color, y lo recorre un estremecimiento inconfundible, la conmoción de la inevitabilidad. La reconoce, es una de ellas.
Está sentada en unos escalones, con un niño pequeño a su lado. Los dos están envueltos en chaquetas y bufandas, y están arrancando hojas de un periódico y convirtiéndolas en pequeños dardos.
—Hola, pequeña —dice Harper con amabilidad—. ¿Qué estás haciendo? Creía que los periódicos eran para leerlos.
—No sé leer bien, señor —dice la chica, lanzándole una descarada mirada. El tipo de mirada que te abofetea. Es mucho mayor de lo que pensó en un principio; casi una mujercita.
—No deberías hablar con hombres blancos, Zee —dice el niño entre dientes.
—No pasa nada. No tenemos que hacer caso de todas esas formalidades —lo tranquiliza Harper—. Además, yo he hablado primero, ¿no? No es una falta de respeto, ¿verdad, hombrecito?
—Estamos haciendo aviones. —La chica levanta la mano para lanzar uno de los dardos, que se desliza por el aire con elegancia durante unos segundos eternos antes de caer en picado y desplomarse sobre el helado pavimento delante de él.
Quiere preguntarle a la chica si puede intentarlo él; cualquier cosa con tal de mantener el intercambio de palabras pero, antes de poder decirlo, una vecina sale de una de las casas de al lado, pelador de patatas en mano, y deja que la puerta de rejilla se cierre detrás de ella con un portazo.
—¡Zora Ellis! ¡James! —grita lanzándole una mirada asesina a Harper—. Adentro, ya.
—Te lo dije —comenta el niño entre satisfecho y resentido.
—Bueno, nos veremos pronto, cariño —se despide Harper.
—No lo creo, señor. A mi papá no le gustaría.
—Y a mí no me gustaría enfadar a tu papá. Dale recuerdos de mi parte, ¿vale?
Se aleja, silbando, con las manos metidas en los bolsillos para que no le tiemblen. No pasa nada, volverá a encontrarla. Tiene todo el tiempo del mundo.
Sin embargo, tiene la cabeza tan llena de ella, Zora-Zora-Zora-Zora, que comete un error y, al abrir la puerta de la Casa, se encuentra con el maldito cadáver de nuevo en la entrada, con la sangre aún húmeda en el suelo y el pavo congelado. Se queda mirándolo, conmocionado. Después se agacha y retrocede hacia el umbral, pasa por debajo de la equis de madera que forman las tablas en la puerta y la cierra.
Le tiemblan las manos cuando intenta meter la llave en la cerradura de nuevo. Concentra toda su atención en la fecha en la que se encuentra, el dos de enero de 1932. Al abrir la puerta de golpe con la muleta comprueba, aliviado, que el señor Bartek ya no está. ¡Ahora lo ves, ahora no lo ves! Un truco de magia de barraca de feria.
Ha sido un paso en falso, como si la aguja del gramófono se saltara un surco del disco. Es normal que se sienta atraído hacia ese día en el que todo empezó. No estaba concentrado. Tendrá que centrarse más.
En ese momento vuelve a notar el impulso, el deseo, y ahora que ha regresado al día correcto siente el latido de los objetos como si fueran un nido de avispones. Se mete la navaja en el bolsillo. Irá a buscar a Jin-Sook. Cumplirá la promesa que le hizo.
Es la clase de chica que sueña con volar, así que le llevará unas alas.